—¡En mis tiempos a los cretinos como usted los fusilábamos! ¿Me oye, estúpido?
Eilert Lang, Simon Darden y Elke Schultz se miraron desconcertados.
El periodista reparó en una cerámica adosada junto a la puerta principal. En trazo azulado aparecía el nombre de la propiedad: Casa Hernández.
—Juraría que este basilisco es Klaus Münzel —murmuró.
Münzel
—Sólo he hecho lo que usted me pidió! —se excusaba el hombre con voz entrecortada al tiempo que intentaba zafarse de los largos dedos del alemán—. ¡He seguido sus instrucciones al pie de la letra!
—¿Mis instrucciones? ¡Majadero! —increpaba Klaus Münzel al borde del colapso, agarrándole por la camisa—. ¡Ha arruinado en una hora años de trabajo bien hecho!
—En cuatro días volverá a estar igual, ¡incluso mejor!
—¿Cuatro días? ¡Déme esas tijeras, que le podaré el pene y en cuatro días lo tendrá como nuevo!
Eilert Lang sonrió. Se fijó en que todo el lugar estaba lleno de ramas secas, retorcidas como sarmientos. La pared lateral del jardín, colindante con lo que parecía ser el garaje de la finca, había sido despojada de un inmenso arbusto, dejando al descubierto el entramado de alambre que le servía de sujeción y guía.
—¡Lárguese! ¡Fuera de mi casa, no quiero volver a verle! —chilló Münzel al borde de la afonía, despachándole con cajas destempladas.
El jardinero reunió, en un abrir y cerrar de ojos, sus herramientas, diseminadas aquí y allá, y se dirigió a paso rápido hacia la salida, buscando ponerse a salvo del diluvio de increpaciones y blasfemias que el anciano largaba en alemán.
—¡Ya le haré llegar la factura! —amenazó mientras salía por la puerta. Al ver a los recién llegados no se privó de advertirles—: Háganme caso, den media vuelta, ¡es peor que un dóberman!
El anciano, que le había seguido, cerró la verja de una patada. La hoja rebotó violentamente golpeándole en la rodilla.
Con una mueca de dolor en los labios, Münzel procedió a correr el pestillo. Parecía una caldera a punto de estallar.
—¿Es usted Klaus Münzel? —preguntó Lang cuando sus miradas se encontraron.
—¿Quién lo pregunta?
—Me llamo Eilert Lang.
—Lo siento, no le conozco; es muy tarde y no compro nunca nada —gruñó.
—Hablé con usted, por teléfono, en dos ocasiones, hace unos tres meses, ¿recuerda? —explicó el biólogo—. Por prudencia dije ser quien no soy.
Münzel se apoyó en uno de los pilares que jalonaban el muro. Miró detenidamente a Lang, con un atisbo de recelo en la mirada.
—¿Heinz Rainer? ¡Sí, ya le recuerdo! ¡Le dije que me dejara en paz!
—Mi nombre es Eilert.
—Me es igual cómo se llame usted. No tengo nada que decirle.
—En cualquier caso, debería escucharme. Yo sí tengo algo que decirle.
—Lárguese, no hay nada de lo que usted y yo debamos hablar.
El alemán se volvió en dirección a la casa. Propinó un puntapié a las ramas que entorpecían el paso. Lang le obligó a detenerse.
—Su mejor amigo, Gerald Gottlieb, me pidió que le entregara algo. Se lo daré y me iré —mintió el biólogo con aplomo.
Münzel dudó. Con la desconfianza estampada en el rostro regresó hasta la valla.
—¿Gerald? ¿Conoce usted a Gerald? ¿De qué se trata?
Lang rebuscó en el bolsillo del abrigo y le tendió un pastillero de plata.
—Llévelo encima, señor Münzel. Muy pronto lo va a necesitar.
—¿Qué es esto? —preguntó entreabriendo la tapa.
—Sal. Sólo es un poco de sal.
Simon y Elke constataron cómo la expresión contrariada del alemán se desdibujaba hasta trocar en una nueva en cuestión de segundos. Las líneas de su rostro se desplomaron hasta perder todo atisbo de fiereza y determinación. Una sombra de miedo sobrevoló su rostro.
