—¿Qué pasó ese día?
—Bueno, nada especial, Walther, mi amigo se llamaba Walther, murió hace algún tiempo. Me preguntó si me interesaba formar parte de una expedición científica internacional. Debido a su estado se veía obligado a declinar la oferta que le habían hecho. Una propuesta sumamente tentadora. Suponía mucho dinero, y también prestigio.
—¿Una expedición?
—Sí. La Millenium Research 2000, también conocida, de puertas adentro, como la Antartic Research —explicitó Lang—. Detrás de la iniciativa se encontraba un poderoso
trust
de industrias farmacéuticas, europeas y estadounidenses, y subvenciones de más de una docena de países, amén del beneplácito y el apoyo de departamentos de medio ambiente de algunas organizaciones y estamentos internacionales.
—Suena todo muy serio —comentó Elke en tono abúlico. Era evidente que el arranque de la historia de Rainer no encajaba con sus expectativas.
—En efecto. Tremendamente serio.
—Está hablando de una misión científica ¿en la Antártida?
—Sí. Exacto.
—¿Qué objetivo perseguía esa expedición?
—¿Le interesa la biología?
—La única biología que me interesa es la que me afecta directamente a mí.
—Entonces es mejor que no me detenga en ese punto, a riesgo de aburrirla —bromeó Eilert con desenfado—. Experimentos, mediciones, pruebas de laboratorio en condiciones extremas, comportamiento de células y microorganismos a bajas temperaturas, estudio de la capa de ozono y del habitat de algunas especies, análisis del hielo profundo… Todas esas cosas.
—¿Hielo profundo? ¿Qué es eso?
—El espesor medio del hielo en la Antártida es de unos dos mil metros sobre la plataforma rocosa, en muchas zonas alcanza los cinco mil —aseguró el biólogo—. El hielo profundo nos habla como un libro abierto. Midiendo los niveles de deuterio, uno de los isótopos del hidrógeno, podemos saber cómo eran las condiciones atmosféricas en este planeta hace miles de años y lo que ocurrió; resulta tan fiable como las pruebas de carbono 14 lo son en datación.
—Fas-ci-nan-te —silabeó Elke.
—No se burle, lo es casi tanto como diseccionar las tripas a una sinfonía de Mahler.
—¿Aceptó?
—Sí. Sin dudarlo. Llevaba muchísimo tiempo encerrado como un ratón, viviendo en laboratorios, de la mañana a la noche. Mi trabajo era reconocido y había recibido algunos premios importantes, pero necesitaba un cambio. Aire limpio. Pedí dos años de excedencia y me los concedieron.
—Y se fue a la Antártida con su microscopio.
—Bueno, tal y como usted lo expresa parece que la cosa consista en salir a la calle y coger un autobús —por primera vez Eilert Lang rió abiertamente—. No. No viajé al Polo Sur de inmediato. Pasé dos meses conociendo a los que iban a ser mis compañeros, en Tokio y en Nueva York. También en Austria, en los laboratorios de la firma Sandoz. El equipo se formó lentamente. Una cosa así no se improvisa de la noche a la mañana. Es necesario establecer un programa de trabajo; conjugar los intereses comerciales de los que ponen el dinero con lo que realmente importa desde un punto de vista meramente científico, aunque esos asuntos puedan no ser siempre rentables a corto plazo; definir qué experimentos se van a realizar; seleccionar minuciosamente el material. Entre instrumental, víveres, equipajes, vehículos y remolques, la Millenium Research 2000 arrastró más de veinte toneladas al ponerse en marcha.
—¿Cuántos chiflados integraban esa expedición?
Eilert volvió a reír. Era más que evidente que Elke Schultz tenía un sentido del humor acusado, una encantadora propensión a la ironía nacida de su carácter descreído, altivo.
—Nueve personas. Muy diferentes entre sí, como suele ocurrir en estos casos. Les recuerdo a todos, como si les estuviera viendo ahora mismo. Con algunos no trabé una excesiva amistad; con otros, curiosamente, me llevé bien desde el primer momento. Especialmente con un francés, de mi edad, aún más alto que yo, un tipo muy sarcástico llamado Stan Barets. Parecía un impresionista bajo los efectos de la absenta —recordó el noruego—. Llevaba siempre una petaca en el bolsillo, no se separaba nunca de ella. Era hombre de pocas palabras, pero cuando abría los labios resultaba demoledor. Imposible no reírse con él. Durante las semanas que pasé en Tokio, poco después, llegué a conocer bastante bien a Hatsuka, un investigador metódico y reservado, discreto hasta lo exasperante, muy protocolario. Ya sabe lo formales que pueden ser los japoneses. Aman el ceremonial por encima de cualquier otra cosa. Cuando nos presentaron se pasó la mayor parte del primer día saludándome. Me miraba como si yo fuera una eminencia, Darwin, o Pasteur…; en realidad él era mucho más brillante que yo y así se lo hice saber cuando al cabo de unos días aceptó compartir una botella de sake conmigo.
