Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (27 page)

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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

BOOK: Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida
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—Mírame —rogó.

—No quiero mirarte. Lo único que quiero es olvidarte.

—Mírame. Sólo una vez. Y dime que no sientes nada por mí. Dime que he hecho el viaje en vano; que prefieres que te deje aquí y que desaparezca de una maldita vez.

—Yo…

—Mírame, Elke. Necesito que lo hagas.

Con los ojos arrasados por las lágrimas, Elke Schultz alzó el rostro. Eilert recorrió la mínima distancia que les separaba y la besó.

—¿Por qué me haces esto? —musitó ella entre sollozos intentando apartarle.

—Porque he descubierto que te quiero.

—No es posible, no…

—Lo es —afirmó Eilert—. Te quiero.

Y volvió a unir sus labios a los de Elke.

—Treinta y seis horas, no te pido nada más, dame esas horas y confía en mí. Te protegeré con mi vida.

Una voz, con una inflexión guasona, interrumpió la intimidad del momento.

—¡Del infierno al cielo sin escalas! ¡Podían haber empezado por ahí, me habrían ahorrado el bochorno de presenciar un espectáculo deplorable! —espetó el periodista en tono cáustico. Volvía ligero, aferrando una bolsa abultada—. ¡Me equivoqué con usted, señor Lang! ¿Le dije que me recordaba a un personaje de
El tercer hombre
? ¡Error de bulto! ¡Viéndole ahora diría que se parece más a Cary Grant en
La fiera de mi niña
!

Eilert Lang esbozó una sonrisa que sólo lo era a medias. Encajó el golpe deportivamente. Elke aprovechó la circunstancia para zafarse de sus brazos. Ocultó el rostro durante un instante y enjugó con disimulo las lágrimas en la manga del abrigo.

—¡Azúcar, amigos míos! —exclamó ufano el inglés—. Chocolate, galletas, caramelos, yogur y una botella de whisky de malta de doce años. También agua, para lavarnos la cara, ¡claro! Creo que con este octanaje llegaremos a Lyon a la velocidad del sonido.

—A qué viene ese drástico cambio de humor, ¿le ha tocado la lotería?

—Casi. He hablado con John Stewart, un viejo amigo. Mi familia está bien, sin novedad. Y me he reconciliado con el mundo.

—¿Perdón?

—Me he arrodillado ante él y le he entregado un adelanto de lo que seré en el futuro.

—Muy gráfico. Entiendo.

—¿Nos vamos?

—Sí, pero hay un cambio de planes.

—¿Cambio de planes? ¿Qué cambio de planes? —indagó Simon intrigado.

—No nos detendremos en Lyon. Vamos a pasar de largo.

—¿Por qué?

—Porque tenemos el marcador en contra y poco tiempo a favor. En el mejor de los casos llegaremos a Lyon cuando ya no haya nada que hacer. Acaso Hans Dietrich Steinmeier esté muerto a estas horas —reflexionó Eilert en voz alta—. Y tal vez en esta ocasión no salgamos tan bien parados de volver a toparnos con esos bastardos. Me parece que lo mejor que podemos hacer es tomarles la delantera, ser más rápidos, de otro modo todo habrá sido inútil. Klaus Münzel es el quinto y último
actor
. Y también el más importante de todos. Vamos a Mallorca.

—¿A Mallorca?

—¿Se ve capaz de conducir hasta Barcelona? —inquirió el biólogo—. Podríamos turnarnos al volante y estar allí a primera hora de la mañana.

—Ésa es una de mis ciudades favoritas. En Barcelona tuve una novia —bromeó Simon.

—Al llegar nos separaremos. Les dejaré en el aeropuerto y yo cogeré un
ferry
.

—No lo entiendo.

—Si se le ocurre el modo de subir a un avión con dos automáticas en el bolsillo y no acabar esposados, podemos ir juntos —apostilló Lang con sorna.

