—No. Nos acompañó a otra parte de la ciudad, al sur de la Cancillería. Creo que cuando nos presentamos en la casa de Hubertina Franz, él entendió que algo malo iba a pasarle. Esa mujer era muy parecida a Eva Braun.
—¡Dios mío!
—No se conocían, pero se miraron fijamente a los ojos, con el alma en vilo.
—Está claro. Todo empieza a estar muy claro… —susurró Eilert Lang cabizbajo.
—Les llevamos a los dos a las inmediaciones del Führerbunker. Allí nos esperaban Hans Dietrich Steinmeier, su hombre de Lyon, y Emil Färber. Nos guiaron hasta una vieja casamata de ladrillo, un lugar destartalado en el que se guardaba gasolina, próximo a la torre de vigilancia del búnker —contó con un hilo de voz Münzel—. Al entrar, reparamos en una amplia trampilla abierta en el suelo. Färber, al que conocíamos de vista, entregó a Hubertina y a August dos bolsas. Les dijo que debían cambiarse de ropa. Él permaneció con ellos en el interior, mientras se vestían. Los demás, esperamos fuera, con cara de circunstancias, sin cruzar palabra. Poco después descendimos todos por una escalera que desembocaba en un largo pasadizo, un vericueto zigzagueante que se hundía más y más en la tierra. Steinmeier nos abría camino con una linterna. Llegamos a una zona más amplia, junto a un muro de hormigón. Y entonces…
—¡Vamos, prosiga, hemos llegado hasta aquí! —instó Lang, comprendiendo que el alemán se hallaba inmerso en un auténtico caos emocional.
—Entonces, yo, Gerald y yo, golpeamos a esos dos pobres infelices con la culata de la pistola. Con fuerza. En la sien. Se desplomaron. Färber abrió una pequeña poterna metálica en el muro. Comunicaba con la habitación del Führer. Él y Eva Braun estaban allí, a la espera. Se agacharon, nos miraron con curiosidad y preguntaron si todo iba bien. Contestamos que sí y les ayudamos a entrar en el lugar. Recuerdo que ella se sacudió la falda nada más incorporarse. Él consultó su reloj. Permanecieron en silencio mientras introducíamos los dos cuerpos en la estancia. Los acomodamos en un sofá. Steinmeier rompió una ampolla de ácido prúsico y lo vertió en los labios de Hubertina.
En ese punto Münzel se negó a continuar. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Realizó un duro ejercicio de contención, sepultando sus emociones.
—Recuerdo que Gerald…, Gerald apartó la mirada cuando el cuerpo de esa mujer inconsciente experimentó una sacudida brusca y seca —balbuceó conmocionado—. El veneno la mató en escasos segundos. Después, Steinmeier repitió la operación con August. Cuando todo había terminado para ellos, me miró imperturbable y me tendió la pistola del Führer, agarrándola por el cañón. Me dijo que debía disparar al doble en la cabeza. A pesar de la turbación del momento no me costó recordar que Hitler había repetido, una y otra vez, que se mataría de un tiro en la sien. Todos lo dábamos por hecho. Cumplí con las órdenes, aplacando mi conciencia, diciéndome que August Borsen después de todo, ya estaba muerto. Tras hacer eso, salimos de allí, cerramos la trampilla y desandamos el camino hasta el cobertizo. En el exterior nos esperaban dos coches con cortinillas y cuatro personas. Una de ellas era Martin Höpfner, el hombre asesinado ayer en París.
—¿Qué papel jugó él en la operación Shangri-La? —preguntó Eilert intrigado.
—Höpfner era aviador, uno de los mejores pilotos de la Luftwaffe. Participó en los bombardeos sobre Inglaterra hasta que le destinaron al servicio de la plana mayor del Ejército; en más de una ocasión había trasladado a Hitler, Himmler y Goebbels. Por descontado, era miembro de Thule.
—¿Cómo salieron de Berlín?
