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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (28 page)

BOOK: Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida
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—¿Nueva Suabia? —conjeturó el periodista.

—Sí. El Shangri-La del Führer, señor Darden. El inmenso puerto de la Base 211 alemana —confirmó el biólogo—. Comprobé que en esa parte, a resguardo de los rayos del sol, el hielo era sólido y soportaba mi peso. Entré en esa madriguera a gatas, reptando como un gusano. Al principio no lograba distinguir nada, apenas un puñado de sombras informes. A los pocos minutos, cuando mis pupilas se habituaron a la exigua luz del lugar, distinguí la silueta de esos monstruos metálicos.

—¿Monstruos?

—La flota perdida de submarinos nazis. Casi una treintena de ellos, inmovilizados por el abrazo del hielo, abarloados, casco contra casco, surcados por docenas de pasarelas de madera que los unían entre sí y los mantenían en contacto con los muelles. Fue una visión devastadora. Mi razón no alcanzaba a entender qué era aquello. Angela y yo, al descubrir el cementerio de Neu Schwabenland, habíamos intuido que en esa parte de la Antártida existía un reducto nazi, aunque en modo alguno podíamos imaginar la dimensión real de ese lugar, gigantesco, descomunal…

—¿Estaba desierto?

—Por completo. Al principio pensé que alguien caería sobre mí de un momento a otro. Hasta mi respiración resonaba allí. El eco de esa gruta era formidable. Recuerdo que alcancé el malecón pasando entre los cascos de dos de esos U-Boot. Los clavos de mis botas arrancaron un chirrido sordo a su piel. Llegué a temer que la bóveda se resquebrajara, que el lugar se llenara de luz, que comenzaran a aparecer militares por todas partes. Nada de eso ocurrió. Llegué hasta las dársenas. Distinguí un montón de cajas, cuerdas y sacos y me derrumbé. Perdí el conocimiento.

—¿Cuánto tiempo permaneció allí?

—¿En la Base 211?

—Sí.

—Casi diez días.

—¿Diez días?

—Permítame explicárselo —propuso Lang—. Cuando desperté, dos sensaciones me asaltaron al unísono. Todo el cuerpo me dolía, como si me hubieran molido a palos, pero creo que la punzada en la boca del estómago resultaba aún peor. Mis ojos se habían habituado a la penumbra. Veía como un gato. Atravesé el muelle y entré en lo que parecía ser la comandancia del puerto. Todo estaba soprendentemente ordenado. Como si el último en salir de aquellas oficinas hubiera dedicado mucho tiempo a dejarlo todo en perfecto estado de revista. Encontré varias lámparas, queroseno y encendedores de mecha que me permitieron inspeccionar el recinto. Necesitaba encontrar comida. Las fuerzas me abandonaban y moverme se hacía cada vez más penoso. Entré en el interior de varios submarinos. Las escotillas no estaban trabadas, sólo oxidadas. El abandono, en el interior, era notorio; el olor, nauseabundo, pútrido. Hacía muchos años que habían dejado de navegar bajo los mares. Tras rebuscar aquí y allá localicé unas latas de arenques. El aspecto era terrible, el sabor repugnante, pero en aquellos momentos me hubiera comido una rata viva, se lo juro.

—Le creo.

—Vomité durante horas. Una y otra vez. A la mañana siguiente encontré un bote hermético que contenía cacao en polvo, y en la cabina del capitán de uno de los submarinos, un manojo de puros enmohecidos —bromeó el biólogo—. El agua era lo único que no escaseaba. Por las paredes, y desde lo alto de la bóveda, caía en abundancia, procedente del glaciar que cubre la mayor parte de la cordillera. Así pasé mis dos primeros días en ese mundo fantasmal, reuniendo fuerzas, sin atreverme a ir más allá. Había descubierto una gran compuerta metálica, de doble hoja, al final del muelle, coronada por una cruz gamada. Era de la misma rara aleación que las poternas que Angela y yo habíamos encontrado al otro lado, en las proximidades del cementerio. Al tercer día me armé de valor y la abrí. Un ingenioso mecanismo de desmultiplicación permitía que un hombre moviera esas enormes láminas sin demasiado esfuerzo. No sabía lo que iba a encontrar al otro lado, y seguía temiendo por mi vida.

