—Todo está bien, no te preocupes —murmuró el periodista—. He venido a resolver un par de cosas. Me iré enseguida.
—Habéis pagado, ¿no? —inquirió Richard mirándole como un pasmarote—. Claro, ¡qué pregunta tan estúpida!
—¿Cómo?
—El rescate.
—¿El rescate? ¡Ah, sí, por supuesto, el rescate!
—Ayer corrió el rumor por toda la empresa.
—¿De qué rumor hablas?
Garnet le miró desconcertado.
—Se comentaba en numerosos corrillos que los
centinelas
, el Scott Trust, han ayudado a reunir la suma que los secuestradores exigían por Claudia y Brian —explicó Richard, buscando confirmación a sus palabras en los ojos de Darden—. Es cierto, ¿no?
—Sí, es cierto. Todo se ha resuelto gracias a ellos, pero preferiría no hablar de eso ahora. Supongo que lo entiendes.
—Claro que sí, disculpa, soy un desastre, ya me conoces, el tacto no es lo mío.
Darden forzó una sonrisa cariacontecida. Empezaba a ser consciente de que su retorno a la normalidad, su encaje en el mundo de todos los días, supondría un esfuerzo sobrehumano.
—Cuéntame, ¿en qué andas? —preguntó distraído, echando un breve vistazo a las páginas que Garnet tenía abiertas en su pantalla.
—Intentaba condensar este artículo sobre los tejemanejes de Blair —explicó el jefe de redacción con expresión frustrada—. Es excelente. Dará que hablar, aunque es imposible reducir su extensión sin arruinarlo por completo. Se lo he dicho a Alton. Lo más probable es que lo publiquemos en un par de días. Esa catástrofe nos obliga a variar todo el alzado del número.
—¿Catástrofe? ¿De qué catástrofe estás hablando?
—¿No has oído la radio?
—No, no he oído nada.
—Hablo del terremoto, del
tsunami
en el Atlántico Sur.
—¡¿Qué?!
—A pesar de tu circunstancia me extraña que no te hayas enterado de nada. Mira, aquí tienes un montón de noticias de agencia. Léelas —invitó señalando un amasijo de papeles—. Ha ocurrido a las cuatro de la madrugada. Un desplazamiento de las placas tectónicas del fondo marino, en la zona de Weddell, frente a las costas de la Antártida.
El rostro de Simon Darden adquirió la textura del mármol.
—¡Un terremoto! ¿Frente a la Antártida?
—¡Sí, Simon, la Antártida, el Polo Sur! —exclamó Garnet.
El periodista dejó su cartera en el suelo y se desplomó incrédulo en una silla. Inmerso en un estado irreal escuchó a su compañero explicar cómo un cataclismo, de siete grados de intensidad en la escala de Richter, había sacudido la placa continental frente a la Antártida durante más de tres minutos, provocando el hundimiento de una extensa franja costera al norte de la región conocida como Tierra de la Reina Maud. Millones de toneladas de hielo y piedras se habían desplomado a consecuencia de la brutal fractura.
La convulsión había generado un devastador
tsunami
, una gigantesca ola que había arrasado el extremo meridional de África y la isla de Madagascar, yendo a deshacerse, tras recorrer todo el océano índico, en las costas de la India, Sri Lanka, Sumatra, Java y Australia.
Las palabras de la Plomada volvieron a resonar en el centro de su cerebro.
No cabía duda alguna. Última Thule había sacrificado su santuario.
Simon Darden intuyó que una explosión nuclear múltiple había sepultado para siempre la Base 211, el Shangri-La del Tercer Reich en Neu Schwabenland.
La cruz bajo la Antártida.
—¡Simon! ¿Qué te ocurre? ¿Estás bien? —Garnet le zarandeó—. ¡Te has quedado pálido como la cera! ¿Quieres que te traiga uno de esos asquerosos cafés de máquina?
