—¡Se lo ruego, por el amor de Dios, le está matando! —suplicó deshecha en lágrimas.
—No sea estúpida. Deje de llorar. Ese hombre nos hubiera asesinado sin el menor remordimiento. ¿Ni siquiera cree en lo que ven sus ojos? —reprochó furioso Rainer—. Su error consiste en considerar que la bondad mueve el mundo. Se equivoca por completo. En esta jungla sólo impera la ley del talión.
Elke encaró a Heinz. Conducía enajenado, a gran velocidad, en dirección al este de la ciudad, buscando la salida de Berlín. Su perfil anguloso se le antojó duro como el pedernal. No pudo evitar liberar un sentimiento de profundo asco. Le escupió.
—Es usted un ser despreciable, absolutamente despreciable —increpó—. No sé en qué momento de su vida se convirtió en lo que es. Me da usted mucha pena. Que Dios le perdone.
Sin dejar de mirar al frente, Rainer pasó la manga de su camisa por el rostro. No contestó de inmediato. Permaneció silencioso. La luz ambarina del túnel que atravesaban quebraba de forma intermitente el halo de penumbra y soledad que parecía envolverle.
—¿Por qué se lleva continuamente a Dios a los labios? —ironizó con acritud cuando Elke ya no esperaba recibir contestación alguna—. ¿Cree acaso que alguien está a nuestro cargo? ¡Pequeña ilusa! ¡Deje en paz a Dios y no me juzgue! No tiene derecho. Usted no sabe lo que es el sufrimiento, lo que significa huir, el regalo que supone vivir siquiera un día más. Su mayor pecado, señorita Schultz, y también el de los millones de seres que se le parecen, es la narcosis. Usted aún duerme. Yo, por desgracia, desperté hace mucho tiempo.
—Y por eso se comporta como un lobo, ¿no? —indagó con el ánimo herido la concertista—. Todo se reduce a matar o morir. Comprendo.
—Usted no comprende nada. Yo no he dicho que el estar despierto me haga mejor, ni más feliz. Al contrario. Ojalá pudiera ser el mismo estúpido que un día fui. Tal vez, a estas alturas, me habría casado, tendría hijos, aficiones, amigos. Mi mayor preocupación sería devolver cada mes el crédito de una hipoteca a ese puñado de repugnantes usureros que pueblan los despachos. No sé por qué me ha tocado a mí. Se lo aseguro. Supongo que por una rara coincidencia, por una maldita conjunción planetaria que me hizo estar donde no debía.
Elke no esperaba una contestación semejante. Miró a Rainer taciturna, descorazonada, sin fuerzas.
—Yo era biólogo, ¿sabe? —confesó él de súbito—. Creo que uno de los mejores. Me especialicé en flora y fauna de clima ártico. Supongo que es normal, puesto que nací en Noruega. Crecí rodeado de nieve. Mi padre se casó con una alemana que trabajaba allí. Vivíamos en una población pequeña, encantadora, cerca de uno de los fiordos más bellos que existen. Años después mi familia se trasladó aquí, se instalaron en Colonia. Yo estudié en esa ciudad. Me gradué con matrícula de honor. Hasta hace seis años yo no sabía qué tacto tenía un revólver ni había visto morir a nadie, ¿me cree?
—¿Por qué me cuenta esto? Prefiero no saber nada de usted.
Heinz esbozó una media sonrisa. Suspiró profundamente.
—Se dedica a la música, ¿verdad?
—Sí.
—Ese estuche es el de un violín —afirmó ladeando levemente el rostro.
—Toco el violín en la Filarmónica de Berlín.
—Mi padre era un incondicional de Karajan, un melómano. Tenía una discoteca extraordinaria. Gracias a él conocí a Sibelius, Prokofiev, Elgar, Debussy, Mahler y muchos otros —comentó ensimismado—. Es usted una mujer muy afortunada.
—Soy una mujer normal —zanjó ella desabrida.