—¿Me pasa la botella de whisky?

—¿El whisky? Sí, claro, aquí está.

—Lo necesito —solicitó Darden. Sacó el corcho con los dientes, sin apartar la atención de la autopista, y bebió como si fuera el último trago de un condenado a muerte. La devolvió medio vacía al biólogo—. También necesito fumar, ¿le importa?

—En absoluto.

—¿Quiere un cigarrillo?

—Ahora no, gracias.

—¿Qué encontró tras esa puerta?

—Una ciudad.

—Una base…

—No, he dicho una ciudad —recalcó el noruego—. La compuerta permitía acceder a un amplio corredor, cuyas paredes y techo estaban recubiertas, una vez más, por ese metal que he mencionado. Me llamó la atención, desde el primer instante, que el pasadizo estuviera iluminado.

—¿Luz eléctrica?

—No. Luz natural. Cuando los alemanes construyeron Nueva Suabia, diseñaron un sistema que les permitiera captar la luz del exterior, arriba, en lo alto del glaciar, y conducirla, por medio de espejos y prismas, al interior. Y no hacía frío. Yo había pasado dos días aterido, acobardado por la humedad que me calaba hasta el tuétano, y al entrar allí me invadió una agradable sensación térmica.

—Ingenioso.

—Mucho. El mérito es de ese metal. Un aislante perfecto.

—Descríbame Nueva Suabia.

—Es sencillo. Imagine una esvástica —propuso Eilert—. Una esvástica gigante cuyo punto de intersección, allí donde se solapan las aspas, sirve de acceso a otras seis cruces, idénticas; tres por encima de la planta en que yo me encontraba, y otras tantas por debajo. Las recorrí una y otra vez durante los siguientes días. Las inferiores estaban ocupadas por laboratorios, hangares, armerías, talleres y almacenes. La central, unida al puerto, destinada exclusivamente a oficinas, archivos, salas de mapas, logística e intendencia. La quinta y la sexta, más próximas a las cumbres del Mühlig Hoffmann, albergaban los dormitorios, comedores y zonas de descanso de la guarnición. La séptima, finalmente, estaba reservada a los oficiales y jerarcas nazis.

—¿Hitler vivió allí, en la Base 211?

—Tras huir de Berlín pasó más de un año en Nueva Suabia. Después se instaló en Argentina, en la zona de Bariloche. ¿Sabe?, el paisaje de Bariloche es muy parecido al de Baviera —bromeó Eilert—. En las proximidades del lago Nahuel Huapi existen dos grandes haciendas: la Estancia San Ramón, propiedad de una empresa de capital alemán, y la residencia Inalco, cuyo dueño, finalizada la guerra, mantenía fuertes vínculos con magnates alemanes y con el Gobierno de Perón. Esos lugares fueron, durante mucho tiempo, un paraíso para todos ellos. Allí se refugió también Erich Priebke, el oficial que asesinó a 335 civiles en Italia en marzo de 1944, y Adolf Eichmann, y el doctor Josef Mengele antes de asentarse en Brasil. De todos modos, volviendo a su pregunta, Hitler viajó en numerosas ocasiones a Neu Schwabenland, al igual que los jóvenes
lebensborn
.

—Necesito seguirle, y creo que me pierdo por momentos. Tengo demasiadas preguntas en la cabeza —aseguró Darden confundido. La avalancha de información le impedía pensar con claridad.

—Empiece por cualquiera de ellas —propuso el biólogo.

—¿Ha dicho
lebensborn
?

