—Demoledor —musitó Lang.
—¿Qué os parece? ¿Apretamos el botón de envío?
Los tres se dedicaron una mirada cómplice. Había llegado el momento.
—Aquí falta algo —murmuró Elke.
—¿Qué?
La violinista desapareció en dirección a la nevera para regresar, unos segundos más tarde, con tres copas y una botella de champán Veuve Clicquot helado.
El sonido del tapón, como una salva de artillería, parecía anunciar el comienzo de la primera batalla de la Tercera Guerra Mundial. Llenaron las copas.
—Por nosotros —propuso Elke exultante—. ¡Por los tres!
—¡Por el alma del mundo! —añadió Simon con ceremonia.
—Por ti, Angela Brandley —apostilló Lang con una suave sonrisa.
Darden pulsó
enter
. El ordenador pareció sacar humo, incapaz de procesar todo el trabajo que suponía enviar el interminable listado de mensajes.
—Creo que le va a costar digerir todo esto —razonó en tono jocoso—. Deberemos tener paciencia.
—No tenemos ninguna prisa —apuntó Eilert—. Elke ha terminado su gira; tú te has ganado unas merecidas vacaciones y, como todo el mundo sabe, a los muertos el tiempo nos importa un comino.
Una alegre y feliz carcajada resonó en la casa de la abuela McCuish.
Salieron al exterior. La luna, en cuarto menguante, se reflejaba con impecable elegancia en las serenas aguas del lago.
Elke Shultze, sentada en uno de los escalones de piedra de la casa, abrió el estuche del Stradivarius. Al hacerlo dirigió una mirada furtiva al biólogo. En sus ojos asomaba un brillo distinto, desconocido, que parecía fluctuar entre el deseo y el desamparo.
Entendió que ésa era la mirada celosa de Eilert Lang.
Acarició la piel noble de su esposo y se puso en pie.
—Necesito vuestra colaboración —alertó—. Prestadme atención. Los dos deberéis chasquear los dedos pulgar y medio de vuestras manos. Así, primero la mano derecha, en
tempo
de cuatro por cuatro; en un
allegro vivo
parecido al de las castañuelas españolas; después, otras tantas veces, con las dos manos. ¡Y manteniendo un silencio entre dos compases! ¿Entendido?
—En absoluto —objetó Eilert con encantadora ironía—, pero lo intentaremos. ¿Dónde demonios está la botella de champán?
Elke hizo trotar las cerdas del arco entre el
ponticello
y el diapasón, marcando una cadencia que recordaba el repicar de los cascos de un centenar de corceles de casta avanzando al paso. Cuando entendió que Darden y Lang podían mantener la síncopa sin su ayuda, atacó la cuerda con la gracia y precisión de un felino al saltar.
Una miríada de notas altivas, eufóricas, inundó el lugar.
Eilert supo que podría tolerar la presencia de ese maravilloso tirano en su vida. Simon, entusiasmado, se puso en pie y comenzó a girar sobre sus pies.
—¡Qué belleza, qué maravilla del cielo! ¿Qué es esto? —preguntó asombrado cuando Elke, al finalizar, se inclinó en un encantador y grácil saludo.
—Un pasacalle —explicó la concertista sin dejar de observar al biólogo.
—La
Música notturna delle strade di Madrid
, de Luigi Boccherini —apuntó el noruego conteniendo la emoción.
Dispuesta a asombrar al mejor de los auditorios, Elke acarició una vez más las cuerdas. El exquisito romance de las
Variaciones sobre un tema de Frank Bridge
, de Benjamin Britten, sobrevoló como un pájaro de alas plateadas la perfecta quietud del lago.
Durante un tiempo suspendido y feliz, bajo las estrellas, los tres sintieron que ese apartado lugar llamado Loch Shiel era el arquetipo de un mundo perfecto por venir.
Réquiem En Re Menor
Una mueca de contrariedad se dibujó en el rostro de Simon Darden pasada la medianoche. Era evidente que algo no iba bien. Examinó desconcertado la pantalla de su ordenador portátil. Un escueto mensaje y un pequeño reloj, cuyas manecillas giraban incansables, alertaban de que un error se había producido durante el proceso de envío de los correos.
—¿Y ahora qué mierda pasa aquí? —gruñó destemplado.
Las risas de Eilert y Elke llegaban desde el exterior de la casa. La violinista y el biólogo mantenían una charla cómplice y feliz.
Tras intentar solventar sin éxito el contratiempo, Darden optó por solicitar ayuda al noruego. La silueta desgarbada de Lang se recortó poco después en el umbral. Se apoyó en el quicio y le miró con expresión de falso hartazgo.
—¿Necesitas ayuda?
—Sí, ¡esto no funciona!
—¿Cuál es el problema? —inquirió Eilert afable caminando hasta la mesa con las manos en los bolsillos. Parecía flotar en una nube de algodón, a dos palmos del suelo.
—No sé cuál es el problema, pero este chisme no ha mandado ni un solo
e-mail
.… —rezongó—. Parece bloqueado. No responde.
