Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (18 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

BOOK: Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida
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—¿Ve? ¡Siempre hay que darle las gracias al cielo por algo! —murmuró con una inflexión displicente Elke al tiempo que llenaba dos vasos cortos, de boca ancha. Le tendió uno a Lang y, antes de volver a recogerse en el sillón, atizó la lumbre añadiendo leña menuda. Hecho eso se quedó mirando fijamente al narrador, con semblante adusto. Sin palabras le hizo saber que estaba dispuesta a seguir escuchando.

En los ojos de Eilert Lang asomó una fugaz chispa de ironía.

—Creo que hemos cambiado los papeles —murmuró divertido.

—¿A qué se refiere?

—No me pregunte el motivo, pero ha pasado por mi cabeza la imagen de Sherezade entreteniendo al sultán con sus historias, intentando ganar una noche más.

—¿Con eso quiere decir que debería ser al revés?

—No, sólo era una imagen. No tiene importancia. Olvídelo.

—Haga lo que quiera, pero yo, si fuera usted, me centraría en lo que importa —recomendó Elke echando un vistazo sesgado a su reloj—. Son las seis. Clareará antes de dos horas. La base Wichita, ahí estábamos: jodidos de frío.

—Sí. Un frío intenso. A pesar de que durante el verano antártico no existe la noche y el sol, la luz intensa, es un castigo del que no hay forma de escapar —evocó Lang retomando el hilo—. Recuerdo que Hatsuka, el japonés, siempre llevaba su fino bigotito negro poblado de escarcha, lleno de multitud de diminutos carámbanos de hielo. Y que Barets, el francés, desaparecía con frecuencia, para regresar al poco con la petaca rellenada. Nada ocurrió durante los primeros días. Yo me sentía realmente feliz. Siempre encontraba una excusa para ayudar a Angela en sus trabajos. Y creo que ella hacía lo mismo. De forma tácita nos buscábamos el uno al otro. Eso nos granjeó más de una burla, parodias durante las cenas, de esas que provocan sonrojo.

—Amor bajo cero —apuntó Elke con una media sonrisa en los labios.

—Bueno, no exactamente amor. Era una abierta y mutua predilección, que podía terminar en mucho o en nada. ¿Tiene ahí mi libro de notas?

—Sí.

—Mire al final. Hay un amasijo de papeles sueltos. Guardo una Polaroid que nos hizo Stan Barets. Es el único recuerdo que conservo de ella —señaló Eilert—. También hallará un recorte del
New York Times
. Dimos una rueda de prensa dos días antes de partir hacia Buenos Aires.

Elke extrajo la abultada agenda. No tardó en hallar la imagen. Heinz Rainer, o mejor dicho, Eilert Lang, rubio y sonriente, enfundado en una gruesa pelliza, abrazaba a una mujer menuda, de ojos vivos y agradables facciones, ante un horizonte blanco y desolado, recortado sobre el azul intenso del cielo.

—Es…, era, una mujer muy atractiva —convino Elke. La violinista suspiró profundamente. Esa imagen le resultaba más perturbadora que todo lo explicado por Lang hasta el momento. Y no cabía duda alguna de que la página arrancada del periódico era auténtica.

—Mucho. Un ser encantador, una mezcla explosiva de timidez y descaro.

—¿Qué ocurrió?

—Tal y como le he dicho, no demasiado durante unos días. Los miembros de la Millenium Research nos centrábamos en nuestro trabajo mientras Rodby y los suyos hacían vida aparte. Entendimos desde el primer momento que no estaban dispuestos a mezclarse con nosotros, ni a confraternizar en exceso. En muchas ocasiones coincidíamos en el módulo habilitado como comedor, en la central de comunicaciones o en los hangares en que se guardaban las motos de nieve y el material, pero la mayor parte del tiempo llevábamos vidas separadas. Se mostraban siempre amables aunque sumamente reservados. Fue Stan Barets el primero en detectar ciertas anomalías.