—El proyecto Lebensborn, o Fuente de Vida, fue otra aberración más de los nazis. El propio Heinrich Himmler estuvo, desde 1934, al frente de ese programa que buscaba asegurar la pureza racial de la Alemania futura. La pureza aria. A tal fin, crearon una red de centros en diversos lugares de la Europa ocupada: Austria, Dinamarca, Polonia, Bélgica, Francia, obviamente en Alemania, pero sobre todo en Noruega. En mi país existieron más de diez de esos paritorios.

—¿Paritorios?

—Los altos mandos de las SS, los oficiales de rango, incluso soldados laureados, acudían a esos centros con relativa frecuencia. Era, a un tiempo, un deber y un honor para ellos. Allí les esperaban mujeres que habían sido cuidadosamente seleccionadas: altas, rubias, de piel blanca y ojos azules. En mi querida Noruega tenemos muchas así —ironizó Eilert una vez más—. Durante esos años nacieron miles de niños perfectos, miles. Jamás se podrá saber exactamente cuántos. Los nazis se encargaron de destruir todos los archivos y borrar sus huellas cuando su monstruoso imperio se derrumbó. Al terminar la guerra el asunto se investigó, hubo juicios, se siguieron pistas…, pero sin demasiado éxito.

—¿Qué fue de esos niños?

—La mayor parte de ellos permaneció en Alemania. Ingresaron en orfanatos y centros especiales; las autoridades les buscaron padres adoptivos. En la actualidad existen asociaciones Lebensborn. Esa gente ha pasado la mayor parte de su vida dedicada a reconstruir su pasado; buscando averiguar, en definitiva, quiénes fueron sus progenitores. Es una historia dolorosa.

Simon Darden no podía salir de su perplejidad. Apenas conocía ese extraño y terrible capítulo de la barbarie nazi.

—¿Qué ocurrió con el resto? —indagó con el alma en vilo—, ¿llevaron a esos niños a la Antártida? ¡Eso, eso no es posible!

—No. Los
lebensborn
desaparecidos fueron conducidos a Argentina y a otros países de Iberoamérica a finales de 1944 —reveló Eilert Lang—. Su custodia se confió a muchas familias germanófilas. Al cumplir los dieciséis años eran enviados, por grupos, a la Base 211. La flota de submarinos viajaba regularmente a las costas de Argentina. Emergían en Chascomos, en el norte, y en Río Negro, al sur del país. Dos de esos sumergibles se hundieron allí. Sus restos aún traen de cabeza a los investigadores. En Neu Schwabenland se completaba la formación de esos muchachos, como paso previo a su nuevo destino. Ya puede imaginar qué tipo de formación. Supongo que no tiene nada que preguntar al respecto.

—No. Nada. Puedo imaginarlo.

—Lo que no imagina, señor Darden, es dónde están esos muchachos en la actualidad.

—Supongo que peinando canas —bromeó el periodista.

—Sí, indudablemente tienen unas cuantas. La pregunta es dónde y cómo las peinan. Le descubriré todo eso más tarde, no se preocupe.

—¿Pretende mantenerme intrigado hasta el final? —indagó Darden sarcástico.

—No queda mucho para el final. Permítame terminar. Estábamos en Neu Schwabenland. Aunque empleara muchas horas en el empeño, no conseguiría contarle todo lo que encontré allí. En un hangar descubrí dos prototipos de naves. Creo que es mejor hablar de esos aparatos utilizando ese término, naves. Referirse a ellos como aviones no sería hacer justicia al asunto. Ayer, cuando nos encontramos, le hablé de los
foo fighters
, los extraños objetos que los pilotos de la RAF decían avistar en sus vuelos ¿Recuerda?

—Sí, perfectamente.