Pocos minutos más tarde, con el estómago reconfortado, Darden pisaba a fondo el acelerador, decidido a alcanzar cuanto antes el Mediodía de Francia. La autopista estaba despejada, apenas unos pocos camiones circulaban en dirección a Lyon. Elke no tardó en caer en un profundo sopor, agotada por todo lo vivido en las últimas cuarenta y ocho horas. Lang logró mantenerse despejado a pesar de que el cansancio pesaba también en sus párpados. A lo largo de la siguiente hora él y Darden apenas cruzaron unas pocas frases.

—Siento haber bromeado antes —confesó el periodista de súbito.

—¿A qué se refiere? —indagó Eilert aturdido frotándose los ojos.

—A lo de Cary Grant.

El noruego se encogió de hombros y sonrió.

—No tiene importancia. Era un buen actor.

Simon echó un vistazo breve al espejo. La silueta oscura de Elke Schultz dibujaba una línea sinuosa y apetecible en el asiento trasero.

—Esa mujer, Elke, es una auténtica belleza —susurró de modo casi inaudible.

—Sí. Lo es —asintió Eilert ladeando ligeramente el rostro.

—Y tiene un carácter de mil demonios —añadió.

—Lo tiene.

—¿Cree realmente que con nosotros está a salvo?

—No, pero sin nosotros está perdida —sentenció el biólogo—. Quiero que me prometa algo, Simon.

—No me gusta hacer promesas; he dejado de cumplir alguna que otra y aún me pesa.

—Ahora no le queda más remedio. Quiero que se comprometa a velar por ella si me ocurre algo a mí, quiero oírle decir que la protegerá a cualquier precio.

—Lo haré, se lo aseguro —convino circunspecto el periodista de
The Guardian
. A renglón seguido, en un quiebro claramente irónico, inquirió—: ¿Son imaginaciones mías o se está usted enamorando de ella?

Eilert Lang no contestó.

—Su silencio es muy significativo —musitó suspicaz Darden.

—Todos lo son. De todos modos, la respuesta es sí.

—No quiero meterme donde no me llaman, pero diría que esa mujer sufre todos los síntomas del síndrome de Estocolmo —aseguró con evidente sorna.

—Si no estuviéramos circulando a ciento cincuenta por hora le hundiría la nariz de un puñetazo, señor Darden.

—¡Oh, vamos, no se lo tome todo tan en serio! —adujo Simon en tono conciliador—. Soy muy bromista. Ya me irá conociendo. No lo puedo evitar. Supongo que es resultado de haber crecido viendo el
Flying Circus
de Monty Python en la BBC…

Por primera vez el biólogo rió abiertamente, sin ambages. A la vista de su hilaridad, el periodista no pudo sino sumarse a esa risa abierta y contagiosa.

—Mi escena favorita siempre ha sido la del loro muerto —confesó Eilert—. Recuerdo el diálogo línea a línea. Adoraba a John Cleese.

—Sí, sensacional. Yo me quedo con el chiste que elimina a los nazis, ¿lo recuerda?

—Claro. ¡Ojalá pudiéramos acabar con todos ellos leyéndoles ese chiste!

Ante la inevitable imagen de los británicos acercándose a las trincheras alemanas con un papel en una mano y un megáfono en la otra, volvieron los dos a carcajearse. Después se instaló un extraño silencio entre ambos.

—Queda una parte de la historia por contar, Eilert.

—¿Me ha leído el pensamiento?

—Tal vez no le apetezca hablar de eso ahora —tanteó Darden con cautela—. No tiene nada que ver con una comedia feliz.

—No, pero tampoco tenemos mucho más que hacer en las próximas horas.

—¿Qué ocurrió en Wichita?

El perfil de Eilert Lang adquirió paulatinamente la textura del granito. Todo rasgo amable huyó de sus facciones. Su mirada traspasó el telón negro e interminable que era la autopista hasta hundirse en el pasado.

En un día aciago, del color de la maldición.

Capítulo 28

La Cruz Bajo La Antártida - III

—Sí, en Wichita. Ahí nos quedamos ayer, en esa monstruosidad —rememoró.

—¿No pudieron hacer nada por ayudar a sus compañeros?