—¿De qué tipo?

—Recuerdo que una mañana se acercó hasta donde yo estaba trabajando. Me ofreció un trago de vodka, bebía vodka con frecuencia, decía que era el aguardiente ideal en esa latitud, y me susurró al oído unas palabras que no he olvidado jamás.

—¿Qué le dijo?

—Me tocó en el hombro y, con su proverbial sarcasmo, me espetó: «Eilert, te juro que no estoy borracho, pero créeme si te digo que aquí hay pingüino encerrado».

Elke Schultz sonrió abiertamente, por primera vez.

—¿Y lo había?

—Sí. Barets me hizo reparar en algunos detalles reveladores. Era un analista de primera, muy observador. Comprendí que tanto Rodby como el resto del equipo estadounidense destacado en Wichita se traían algo entre manos; no eran científicos, eso se nos antojaba claro; nunca les veíamos enfrascados en mediciones, pruebas o experimentos; el laboratorio de la base era un lugar destartalado, desprovisto de materiales básicos, indispensables; pero lo más significativo es que siempre andaban, de la mañana a la noche, armados. Todos, sin excepción, llevaban su pistola al cinto. Disimulada bajo los chaquetones y la ropa. Eran militares, Elke. Y no nos quitaban, pese a su aparente distensión, el ojo de encima.

—¿Lograron averiguar el verdadero motivo de su presencia en ese paraje remoto?

Eilert Lang mantuvo un prolongado y dramático silencio.

—Sí, ese destacamento estaba ahí para custodiar la mayor mentira de la historia… —confesó circunspecto y sin ambages—. No tardé mucho en saberlo. Aunque por desgracia demasiado tarde. Pronto lo entenderá, permítame seguir con los hechos. No quiero que amanezca sin haber terminado. No deseo darle motivos para disparar esa bala que me ha prometido.

Elke bajó la mirada. Sus dedos acariciaron, bajo la manta, la culata del arma.

—Prosiga.

—A pesar de que a partir de ese momento jugar a las conjeturas se convirtió en un entretenimiento, seguimos adelante con el programa previsto. Una tarde encontré a Angela escudriñando el horizonte con unos potentes binoculares. Examinaba la estribación de un macizo montañoso, al noroeste de la base Wichita, que nacía a nuestras espaldas y corría bordeando la costa. Me tendió los prismáticos y señaló un punto alejado de esa cordillera. Al enfocar, distinguí un inmenso glaciar. Una lengua de hielo impresionante, hermosa y milenaria. Parecía arder devorada por el sol.

*****

—Daría cualquier cosa por ver esa maravilla de cerca —afirmó Angela sin mirarme—. No recuerdo haber contemplado en toda mi vida nada semejante. Ni siquiera en el Himalaya. Es absolutamente majestuoso.

—Lo es. Parece el Walhalla, rutilando más allá de la vida.

—¿El Walhalla?

—El santuario de Odín, en Asgard, la morada de las quinientas cuarenta puertas, el palacio de los héroes, donde corre la hidromiel y aúllan los chacales.

—Eso es mitología nórdica, ¿no?

—En efecto. Muy nórdica.

—Estaba pensando, Eilert, que tal vez podríamos acercarnos discretamente a ese glaciar, por nuestra cuenta, en secreto.

Chasqueé los labios en clara señal de reprobación.

—Tal vez no sea una idea muy afortunada, Angela. Recuerda que Rodby ha dejado muy claro que no debemos adentrarnos en esa región, por encima de los 74° de latitud sur, bajo ningún concepto —razoné—. De precipitarnos por una sima podemos perder cualquier esperanza de ser rescatados vivos.

Ella se giró hacia mí, echó atrás la capucha de piel de su grueso tabardo y sonrió con deliciosa y encantadora picardía.