Lang fisgó por encima del hombro del inglés y asintió. Al punto, rodeó la mesa y comprobó con parsimonia las conexiones de la parte posterior. Todo parecía estar en su sitio. Siguió, uno a uno, el recorrido de los cables, agachándose hasta desaparecer del campo de visión del periodista, y reapareció, al poco, con una sonrisa burlona en el rostro y un conector entre los dedos.
—La próxima vez, lumbreras, asegúrate de que has conectado el cable al cajetín del teléfono —propuso en tono jocoso.
—No lo entiendo. Te juro que lo he revisado todo varias veces.
—No importa. Probablemente al pasar hemos tirado de él sin darnos cuenta —aventuró Eilert solventando el incidente—. Ya está, ¡inténtalo ahora!
Simon suspiró profundamente. Cerró el programa de correo y lo volvió a abrir. Parecía funcionar.
—Sí, perfecto. Lástima que hayamos perdido más de una hora.
—¡Bah, no importa!
En ese punto la voz de Elke Schultz les obligó a alzar la vista.
—Será mejor que los dos os apartéis del ordenador —sugirió en tono apremiante.
Eilert Lang y Simon Darden retrocedieron instintivamente un par de pasos, demudados, sin poder dar crédito a lo que estaban viendo.
Elke, desafiante, les encañonaba con una automática plateada.
—Yo he desconectado ese cable tras la cena. ¡Vamos, atrás, apartaos de la mesa! —ordenó.
—Pero ¿qué haces, Elke? —balbuceó el biólogo perplejo—. ¿De dónde has sacado ese chisme?
—Este chisme estaba, según lo convenido, en el maletero del coche que he alquilado esta mañana en Edimburgo —aseguró.
—¡Dios mío! ¡Dime que esto es una broma pesada, te lo suplico! —murmuró atónito Lang.
Darden, a su lado, negó levemente. El periodista no podía apartar sus ojos de la expresión hierática de la mujer. Un pensamiento inquietante parecía sacudirle de pies a cabeza.
—No, amigo mío, me parece que Elke no está bromeando. Creo que empiezo a comprenderlo todo.
—¡Maldita sea! ¿Quién eres, Elke? —rugió Lang furioso, crispando sus dedos sobre la mesa.
Elke Schultz llenó su pecho de aire. Se mordió el labio inferior.
—Soy Elke Schultz, hija de Ernst Schultz, Gran Corona de Vril. El primero de los siete Maestros del último círculo de Última Thule.
—Eso no es posible.
—Lo es. No llevo tatuajes en mi cuerpo, Eilert, pero esta pequeña cadena de oro y esta daga me han acompañado toda mi vida —afirmó, entreabriendo ligeramente la blusa y mostrando el cuello—. Este símbolo ha sido, es y será mi único compromiso, ¿entiendes ahora?
—¡Dios mío!
—Nada ha salido como estaba previsto, Eilert. ¡Nada! —admitió ella con un halo culpable en las pupilas—. ¿Crees que fue el azar el que hizo que nuestros caminos se cruzaran, que vivíamos de modo casual en el mismo bloque de apartamentos?
—¡Maldita seas! —tronó el noruego desencajado.
—No estaba previsto que yo interviniera, te lo aseguro. Mi único cometido en esta historia era vigilarte de cerca, intentar ganar tu confianza y averiguar dónde escondías todos los documentos que nos robaste —susurró inmersa en un extraño tembleque—, pero todo eso quedó alterado cuando le enviaste a Simon la fotografía del Führer. Ni siquiera yo fui alertada de que Thule había dado orden de matarte de inmediato y que Günter y los suyos iban a por ti. Después, después tú irrumpiste en mi vida y lo precipitaste todo.
—Sigo sin entenderlo —masculló Eilert Lang. Había afianzado su espalda contra la pared, incapaz de soportar el sorpresivo quiebro de la situación—. ¡Yo vi con mis propios ojos cómo esos agentes intentaban matarte! Aquello no fue una representación, no podía estar preparado.
Elke Schultz negó esa posibilidad.
—No. No lo estaba. Günter Baum no sabía quién era yo. Hasta en las mejores organizaciones suceden cosas así. De todos modos, no corrí peligro alguno. Un sencillo protocolo, una simple contraseña, hubiera servido para identificarme como miembro de la orden de ponerse las cosas feas. Así que decidí, en medio del vértigo que tú desencadenaste, arriesgarme y llegar hasta el final contigo, con vosotros.
—¿Por qué…, por qué haces esto? Sabes lo mucho que te quería, Elke. Por ti hubiera puesto mis manos en el fuego —reprochó desarbolado el biólogo, cuyos ojos brillaban cubiertos por una pátina acuosa—. Por ti hubiera sido capaz…
—… de caminar sobre las aguas o sobre las brasas —concluyó ella—. Lo sé. Simon me habló la tarde del último día en Mallorca de esa forma de amor incondicional. Y esas palabras aún resuenan en mi cerebro y hacen que esto me resulte insoportable. De hecho, te aseguro que me voy a maldecir toda mi vida, todos y cada uno de los días que me resten de vida.