—¿Qué se supone que podríamos haber hecho? —interpeló escéptico el noruego—. Estábamos solos, aterrados. Angela se agitaba descompuesta, atenazada por el pánico. Estuvo a punto de delatar nuestra presencia con sus gritos. La obligué a agazaparse sobre el hielo. A pesar de que el miedo me paralizaba por completo, mi cabeza se mantenía fría. Supe que debíamos huir, marcharnos de allí de inmediato. Logré que ella reaccionara. Empujamos las motos en silencio, durante mucho tiempo, hasta convencernos de que no podrían oírnos. El eco de los disparos parecía perseguirnos.

—¿Regresaron a Nueva Suabia?

—Sí. Alteramos la ruta sensiblemente. Atravesamos las cordilleras que se extienden a lo largo de la Costa de la Princesa Marta y de la Costa de la Princesa Astrid. Teníamos un buen mapa, muy detallado. Yo propuse que continuáramos por el litoral. Allí existen dos bases rusas, Novolazarevskaya y Druzhnaya III. Incluso un poco más allá, una pequeña estación meteorológica alemana, la Georg Foster. Normalmente, durante el verano antártico, están ocupadas por científicos de esos países. Resultó imposible, nos quedamos sin gasolina en las inmediaciones del monte Mühlig-Hoffmann, al otro lado del glaciar que desciende hasta el cementerio de la Base 211 alemana.

*****

—¿Y ahora qué? ¡Jamás lograremos llegar a la estación rusa! —exclamó Angela sumida en la desazón.

—No tenemos muchas más opciones. No podemos quedarnos aquí —aseguré yo, intentando fingir un aplomo que no poseía.

Lo cierto es que un presagio funesto me estremecía el ánimo. Sabía perfectamente que recorrer esa distancia a pie era imposible. Probablemente moriríamos en el intento. Además, parecía que los elementos se aliaban en nuestra contra. Se desató una fuerte ventisca. Soplaba desde la costa, barriendo las cumbres, cargando en sus alas un infierno de nieve.

—Cojamos todo cuanto podamos llevar. Sólo lo que pueda sernos de alguna utilidad —propuse.

Acumulamos en dos grandes mochilas todas las provisiones disponibles, un botiquín básico, una pistola de señales, sacos y una pequeña tienda de campaña. Nos pusimos en marcha, cruzando entre la placa de hielo de Fimbul y las montañas. Avanzar resultaba agotador; a pesar de las botas con crampones y los bastones, resbalábamos constantemente debido a la inclinación del terreno y a la dureza del hielo.

Como yo temía, a las dos horas, Angela, derrengada, se negó a proseguir.

—Eilert, detengámonos, por favor, no puedo más —rogó arrodillándose.

—Sólo un poco más, una hora más, hasta llegar a esas paredes —balbuceé, señalando un grupo de picachos que se alzaba al borde de la costa helada.

Sacando fuerzas de flaqueza conseguimos alcanzar la base de las montañas. En una zona resguardada levantamos la pequeña tienda. No olvidaré esa noche nunca.

*****

—¿Qué ocurrió esa noche?

—Nada que pueda explicarse con palabras —murmuró Lang sombrío—. Nos cubrimos con todo lo que teníamos a mano, buscando mantener el calor. El agotamiento nos vencía, pero apenas pudimos dormir. Abrimos los ojos en innumerables ocasiones. Y al encontrarnos en nuestras miradas, tanto ella como yo entendíamos que no estábamos solos. La muerte viajaba con nosotros, como una presencia invisible pero real. Por la mañana reiniciamos la marcha. Recuerdo que yo andaba algo adelantado, con la brújula en la mano, decidiendo qué ruta resultaba más practicable. El terreno era empinado, nos obligaba a descender cada vez más hacia el litoral; el mar, en esa zona, era una inmensa placa de hielo que el buen tiempo comenzaba a cuartear. Estábamos a unos doscientos metros de la orilla cuando escuchamos el rugido de las motos de nieve de nuestros perseguidores. Howard Rodby y media docena de los suyos nos habían localizado.

