Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (22 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

BOOK: Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida
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—Muchas gracias. Se lo agradezco. No tengo apetito, pero estoy algo mejor —aseguró Elke recogida en una esquina del sofá.

—¿Ha conseguido dormir un poco?

—Apenas unas cabezadas. Aunque estoy muy cansada, me cuesta dormir, supongo que es el propio agotamiento.

—Sí. Es eso. Pronto estará bien. Ya ha pasado todo —afirmó la mujer, depositando la bandeja sobre una mesita. Se acomodó en un sillón contiguo y sacudió un sobre de azúcar—. No se mueva, haga el favor. Permítame que le sirva.

—Dos.

—¿Dos?

—El azúcar… —señaló Elke—. Siempre le pongo dos sobres al café con leche.

—Yo hago lo mismo. Me encanta el dulce —convino la secretaria con una sonrisa cómplice en los labios—. Tiene que probarse la ropa. Hemos comprado unas cuantas cosas para usted en una
boutique
; espero haber acertado con la talla. Usa una treinta y ocho, ¿verdad?

—Sí.

—Tengo buen ojo para la ropa. ¿Ha podido hablar con su familia?

Elke suspiró. La pregunta le trajo de inmediato al pensamiento a su madre.

—He estado tentada de llamar a mi madre. Está de vacaciones en Canarias, con su hermana. Dos viudas sin problemas, imagínese —bromeó la violinista—, pero he desistido. La conozco. Sería capaz de dejarlo todo, coger un avión y no separarse de mí en tres meses. Eso sería más de lo que estoy dispuesta a aguantar. He telefoneado a un buen amigo, Carl Weisman, el director de la Filarmónica de Berlín. Estaba de camino al aeropuerto. Su vuelo a París sale en unas horas.

—¿Sabe? ¡Mi marido tiene dos entradas para el tercer concierto! —reveló la funcionaria—. Le costó muchísimo conseguirlas. Será una maravilla verla a usted.

—Desearía estar recuperada para entonces. No lo sé —dudó Elke—. Todo esto me ha dejado muy hundida.

—¡Oh, vamos, señorita Schultz, lo va a olvidar rápidamente!

—Eso espero.

—Tal y como le he dicho, el cónsul, el señor Klaus Neubert, estará todo el día fuera. Tenía una comida con empresarios alemanes y un acto oficial en el museo del Louvre. Se inaugura una exposición de grabados y óleos de Durero. Le recibirá el vicecónsul, el señor Frank-Walter Richter. Acabo de cruzarme con él. Me ha preguntado por usted. No ha querido molestarla hasta que hubiera descansado un poco, se está encargando de todo personalmente —explicó—. ¿Por qué no se da una buena ducha y se prueba la ropa? El baño está ahí. Nada como el agua caliente para sentirse mejor.

—Muy bien. Sí. Tiene razón. Ya está bien de lamentaciones —resolvió la concertista—. No sabe lo que le agradezco todo esto, eh, disculpe, creo que no he retenido su nombre.

—No importa. Catherine, Catherine Prévost.

—Mil gracias, Catherine. Es usted mi ángel de la guarda.

—¿Ángel? ¡Para nada, mi marido dice que me engendró el mismísimo diablo!

Media hora más tarde, Elke Schultz era recibida por el vicecónsul en su despacho de la quinta planta. La concertista constató desde el primer momento que Frank-Walter era un hombre sumamente afable y vivaz, de escasa estatura, rostro bermejo y figura oronda. No pudieron comenzar a conversar hasta que él se desembarazó de llamadas y dio orden de no ser molestado en lo sucesivo.

—¡Ya lo ve, esto es un no parar! —exclamó ufano mientras ponía orden en su mesa. Después se quedó mirando a la concertista en silencio, embobado—. No sabe cuánto me alegro de que todo se haya resuelto bien. En las últimas treinta horas todo el mundo la ha estado buscando. He hablado hace un rato con el superior de la Policía francesa, también con la jefatura de Berlín, ¡menudo revuelo!