—¿Piensa presentarme a todo su equipo? —interrogó Elke echando un vistazo cansino al reloj—. Son las cinco de la madrugada. Y le he dado un plazo de tiempo inapelable.
—Tiene razón. Pero hay algo más que debería saber antes de que cojamos ese autobús a la Antártida.
—¿Qué?
—Tras mi estancia en Viena y en Tokio, cuando ya los preparativos estaban muy adelantados, todo estuvo a punto de suspenderse. Yo había vuelto a Dortmund. Disfrutaba de unas semanas libres. El viaje estaba programado para finales de año, coincidiendo con el inicio del verano antártico. Recibí una llamada de una de las empresas que patrocinaban la Millenium Research 2000. No fueron muy explícitos. Me hicieron saber que habían surgido algunos problemas con los socios estadounidenses, dos compañías farmacéuticas poderosas, y que posiblemente el asunto se postergaría unas semanas, tal vez un mes o más. Me quedé desencantado, pero, estando de vacaciones como estaba, decidí aprovechar el tiempo y pasar unos días en Londres. Tengo allí algunos amigos. Diez días más tarde volvieron a llamarme. Me dijeron que debía volar a Nueva York de inmediato, que todo el equipo había sido citado allí. Me enviaron un billete de primera clase. Durante el vuelo me ocurrió algo sorprendente.
—Estoy en ascuas.
—Se sentó a mi lado una mujer muy atractiva. De unos treinta y tres o treinta y cuatro años, distinguida, muy inglesa. Me saludó, se abrochó el cinturón y se puso a leer
El guardián entre el centeno
, de Salinger.
—Conozco ese libro.
—Lo supongo. No pude evitar entablar conversación con ella. Le hice notar que tal vez, al llegar a Estados Unidos, podrían requisarlo. En los noventa fue una obra bastante polémica, rechazada por los sectores más conservadores. Incluso pesan algunas leyendas sobre esa novela. Se dice que era el libro de cabecera de Chapman, el asesino de Lennon. Lo comenté con ironía, disculpándome por haber fisgado en su intimidad. Ella se rió de buena gana. Dijo que hasta en su hipocresía los estadounidenses resultan ingenuos. Recuerdo que les tildó de naífs. Pasamos parte del viaje hablando de literatura, cine y mil otras cosas. Se llamaba Angela Brandley. Es curioso, me contó que se había divorciado recientemente, tras cinco años de matrimonio. Incluso me hizo alguna que otra confesión bastante íntima, bueno, al menos así me lo pareció a mí en aquel momento. No estaba flirteando conmigo, sólo era una mujer directa. No dijo ni una sola palabra acerca de su trabajo, ni sobre los motivos que la llevaban a Nueva York. A mí tampoco se me ocurrió preguntarle por esos asuntos.
—¿Tienen alguna importancia en esta historia?
Eilert Lang esbozó una sonrisa forzada, taciturna.
—¿Cree en el destino?
—No demasiado.
—Al aterrizar, tras recoger los equipajes, cuando ya nos despedíamos, escuché a un hombre vocear mi nombre. Le distinguí entre la gente. Levantaba una hoja de papel en la que habían escrito, en trazo grueso, Eilert Lang… ¡Y Angela Brandley!
—No lo entiendo.
—Esa mujer era el noveno miembro de la Millenium Research. Una de las mejores geólogas de Inglaterra. Se había incorporado al proyecto en el último momento, dos días antes, en sustitución de otra persona. Estoy seguro de que el destino nos unió. Nos unió desde el mismo instante en que subimos a ese avión.
—¿Dónde está esa mujer ahora?
—Angela Brandley murió en la Antártida —anunció el biólogo con un hilo de voz atenazada—. Desvelamos un secreto terrible, y los dos lo hemos pagado caro, muy caro.
Elke Schultz advirtió que los ojos de Eilert se humedecían, que las lágrimas estaban a punto de desbordarle. Era evidente que llegado a ese punto de su relato realizaba un titánico esfuerzo de contención, sepultando sus emociones en lo más recóndito.
—¿Sabe? Me llegué a enamorar perdidamente de esa mujer —confesó tras un significativo silencio, en un tono que sonaba a liberación—. En tan sólo unas horas. Lo supe con certeza al saber quién era y qué hacía en Nueva York. Interiormente había aceptado que no volveríamos a vernos, me lo había repetido a lo largo del vuelo. El corazón me dio un vuelco cuando vi su nombre escrito en ese papel y me puse a temblar como un niño. ¿Nunca le ha pasado algo así?
—No lo sé. Tal vez, pero eso no importa ahora. No olvide que es su historia, y no la mía, la que está sobre el tapete.
—¿Por qué tengo la sensación de que es usted una mujer sumamente fría?
—Porque tal vez lo soy, y en esta situación con mayor motivo —zanjó Elke reconduciendo la conversación—. Si no recuerdo mal, estábamos en Nueva York, ¿no?
Eilert Lang asintió.
