—¿Adónde vas?
—A París.
—¡Ah, ya, a París! ¿Por trabajo?
—Sí, digámoslo así. Aunque es un trabajo un tanto especial.
—¿Qué quieres decir con especial?
—Un asunto feo, un tanto inquietante —confesó Simon sin ambages.
—¿Te has metido en algún lío? ¡No me asustes!
—Espero que no. Confía en mí. De todos modos, me quedaré más tranquilo si esta semana Brian y tú os instaláis en el estudio de John. He recibido un anónimo, Claudia, una nota amenazadora.
—¿Amenazas? ¡Has perdido el juicio, Simon! ¿Meternos en el estudio de John? ¿Qué te llevas entre manos, algún asunto de droga, terrorismo? —interpeló ella nerviosa.
—Por favor, no alces la voz. Vas a despertar a Brian.
—Tanto mejor. Así se enterará de lo irresponsable que puede llegar a ser su padre.
—Claudia, haz el favor de calmarte. No ocurrirá nada malo. John va a estar con vosotros. Él se encargará de acompañar a Brian a la escuela y de recogerlo por la tarde.
—Si no me explicas de qué va todo esto, ni lo sueñes.
Simon Darden respiró profundamente. Comprendió que sólo una mentira le sacaría del atolladero.
—Política, como de costumbre. Estoy trabajando en un reportaje de investigación. Ya sabes, la habitual compra de voluntades por parte de Downing Street; concesión de títulos nobiliarios y prebendas a cambio de respaldo en el Parlamento. También asuntos turbios referidos al apoyo de Blair a Bush en lo de Iraq. Al primer ministro le quedan dos cafés si se destapa todo esto.
—Ya. Entiendo… Y has recibido amenazas, ¿del Gobierno? ¿Qué tenemos que ver tu hijo y yo en todo esto?
—Nada. Simplemente no quiero que estéis solos durante los próximos días. Anoche hablé con Roger Alton, el editor de
The Guardian
. Está al tanto de todo. Se ocupará de cualquier cosa que podáis necesitar. De todo, ¿entiendes?
—Muy bien. Como quieras —aceptó Claudia de mala gana—, pero graba bien lo que te voy a decir, Simon: si nos ocurre algo por tu culpa me encargaré de que no vuelvas a ver a tu hijo nunca más. Me conoces. Sabes que jamás bromeo.
—Lo sé. Tal vez por eso se acabó lo nuestro —apostilló Simon dirigiéndose hacia la salida. Se detuvo y entreabrió una puerta. Brian dormía apaciblemente.
—Dale un beso de mi parte. Lo harás, ¿verdad? —susurró en el último momento.
John seguía estacionado frente a la casa, con el motor en marcha. Dedicó una sonrisa afable a su amigo al percibir su expresión contrariada.
—Difícil, ¿eh?
—Muy difícil. Claudia siempre ha sido una persona desabrida. Un carácter de mil demonios. La conoces bien. He tenido que inventar una patraña para que se quede algo tranquila.
—No te preocupes. No me separaré de ellos ni un instante.
—Gracias. Mil gracias. Es posible que debas ser tú quien se instale aquí. No creo que Claudia quiera moverse de casa.
—No importa. Luego la llamaré —Stewart chasqueó los labios en señal de contrariedad—. Lo único que lamento es no poder acompañarte. No sabes lo que me fastidia perderme esto.
—No confío en nadie más que en ti. Eres mi mejor amigo —murmuró Darden dando un leve empellón al fotógrafo—. Será mejor que conduzca yo, ¿no? ¿Dónde quieres que te deje?
—Déjame cerca de la redacción, desayunaré en el Quality Chop House —decidió John—. A las ocho llamaré a Claudia y pasaré a recoger a Brian en un taxi.
—Muy bien. Me quedo muy tranquilo sabiendo que estarás con ellos.
Intercambiaron los asientos. Darden cruzó la ciudad en dirección a Farringdon Road con los semáforos abiertos. Las calles apenas despertaban.
—La primera rasca un poco —constató el periodista.
—Sí. Nada importante. Embrague a fondo. Desde ayer vengo notando que el neumático delantero, el de la derecha, está un poco bajo. Comprueba la presión.
—Entendido.
—Algo más. Encontrarás una bolsa en el maletero. Te dejo una de mis cámaras, la Nikon digital. Es excelente. No te preocupes por la luz, sólo dispara.
Simon sonrió.
—Voy más armado de lo que te imaginas.
—Si logras que ese hombre ponga este asunto en tus manos te vas a convertir en el periodista más famoso de todos los tiempos, cabronazo.
—Eilert, se llama Eilert Lang.
—¿Eilert? ¿Cómo lo has averiguado?
—La clave está en la Antártida, John —aseguró Darden concentrado en la conducción—. Todas las pistas apuntan en ese sentido. La fortaleza inexpugnable anunciada por Dönitz, en algún lugar remoto, al otro lado del mundo; la operación Highjump del almirante Byrd; la fotografía del cumpleaños del Führer… Recuerdo que en su primera llamada Eilert me dijo que la foto había sido tomada en el único lugar que no aparece en la bandera de las Naciones Unidas.