—¿Eh? ¡No, no! Sólo estoy un poco mareado. No es nada, voy a refrescarme.
Unos minutos después, mientras secaba su rostro frente al espejo, Darden encontró sus ojos en el reflejo invertido que el azogue le devolvía. Se sorprendió al detectar el miedo en su mirada. En un estado perturbado siguió la línea de sus facciones, como si descubriera la fisonomía de un ser familiar y extraño a un tiempo.
—¡Maldito seas! —susurró—. Eres un cobarde, un miserable cobarde, me avergüenzo de ti, Simon Darden.
Abotonó su camisa. Con paso firme se encaminó al despacho de Roger Alton. El editor trabajaba rodeado de informes y páginas con expresión reconcentrada. Sonrió abiertamente al verle aparecer.
—Roger, necesito hablar contigo. ¿Puedes dedicarme unos minutos?
—Por supuesto, pasa, siéntate —invitó—. ¿Cómo están los tuyos?
—Bien, encantados de que el Scott Trust haya pagado su rescate —ironizó.
Alton contuvo una media risilla con poco éxito.
—Bueno, yo sólo extendí el bulo que me pareció más creíble. La televisión hizo hincapié en que tu suegra es una mujer de clase alta, una de las viejas fortunas de Bath, ¿no? A las pocas horas del secuestro hizo unas declaraciones a la BBC diciendo que su patrimonio había mermado considerablemente en los últimos años. Es mejor que todos crean que esto ha sido obra de malhechores comunes.
—Sí. Todo está bien. Dejémoslo ahí —convino Darden—. Quiero que sepas que te agradezco todo lo que has hecho, Roger. Siento que te debo una disculpa. Mi comportamiento de ayer fue imperdonable. Estaba muy nervioso.
—Ya ha pasado todo, cálmate.
—He tomado una decisión. Ahora, hace un momento —anunció el periodista—. ¿Aún quieres esa historia?
—¿La tenemos?
—Completa. Terrible. Más allá de los límites de la imaginación.
Alton le observó en silencio. Era evidente que Simon se disponía a plantear condiciones. Los dos tomaron asiento alrededor de una pequeña mesa en la que el editor mantenía sus reuniones con el equipo directivo del periódico.
—¿Qué te ha hecho cambiar de parecer? Ayer, el mundo no merecía ser salvado.
—He recordado a Eilert Lang. He recordado su mirada —murmuró en tono grave Simon—. Más allá de buscar venganza por todo lo que esos asesinos le hicieron, perseguía que la verdad saliera a la luz. Creo que a mí me toca cumplir con su última voluntad. De otro modo, su muerte y la de tantos otros habrá sido inútil.
—Me parece un razonamiento correcto.
—Tendrás tu historia, Roger, tan explosiva, asombrosa y espectacular que durante semanas los ojos del mundo estarán pendientes de
The Guardian
, pero debo pedirte algunas cosas.
—Adelante con las condiciones.
—Me vas a dar seis meses. Necesito al menos seis meses para ordenar todo lo que sé. Tengo la llave y la combinación de la caja fuerte en la que Eilert ocultó los documentos que logró arrebatar a Thule. Están aquí, en Londres. Todavía no sé cómo los sacaré de ese banco, estoy seguro de que me van a vigilar muy de cerca a partir de ahora. Pero lo haré. Ya se me ocurrirá algo.
—Muy bien.
—La seguridad de Claudia y Brian…
—¿Qué quieres que haga?
—Tienes muchos amigos en las altas esferas, en el Gobierno y en las Cámaras del Parlamento, gente poderosa —apuntó Darden—. Te voy a pedir que remuevas cielo y tierra. Mi familia necesita una nueva identidad. Debe salir de Inglaterra de inmediato. Encuéntrales un destino en el último confín del mundo. Encárgate de que gente de absoluta confianza vele por su bienestar.
—Dalo por hecho.