—Esos dos aparatos eran
foo fighters
. Entendí que su construcción había sido paralizada en algún momento, de forma brusca, pero estaban prácticamente terminados. Al verlos, me vino a la mente la imagen del avión invisible del Ejército estadounidense, aunque lo cierto es que en términos aerodinámicos esos aparatos lo superaban en muchos aspectos. Mis indagaciones fueron interrumpidas al quinto o sexto día. Para entonces yo había perdido en buena medida la noción del tiempo y me movía sin excesivos temores por ese intrincado dédalo de galerías y estancias.

—¿Qué ocurrió?

—Un estrépito me alertó de que algo sucedía. Me oculté. Todo el lugar se llenó al poco de pasos y actividad. Reconocí la voz del coronel Howard Rodby dando instrucciones a los suyos. Se distribuyeron por todo el complejo. Durante más de tres horas inspeccionaron el lugar. Lo hacían de un modo que me pareció meticuloso y rutinario a la vez. El eco de sus fanfarronadas se perdió, al cabo de un tiempo, en algún punto del nivel más elevado. No salí de mi escondrijo hasta que el sonido de una pesada compuerta al cerrarse retumbó haciéndome entender que volvía a estar solo. Es curioso cómo se acentúa la audición cuando la visión queda relegada a un segundo plano. Estaba sumamente intrigado. Volví a inspeccionar, palmo a palmo, el aspa de la esvástica del nivel superior, la que corre al Oeste y gira al Norte. La vocinglera de los americanos había llegado desde allí.

—¿Qué halló?

—Esa zona fue ocupada por nazis de alto rango —aseguró Lang—. Los dormitorios y salones, si bien sobrios, estaban profusamente amueblados. Se abrían a los lados de un pasillo interrumpido por una pared final. En el centro de ese muro, suspendida a media altura, aparecía una daga metálica, dorada, rodeada por una corona de laureles. La examiné detenidamente. En el pomo encontré una pequeña esvástica; al presionarla, la pared se deslizó en silencio. Penetré en el sanctasanctórum de la Base 211. Allí encontré el mayor de los tesoros imaginables: centenares de obras de arte, cuidadosamente amontonadas en una docena de grandes salas; cuadros de incalculable valor: óleos de Rembrandt, Fragonard, Cranach y Durero; estatuas y jarrones; huevos del joyero Fabergé que habían pertenecido a la familia imperial rusa; mamotretos e incunables procedentes de todas las bibliotecas expoliadas durante la ocupación. Y cientos de lingotes de oro. En esa zona hallé los aposentos privados que ocuparon Adolf Hitler y Eva Braun. La foto que le mandé estaba sobre una cómoda de caoba. Fue una de las muchas cosas que me llevé de Nueva Suabia. De todos modos, nada de todo lo que le he contado puede compararse al asombro que me invadió al encontrar el mausoleo del Führer.

—¿Su tumba?

—Sí. Un panteón circular, iluminado por un haz de luz cenital. En el centro, sobre una basa de mármol negro, se alza un águila de bronce, de tamaño formidable, con las alas desplegadas, y a sus pies, la lápida con su nombre y las fechas de nacimiento y muerte. Hitler murió en 1971, en Bariloche. Sus restos fueron trasladados a la Antártida. Suspendido sobre el sepulcro, a unos dos metros de altura, distinguí un objeto que en aquellos momentos no tenía para mí significado alguno.

—¿Qué clase de objeto?

—Una lanza.

El cerebro de Simon Darden se iluminó. Una extraña sacudida eléctrica recorrió su cuerpo, al tiempo que la imagen de lord Harvington emergía en el centro de sus pensamientos.

—¡La Lanza de Longino! —exclamó.

—Le felicito. Excelente ejercicio sináptico —convino Lang—. Sí, la Lanza del Destino, la sagrada reliquia conservada a lo largo de los siglos.

—Pero los aliados la recuperaron —objetó Darden—. Fue devuelta a…

—Olvídelo. Una excelente falsificación. Como muchos de los cuadros del Louvre.

Eilert Lang se echó a reír ante la expresión pasmada del periodista.

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