—Lo supongo.

—Ese hombre, el tal Rainer, ¿le ha hecho daño?

—No. No me ha golpeado si se refiere a eso.

—Le cogerán. Puede estar segura. Esto ha sido un mal sueño, pero ya ha terminado. Ha tenido usted mucha suerte, señorita Schultz, mucha suerte.

—Creo que sí.

—Heinz Rainer es sumamente peligroso. Un demente. Hace una hora he recibido una llamada de Florian Bohm, inspector de la BKA, la Oficina Federal de Investigación Criminal. Si no he entendido mal lo que contaba, le están buscando desde hace años. Ha matado a más de uno.

—No sé nada de él, apenas cruzamos unas pocas frases.

—Pero algo debió de explicarle, ¿no? —indagó sinceramente intrigado Frank-Walter.

—No. Nada. Es un hombre reservado. De pocas palabras. Y yo, yo estaba muerta de miedo. Me dijo que me mantuviera callada, tranquila, que me dejaría libre al llegar a París. Y en eso ha cumplido.

—¿No dijo nada acerca de los motivos que le traían hasta aquí?

—No.

—En fin, bien está lo que bien acaba —anunció el vicecónsul palmeando la mesa—. La prefectura de Policía de París quiere interrogarla. Les he pedido que esperen unas horas, hasta que usted esté en condiciones. El inspector Bruno Krause, de la Policía de Berlín, está en camino. Llegará a última hora. Se reunirá con usted mañana por la mañana. Krause se encargará de acompañarla en todo: entrevistas, papeleo y trámites.

Por su parte, el señor Bohm, el agente de la BKA, ha dispuesto que esté usted custodiada en todo momento. Casualmente algunos de sus hombres se encuentran en París. No tardarán en llegar.

—¿Es necesario todo esto?

—Ése es el procedimiento habitual cuando se cursa una orden de búsqueda internacional, y lamento los inconvenientes. Pediré que la molesten lo menos posible.

—La verdad es que preferiría coger una habitación en un buen hotel y dormir veinticuatro horas seguidas.

—Catherine se ha encargado de eso. No se apure. Hemos reservado para usted una suite en el Concorde La Fayette. Verá París desde las nubes, se lo aseguro. Y la cocina es excelente. Le recomiendo que pruebe…

El teléfono comenzó a sonar interrumpiendo la conversación. Frank-Walther descolgó. La concertista se abstrajo durante unos segundos. Los ojos de Eilert Lang se abrieron en el centro de sus pensamientos, apenas un instante, y desaparecieron.

—Me avisan de que ya están aquí —anunció.

—¿Perdón?

—Los encargados de su seguridad. Han llegado. Están en la embajada.

—¡Ah!

La puerta del despacho se abrió poco después. Una sonriente Catherine Prévost precedía a tres hombres elegantemente vestidos. Elke los miró de refilón, sin prestarles demasiada atención. Sus ojos se encontraron con los de un hombre de notable estatura, facciones angulosas, ojos claros y cabellos del color del oro viejo, cuidadosamente peinados hacia atrás.

—¿Señorita Schultz? —preguntó solícito.

—Sí…

—Me alegra encontrarla a salvo. Soy Fritz Schlesinger, de la BKA.

—Encantada de conocerle —murmuró tendiéndole la mano.

Ocurrió en ese preciso instante. El rastro familiar que Elke había detectado en el rostro de Schlesinger dio paso a una contundente certeza. Él pareció advertir el brillo intranquilo que encendía la mirada de la mujer.

—¿Me recuerda? —preguntó—. Llamé hace dos días a su puerta.

Como si recuperara el pasado reciente a través de un pequeño visor, Elke rememoró la tensión vivida en su apartamento de Berlín. Volvió a sentir el contacto frío de la pistola de Eilert presionando en su sien. Después, como en el vértigo circular de un tiovivo, los sucesos de las últimas horas desfilaron ante sus ojos al igual que una película examinada en una moviola.

