—Me limitaré a ordenar un poco tu mesa —ironizó Elke, retirando varias tazas y un cenicero que amenazaba con desbordarse—. Los hombres sois un desastre. Siempre lo habéis sido. Más que esposas necesitáis madres. ¿Dónde está la cocina?
Darden sonrió. La llegada de Elke le hacía sentir una extraña felicidad. Llevaba demasiado tiempo solo, sin hablar con nadie.
Al atardecer, tras un plácido paseo por los alrededores, el periodista revisó la relación de mensajes listos para ser enviados. Más de un millar. Amontonados en la bandeja de salida del programa de correo.
Elke se entretuvo preparando una cena ligera. Después, se acomodó en un destartalado sofá con un viejo volumen de la
Historia de Escocia
en el regazo.
—Aquí se dice que en el siglo XIII tus antepasados lucharon contra Longshanks —murmuró Elke—. ¿Es cierto?
—¿Contra Eduardo I Piernas Largas? —preguntó divertido Darden—. No lo creo. Mi abuela aseguraba que dos miembros del clan McFie, de la isla de Colonsay, fueron compañeros de armas de William Wallace y Robert de Bruce, pero yo lo pondría en duda. Mi abuela era una mujer belicosa. Como buena escocesa despreciaba a los ingleses.
La luz de los faros de un coche se coló de forma sesgada a través de las cortinas de la estancia. El vehículo se detuvo a pocos metros de la casa. El golpe seco de una puerta al cerrarse y el sonido de unos pasos al hollar la gravilla de la entrada anunciaban la llegada de un visitante.
Alguien golpeó con los nudillos en el centro de la hoja.
Y el pomo comenzó a girar lentamente.
Dos Muertes En Una Vida
Una silueta oscura, desgarbada, se recortó en el umbral.
—Preciosa noche de verano —dijo una voz familiar—. No tengo
kilt
, ni gaita, ni poseo escudo de armas, pero he venido a sumarme a la rebelión de los sin clan.
El corazón de la violinista experimentó una violenta sacudida, el libro resbaló de sus manos y cayó al suelo. Simon Darden contuvo el aliento durante un intenso segundo y crispó los puños en un arrebato de gloriosa furia.
—Elke…, Simon…
Eilert Lang salió de la penumbra y avanzó hasta situarse en medio de la estancia.
—¿Nadie se alegra de verme? —interpeló divertido al constatar el asombro que iluminaba el rostro de sus amigos—. Si interrumpo algo importante, decídmelo, puedo irme por donde he venido.
Elke Schultz se puso en pie. Avanzó al encuentro del biólogo con una sonrisa tímida en los labios.
—Bienvenido, Eilert —musitó en tono dulce.
—¿Bienvenido? ¿Sólo bienvenido? —objetó él.
—Está bien. Tienes razón —admitió Elke con expresión divertida. Se puso de puntillas y prendió un beso en los labios del noruego.
—¡Eso está mucho mejor! ¡Y tú, cazanazis, toma esto y ponlo en el congelador! —propuso Eilert alargando una botella de champán al periodista.
Los tres se miraron de hito en hito, maravillados. Habían soñado con la posibilidad del reencuentro en incontables ocasiones, desde la noche en que sus caminos se separaron medio año atrás.
—No sabes cuánto me alegra verte, amigo mío; tampoco las veces que he llegado a maldecirte —aseguró radiante Simon palmeándole en el hombro. Trazó a cámara lenta un gancho directo a su mandíbula.
—¿Por qué?
El periodista ladeó el rostro apuntando hacia su mesa de trabajo.
—Por pasarme todo ese saco de mierda. Mierda suficiente como para llenar varias vidas.
Eilert se echó a reír. Asintió.
—Alguien tiene que hacer el trabajo pesado. Los muertos somos de muy poca ayuda, Simon —aseguró burlón—. ¿Lo has conseguido?