—Estaba todo previsto. Mientras el médico de Hitler y otros miembros de Thule certificaban la muerte del Führer y de su esposa, les cubrían con una manta y procedían a incinerarlos, nosotros viajábamos hacia el norte por una ruta que se había mantenido abierta, lejos del avance ruso. Llegamos de ese modo hasta Warnemünde, en la costa, cerca de Rostock. Allí tomamos una pequeña carretera que nos llevó hasta el final de una península estrecha y larga, a un lugar llamado Zingst. Un hidroavión nos estaba esperando. Gerald y yo, junto a Höpfner y dos más cuyo nombre no recuerdo, ayudamos a Hitler y a su esposa a instalarse. Volamos con ellos.
—¿Adónde?
—A Arendal, en Noruega.
Eilert conocía esa parte de la historia. Uno de los documentos que obraba en su poder, hallado en Nueva Suabia seis años atrás, confirmaba que el testimonio de Münzel era digno de crédito. En las inmediaciones de Arendal se ocultaba una importante base de U-Boot de la Kriegsmarine nazi.
—Nadie habló durante el vuelo. Apenas unas pocas palabras. Vi como Eva Braun le susurraba a Hitler algunas frases al oído, pero le aseguro que él, fuera lo que fuera lo que ella le decía, no denotaba la más mínima emoción. Parecía muy cansado, ausente —explicó Münzel en la recta final de su historia—. Amerizamos dos horas después en un lugar próximo a Arendal. Varios coches nos esperaban. Nos llevaron hasta una base de submarinos a unos diez o quince kilómetros en dirección noreste. Todo parecía dispuesto. Recuerdo que lo primero que hizo Eva Braun al llegar, nada más bajar del coche, fue encender un cigarrillo. Y luego otro. Uno tras otro. Caminaba por el muelle, arriba y abajo, fumando con ansiedad mientras el Führer conversaba con el capitán del sumergible y se disponía todo para zarpar. Ella se quedó sin cerillas y se acercó hasta mí, me susurró unas palabras a modo de excusa.
—¿Excusa?, ¿qué le dijo? —preguntó sinceramente intrigada Elke Schultz saliendo de su mutismo.
Münzel sonrió.
—Nada importante. Me dio las gracias por la cerilla y alegó que fumaba de ese modo ya que no podría hacerlo en muchos días —concluyó Klaus—. Entendí que el viaje de aquel submarino sería largo. Unos minutos después, ella y Hitler cruzaron la pasarela y desaparecieron por una escotilla ayudados por la tripulación.
—¿Eso es todo? —husmeó Darden.
—Sí. Eso es todo. Nunca jamás llegué a saber qué fue de ellos. Tampoco Gerald supo nada. Esta noche sus dudas han quedado despejadas. Y al mismo tiempo las mías.
Se hizo un silencio largo. Nadie parecía tener nada más que decir o preguntar. Lang apuró el resto del whisky mientras Darden, galvanizado por el final del relato, se llevaba nervioso un pitillo a los labios.
El biólogo tanteó a Münzel.
—¿Estaría dispuesto a repetir lo que nos ha contado en una declaración oficial?
Klaus frunció el ceño. Sus labios se entreabrieron, dispuestos a articular una rotunda negativa, cuando el teléfono sonó proporcionando a todos unos segundos de tregua.
—Discúlpenme, enseguida estoy con ustedes.
El anciano se levantó y cruzó la estancia. Descolgó el auricular.
—¿Sí? ¿Hola…, hola? —repitió—. ¿Oiga?
Todos pudieron escuchar con claridad la detonación sorda de un arma. Una fracción de segundo después, uno de los cristales del salón caía hecho añicos y una bala silbaba buscando atravesar el cerebro de Klaus Münzel.
Cara A Cara
—Nos disparan! —gritó Simon Darden aterrorizado. El periodista se llevó las manos a la cabeza buscando protegerse de la lluvia de cristales.