—¿Gerald le ha pedido que me entregue esto?
—Gottlieb y su esposa fueron asesinados en Berlín, hace muy pocos días, tal vez lo haya leído en algún periódico —indagó Eilert mirándole fijamente.
—No leo la prensa —acertó a decir Münzel desarbolado.
—En los años sesenta, tras mucho tiempo sin verse, usted y él se reencontraron. Hasta bien entrados los ochenta hicieron negocios juntos.
—Gerald…, ¿ha muerto?
—Sí. Y también Färber, en Munich; Höpfner, en París, y, casi con total seguridad, Steinmeier, en Lyon. Todos han sido asesinados. Su existencia se había convertido en un grave problema para Thule.
—¡No sé de qué me está hablando! ¿Thule? ¿Qué problema?
—Yo soy el problema de Thule, señor Münzel —zanjó Lang—. Usted no quiso hablar conmigo. Es comprensible. Está atado a un juramento solemne, pero ahora es el último actor de Shangri-La. El único que podría dar fe de que Adolf Hitler y Eva Braun escaparon de Berlín en 1945, poco antes del final de la guerra. Por eso me he permitido venir hasta aquí y traerle un poco de sal. Los rituales siempre deben cumplirse. Buena suerte, hermano ario.
Con un brillo astuto en los ojos, Eilert hizo saber a Simon y a Elke que debían simular una retirada en toda regla. Apenas habían dado dos pasos cuando la voz de Münzel, frágil como un hilo de seda, les alcanzó en forma de claro ruego.
—Espere. No se vaya. Es posible que tenga algo que decirle —titubeó.
—Estoy dispuesto a escucharle. Incluso a protegerle —aseguró el noruego—. Todos estamos en peligro, se lo aseguro.
Münzel respiró hondo, como si necesitara llenarse de convicción antes de decidirse a cruzar un umbral sin retorno, y les franqueó la puerta. Al punto, se excusó por el desorden que reinaba en todo el jardín.
—Siento el estropicio. Ese cantamañanas ha arruinado mi buganvilla. La planté cuando compré esta propiedad, hace más de catorce años. ¡Qué desastre!
Al penetrar en el amplio vestíbulo de la casa, Eilert procedió a presentar a Simon y a Elke. Un halo de desconfianza volvió a teñir la mirada del alemán al enterarse de que Darden era un periodista de
The Guardian
.
—Nada de grabadoras, ni de fotos —advirtió hosco—. No permito que nadie me haga fotos. Eso debe quedar claro desde el primer momento, ¿entendido?
—Perfectamente. Todo
off the record
.
—Exacto,
off the record
, como dicen ustedes. Pasen, hace frío y ya es casi de noche. Tengo el fuego encendido —propuso, abriendo de par en par el acceso a un gran salón desde el que se divisaba toda la bahía—. Perdonen el desorden, vivo solo desde que murió mi esposa, Gertrudis, hace más de tres años. La señora Vera viene dos veces por semana a hacer la limpieza. Aun con todo, esto es demasiado grande, nueve habitaciones, bodega, distribuidores, cuatro baños…
—No se preocupe.
—Vengan, les mostraré algo. La vista es sensacional. Compré esta casa por las vistas. Por lo demás, está llena de barandillas y escaleras que me agotan. Cada año gasto una fortuna en repintarlo todo. El salitre, ya saben: devora el metal.
Cruzaron la estancia. Las llamas de una gran chimenea, que dividía el espacio en dos zonas asimétricas, templaban el ambiente. Münzel les condujo hasta una terraza que daba la vuelta a todo el perímetro de la primera planta. Un voladizo similar asomaba en el piso inferior. La panorámica, tal y como había prometido el anciano, era espectacular. Se podía abarcar la totalidad de la bahía de Andraitx, desde el espigón, que cerraba la embocadura del puerto por la derecha, rematado por un faro de piedra de mediana altura, hasta la última de las casas que trepaban por las montañas del otro lado, sobre el núcleo urbano. Elke se aproximó a la barandilla y echó un vistazo a la rampa de cemento que permitía que las embarcaciones hibernaran dentro de la casa y al amplio muelle de la propiedad, de caprichoso trazado. Retrocedió de inmediato, mareada.