—Sí. Lo he conseguido. Todo está preparado.
—Entonces éste será un gran día. Lo recordaremos siempre.
Se quedaron los tres sumidos en un silencio evocador. De algún modo, esos primeros instantes felices conectaban de forma directa con el drama que caracterizó a los últimos que recordaban haber compartido tiempo atrás, la noche en la que todos lucharon por defender sus vidas en la casa de Klaus Münzel.
Elke se había desplomado tras descargar un demoledor golpe en la cabeza de Günter Baum. El horror superaba la capacidad de resistencia de su cerebro. Cayó en el pozo sin fondo de la inconsciencia, profiriendo un grito desgarrado. Cuando por fin logró abrir los ojos, Darden estaba arrodillado a su lado, empapado en sangre, intentando reanimarla. El periodista mojaba su rostro y su pecho con agua fría. La ayudó a incorporarse.
—¡Vamos, Elke, tenemos que salir de este infierno cuanto antes! —propuso en un jadeo agónico tirando de ella con fuerza.
Apuntalados el uno en el otro, malparados, buscaban escapar de aquel escenario de horror cuando escucharon los lamentos de Eilert Lang.
Le habían dado por muerto.
Examinaron su herida. La bala de Christian Eichel había atravesado de forma limpia su costado. Sangraba con profusión pero su vida no parecía correr peligro. El noruego, sin fuerzas, les dijo lo que debían hacer. Pidió a Elke que buscara alcohol y vendas, y a Simon que tomara con las tenacillas un tizón de la chimenea y cauterizara el orificio abierto por el proyectil.
—Jamás olvidaré tus alaridos, los tengo clavados en el cerebro —recordó el periodista sobrecogido.
—Era el único modo de parar aquella sangría.
Tras fajar con fuerza la cintura de Lang, le ayudaron a ponerse en pie. Estaba demacrado, las rodillas apenas le sostenían, pero su cabeza parecía funcionar a pleno rendimiento. De forma entrecortada les hizo entender que ésa era la mejor oportunidad que la vida le brindaba en años.
Necesitaba que el mundo le diera por muerto.
Morir por segunda vez le pondría a salvo de su terrible destino.
Elke Schultz y Simon Darden convinieron en que la propuesta de Lang era el único plan posible. La casa de Klaus Münzel se asemejaba a un campo de batalla alfombrado de cadáveres. Junto al último
actor
de la operación Shangri-La, se hacinaban los cuerpos de dos policías y los de cinco miembros de Última Thule. Nadie lograría identificarlos de lograr reducirlos a un amasijo de carbón negro.
El tiempo apremiaba y debían actuar sin demora. El periodista descendió al embarcadero de la casa. No le costó encontrar la gasolina necesaria para hacer arder el lugar por los cuatro costados. Rociaron los cuerpos, tras amontonarlos, y les prendieron fuego. En cuestión de minutos, las llamas devoraban la mansión de Münzel, proyectando un dantesco espectáculo sobre las aguas oscuras de la bahía de Andraitx.
Después, poco antes de que la policía irrumpiera en el lugar, se separaron. Lang entregó la llave de la caja de seguridad al periodista, miró a Elke con infinita tristeza y trastabilló buscando fundirse con las sombras de un bosque cercano.
—¡Ha funcionado, Eilert! —aseguró Simon—. Has muerto. Has muerto dos veces. Eres libre.
—Pronto todos lo seremos. Recordad esta fecha: 27 de junio. El comienzo de la guerra. El final de la mayor mentira del siglo XX. El hundimiento de Thule —sentenció Lang en tono grave.
—A propósito de efemérides, quisiera que me explicaras algo —curioseó el periodista.
—¿Qué?
—¿Por qué has insistido tanto en que hiciéramos público todo lo que sabemos precisamente en esta fecha?
La mirada de Eilert quedó nublada por un fino velo de tristeza.
—Hoy, de seguir viva, Angela Brandley cumpliría cuarenta años.