—Me juego lo que quieras, Eilert Lang, a que hay más grietas en el techo de mi casa de Londres que en esa llanura —apostó con un mohín descreído en los labios—. No tenemos forma alguna de conocer las razones de esa prohibición, pero te aseguro que los argumentos no son ciertos. Antes de salir de Nueva York hablé con un buen amigo del instituto sismográfico. Sólo me pudo decir que ellos no tienen constancia de ningún movimiento tectónico en esta parte del mundo en los últimos cuarenta años.

—¿Entonces?

—Entonces es otra mentira más. Y tú y yo vamos a recorrer esa zona, con las motos, pasado mañana.

*****

—¿Lo hicieron? —indagó Elke.

—Sí. Angela era una mujer muy persuasiva. También muy tozuda. No logré sacarle la idea de la cabeza —explicó Lang—. Al día siguiente comunicó a Rodby que tenía un gran interés en descender un par de grados hacia el sur y estudiar una depresión que existe en esa zona. Yo estaba convencido de que ese bastardo se negaría. Para mi sorpresa no puso el menor reparo. Salimos a las siete de la mañana, en dos motos de nieve muy seguras y estables, provistas de un pequeño contenedor en la parte trasera. Cuando estuvimos suficientemente lejos, a unos siete kilómetros de Wichita, rehicimos camino hacia Nueva Suabia, en el norte, dando un amplio rodeo.

—Y comprobaron que la existencia de simas era una patraña —presupuso Elke.

—Sí, correcto. De todos modos le aseguro que yo no las tenía todas conmigo. Estuve tenso durante todo el viaje. Más de dos horas. Cada vez que nos deteníamos, Angela se burlaba de mí. Decía que yo era un apocado, que me faltaba osadía.

—¿Qué encontraron en ese maravilloso glaciar? ¿El Walhalla?

—Hielo. Un billón de toneladas de hielo descendiendo como una lengua de plata entre las vertientes del sistema montañoso. Nada fuera de lo normal. Nos ajustamos los crampones en las botas, ascendimos unos seiscientos metros y tomamos fotografías. Al bajar me di un buen costalazo. Resbalé y caí rodando como una piedra, dando tumbos. Por suerte había desenganchado el mosquetón de la cuerda que me unía a Angela y no la arrastré conmigo. Lo que sucedió entonces lo he rememorado miles de veces, como si se tratara de la escena de una película que se revisa fotograma a fotograma en una moviola.

*****

Angela corrió hasta mí en cuanto logró descender. Llegó asustada, temiendo que me hubiera desnucado. Lo cierto es que yo todavía no era demasiado consciente de qué me dolía y qué no. Estaba realmente aturdido, mareado.

—Eilert, ¿estás bien? ¡Qué susto, por Dios! ¡No te muevas, puedes haberte roto algo! —recomendó alterada.

—No lo sé, creo que no, toda esta ropa ha amortiguado los golpes —mascullé.

—No se te ocurra levantarte, quédate quieto, regresaré en un minuto.

Volvió con una manta isoterma, una almohadilla y un pequeño botiquín.

—¿Crees que podrás utilizar la moto? —indagó mientras me arropaba—. Si no te ves capaz, regresaremos los dos en la mía. Contaremos cualquier excusa. Rodby no sospechará.

—No, todo está bien, tranquilízate. Creo que estoy entero. Sólo noto un dolor intenso en la zona lumbar. ¡Aquí, ay, maldita sea!

—Respira hondo. Te prometo que cuando lleguemos a Wichita te daré un masaje que te dejará como nuevo —aseguró sonriente inclinándose sobre mi rostro.

—¿Un masaje? —murmuré con expresión lasciva—. Si haces eso soy capaz de despeñarme por todos los glaciares que me salgan al paso.

—Vamos, no exageres.

No sé cómo me decidí en aquella situación a besarla. Soy algo tímido, pero supe que aquél era el momento. El único posible. Deslicé mis dedos entre sus cabellos, rodeé su cuello y la atraje lentamente hacia mis labios. Noté que ella no oponía resistencia.