El proyectil rozó la frente de Münzel y se incrustó en la pared. El anciano perdió el equilibrio y se derrumbó con un quejido lastimero en los labios.
La reacción de Eilert Lang fue fulgurante. Se abalanzó sobre Elke y la obligó a buscar protección en el exiguo espacio que mediaba entre el sofá y la mesa. De inmediato, echó mano a su automática. Comprobó el cargador, quitó el seguro y disparó contra las dos lámparas que iluminaban esa parte del salón. La estancia quedó sumida en una penumbra rojiza, tenebrosa, alimentada por la débil luminiscencia de las brasas de la chimenea. El biólogo reptó hasta uno de los ventanales y fisgó a través de la cortinilla de láminas del postigo exterior.
—¡Están ahí, en la atalaya que conduce al embarcadero! —constató.
Varias siluetas furtivas se deslizaban con la agilidad de los gatos, al amparo de los árboles y rocas del jardín.
Klaus Münzel se incorporó maltrecho. Regresó encogido hasta el lugar que había ocupado y tomó la escopeta.
—Tengo esta escopeta desde hace años. Es de caza, pero de caza mayor —farfulló—. Ideal para abatir elefantes.
El alemán descargó el peso de su cuerpo breve sobre la butaca que había ocupado, empujándola en dirección a la puerta de acceso a la terraza. Después, se parapetó tras uno de los brazos y retrajo el percutor.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó entre sollozos Elke—. ¡Nos van a matar!
—Vamos a recibir a esos cabrones por todo lo alto —replicó Münzel enervado, apretando la mandíbula.
—No creo que podamos detenerlos —apuntó Lang escéptico—. Juraría que nos superan en número. He dejado de verlos. Creo que rondan por la terraza de la planta inferior.
El noruego, sin previo aviso, se alzó y atravesó la estancia como una exhalación, en dirección al vestíbulo de la casa.
—¿Adónde vas? —interpeló Elke angustiada. Por primera vez estaba dispuesta a admitir que el aplomo que caracterizaba a Lang suponía para ella una tabla de salvación. En París, cuando él la dejó, las cosas habían ido a peor.
—¡Tranquilízate, no te dejaría por nada del mundo, sólo quiero comprobar el piso inferior! —aseguró el biólogo a media voz cruzando el umbral. En el último instante, al reparar en la expresión desconcertada del periodista, le espetó—: ¡Darden, por lo que más quiera, manténgase firme y no dude en disparar a cualquiera que intente entrar por esas ventanas!, ¿me ha entendido?
El periodista asintió. Tenía un nudo en la garganta. Tragó saliva. Apenas podía controlar el temblor que se apoderaba de su mano; sostenía con crispación la culata de la pistola. El arma se le antojaba un peso insufrible.
Lang cruzó el recibidor y descendió un largo tramo de escaleras. Desembocaban en un pequeño distribuidor. Una lámpara encendida sobre un taquillón le permitió trazar con celeridad un mapa del lugar en su cabeza. A la derecha, un estrecho pasillo conducía a las habitaciones. Lo recorrió a la carrera, entreabriendo una puerta tras otra según avanzaba. Comprobó que todas las estancias poseían ventanas amplias, las cuales daban a una terraza lateral que comunicaba con el acceso al muelle. Al final del corredor, una puerta de cristal translúcido, reforzada por barrotes de hierro, cerraba el paso. Parecía segura.
Deshacía camino, dispuesto a examinar el otro lado de la planta, cuando dos disparos resonaron en el piso superior. El estrépito de un cristal al fragmentarse contra el suelo le encogió el ánimo. Una fracción de segundo después escuchó una detonación mucho más poderosa, doble, rabiosa. Y un grito de dolor, seguido de un gruñido triunfal, le permitieron entender que Münzel había descargado los dos cartuchos de su escopeta al unísono y con buen tino.
