Al ver que Darden asentía se volvió hacia la violinista.
Elke Schultz se había dejado caer sobre el brazo de una pequeña butaca. Abrazaba el estuche del violín como si fuera un ser desprotegido. Miraba con ojos vacíos y perdidos en dirección a ninguna parte. Apenas lograba respirar.
—Elke, yo, lo siento, lo siento mucho —susurró el biólogo.
—Cállate. No me hables, Eilert. No digas nada.
—Quisiera que supieras.
—Te odio. Te odio con toda mi alma. Todo lo que está sucediendo es culpa tuya.
—Lo sé.
—Pero…, pero te agradezco que me hayas salvado —murmuró, deshaciéndose a continuación en un llanto atenazado.
—No llores, por favor. Prefiero verte furiosa, en pie. Esto no ha acabado. Créeme, tenemos que salir de aquí ahora mismo —afirmó Lang consciente de que el tiempo se escapaba como la arena de un reloj.
—La policía está de camino —comunicó Juliette con voz atenazada.
—Muy bien. Nosotros nos vamos. Explíqueles todo lo que ha ocurrido.
—¿Van a dejarme sola con este criminal? —indagó inquieta la mujer.
—No tema. Este cerdo viene con nosotros —aseguró Eilert—. ¡Vamos, bastardo, arriba, nos vas a ayudar a salir de aquí!
Lang agarró a Fleischer por el cuello del abrigo obligándole a incoporarse; le clavó la rodilla en el espinazo y lo alzó violentamente. A empellones, hincando el cañón de la pistola en su nuca, le condujo hasta la puerta.
Los temores del biólogo se materializaron. Günter Baum y Matthias Lutz, extrañados ante la tardanza de su compañero, habían desandado el camino hasta la residencia geriátrica. Se encontraron todos frente a frente, en el exiguo espacio que mediaba entre el edificio y la cancela de entrada.
—Vaya, ¡qué agradable sorpresa! —exclamó Baum—. ¡Una bonita reunión de familia!
—Hazte a un lado si quieres que tu amigo viva —ordenó Eilert.
—Ha pasado mucho tiempo, Lang.
—Sí. Mucho.
—Parece que tú y yo estamos condenados a encontrarnos, una, y otra, y otra vez. ¡Damasco, Budapest, Berlín, París! —ironizó Günter—. ¿No te aburre tanto viaje?
—¡Basta de charla, apártate!
Matthias Lutz se llevó la mano al interior de la gabardina, en claro ademán de sacar su automática. Baum le contuvo.
—No sabe dónde se ha metido, señor Darden —amenazó el agente de Thule encarándose con el periodista—. No tardará en lamentarlo. Usted y la señorita Schultz deberían redactar testamento. Lo antes posible.
—La fuerza se te va por la boca, cabrón —increpó Lang.
—Estás muerto, Eilert. Lo sabes. Eres un cadáver putrefacto. Un puto zombi —masculló Baum con expresión asqueada—. Y voy a devolverte a patadas a esa tumba de la que no debiste salir.
—Seguro, pero tú me acompañarás al infierno. ¡Y ahora esfúmate o los sesos de éste arruinarán ese bonito abrigo de paño que llevas!
Günter Baum y Matthias Lutz habían comenzado a recular cuando el chirrido hiriente de unos frenos les hizo mirar hacia atrás. Un gran autocar estacionaba frente a la residencia y abría sus puertas, descargando a un tropel de octogenarios bulliciosos y enfermeras agotadas. Lang consideró esa irrupción un hecho providencial. Agarró a Ewald Fleischer por los cabellos y lo empujó decidido, colándose entre el amasijo de cuerpos enclenques y renqueantes que invadía el lugar, abriendo paso al periodista y a la mujer.
—¡Encárguese de Elke! ¿Me oye, Darden? ¡Oblíguela a correr en dirección al coche! —ordenó entre reniegos.