Sobrevino un largo silencio. Berlín comenzaba a quedar atrás.
—No sabe cómo desearía poder decir lo mismo —musitó Rainer como si le hablara al aire—. ¿Normal, dice? Bonita palabra. Lástima que en estos tiempos sea sinónimo de anodino, silencioso, aquiescente…
—Déjeme en paz, le he dicho que no deseo hablar con usted. Y aún menos en ese tono confesional. No intente confundirme.
—¿No siente curiosidad por saber quién era ese hombre al que he aplastado con el coche?
—Ninguna. No tengo la menor idea. Seguramente uno de su calaña.
—Era un asesino a sueldo, un agente de una organización secreta llamada Última Thule, un gobierno en la sombra.
—Y ahora me dirá que su verdadero nombre es James Bond, ¿no? —gruñó Elke refugiándose contra el cristal de la ventanilla—. ¡Vamos, no me tome por estúpida! ¡Hace muchos años que no creo en Papá Noel! ¡Por favor, invéntese otra cosa, pero no me insulte!
Rainer optó por callar. Movió el termostato del coche. Comenzaba a nevar copiosamente y el frío se hacía más intenso. Poco después conectó la radio. Elke mantenía invariablemente el dial sintonizado en la frecuencia de una emisora de música clásica. El tema principal de
La música notturna delle strade di Madrid
sonaba en esos momentos.
—Boccherini, ¡qué maravilla! —exclamó Heinz canturreando la melodía—. ¿Le gusta Boccherini? Mi padre decía que él y Haydn crearon a Mozart. Pasó mucho tiempo en Madrid, en los días de Carlos III. La corte española, según se dice, era la más fastuosa de toda Europa.
Un pensamiento intranquilizador irrumpió en el cerebro de la violinista al escuchar esa afirmación, provocando, al punto, un sentimiento de absoluto desconcierto. Algo no encajaba. Ella sabía muy bien que la obra del músico toscano, claramente elitista, era poco o nada conocida por el gran público. Que su secuestrador —ese hombre al que había visto mentir, incendiar y matar sin reparos— supiera incluso que el compositor gozó de las prebendas de la realeza española era una incongruencia que sólo podía explicarse si consideraba a Rainer como a un raro cabrón ilustrado.
—¿Cómo sabe eso? —interpeló sin salir de su asombro.
—Se lo he explicado hace unos minutos. Mi padre era un musicólogo, un
connaisseur
—remarcó Heinz en impecable francés—. Mi hermano y yo crecimos escuchando música clásica. ¿Es usted dura de oído? Creo que deberé añadir otro sinónimo al término normalidad: sordera.
—¿Quién es usted?
—¿Por qué se interesa ahora por mi identidad? ¿Por haber reconocido a Boccherini? —susurró con desdén—. ¡Oh, vamos! Ha quedado bien claro que no desea saber nada de mí. Dejémoslo así. Soy un asesino, un hijo de puta que se dedica a liquidar a otros hijos de puta.
—¿Heinz es su verdadero nombre?
—No. He usado muchos nombres en los últimos años. Me llamo Eilert Lang, pero es mejor que me siga llamando Rainer. Heinz Rainer encaja mejor con lo que soy: un biólogo aburrido con un serio trastorno bipolar —apuntó sarcástico—. Durante el día estudio el crecimiento de bacterias y hongos con un microscopio y, al llegar la noche, salgo a limpiar las calles de escoria.
—Escuche, señor Lang, voy a hablarle con claridad, sin rodeos —resolvió Elke—. Mañana, a estas horas, toda la policía de Alemania me estará buscando. La Filarmónica de Berlín sale en dirección a París. Ésa es la primera ciudad de nuestra gira. Sonarán todas las alarmas. Mi rostro aparecerá en la televisión y en la prensa, por todas partes.
—Estoy seguro de que saldrá muy bien en pantalla. Su rostro es muy fotogénico.
—¿Se está burlando de mí?