—Entiendo.
—No hay mejor forma de honrarla que poner contra las cuerdas a todos sus asesinos —aseguró el biólogo—, pero nada de tristezas. Ella era una mujer feliz, vital. No querría vernos abatidos.
Se quedaron en silencio, cariacontecidos, durante unos instantes.
—¡Pero, bueno! ¿Es que no me vais a ofrecer una miserable copa de vino? —espetó—. ¡Tengo la boca seca y me ruge el estómago!
Mientras Simon ultimaba los preparativos, Elke y Eilert se entretuvieron en disponer la cena.
—No sabes cuánto te he llegado a añorar —confesó el noruego, depositando platos y vasos en la bandeja que Elke sostenía—. He soñado contigo infinidad de veces.
—Pues abre bien los ojos, me tienes aquí.
—Me preguntaba…
—¿Qué?
—Me preguntaba si estarías dispuesta a compartir parte de tu tiempo con un fantasma.
—¿Sólo una parte?
—No soy celoso.
—Creo que me he perdido, ¿a qué viene lo de los celos?
—No entra dentro de mis posibilidades rivalizar con un Stradivarius de dos millones de euros —apuntó irónico—. Por lo tanto, he pensado que podrías engañarle conmigo. Sólo de vez en cuando.
Elke Schultz rió de buena gana. Se vio obligada a apoyar la bandeja sobre el mármol de la cocina.
—¿Me pides que ponga en peligro mi matrimonio? —preguntó cruzándose de brazos sin dar crédito a lo que oía—. Ese Stradivarius es un marido impecable, Eilert. Serio y fiel. No he logrado entenderme con ningún ser humano de la manera en que él y yo lo hacemos cuando hablamos.
—¿Hablar? Lo cierto es que yo me refería a otra cosa. A mí las conversaciones sesudas me aburren soberanamente.
Los ojos de Elke se llenaron de picardía.
—Entiendo. En pocas palabras, me estás proponiendo que te contrate como mi asesor fiscal, ¿no? —inquirió en medio de una enorme carcajada.
—Ni más ni menos —confirmó Lang aproximándose hasta quedar a una distancia corta. Sin dejar de mirarla, la tomó por la cintura y buscó sus labios.
—Escucha, Eilert, yo…
—Cállate, maldita concertista, y déjame besarte.
Se unieron en un beso cálido y largo. Después se miraron detenidamente, como si ambos descubrieran por vez primera el rostro del otro.
—Sabes perfectamente lo que siento por ti, Eilert.
—¿Lo sé? ¡No estoy muy seguro! Últimamente me falla bastante la memoria.
—Deberías saberlo —susurró ella—, y también deberías saber que pocas cosas me aterran más que el compromiso. No te confundas, no se trata de frialdad emocional. Es algo que no puedo explicar.
—Algún día lo harás.
—Sí, algún día.
—¿Y?
—Y nada más, Eilert. Creo que deberíamos conformarnos con vivir el momento, sin trazar planes. Nada que se extienda más allá del ámbito del aquí y del ahora.
—¿
Carpe diem
? ¡Llevo más de seis años viviendo conforme a esa máxima! —apuntó el biólogo al borde de la hilaridad.
—Sí. Exacto,
carpe diem
.
—Ningún corazón se conquista al asalto, Elke, pero dame tiempo y derribaré hasta la última de tus murallas.
—Tiempo…
—Cállate. Cállate y vuelve a besarme. Aquí y ahora.
Tras la cena se situaron junto al ordenador de Simon. El periodista efectuó una llamada a Roger Alton. El editor de
The Guardian
permanecía, en esa noche excepcional, a pie de imprenta, supervisando la tirada del número. El primer artículo de una larga serie de reportajes elaborados por Darden salía de máquinas en el rotativo de Londres; vería la luz del día al tiempo que gobiernos, policía y centrales de inteligencia, organismos internacionales y medios de comunicación libres de toda sospecha recibían un alud de documentos y pruebas inculpatorias que pondrían en jaque a más de un millar de miembros de Última Thule.