Simon cogió a la violinista por el brazo y tiró de ella, pugnando por salir del caos informe que les rodeaba. Cuando Lang constató que emprendían la huida, llenó su pecho de aire y propinó un salvaje empujón a Fleischer, arrojándolo como a un fardo contra Baum. El encontronazo los desequilibró a los dos. Lutz, ante el cariz que tomaban las cosas, se resolvió a sacar el arma. Comenzó a disparar, poseído por un frenesí irracional. El biólogo vio como el cuerpo breve de una anciana se interponía en la trayectoria de las balas que le estaban destinadas. La mujer, con ojos desorbitados, se aferró a su brazo como a una tabla de salvación, mientras él, a su vez, liberaba un infierno de plomo.
No dejó de apretar el gatillo hasta vaciar la totalidad del cargador.
El sicario de Thule, acribillado, se desplomó como una marioneta.
Aprovechando la indescriptible locura que se desató en la rue de Vaugirard, Eilert Lang corrió como alma que lleva el diablo en pos de Simon y de Elke.
Nazis, Eichel, Nazis
Era el Presidente, Jacques Chirac en persona! —balbuceó consternado Alain Goulard colgando el teléfono—. ¡
Sacré bleu
, qué desastre!
El inspector francés se dejó caer de golpe en el sofá. Ocultó el rostro entre las palmas de sus manos deseando que la tierra le tragara, y regresó, tras una breve estancia en ninguna parte, al drama que era la realidad. Ordenó cuidadosamente sus cabellos plateados y cruzó los dedos en actitud reflexiva.
Bruno Krause y Christian Eichel le dedicaron una mirada conmiserada.
—Sí, es un día negro —murmuró abatido el comisario alemán.
—Está furioso. Furioso. Y con razón —aseguró con un hilo de voz—. Todo el lugar se ha llenado de cámaras de televisión. Las imágenes darán la vuelta al mundo. En pocas horas París será la capital del crimen, señor Krause. Esto va a repercutir negativamente en el turismo.
—Tonterías.
—Ha dicho que jamás, durante su mandato, había ocurrido nada semejante. Sé de buena tinta que no quiere presentarse a las próximas presidenciales. Está harto. He oído decir que tiene intención de hacer pública su renuncia antes de la próxima primavera.
—Esta tragedia no va a empañar la carrera de Jacques Chirac, a los políticos sólo les importa su imagen. Tranquilícese —propuso el alemán.
—Pero será una mancha negra en la mía. No se lo he dicho, pero me jubilo a finales de enero —confesó Goulard—. Le aseguro que he visto muchas cosas en mi vida. Demasiadas, pero ninguna parecida a ésta.
Krause no pudo sino asentir. Tampoco él recordaba haber presenciado, en sus muchos años de servicio, nada similar. El lugar era un hervidero de agentes, médicos y enfermeras, jueces y forenses. Todos los huéspedes del geriátrico habían sido trasladados a un hospital cercano, en el mismo autocar empleado en su visita al Louvre, sumidos en un estado de ansiedad que en más de un caso parecía el preludio de una crisis cardíaca. Seis cadáveres, introducidos en bolsas negras, ocupaban el pasillo central de la residencia a la espera de ser retirados. Moverse por el interior de la primera planta resultaba imposible. Numerosos investigadores discutían a media voz mientras tendían largos hilos destinados a determinar la trayectoria de las balas y la posición de los implicados. Por doquier se recogían casquillos, se reconstruía lo sucedido y destellaba el flash de las cámaras. En medio de ese panorama desolador, Juliette Chardin, la recepcionista, atendía los requerimientos de unos y de otros con expresión enajenada. Era la única testigo del drama.
—Hemos terminado, inspector Goulard, al menos por ahora —anunció uno de los criminalistas, asomando por la puerta de la pequeña sala en que el francés y sus colegas alemanes permanecían a la espera—. ¿Desean interrogar a la señora Chardin?
—Sí. Siempre que se encuentre con fuerzas para continuar, claro está —afirmó Goulard—. ¡Pobre mujer, no va a olvidar esto así viva cien años!