—¿No aparece la Antártida en la bandera de la ONU?
—No.
—¿Por qué?
—¿Cómo quieres que lo sepa? ¡No tengo la menor idea! —exclamó el periodista encogiéndose de hombros—. Pero es así. La silueta del Polo Sur ha sido eliminada.
—Suena raro.
—Quizá se deba a la perspectiva del diseño, vete tú a saber. El caso es que he estado rebuscando en las ediciones digitales del
New York Times
, el
Washington Post
y
The Guardian
—prosiguió Darden—. Y he hallado varias noticias referidas a una expedición científica al Polo Sur, la Millenium Research. Partieron a mediados de diciembre del año 2000. Y no regresaron. La información no era muy explícita. Menciona de forma sucinta un accidente. Una sima, o un alud, algo por el estilo. Parece que no pudieron recuperar todos los cuerpos. Se echó tierra al asunto rápidamente. De ese hombre, Eilert Lang, un noruego, nunca más se supo. Le dieron por muerto.
—Tal vez estés confundido.
—No lo sé. Ya veremos. Heinz Rainer habla un inglés impecable, pero tiene acento alemán, o nórdico, en cualquier caso un tanto gutural. Y aseguró haber burlado a la muerte hace seis años. Usó esa expresión: burlar a la muerte. Creo que coincide en el tiempo.
Simon accionó el doble intermitente y detuvo el coche frente al Quality Chop House. Distinguió a algunos redactores del turno de noche. Departían animados en torno a una mesa.
—¿Un café antes de marcharte?
—No, John. Quiero llegar al túnel del Canal lo antes posible. Te llamaré una vez esté en Francia, a eso de media mañana.
—Muy bien. Hazme un favor… —rogó el fotógrafo asomándose al interior del vehículo.
—Lo que quieras.
—Cuídate, jinete. Sólo eso.
—Prometido. Si todo sale bien nos vamos a regalar unas vacaciones en tu casa de la frontera con Canadá. Saldremos a cazar con arco, como hace tres años, ¿recuerdas?
John Stewart asintió divertido. Deslizó sus dedos por los pómulos como si aplicara pinturas de guerra.
—Haremos el indio, para variar —afirmó jocoso—. Por cierto, llevas unos cuantos discos en la guantera: Velvet Underground, Neil Young, Nick Drake… Y como siempre, Kevin Ayers. Inmejorable compañía.
—Por lo tanto,
Toujours le voyage
…
—Ayers dice
Toujours la voyage
, Simon.
El periodista pisó a fondo el acelerador en dirección al Eurotúnel de Folkestone, en Dover, mientras la voz hermosa e inquietante de John Cale en
Antarctica starts here
parecía invitar a la muerte a sumarse al viaje.
París Tras La Lluvia
Ewald Fleischer chasqueó los labios, contrariado, y miró al cielo. La tormenta remitía, aunque demasiado tarde para él. Se había empapado de los pies a la cabeza en tan sólo unos minutos, los que había empleado en localizar un quiosco y comprar un plano de París. Propinó varios puntapiés secos al aire, aventando las gruesas gotas de agua de sus zapatos negros de cordones, y sorteó los charcos de regreso a la plaza de Saint Germain des Prés.
Günter Baum permanecía cómodamente instalado en el interior de Les Deux Magots. Removía con parsimonia una taza de café humeante, absorto en la decoración kitsch del lugar.
—¿Te ha cogido el chaparrón? —preguntó indiferente.
—Sí, mierda, sí… ¡Voy hecho un asco!
—¿Has encontrado un buen mapa?
Fleischer asintió. Dobló el abrigo sobre el respaldo de una silla contigua y desplegó los distintos cuerpos del callejero sobre la mesa. Se perdió en la intrincada red viaria de la ciudad, entrecerrando los ojos. No tardó en detener el índice en un punto a la derecha de la Tour Eiffel.
—Aquí está. La rue de Vaugirard…, cerca de la estación de Montparnasse. La residencia geriátrica está ahí. En el número 17.
—Perfecto. Por la tarde efectuaremos una cordial visita a Martin Höpfner.
—¿Sabes? Me pregunto si es realmente necesario hacer lo que estamos haciendo —murmuró Ewald abúlico, como pensando en voz alta—. No puedo evitar sentir cierta lástima, incluso rabia. Un ario de casta no merece acabar así.
—¿Cuestionas las órdenes de Thule? —husmeó Baum impertérrito.
—No. No es eso, pero son unos ancianos, todos ellos al borde de los noventa. Con un pie en la tumba. No creo que estén para contar muchas historias.
—Te aseguro que encontré a Färber y a Gottlieb muy lúcidos y locuaces.
—Tal vez Martin Höpfner sea sólo un vegetal. Tiene noventa y uno, Günter. Casi noventa y dos —adujo Fleischer molesto. Levantó la mano y atrajo la atención de un camarero. Pidió una taza de café señalando la que estaba sobre la mesa y retornó al tema—. Quizá a estas alturas el alzheimer le haya dejado el cerebro más pulido que una bola de billar, ¿no? ¿Qué sentido tiene matarle en esas condiciones?