—Vagamente, lo lamento —mintió.

—No se preocupe. Es normal. Puedo imaginar lo terrible de su situación, con ese indeseable amenazándola.

—Sí, ha sido horrible —murmuró al tiempo que la voz de Eilert Lang, resonando en el centro de su cabeza, revelaba el verdadero nombre del supuesto agente de la BKA: Günter Baum.

—Descuide, no irá muy lejos. En la huida arrolló a uno de nuestros mejores agentes. En cuanto a usted, permanezca tranquila. Vamos a llevarla a su hotel.

—Debo recoger mis cosas.

—Por descontado. La acompañaremos.

—La dejo en las mejores manos —afirmó el vicecónsul poniéndose en pie—. Espero que descanse y se recupere. Nos veremos mañana.

Elke Schultz salió del despacho seguida de cerca por los agentes de la BKA. Su corazón comenzó a latir desbocado. Las últimas palabras de Lang, al despedirse, resonaban como un eco distante en su cabeza. «No se fíe de nadie —había insistido el biólogo—, guarde silencio». Intentó recordar todo lo que su captor le había explicado sobre Günter Baum y Última Thule, pero el cansancio le impedía ordenar los fragmentos de la compleja historia. Pensar con claridad no sólo resultaba difícil sino doloroso. Se aferró al único tablón que flotaba en medio del mar revuelto que era su ánimo. Tal vez, se dijo, Eilert era sólo un maldito farsante, un embaucador, un asesino esquizofrénico que descargaba sus culpas creando fábulas tan asombrosas como inverosímiles.

Se encontró, al salir del ascensor, con la mirada afectuosa de Catherine Prévost. La secretaria había llevado sus pocas pertenencias hasta el vestíbulo de la embajada. Sonreía abiertamente.

—¡Oh, vamos, Elke, querida! ¿A qué viene esa mirada azorada? —la animó—. Todo va a salir de maravilla. Créame, usted sólo necesita dormir, dormir…

La violinista asintió. Su resistencia interior se quebró en el preciso momento en que Catherine le dispensó un emotivo abrazo de despedida. Supo que no podía seguir manteniendo por más tiempo sus recelos. La embajada de Alemania no podía estar confabulada con un puñado de matones. Lo suyo rozaba la paranoia.

—¿Ése es su coche? —indagó Günter Baum al atravesar el jardín.

—Sí, ése.

—Deberá darme la llave. Más tarde lo recogeremos. Habrá que examinarlo. Por las huellas, ya sabe.

—Muy bien.

Se dirigieron al aparcamiento de la embajada, situado en uno de los laterales del edificio. Baum señaló un BMW negro. Elke tomó asiento en la parte posterior. Respiró profundamente.

—¿Sabe? Ese maldito Rainer nos está causando muchos quebraderos de cabeza —murmuró el agente de la BKA acomodándose a su lado. Aflojó el nudo de la corbata con expresión de fastidio.

—Me ha dicho el vicecónsul que es un desequilibrado, gracias a Dios he tenido suerte —comentó Elke distraída.

—¿Sabe por qué la ha traído hasta aquí, hasta París?

—Esa misma pregunta me la ha formulado el señor Frank-Walther, y le he dicho que no tengo la menor idea.

—Yo diría que viene buscando algo. Intente recordar. Seguro que en algún momento hizo algún comentario, dejó escapar algún nombre, un contacto, una cita —insistió el agente de la BKA.

—Lo puedo decir más alto, pero no más claro, señor Schlesinger —murmuró la concertista entre abúlica y desabrida—. Lamento no poder ayudarle.

El coche se sumó al tráfico de la calle. Elke Schultz no tardó en reparar en el hecho de que la dirección que tomaban les alejaba más y más del Concorde La Fayette. Conocía la ciudad. Además, la silueta del hotel, un rascacielos emblemático, era visible desde muchos puntos.

—Disculpe. Creo que se ha despistado. Debería girar a la derecha en la próxima confluencia, el hotel queda hacia allá —indicó al conductor.