Unos segundos más tarde Juliette traspasaba el umbral y era invitada a sentarse.
—¿Cómo se encuentra?
—Mal.
—¿Quiere que pida que le traigan un coñac, algo carbónico? —propuso solícito el inspector.
—No, gracias. Me he tomado dos sedantes. Estoy agotada y con unas terribles ganas de llorar, pero no puedo…
—Lamento su estado. Procuraremos ser rápidos. Lo que nos pueda contar ahora será vital a la hora de capturar a esos asesinos —murmuró Krause, entreabriendo una carpeta en la que se acumulaban los primeros informes—. Aquí tengo la descripción que ha facilitado de esos dos criminales. Es muy buena, muy detallada. Nos ayudará mucho.
—Ojalá.
—Sí. Sin duda alguna. Si le parece bien, señora Chardin, quisiera empezar mostrándole una foto y un dibujo hecho por nuestros fisonomistas en Berlín.
—Como quiera.
—¿Tienes la foto ahí, Christian?
Eichel sostuvo ante la mirada de la mujer una imagen de Elke Schultz. Una de las fotografías que la Berliner Philarmonie había puesto a disposición de los medios de comunicación.
—¿La reconoce?
—Sí. Es ella. Entró con ese par de bestias. Juraría que intentó advertirme desde el primer momento de lo que pasaba. Con la mirada. Ahora lo sé. Llevaba un estuche. Supongo que era el violín.
—Perfecto. Ahora mire con atención este retrato robot. Dígame si este hombre fue el que irrumpió en el corredor y disparó sobre el que la amenazaba —propuso Krause.
La señora Chardin adelantó ligeramente el rostro y entrecerró los ojos. Asintió con gesto cansino.
—Sí. Ése es el hombre que apareció cuando yo ya me daba por muerta. No está muy bien dibujado; la barbilla es un poco más angulosa, no tan redonda, y los ojos no son tan pequeños, pero sí, es él. Disparó dos o tres veces. Le destrozó la mano a ese bastardo.
—¿Él fue quien le pidió que avisara a la policía?
—Sí, él. Bueno, no. No ocurrió exactamente así. Se lo ordenó al que le acompañaba. Recuerdo que le llamó dos veces por su apellido, Darden. Entonces yo me ofrecí y le pareció bien.
—¡Mierda, aquí hay algo que no encaja! —rezongó Krause entre dientes.
—¿Qué es lo que no encaja? —husmeó Goulard enarcando una ceja.
—Luego se lo explicaré —propuso el alemán solicitando postergar el asunto—. Dígame, señora Chardin: ¿recuerda si el tal Darden, o tal vez la señorita Schultz, llamaron en algún momento a este hombre por su nombre?
La recepcionista apartó la mirada y revisó sus recuerdos.
—Creo que ella le llamó… ¿Eilert? Bueno, no sé, sonaba así. Algo parecido a Elbert o Eilert —murmuró con escaso convencimiento—. Él y esa mujer cruzaron unas cuantas frases. Entendí que se conocían. Él parecía excusarse por todo lo que estaba pasando. Ella estaba muy enfadada. Más que enfadada, rabiosa. Parecían dos enamorados tras una pelea fuerte. No recuerdo más.
—¿Dos enamorados, dice? —inquirió Krause escéptico—. ¡Ahora sí que no entiendo nada!
—Sí. Ya sabe: un matrimonio que intenta recomponer la vajilla tras tirársela a la cabeza —aseguró la señora Chardin—. Me refiero a que se hablaban en un tono cómplice, familiar.
—Ya…
—Tal vez lo estoy imaginando, pero creo que fue así.
—Bien, es suficiente. Háblenos ahora de ese par de asesinos. Intente recordar: ¿dijo ese hombre, el rubio y alto, el motivo por el que querían ver a Martin Höpfner?
—No. Dijeron ser parientes.
—¿Cuánto tiempo llevaba Höpfner en la residencia?
—Pues algo más de tres años; tenía una diabetes de tipo B y arritmia. Su hija y su yerno creyeron que aquí estaría mejor atendido que en casa.