—¿Te ocurre algo? —preguntó Eilert—. Estás blanca.
—No es nada. Sólo vértigo. Las barandillas bajas me aterran. Llevo muy mal lo de la altura. No imaginaba que esta casa fuera tan alta —comentó aturdida.
—Cálmate. Todo irá bien. Te lo prometo. En unas horas todo habrá terminado.
—Eilert, escucha, quiero que sepas…
—¿Qué?
—Que confío en ti —confesó a media voz con mirada esquiva—, que no hay nada que deba ser perdonado. No más reproches, Eilert.
—No más reproches, Elke —convino él.
Pasearon a lo largo de la terraza. El crepúsculo creaba un estrecha grieta por la que escapaban los restos de luz. Darden reparó en la expresión preocupada de Lang, que caminaba algo retrasado, ajeno a las explicaciones del anciano. Parecía olfatear cada rincón de la villa.
—¿Algo va mal?
—Esta casa va mal.
—¿Qué pasa con la casa?
—Es indefendible, vulnerable. Se puede acceder a ella desde cualquier punto.
—¡Vamos, olvídese! —propuso el periodista—. Debemos concentrarnos en hacer que el viejo cuente lo que sabe. Si lo conseguimos, todo se resolverá felizmente.
El biólogo asintió sin convencimiento alguno.
Poco más tarde, Münzel les invitó a tomar asiento junto a los ventanales. Añadió varios troncos al fuego y colocó cuatro vasos y una botella de whisky en el centro de la mesa. Después se acomodó en una de las butacas y cruzó significativamente los dedos de sus manos.
—Dispongo de tiempo. No me gusta la televisión, y a mi edad duermo poco o nada —anunció grave dirigiéndose a Lang—. Así que será mejor que me cuente quién es usted, qué sabe de Gottlieb y de mí y por qué ha venido. Si sus explicaciones no me convencen, no le diré nada, y usted y sus amigos se marcharán por donde han venido, sin más. Esas son mis condiciones.
—Me parecen razonables —aceptó Eilert.
—Pues sírvase whisky, aclare la voz y empiece por donde quiera —sugirió taxativo el alemán.
A lo largo de la siguiente hora, en un complejo y agotador ejercicio de síntesis, Lang contó su historia. A medida que avanzaba el relato, Münzel parecía hundirse más y más en la butaca. Cuando el biólogo le puso al corriente de los acontecimientos de los últimos días, una expresión sombría se instaló en su semblante.
—Y eso es todo, señor Münzel —concluyó el biólogo—. Supongo que ahora entenderá mi interés en hablar con usted.
—Esperaba una buena historia —masculló cariacontecido—, pero debo admitir que no tan buena. Aun sabiendo todo lo que sé, me parece realmente asombrosa. Discúlpenme un segundo.
Klaus Münzel se levantó con dificultad. Se quedó mirando al aire con ojos vacíos, y, con paso indeciso, se dirigió a un estrecho armario en el otro extremo del salón. El mueble era un pequeño arsenal. Para asombro de todos, regresó con una escopeta, una automática y dos cajas de munición.
—¡Dios mío! ¿Qué… qué se supone que está haciendo? —tartamudeó Elke Schultz al ver que el viejo procedía a cargar con parsimonia las armas.
—¡Preparar un recibimiento adecuado a esa gentuza! De haberlo sabido con algo más de tiempo hubiera puesto champán a enfriar —ironizó.
La violinista se agitó nerviosa. No estaba dispuesta a verse envuelta en otro tiroteo como el del día anterior en París. La mirada intranquila de Darden decía a las claras que se hallaba en idéntica situación. Sólo Lang permaneció imperturbable, sereno, ante el ánimo belicoso del anciano.
—¿Nos explicará lo que sabe, señor Münzel? —le preguntó.
El alemán le miró de refilón y enarcó una ceja.