—Poco más. Nos mantendremos en contacto, Roger. Te diré de qué forma y cuándo podremos hablar. Procuraré informarte de todo —aseguró poniéndose en pie.
—¿Adónde piensas ir?
Darden se detuvo junto a la puerta y le miró con astucia.
—Todos conocemos un lugar al que correríamos de saber que al mundo le quedan sólo unas horas, ¿no? ¡Ahí voy yo!
Loch Shiel
Elke Schultz entreabrió los ojos cuando la azafata, tocando levemente su hombro, le susurró que debía abrocharse el cinturón. Se frotó los ojos y miró adormilada a través de la ventanilla. El avión había descendido y volaba sobre un mar de campos verdes iluminados por el sol de comienzos de verano. Instintivamente palpó el estuche de su violín. Sonrió.
Pocos minutos más tarde el aparato aterrizaba en el aeropuerto de Edimburgo.
Una vez recogido el equipaje, la violinista recorrió la terminal buscando unos aseos apartados. Se encerró en uno de los lavabos y extrajo de su bolso de mano una pequeña polvera y una peluca. Cuando estuvo segura de su aspecto, entreabrió la puerta y fisgó. El lugar estaba desierto. Con parsimonia procedió a retocarse el maquillaje frente al espejo. Tras deslizar un carmín sonrosado por sus labios, ladeó el rostro con expresión satisfecha y salió escudándose tras unas oscuras y gruesas gafas de sol.
Se entretuvo comprando la prensa del día, un par de revistas, un mapa, chocolatinas y caramelos. Después, se plantó frente al mostrador de una agencia de alquiler de coches y retiró las llaves de un vehículo reservado semanas atrás.
Dos horas más tarde conducía por las carreteras secundarias del condado de Perth, en dirección a los
highlands
de Invernes. Echó un vistazo a su reloj. Bajó la ventanilla y encendió un cigarrillo. Un soplo de aire tibio y reconfortante golpeó su rostro. No pudo evitar comprobar su aspecto en el retrovisor, al tiempo que se cercioraba, una vez más, de que ningún coche la seguía.
A primera hora de la tarde llegó a Glenfinnan, en el extremo septentrional del lago Shiel. Detuvo el coche y consultó el mapa. Tomó la carretera en dirección a Lochaillort hasta dar, tres kilómetros más allá, con una pista forestal que parecía regresar en dirección a las marismas que había dejado a sus espaldas pocos minutos antes.
Apenas unas pocas casas, aisladas, salpicaban el paisaje.
Se detuvo frente a una granja situada al borde del camino. Alertada por la escandalera protagonizada por los perros, no tardó en asomar a la puerta una mujer de rostro orondo. Limpiaba sus manos en un amplio delantal.
La miró con evidente resquemor.
—¿Se ha perdido? —preguntó.
—Me parece que sí. ¿Este camino bordea el lago?
—¿El lago? Tras esa colina… —señaló—. ¿Adónde va?
—Busco la casa de la familia McCuish.
—¿McCuish? ¿De los MacFie, McDubhsith, o bien de los McDuffe?
—No lo sé.
—¡Ah, ya, sí! ¡Esa gente no son de esta parte de Escocia! ¡La abuela McCuish se instaló aquí en 1913, cuando murió mi bisabuelo! —explicó con un mohín de desdén en los labios—. Atienda, cuando encuentre el lago, siga el camino durante un kilómetro y verá una casa, grande, aislada, con granero, junto a una arboleda. Esos son los McCuish.
—Gracias.
Elke no tardó en dar con el lugar. Parecía desierto. Los postigos de las ventanas estaban cerrados, pero unas flores bien cuidadas, que parecían haber sido regadas la noche anterior, le dieron a entender que Simon Darden estaba allí.
El periodista apareció una hora después, caminando tranquilo por la orilla del lago.
—¡Elke! —exclamó con expresión maravillada—, ¡no te esperaba antes de un día o dos! ¡Déjame verte, Dios mío, estás preciosa!