—¿Se relacionaba con el resto de los huéspedes?
—Al principio no demasiado, pero con el tiempo hizo muy buenas migas con Maurice y Ferdinand. Jugaban a los dados. Eran de la misma quinta. El resto del tiempo lo dedicaba a escuchar ópera y leer. Pueden comprobarlo. Su habitación está llena de libros. Libros sobre la Segunda Guerra Mundial.
—Sólo alguna pregunta más y habremos terminado —anunció el comisario—. Le ruego que ahora haga un esfuerzo, que piense bien antes de contestar. Acaba de decir que Martin Höpfner solía leer libros sobre la guerra.
—Sí. A todas horas. Cuando hacía buen tiempo se pasaba las mañanas en el jardín posterior, bajo los tilos, con algún libro en las manos.
—¿Solía hablar de lo que él hizo durante esos años?
—¿Durante la guerra? ¡Menuda pregunta! Sí, alguna vez. Me contó que había sido un excelente aviador, un piloto de la Luftwaffe. En una ocasión llegó a confesar que había conocido a Hitler personalmente, aunque yo no le creí. Me pareció que me tomaba el pelo. De todos modos, esas cosas se las contaba, sobre todo, a sus dos amigos. En esto no puedo ayudarle demasiado. No teníamos mucha relación. Lo que sí recuerdo es que hace un par de años mantuvo una discusión acalorada con Maurice. Casi tuvimos que separarlos. Faltó poco para que llegaran a las manos. Después no se dirigieron la palabra en unas cuantas semanas.
—¿Por qué?
—Por lo visto Martin le explicó a Maurice algo confidencial. No me pregunte qué. Algo referido a la guerra. Algo que para él era muy importante. Y Maurice, que era tremendamente guasón, se burló. Le dijo que estaba loco de remate.
—¿Qué más?
—¡Pues nada más!
—¿Maurice no llegó a explicar el motivo de esa trifulca a nadie?
—Creo que no. Sólo recuerdo que durante los días que duró el enfado caminaba marcando el paso y alzaba el brazo cuando se cruzaba con Höpfner. Ya sabe, el saludo ese de los nazis. Chiquilladas propias de viejos.
—Ya.
—¿Queda mucho más? Quisiera marcharme —rogó la mujer—. Estoy agotada.
Krause intercambió una mirada con Alain Goulard. El inspector francés parecía no tener preguntas que formular. Se levantó, solícito, y acompañó a la señora Chardin hasta la puerta.
—Escuche, voy a pedir que la acompañen hasta su casa. Durante unos días estará custodiada por dos de mis agentes. No quiero asustarla, supongo que no se le escapa el hecho de que es la única persona que ha presenciado todo lo que aquí ha pasado —murmuró en un tono cordial—. Procure descansar. Nos veremos.
Tras dar órdenes precisas a sus subordinados, Goulard regresó a la estancia. Reparó en que Bruno Krause y Christian Eichel también mostraban síntomas de cansancio en el rostro.
—Me hubiera gustado invitarles a cenar, pero intuyo que después de todo esto nos resultaría imposible disfrutar de una velada agradable —afirmó circunspecto sentándose de nuevo—. Tal vez quieran que les llevemos a su hotel. ¿Tienen alguna reserva hecha?
—Sí. Gracias. No se preocupe por eso.
—Bien. Supongo que ahora, comisario Krause, podrá explicarme qué es lo que no encaja en esta historia, ¿recuerda? —husmeó Goulard con expresión suspicaz.
—Hay muchas cosas que no encajan.
—Dígame una.
—No me cuadra que el hombre al que estamos persiguiendo por haber secuestrado a la señorita Schultz, un tal Heinz Rainer —explicó Bruno Krause, golpeando con el índice sobre el dibujo que reconstruía el rostro de Eilert Lang—, la libere a las puertas de la embajada de Alemania en París. Es muy significativo. De entrada, me permite entender que la utilizó para huir de los que han provocado esta masacre.