—Esos bastardos caerán como las fichas de un dominó, en cadena —comentó satisfecho Darden.
—Sí, pero no todo son buenas noticias, Simon —advirtió Alton azorado.
—¿Qué ocurre?
—Albert, Albert Giblin. ¿Le recuerdas?
—¿Te refieres al abogado, al
centinela
del Scott Trust?
—Sí.
—¿Qué pasa con Albert?
—Se ha suicidado. Le han encontrado muerto esta mañana.
—¡¿Qué?! No puedes hablar en serio, estás bromeando. ¡Dios mío!
—Albert era miembro de Thule, Simon. Su padre era un
lebensborn
adoptado en los años cincuenta por Patrick Giblin, el industrial de Birmingham —explicó Roger—. Albert alertó a Thule de que tú habías recibido la fotografía del Führer.
El periodista enmudeció. Las víboras anidaban en los lugares más insospechados.
—Esto no va a ser fácil. Será mejor que nos lo metamos en la cabeza, amigo mío —prosiguió el editor en tono pausado y grave—. Es cierto que quien golpea primero golpea dos veces; pero no esperes que esto sea un paseo primaveral. Hace cuatro días me entrevisté con Tony Blair. Una reunión larga, en Downing Street. Como comprenderás, ha tenido que informar a la Reina de la que se avecina. Me ha llamado esta mañana, intranquilo. Hay mucho malestar, muchos nervios. Gente influyente, poderosa, de círculos próximos a los Windsor, se verá salpicada en mayor o menor medida. Thule reaccionará, se defenderá con uñas y dientes.
—Entiendo.
—Deberás seguir oculto durante bastante tiempo, hazte a la idea.
—No me importa. Llegaremos hasta el final —zanjó rotundo el periodista—. Además, ¿quieres que te diga una cosa, Roger?
—Sí. Claro.
—No te lo vas a creer, pero te juro que uno se acostumbra a no tener que afeitarse cada día —aseguró en medio de una gran carcajada.
Darden colgó. Su mirada tropezó con las de Eilert y Elke.
—¿Algún contratiempo? —indagó el biólogo expectante.
—No. El Führer y su pandilla de asesinos se revuelven en sus tumbas. Y todo es llanto y crujir de dientes. A muchos no les llega la camisa al cuello. Tendremos una buena guerra, Eilert —afirmó Simon con ánimo enardecido—. Y la ganaremos.
Lang examinó la interminable relación de correos. Le llamó la atención el modo curioso en que Darden había rellenado el campo referido al asunto de algunos de los mensajes.
—¿«Historia secreta de Edwin Drake,
la Plomada
»? —preguntó enarcando una ceja.
—Necesitaba quitarme esa espina —afirmó Simon abriendo el correo—. Escuchad: Edwin Drake. Setenta años. Presidente de la World Health Company de Nueva York. Nombre en clave: la Plomada. Ocupa el sitial número 14 de Última Thule América, organización nazi. Nació en Alemania en 1938 en uno de los centros Lebensborn creados por Heinrich Himmler, destinados a asegurar la pureza racial aria y la élite de futuros dirigentes del partido. A los seis años, en marzo de 1944, salió del país junto a muchos otros. Acogido por la acaudalada familia argentina Elizondo Molina, vivió en Buenos Aires. Completó su formación en la Base 211, creada por el almirante Dönitz en la Tierra de la Reina Maud, en el norte del continente antártico. A los diecinueve años fue adoptado por John Reginald Drake, potentado vinculado a la extrema derecha estadounidense. Es miembro del séptimo círculo de Última Thule desde 1981. Próximo a la familia de George W. Bush. Se adjuntan cinco documentos que prueban su participación en operaciones de tráfico de armas, blanqueo de capital y distribución de drogas.