Se fundieron en un largo abrazo.
—Me entran deseos de besarte —murmuró Darden embobado.
Ella se echó a reír. Desordenó los cabellos del periodista y le dio un breve beso en los labios.
—Date por besado —bromeó—. Me he liberado antes de lo que suponía de todos mis compromisos. Dime, ¿cómo estás?
—Muy bien.
—Tienes un aspecto excelente.
—¡Bah! Un poco desalmado, diría yo —afirmó palpando su barba de cuatro días—. Apenas salgo de aquí. Voy a Glenfinnan una o dos veces al mes, compro lo necesario y regreso.
—Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad, Simon?
—Medio año.
—Es curioso, tengo la sensación de que todo ocurrió en una vida anterior.
—Me ocurre lo mismo.
—¿Tú crees que…?
—Sí, estoy seguro. Si todo va bien, esta noche.
Se quedaron en silencio. Mirándose fijamente con una sonrisa en los labios.
—Te he traído algo, un pequeño regalo.
—Me encanta recibir regalos.
—Es una tontería, pero te lo dedicaré con todo mi cariño. Espera.
Elke caminó hasta el coche, abrió el maletero y rebuscó en uno de los bolsillos de la maleta. Mostró orgullosa un disco.
—¿Me vas a regalar música?
—¡Mi música! ¡Serás uno de los primeros en escucharla, se pondrá a la venta en septiembre! Lo grabamos en marzo, en Sydney. Es realmente bueno.
Darden examinó la carátula. Elke aparecía recortada, con su Stradivarius, sobre una toma frontal de la Berliner Philarmonie al completo. El repertorio incluía varias piezas de Sibelius, Chaikovski y Prokofiev.
—¡Uf, pesos pesados!
—Para variar.
—Veo que tu violín ha sobrevivido.
—Sí. Un artesano, un lutier italiano, realizó el milagro. Halló la misma madera, la misma veta. Apenas se nota un pequeño círculo en la caja de resonancia. Dime una cosa, ¿crees que puedo quitarme ya esta maldita peluca? ¡Me estoy muriendo de calor!
Darden se carcajeó. Su risa resonó sobre la superficie del lago.
—¡Claro que sí, aquí no hay nadie!
—¿Ni siquiera un monstruo como el de Loch Ness?
—¿Un Nessie? ¡Ojalá! Teníamos uno, pero al pobre lo arponearon hace siglos —aseguró Simon divertido—. Anda, entremos en casa. Te prepararé algo de comer.
—Llevo todo el día comiendo chocolate.
—Pues entonces te serviré un whisky con hielo.
—Ésa es una buena idea. Por cierto, ¿sabes que tu apellido materno suena a marca de whisky?
—Luego te enseñaré el granero de la casa. Hay un viejo alambique oxidado. Mi abuela preparaba el mejor de los whiskys.
Darden invitó a Elke a pasar al interior. Corrió las cortinas y abrió las ventanas de par en par. Una corriente fresca y agradable comenzó a circular.
Elke paseó, entre curiosa y divertida, por la estancia principal. Sobre un par de largas mesas, ubicadas frente a una gran chimenea de piedra, se amontonaban carpetas, documentos, libretas de notas, papeles y fotos.
—¿Aquí está todo? —preguntó ella.
—Sí, aquí. Éstos son los documentos que reunió Eilert —explicó el periodista, rozando con los dedos una docena de gruesos archivadores dispuestos junto a un ordenador portátil—. Una bomba de relojería, de potencia incalculable: listas exhaustivas, identidades y nombres, cuentas bancarias y transacciones, registros y cartas que vinculan a los miembros de Thule con crímenes, injerencia, sabotajes, complots y asuntos turbios en los cinco continentes. He empleado incontables horas de trabajo en trazar un mapa exacto, preciso, de las actividades y forma de proceder de esa gentuza. Mi amigo John me ha ayudado, él ha digitalizado con paciencia todo este material.