—No, en absoluto, pero interprételo como quiera.
—¿Adónde vamos? ¿Adónde me lleva? ¿Es que no lo entiende? ¡Le van a dar caza, le acosarán sin cuartel! ¿Por qué no me deja marchar?
—No se preocupe, si todo va bien la dejaré en París, a usted y a su violín.
—¿En París?
—Sí, en París, o muy cerca. Vamos a Francia, señorita Schultz.
Eilert Lang subió el volumen de la música dando la conversación por terminada. La nieve caía ahora en gruesos copos sobre la carretera, creando un escenario fantasmal, al ritmo sincopado y solemne de la
Ritirata
de Luigi Boccherini.
Barrera De Hielo Y Miedo
Simon Darden, de regreso en Londres, no reparó en el sobre que alguien había deslizado bajo la puerta de su apartamento en Hampstead. Al abrir, la hoja lo arrastró en su trayectoria, arrinconándolo contra el zócalo. El periodista dejó el abrigo sobre el respaldo de una silla, hizo saltar el termostato de la calefacción y se hundió con gesto cansino en una pequeña butaca. Estiró los pies sobre la mesa. Le pesaban los ojos.
La información que Edward Harvington le había proporcionado ocupaba sus pensamientos. Se diría que el escritor se paseaba estirado, con dignidad aristocrática, por algún ramal de su cerebro; parecía conectar, en su soliloquio, unas neuronas con otras; pasadizos que, lejos de señalar con claridad la salida del laberinto, no hacían sino más críptico e inexpugnable el dédalo de misterios propuesto por Rainer.
Darden tenía la angustiosa sensación de hallarse más y más perdido conforme avanzaba. Ojeó al azar el libro que el escritor le había regalado, dispuesto a leer siquiera unas pocas páginas antes de ceder al sopor que le invadía. Sus pupilas se negaron a clavarse en el intrincado galimatías de texto; oscilaban de una línea a otra, en un laxo y mareante vaivén. Bostezó abandonándose al abrazo del sueño.
El estridente tono del teléfono le hizo incorporarse sobresaltado.
—¡Sí!
—¿Papá?
—¿Brian? ¡Hola, hijo! —masculló consultando el reloj—. ¿Qué haces levantado a estas horas? Son casi las doce. Deberías estar en la cama.
—Estoy viendo
Little Britain, ahora
ponen anuncios.
—¿
Little Britain
? Ya hablaré yo con tu madre…, no creo que esa serie sea muy apropiada para ti.
—¡Bah! Ya tengo doce años. Me encanta. Es como
Monty Python
, pero a lo bestia.
Darden esbozó una leve sonrisa.
—Dime, ¿cómo va todo?
—¡Muy bien! ¿Sabes? ¡He pasado al nivel tres de
Dome of Warriors
! —afirmó excitado—. Sale un
djinn
invencible, de dos cabezas. Necesitas cinco armas para acabar con él.
—No sé lo que es un
djinn
, Brian.
—Un genio, un ser maligno. Hay que matarlo o encerrarlo en un cofre.
—¡Ah! Bueno, a ver si lo consigues. ¡Que la fuerza te acompañe!
—Mamá me ha dicho que te diga que aún no ha recibido tu transferencia.
—Entiendo, dile que mañana sin falta veré qué ha pasado y lo arreglaré.
El teléfono comenzó a vibrar, emitiendo un zumbido de baja frecuencia, alertando de que otra llamada se estaba produciendo. Simon echó un vistazo rápido a la pantalla luminosa. Reconoció de inmediato el número de Heinz Rainer.
—Brian, perdona, debo colgar ahora. Nos veremos el fin de semana.
Cortó de forma brusca la conversación. Respiró profundamente. Su corazón latía desbocado.
—¿Hola?
—¿Señor Darden?
—Sí, soy yo. Confieso que no esperaba su llamada a estas horas.
—La situación ha cambiado.
—¿Qué quiere decir? —indagó.