—Dios mío…

—Angela comenzó a gritar, se desprendió de la mochila y corrió hacia mí con desesperación. Yo retrocedí. Quería ayudarla. Estaba dispuesto a quedarme con ella, ¿qué otra cosa podía hacer? —contó Eilert con un nudo en la garganta—. Vi claramente como esos asesinos dejaban los vehículos y empuñaban las ametralladoras. Comenzaron a disparar. Las paredes del Mühlig Hoffmann, a nuestra derecha, amplificaban el sonido hasta convertirlo en un rugido ensordecedor. Angela cayó acribillada. Rodó ladera abajo, como una piedra. Yo, al entender que nada podía hacer por ella, eché a correr. Me desembaracé de todo lo que llevaba y corrí. Corrí como no lo he hecho en mi vida. ¿Sabe en qué pensaba en aquellos momentos?

Simon Darden negó levemente, sin palabras, sin apartar la mirada del trazado de la autopista. El relato de Lang le mantenía en un estado de absoluta crispación. La oscuridad, apenas rota por las luces de los escasos vehículos que les adelantaban, parecía dispuesta a tragárselos.

—En nada. No pensaba en nada. Cuando la muerte respira tan cerca, el mundo entero se detiene —aseguró Eilert en tono pausado—. Todo queda en suspensión, inanimado. El corazón late, aunque una única vez, sabiendo que será traspasado de un momento a otro. Toda nuestra consciencia se concentra ahí. No queda nada en la cabeza. No existen pensamientos finales. Curiosamente, en ese último instante, estamos más vivos que nunca.

—¿Cómo logró salvarse? —husmeó el periodista.

—Una parte de mí murió allí; otra se empeñó en aferrarse a la vida desesperadamente. No al futuro, que se hace inconcebible. Sólo deseaba que mi corazón latiera una vez más. Descendí por la pendiente helada, como una exhalación, a tumba abierta. Me abandoné en los brazos de un designio superior, aceptando que Él decidiera por mí. Acabar acribillado o desnucado es lo mismo. Tanto da. Tropecé y caí. Rodé más de un centenar de metros, arrastrando nieve y piedras, hasta una cornisa que bordeaba el mar. Me desplomé sobre la placa de hielo. Se quebró. Mis pensamientos volvieron a encender mi cerebro cuando el latigazo gélido del agua me golpeó. No sé cómo logré emerger. Recuerdo que intenté en varias ocasiones afianzarme en esa tabla gélida, salir de aquel agujero mortal, pero se fragmentaba una y otra vez. Finalmente, cuando ya lo daba todo por perdido, mis dedos toparon con unas rocas a ras de agua. Me aferré a ellas con obstinación y conseguí alcanzar un estrecho pasillo bajo la cornisa.

Como si la evocación de ese momento trágico helara la sangre de su cuerpo, Eilert Lang rebuscó en la bolsa. Echó un largo trago de whisky, buscando quemar su garganta. Respiró con ansiedad.

—Siempre que recuerdo esos momentos me maldigo.

—¿Por qué?

—Por no haber sido capaz de decirle a Angela que la quería de verdad. Es una equivocación terrible pensar que uno tiene tiempo por delante. El peor de los espejismos.

—Eso es cierto.

—Me quedé allí, encogido, aterido por el frío, sin atreverme siquiera a respirar —prosiguió Eilert—. No tardé en escuchar a Rodby y a los suyos. Descendieron hasta el mismo borde del talud bajo el que me ocultaba. Les oí hablar. A la vista del hielo quebrado debieron suponer que me había ahogado. Pese a todo descargaron sus armas. Esos malnacidos dispararon hasta quedarse sin munición. Merodearon por los alrededores como chacales y se marcharon. No tardé en comprender que sólo había retrasado mi muerte. No tenía forma de trepar por esa escarpa resbaladiza. Reparé en que la oquedad en la que me hallaba, fruto de la erosión del mar, parecía prolongarse a mi derecha. Era un pasillo estrecho, peligroso. Lo recorrí penosamente, dejándome la piel de las manos en las aristas. Al doblar un recodo, topé con la boca de una inmensa caverna que se abría en una rada oculta. El mar penetraba en su interior como una alfombra blanca.

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