En el último instante sus ojos esquivaron los míos. Advertí que dirigía la mirada algo más allá, hacia un punto indeterminado, a mi izquierda.

—¿Qué te pasa? —pregunté extrañado—. ¿Estás bien?

—Pero, pero ¿qué es eso? —balbuceó—. ¡Virgen Santa, Eilert! ¿Qué es eso? ¡Mira, mira ahí!

Logré recostarme y echar un vistazo sesgado al lugar que ella señalaba. Me pareció distinguir un enjambre de sombras bajo el hielo, difusas, informes.

Miré de frente a Angela esperando una explicación. Se había puesto en pie. Retrocedía con el terror estampado en el rostro. Sus ojos, poseídos por un fulgor irracional, barrían el terreno a nuestro alrededor. Regresó hasta mí, espeluznada, me cogió de las manos y sin contemplaciones tiró de mí hasta incorporarme. Un segundo después, liberó un pavoroso alarido y ocultó su rostro en mi pecho.

En ese momento les vi. A todos ellos. Incontables.

Estaban por todas partes.

La mirada terrible de una legión de espectros parecía reclamarme desde las profundidades. Sus dedos crispados pugnaban por quebrar la gélida losa que sellaba sus tumbas. Me separé de Angela y caminé estremecido sobre la contraída distorsión que eran sus cuerpos; incapaz de pensar; tomando conciencia de que una pesadilla infernal, una broma macabra, había irrumpido en nuestras vidas.

Dispuesta a quedarse…

*****

A lo largo de las dos siguientes horas, Elke Schultz, demudada y sin aliento, escuchó el escalofriante relato del biólogo. Al terminar había realizado el más extraño y perturbador de los viajes posibles, recorriendo la distancia que media entre la incredulidad y la fe. Envuelta en la manta se asomó al páramo helado que se extendía en la parte posterior de la casa, más allá del jardín. Con las primeras luces del día entendió que no podría escapar a una revelación semejante; que nadie podía inventar una historia así, y que de algún modo, por capricho del azar o dictado del destino, su camino y el de ese hombre se habían entrelazado indefectiblemente, al igual que ocurriera seis años atrás, cuando Eilert Lang y Angela Brandley descubrieron el horror que se ocultaba bajo los hielos eternos de Nueva Suabia.

Capítulo 20

Toujours La Voyage

—No tardaré mucho. Será cuestión de unos minutos. Espérame en la esquina, allí podrás aparcar sin problemas —aconsejó Simon Darden con voz destemplada. La falta de sueño se reflejaba en su rostro.

—No te preocupes. A esta hora hay poco tráfico. Aquí estoy bien. Tómate el tiempo que necesites —tranquilizó John Stewart encendiendo un cigarrillo.

El periodista descendió del coche, alzó el cuello de la gabardina y llamó al timbre del que había sido su domicilio durante años, un edificio antiguo ocupado por dos únicos vecinos, al norte de Londres. Miró el reloj. Las seis y media de la mañana.

—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó al poco una voz somnolienta.

—Claudia, soy yo, Simon, ábreme.

—¿Qué haces aquí a estas horas?

—Necesito hablar contigo, abre, déjame subir.

—¿Qué ha pasado? —indagó la mujer inquieta cuando él asomó un momento después en el descansillo.

—Nada grave, tranquilízate. ¿Puedo entrar?

—¿Es imprescindible?

—Lo es.

La mujer le franqueó la puerta con gesto huraño. Se miró de refilón en el espejo del recibidor, arregló sus desordenados cabellos y siguió a Simon hasta el salón de la casa.

—Tú dirás… —dijo cruzándose de brazos.

—Escucha, Claudia, voy a estar ausente dos o tres días, no sé exactamente cuánto tiempo —anunció el jefe de Internacional de
The Guardian
.

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