Con sigilo abrió la única hoja a la izquierda del descansillo. Para su sorpresa se halló en un espacioso bar. Olía a moho. Contrariado, comprobó que otra puerta, vieja y frágil, permitía acceder desde allí a la terraza exterior.
—¡Maldita sea, esto es una pesadilla! —gruñó.
El pomo comenzó a moverse. Era evidente que los sicarios de Thule tanteaban, uno a uno, todos los posibles accesos a la casa. No vaciló en disparar a través de la madera, aunque sin éxito. Unos pasos precipitados, en abierta retirada, decían a las claras que había malgastado munición inútilmente.
Se disponía a regresar al salón cuando un golpe contundente derribó la puerta que se divisaba al final del siguiente tramo de escaleras. El acceso directo a la dársena y al muelle de la casa no resistió la embestida de los matones. La hoja se abrió de golpe, saliéndose de sus goznes. Dos sombras temibles se recortaron ante el umbral.
Lang respiró profundamente. Se deslizó, a lo largo de la pared, hasta quedar en posición estable. Afianzó su pulso con la mano izquierda y, en la quietud entre dos hálitos, vació lo que restaba de cargador sobre el primero de ellos. Un agente de Thule salió despedido hacia atrás, profiriendo un grito pavoroso; el segundo fintó el cadáver de su compinche y se coló en el interior de la casa, amparándose en un vendaval de plomo que obligó a Lang a replegarse escaleras arriba.
—¡No disparen, soy yo! —alertó el noruego de regreso en el salón. Cerró la puerta y la aseguró arrastrando una pesada mesa y una vieja arquilla hasta su base.
Münzel bajó el cañón de su escopeta. Había estado a punto de reventarle la cabeza.
—¡En esta trinchera todo va bien, sin novedad! —anunció con sorprendente ironía—. A uno de esos cerdos le he abierto un boquete inmenso en las tripas.
—Creo que yo he acabado con otro —murmuró Lang yendo a apostarse entre Darden y Elke—. De todos modos, esta batalla está perdida. Han conseguido entrar. Están abajo, en la planta de acceso al muelle.
—¿Perdida? ¡En absoluto! —rezongó Münzel.
—Sí, perdida. ¿Cómo es posible que no intuyera que antes o después vendrían a por usted? ¡Esta casa tiene más agujeros que un queso emmental! —recriminó el biólogo con acritud. Al punto se dirigió a Darden. El periodista intentaba, una y otra vez, establecer comunicación con su teléfono móvil—. ¿Se puede saber qué está haciendo?
—¿Está ciego? ¿Necesita luz? —replicó furioso el inglés—. ¡Intento llamar a la policía, la línea telefónica ha sido cortada y este maldito cacharro no tiene cobertura en este país! ¡Ni siquiera podré despedirme de los míos!
Eilert rebuscó en el bolsillo. Extrajo un nuevo cargador y lo introdujo con un golpe seco en la pistola. Los dedos de Elke se tensaron en ese instante sobre su brazo.
—Eilert, escúchame, por favor, escúchame —susurró a escasos centímetros de su rostro, con un hilo de voz entrecortada, lastimera—. Tengo mucho miedo, mucho miedo. No quiero morir. No quiero. Abrázame, te lo suplico.
El mundo se derrumbó para Eilert Lang ante el peso de esa rogativa. Elke se deshizo en lágrimas, hundiendo el rostro entre sus brazos, mientras él se maldecía interiormente por haber causado la desgracia de una mujer a la que amaba con todas sus fuerzas. Las imágenes de los últimos días desfilaron a endiablada velocidad ante sus ojos. Una rara certeza le invadió. Enredó sus dedos en los cabellos lacios de la mujer, delicados como hebras de seda. Por un instante, como si de una burla cruel del destino se tratara, imaginó qué maravillosa podría haber sido la vida junto a ella.
Intentó articular una frase de consuelo, pero ninguna palabra acudió a sus labios. Un infinito dolor le traspasó de parte a parte.