Los ojos de Elke se humedecieron en un fugaz atisbo de humanidad. Apenas un instante. Apretó las mandíbulas con saña y crispó su dedo sobre el gatillo, inmersa en una extraña esquizofrenia, escindida entre dos órdenes imperantes y contradictorias que su cerebro y su corazón dictaban al unísono.
El mundo se derrumbó estrepitosamente para Eilert Lang, arrastrando en su caída las tímidas esperanzas forjadas. Había logrado burlar durante años a la muerte, una y otra vez, ocultándose como una rata bajo tierra, arrastrando el espejismo de sus días entre penumbras, condenando sus noches a un sueño sin ensueño, encadenado eternamente a una pistola; incluso había llegado a interiorizar el hecho de que ese destino aciago era el único posible, el único que le estaba reservado; pero comprender que la traición anidaba en el corazón de la mujer a la que amaba anulaba el más básico de sus instintos: el deseo de supervivencia.
Simon Darden había asistido sin aliento al breve diálogo. Entendió que el ánimo del biólogo rehusaba el combate y aceptaba la derrota. Discretamente, milímetro a milímetro, avanzó hasta situarse en un extremo de la mesa. Allí, a guisa de pisapapeles, se encontraba una pequeña automática que le acompañaba desde hacía meses. Acarició la culata con la yema de los dedos. La imagen de Brian emergió entre sus pensamientos. Si quería volver a verlo debía actuar sin demora y jugarse el todo por el todo.
—No toques esa pistola, Simon —aconsejo Elke percatándose del movimiento—. No te va a servir de nada. He vaciado el cargador.
—¡Maldita zorra, maldita puta nazi! —vociferó furioso el inglés, al tiempo que cogía el arma por el cañón. La arrojó sin tino alguno contra Elke. Después, intentó inútilmente abalanzarse sobre ella. Dos balas detuvieron su breve carrera. Cayó fulminado en el exiguo espacio que mediaba entre el sofá y una pequeña mesa.
Lang, enajenado, no intentó siquiera socorrerle. No se movió. Sabía que Simon estaba muerto. Muerto sin proferir un solo gemido. Y que en pocos segundos él le seguiría en su viaje a la oscuridad. Con lágrimas en los ojos miró a Elke por última vez y se arrodilló. Entrelazó los dedos de las manos y las colocó en su nuca, clavando la mirada en el suelo.
—¿Qué haces, Eilert? ¡Levántate, no quiero matarte así! —exigió ella en un estado próximo al paroxismo. Volvió a encañonarle.
—No lo haré. Mátame así. Así murieron todos mis compañeros en la Antártida. Dispara y termina de una vez —insistió él—. No deseo volver a ver tu rostro. No quiero llevarme tu imagen. Acaba con esto. Una única bala, Elke. Una bala que apague mi cerebro y arrase, al tiempo, tu pequeño corazón.
Elke Schultz apoyó la pistola entre los cabellos de Lang, por encima de la frente. Un llanto inarticulado, sin sonido, surcaba como el delta de un río de cristal su rostro perfecto.
Se disponía a ejecutar al único hombre que había sido capaz de cruzar la tierra inhóspita y yerma que ella había creado a su alrededor, cuando escuchó el motor de dos coches al detenerse y el sonido de unas puertas al cerrarse.
Cuatro hombres penetraron en la casa de Loch Shiel.
—Señorita Shultz…
—¡Llegas tarde, Eberhard, diez malditos minutos tarde! —increpó ella sin volverse.
Eberhard se adelantó. Echó un vistazo breve al escorzo imposible que era el cadáver de Simon Darden y se situó junto a la violinista.
—Se lo ruego, señorita Schultz, déme el arma y salga. Esto no es para usted. Nosotros nos encargaremos de todo —aseguró—. ¿Ésos son los archivos? ¿Está todo ahí?
Elke asintió como una autómata. Depositó la pistola en la palma de la mano del agente de Thule. Después, retrocedió hacia la puerta con un nudo en la garganta, sin dejar de mirar al biólogo.
—Perdóname, Eilert, perdóname —suplicó con voz hundida.
Eilert, postrado, rehusó mirarla. En el último momento, cuando intuyó que la hija de la Corona de Vril cruzaba el umbral, pronunció las que serían sus últimas palabras.
—Una bala para los dos. Para mí, la libertad; para ti, la infamia.
Elke Schultz salió al exterior. Trastabilló alejándose de la casa hasta llegar a la misma orilla del lago. Las aguas, en su perfecta quietud, reflejaban un cielo azabache, insondable y majestuoso, cuajado de estrellas.
El eco sordo de un disparo arrancó de sus labios un grito agudo, desaforado. Se recogió sobre sí misma, doblada por el dolor. El afilado estilete de su cuello, la daga de oro de Thule, parecía abrir brecha en el centro de su pecho, a la altura del corazón, que latía atenazado, como si una garra negra se hubiera cernido sobre él.
Permaneció enajenada y sin conciencia del tiempo hasta que los brazos poderosos de Eberhard la forzaron a ponerse en pie.
—Vamos, señorita Schultz, ya ha terminado todo —deslizó en su oído—. Estamos limpiando el lugar, acabaremos en unos minutos. Permítame llevarla hasta el coche. He traído su bolso y el violín.