—Lamento el retraso, pero antes tenemos que atender un asunto urgente —afirmó Baum.

—¿Un asunto urgente? —preguntó Elke desconcertada—. Entiendo. No se preocupe. Déjenme en la próxima esquina. Caminaré o tomaré un taxi.

—Usted no va a ir a ninguna parte —rezongó entre dientes el sicario de Thule—. No antes de que nos haya contado todo lo que Eilert Lang le ha dicho.

El BMW se había detenido en un semáforo. Elke comprendió que había cometido un error de bulto no creyendo en los avisos de Eilert. Evidentemente, Schlesinger y los dos que le acompañaban no eran agentes federales. A través del retrovisor pudo ver cómo el conductor a duras penas lograba contener una sonrisa taimada, ladina. La observaba de hito en hito, con un mohín torvo en los labios. Lang no había mentido. Tenía que salir de ese coche a cualquier precio. Intentó abrir la puerta del automóvil antes de que se pusiera en marcha. En vano. Estaba bloqueada.

Baum la detuvo agarrándola por el cuello.

—Si quieres vivir más vale que te quedes quieta, putita —gruñó.

—¡Suélteme, maldito bastardo, quíteme la mano de encima!

Günter la abofeteó, lanzándola contra el cristal.

—¿Te lo estás tomando a broma, verdad, zorra? ¡Peor para ti! —masculló escupiendo en su rostro—. Te lo podemos hacer pasar mal, muy mal, ¿no es así, Matthias?

El conductor asintió. Ladeó el rostro y dirigió una mirada lasciva a la violinista.

—Matthias es un semental —aseguró Baum—. Ewald y yo apenas podemos contenerle. Le contaré una historia. Creo que necesita oírla. Hace tres años tuvimos que hacer un trabajito en Italia. ¿Conoce Italia, señorita Schultz? ¡Es un país maravilloso, la comida es excelente, la gente sumamente amable!

—¡Déjeme en paz! ¡Van a pagar muy caro todo esto!

—¿No me escucha? ¡Es una pena, le aseguro que es una historia muy entretenida! ¿Es o no es una buena historia, Ewald?

—Cojonuda, Günter.

—¿Ve? ¡Debería oírla! —aseguró sonriente el matón—. Verá, le decía que estábamos en Florencia, en el centro, ¿cómo se llama esa calle, Ewald?

—¿Via Cavour?

—¡Exacto, via Cavour! Una calle muy selecta —convino Baum—. Pues bien, resulta que disponíamos de unas cuantas horas antes de visitar a alguien. Y Lutz, Matthias, decidió ir por su cuenta, darse una vueltecita. Acordamos que nos reuniríamos a eso de las ocho, en el Ponte Vecchio. Ese puente le encantaría, está lleno de joyerías. A todas las putas de lujo les gusta el Ponte Vecchio.

—¡Maldito cerdo! —espetó Elke apretando las mandíbulas. Sus ojos ardían inundados de rabia.

—¿Cerdo? ¡Joder, Matthias, la zorrita acaba de llamarte cerdo! —se carcajeó Baum. Ewald Fleischer se sumó a su hilaridad al punto—. El caso es que cuando llegó la hora de cumplir con el trabajo, el cabrón de Matthias no apareció. Ewald y yo tuvimos que despachar el asunto solos. ¿Sabe qué ocurrió? ¿Por qué no se lo cuentas tú, Matthias?

—No me líes, Günter. Tú lo explicas mejor.

—Resulta que Matthias se lió con dos putitas. Se las llevó a una pensión. Se las tiró una y otra vez, hasta que ya no se le levantaba ni con polea. Y después se las cargó. Ewald y yo nos enteramos por el periódico, al día siguiente. Y él decía no recordar nada. Desde entonces, siempre que desaparece, le buscamos en el primer burdel que nos sale al paso.

—Pretendían que les pagara el doble —adujo Matthias Lutz contrariado.

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