—Conteste, se lo ruego: ¿a cuántas personas ha mostrado la imagen que le envié?
El periodista, confuso, guardó un breve silencio.
—¿Por qué me pregunta eso? —vaciló—. No lo sé. Déjeme pensar. Tres expertos confirmaron su autenticidad. Dos de ellos sin saber de qué se trataba. Les entregamos una copia en papel fotográfico eliminando el rostro de Hitler, el único que puede ser reconocido a simple vista. También un fotógrafo y viejo amigo, John Stewart, la examinó y está al corriente del asunto, pero está libre de toda sospecha.
—¿Alguien más?
—Bueno, como usted comprenderá, también mi superior, Roger Alton, el editor de
The Guardian
. No podía ser de otro modo.
Simon Darden se mordió los labios y apretó las mandíbulas. Se maldijo interiormente por haber entregado a Alton una copia de la fotografía momentos antes de que éste se reuniera con los
centinelas
del Scott Trust.
—Se ha producido una filtración —reveló Rainer interrumpiendo de forma abrupta las explicaciones del periodista—. Usted sabrá de qué modo. Me han localizado. Estoy huyendo, señor Darden. Acabo de matar a un hombre, un agente de Última Thule. Para salvar la vida me he visto obligado a utilizar a una persona, una mujer que nada tiene que ver con todo esto. Mi tiempo se acaba.
—Pero…
—Por favor, calle y escuche —recomendó inflexible Heinz—. Mi intención inicial era facilitarle información, de forma progresiva y dosificada, de modo que usted pudiera asimilarla y ensamblar el mismo rompecabezas que yo he armado durante estos últimos años. Mi trabajo aún no está completo. Falta alguna pieza. Poseo documentos e informes vitales, explosivos. Están a buen recaudo. Toda esa información, lamentablemente, podría ser considerada papel mojado de no contar con el testimonio imprescindible de algunos
actores
.
—¿
Actores
? Lo siento, no le sigo.
—Los
actores
de la operación Shangri-La, el nombre en clave de la farsa destinada a hacer creer al mundo que el Führer estaba muerto —explicitó Rainer—. Fueron seleccionados cuidadosamente por el propio Heinrich Müller, el jefe de la Gestapo, por Karl Dönitz y algunos ayudantes. Unas veinte personas en total, dentro y fuera del Führerbunker. Hasta hace apenas una semana, cinco de ellos estaban vivos, pero Última Thule los está liquidando. Uno a uno. Emil Färber, junto a su hija y su yerno, fueron asesinados en Munich; Gerald Gottlieb y su esposa, en Berlín. A lo largo de estos últimos meses intenté hablar con ellos, concertar una entrevista. Fue inútil, se negaron en redondo. Los dos introdujeron a los dobles en el búnker y facilitaron la salida de Hitler. Ahora sólo quedan tres.
—Entiendo.
—Dos están en Francia. El primero internado en un geriátrico, en París; el segundo vive en Lyon; el tercero, hasta donde he podido averiguar, reside en Andraitx, en Mallorca —enumeró Heinz en tono pausado—. Fueron piezas claves en la operación Shangri-La. Sacaron a Hitler de Alemania y le llevaron a Noruega. Creo que cuando intuyan el destino que les reserva Última Thule no dudarán en confesar. Necesitamos esos testimonios, señor Darden. Eso en el supuesto de que lleguemos a tiempo, ¿me entiende? Cada minuto es vital. Se lo explicaré con más detalle cuando nos encontremos.
—¿Dónde está usted ahora? —preguntó Darden, recorriendo impaciente todo el largo del pequeño apartamento. Su mirada se posó en un sobre abandonado junto a la puerta de entrada—. Señor Rainer, ¿me oye?
Heinz Rainer enmudeció. El periodista notaba su presencia al otro lado. Podía escuchar su respiración poderosa, entrecortada. Entendió que dudaba a la hora de revelar su paradero.