—Sí, supongo que ahora me toca a mí dar sentido a su historia; pero, maldita sea la hora, créame: no me apetece nada recordar todo esto.
Por un instante, los tres creyeron ver, en las pupilas de Münzel, el estallido de las bombas pulverizando los restos de un Berlín en llamas.
Führerbunker
Gerald y yo nos juramos no hablar nunca de esto. Ni siquiera entre nosotros —aseguró—. Éramos amigos de infancia. Nos criamos en el mismo barrio. Nuestras familias se conocían. Tanto su padre como el mío eran partidarios del régimen. Llevaban grabadas en el ánimo las humillaciones del pasado. Creían a pies juntillas que Hitler devolvería a Alemania el esplendor de otros tiempos. Los dos eran miembros de Thule. No gente importante. Pertenecían al segundo círculo, el de los adeptos; un nivel un poco más comprometido que el de los simpatizantes y allegados. En el año 1935 solicitaron formalmente que Gerald y yo fuéramos aceptados en la orden cumpliendo con el rito. Éramos sólo dos muchachos, un par de imberbes.
—¿En qué consistía esa ceremonia de iniciación? —preguntó Darden intrigado.
—Un maestro de primer grado, un miembro del quinto nivel, nos adoctrinó durante semanas. Ya sabe…, toda esa pamplina esotérica acerca de los hiperbóreos, el origen de los arios, la mítica Thule, los planes futuros de la jerarquía oculta, los Siete Maestros de Vril —enumeró con un mohín de desdén—. En aquel momento surtió su efecto. Nos lo tragamos. A continuación siguieron los alegatos acerca de la supremacía y destino final de nuestra raza y los motivos por los que debíamos odiar a judíos, bolcheviques, negros, gitanos y homosexuales.
—Entiendo.
—Cuando consideraron que estábamos preparados, en una ceremonia tan pomposa como incomprensible, procedieron a iniciarnos —prosiguió Münzel—. Nos llevaron a una casa, en las afueras de Berlín. Éramos catorce jóvenes. Los veintiún miembros del sexto nivel, en la penumbra, nos preguntaron acerca de nuestras convicciones. Dijimos lo que querían oír. Al final, tras pisar el crucifijo y manchar de polvo nuestros hombros, depositaron sal en nuestra boca. Poco más.
—¿Fueron marcados?
—Sí. Con un pequeño hierro candente en el hombro, ¿quiere verlo?
—No es necesario. Dígame, señor Münzel, ¿qué ocurrió durante la guerra? ¿Gerald y usted permanecieron juntos?
—No. Cuando comenzó la guerra nos destinaron a unidades distintas. Yo estuve en Polonia. Eran días de euforia. Todo nos parecía un paseo. Me reencontré con él tiempo más tarde, en París. Nos divertimos en esa ciudad, pero a los pocos meses mi unidad recibió orden de acuartelarse entre Nantes y Saint Nazaire, junto al Loira. Lo cierto es que tuve mucha suerte. Me refiero al frente ruso, ya sabe, aquello fue una carnicería. También me libré de Normandía. Apenas entré en combate.
—¿No volvió a ver a Gottlieb en todo ese tiempo?
—No. El corrió peor suerte. Fue herido en Dunkerque por los canadienses. Le trasladaron a Berlín en julio de 1944. Yo estaba en la capital desde comienzos de verano. Era ayudante de un oficial, Traugott Woorman. Un buen tipo. Me mantuvo mucho tiempo en unidades de intendencia. Decía que así salvaría el pellejo en la que se avecinaba. Era un auténtico disidente. Más de una vez me invitó a beber con él. En privado no se mordía la lengua y criticaba abiertamente a Hitler. Cuando lo destinaron a Berlín no se olvidó de mí. Casualmente me enteré de que Gerald estaba convaleciendo de sus heridas en un hospital y le visité. Al darle el alta se integró en mi unidad. La suya había sido aniquilada. Le pedí a Woorman ese favor y lo hizo. Fue su último favor. A los dos días murió en un bombardeo. Le recuerdo a menudo…