—Sí, en Nueva York. Allí nos esperaba una sorpresa. Sucedió algo imprevisto. Un cambio de planes. Nos presentaron a un científico del Ejército estadounidense, un coronel llamado Howard Rodby. Un tipo desagradable, prepotente, de ojos saltones. Nos convocó a todos en unas dependencias gubernamentales y nos anunció que el emplazamiento que debía servirnos de base de operaciones en el Polo Sur había cambiado de lugar, por motivos de seguridad. Unos noventa kilómetros al oeste de lo previsto. Recuerdo que la perplejidad fue general. No lográbamos entender el papel de ese militar en medio de nuestra misión. Los objetivos de la Millenium Research se centraban en una zona muy concreta del continente… ¿Tiene usted en mente el contorno de la Antártida?
—Ni siquiera de forma vaga.
—No importa. Recuerda ligeramente la cabeza de un triceratops, un animal prehistórico. El cuerno de la nariz, la península de San Martín, apunta hacia Tierra de Fuego, y el cráneo, la coronilla, hacia el Atlántico Sur y Sudáfrica —explicó Lang dibujando con el índice en el aire—. Es en esa parte donde en principio teníamos previsto establecer nuestro campamento; en una región conocida como Tierra de la Reina Maud, Nueva Suabia, un territorio extenso cuya soberanía reclamó Alemania durante la Segunda Guerra Mundial.
—¿A qué se refería el tal Rodby al aducir motivos de seguridad? —indagó Elke—. ¿Miedo a que pudieran perturbar el apareamiento de los osos polares?
El noruego no pudo evitar echarse a reír ante la observación.
—No hay osos en el Polo Sur, Elke; la bestia más feroz es el pingüino —puntualizó conteniendo la hilaridad—. Rodby alegó, de modo muy convincente, que una serie de movimientos sísmicos profundos habían creado grandes grietas en la zona de Nueva Suabia; fracturas y simas ocultas bajo el hielo. Anunció que nos instalaríamos en una vieja estación estadounidense, la base Wichita, fuera del área de peligro. Las empresas patrocinadoras y los organismos oficiales que respaldaban la misión aceptaron el cambio sin reticencias. No tenía sentido, por tanto, que nosotros nos opusiéramos a la medida.
—Me parece sumamente intrigante —confesó la violinista.
—Lo era. De hecho se trataba de una argucia destinada a alejarnos de esa parte de la Antártida, pero no teníamos modo alguno de saberlo.
—¿Cuándo llegaron usted y sus compañeros a esa base?
—Dos semanas después. Salimos de Buenos Aires, donde se había depositado todo el material, a bordo de un rompehielos. La base Wichita cuenta con un pequeño aeródromo, pero el mal tiempo reinante, pese a estar a comienzos del verano antártico, aconsejó que viajáramos por mar, con todos los contenedores y cargas. Atravesamos la gran barrera de hielo fragmentado que era el mar de Weddell y desembarcamos cerca de Belgrano, una pequeña estación meteorológica argentina. Allí nos esperaban una docena de científicos estadounidenses, dispuestos a cargar en orugas y remolques todo nuestro equipo. Esa operación supuso dos días. Al despuntar el tercero emprendimos viaje hacia Wichita. A unas veinte horas en dirección a ninguna parte.
—¿En dirección a ninguna parte? ¿Qué significa eso?
—La base Wichita está en el interior de esa cabeza de triceratops, a 75° de latitud sur y a unos 11° de longitud oeste, pero no aparece en los mapas. No consta que allí exista puesto alguno. Son muchas las estaciones permanentes en el Polo Sur, casi todas ubicadas en la costa, mantenidas por países que reclaman derechos históricos sobre esos territorios, porciones de pastel de ese continente.
—No acabo de entenderlo.
—Cuando le preguntamos por ese detalle, Rodby nos explicó que ésa era una vieja base, construida a comienzos de los años cincuenta, activa en el pasado, pero mantenida bajo mínimos en la actualidad. Las instalaciones, como pudimos constatar al llegar, eran excelentes, en absoluto la ruina que habíamos imaginado encontrar. Cinco grandes refugios centrales, dispuestos en los vértices de un pentágono imaginario, comunicados entre sí, rodeados por una maraña de pequeñas edificaciones, hangares y almacenes, abrigados por una cadena de montañas y hielo por el noreste.
—Su historia me está destemplando. Empiezo a sentir frío otra vez —anunció bruscamente Elke revolviéndose en la butaca—. Creo que el dueño de esta casa es un alcohólico impúdico. Voy a servirme un whisky, ¿quiere?
—¿Eh? Sí, gracias —aceptó Eilert—. Hace horas que no como nada, me ruge el estómago, pero creo que me reconfortará.
—Si tiene hambre he visto algunas latas en los armarios de la cocina, atún, espárragos y un paquete de tostadas, aunque me temo que rancias. Usted verá.
—Se lo agradezco, pero no. Odio el atún.
—Aquí hay de todo —constató la violinista toqueteando las botellas—. ¿Malta, escocés o bourbon?
—Malta, por favor. Es usted un pozo sin fondo. Me sorprende que sea capaz de distinguir un whisky de otro.
—Y a mí que sea usted tan machista.
—Deberá perdonarme. Soy un torpe. Hace mucho tiempo que no me relaciono con mujeres.