—Tal vez ninguno, aunque eso no cambia nada. Es mejor que te olvides —ordenó Günter con gesto hosco—. Las órdenes no se discuten. Además te diré una cosa, toma buena nota…
—¿Qué?
—Eilert Lang llamó repetidas veces a esos dos. Afortunadamente no consiguió nada, pero intentó por todos los medios obtener información, comprar sus testimonios.
—¿Cómo lo has averiguado? ¿Te lo dijeron ellos antes de morir?
—Conozco a alguien en la Oficina Federal de Investigación Criminal.
—¿En la BKA?
—Sí. Escucha: han revisado todas las llamadas efectuadas a los números de Färber y Gottlieb en las últimas semanas. Eilert las hizo desde el teléfono de su apartamento en Berlín. No sé cómo demonios ha conseguido la relación de los
actores
de Shangri-La, pero lo cierto es que conoce la identidad de todos ellos.
—Un verdadero fastidio —convino Fleischer olisqueando el café—. A ese entrometido hay que darle el pasaporte lo antes posible. Tengo ganas de acabar este trabajo. No me gusta.
—Calma. Es cuestión de un par de días más. Estoy convencido de que no tardaremos en encontrarle —apostó Baum—. Ese cabrón camina tras nuestros pasos. Acaso, a estas horas, ya esté en París. Sólo es cuestión de esperarle.
—¿Qué hay del periodista ese, el inglés?
—Darden.
—Sí, Darden.
—Asomará las orejas en breve. Seguro. A pesar de las advertencias no podrá resistir la tentación. Peor para él —zanjó Baum.
—¿Qué ocurrirá si la policía captura a Lang antes de que le encontremos? —interpeló Ewald inquieto—. ¿Has visto la prensa? Se ha cursado orden de detención internacional. El dibujo de su rostro y la foto de esa concertista aparecen por todas partes.
—De ser así nos habremos ahorrado una bala —aseguró con sorna Günter—. ¿Sabes lo que duraría Eilert en manos de la BKA? Los brazos de Thule son muy largos…
—Sí. Pero parece que la suerte le acompaña. Ese tipo es más escurridizo que una anguila. Se te ha escapado, eh, se nos ha escapado, tres veces.
—Se me escapó, no lo arregles —asumió Günter encendiendo un cigarrillo.
—¿Qué pasó en Siria?
—Última Thule fue alertada de que un desconocido poseía ciertos documentos, información muy peligrosa para la organización. Eilert Lang estaba negociando la entrega de esos papeles con el cónsul estadounidense en Damasco. De eso hace casi cinco años. A cambio pedía protección. Creo que estaba muy asustado. Era consciente de lo que tenía en su poder.
—¿A qué tipo de información te refieres?
—Eilert posee, entre muchos otros papeles, la relación completa de los
lebensborn
evacuados al final de la guerra. Más de ocho mil nombres. Es evidente que la consiguió en la Base 211, en Nueva Suabia, cuando los americanos le dieron por muerto —explicó Baum exhalando una espesa bocanada de humo—. Sabes muy bien cómo se llevó a cabo esa compleja operación, resultado de muchos años de trabajo discreto. Tu padre creció en Argentina, ¿no? El mío, en Chile. Después, según lo previsto, fueron confiados a la custodia de familias de confianza. Así se hizo en todos los casos. Eilert ofreció al cónsul americano una parte de ese listado, el referido a la identidad actual y paradero de los primeros mil quinientos
lebensborn
.
Las letras a, b y c del alfabeto. Mi padre, Baum, estaba en esa lista.
—Entiendo. ¿Cómo logró huir?
—Me costó encontrarle. Lang se escondía como una serpiente, no dejaba rastro. Negociaba con la embajada a través de terceros, nunca utilizaba dos veces el mismo conducto. De hecho, nadie había visto su rostro, de ahí que desconociéramos por completo su identidad en aquellos días. Ir a ocultarse precisamente en Siria, uno de nuestros santuarios, ya es de por sí una osadía. Una mañana seguí a un anciano que había entregado un sobre al secretario del embajador. Se dirigió al barrio de las especias, en la parte vieja. Vi como le susurraba unas palabras al oído a un joven que parecía esperarle. Salió a la carrera. Él me guió, sin saberlo, hasta el escondite de Eilert Lang; una pocilga al final de un estrecho callejón. Al caer la noche me colé en la casa. Pagué cara mi torpeza. Lang había diseñado un sistema de alarma, primitivo pero muy efectivo. Y tenía preparada la huida. Vació su cargador. Casi me mata.
—Se esfumó…
—Durante dos años no supimos nada de él. Reapareció en Budapest. Esta vez se había puesto en contacto con un periodista.
—Conozco esa parte de la historia. Volvió a escapar.
—Sí, pero recuperamos la información. Y eliminamos al testigo. En su huida, Lang se cargó a uno de los nuestros. Ese biólogo es un tipo peligroso.
Fleischer apuró el café y consultó el reloj, impaciente.
—¿Qué hacemos ahora?
—Aún es pronto. Daremos un paseo. ¿Dónde has dejado el coche?