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Authors: Julio Murillo

Tags: #Histórico

Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida (15 page)

BOOK: Shangri-La - La Cruz Bajo La Antártida
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—Estoy en una gasolinera, en Alemania, camino de Francia —confesó finalmente—. Está nevando con fuerza. Intentaba comprar unas cadenas para los neumáticos, pero están agotadas. Seguiré hasta donde me sea posible; después, esperaré a que el temporal amaine y los quitanieves despejen la carretera.

—¿Qué quiere que haga?

—Le propongo un
rendez-vous
. Reúnase conmigo, en París.

—¿Cuándo?

—Pasado mañana. Sobre la una del mediodía. En el hotel Lotti, en el número 7 de la calle Castiglione, entre las Tullerías y la plaza de Vendôme —indicó—. ¿Lo tiene?

—Lo estoy apuntando —confirmó Darden—. ¿Cómo le reconoceré?

—No se preocupe por eso.

—Muy bien.

—Algo más…

—Le escucho.

—Seguiré confiando en usted —murmuró Heinz en tono lúgubre—. Tampoco tengo otra alternativa. Cuando le elegí no lo hice al azar. Estoy convencido de que no saldré con vida de ésta. Así que si le pido que calle y se comporte como una tumba es por su propia seguridad. Si yo desaparezco se convertirá en el único depositario de mi historia. Será una carga terrible. Olvídese de seguir con su apacible existencia. Deberá huir. Y ni un solo día de los que puedan restarle dejará de preguntarse si es el último.

Tras ese terrible vaticinio fue Darden el que se sumió en un silencio largo y desconcertado.

—¿He hablado claro? —apremió Rainer desde el otro lado.

—Muy alto y muy claro.

—Si no le encuentro en París entenderé que ha tirado la toalla. No se lo reprocharé. Adiós, Simon Darden.

Rainer no esperó más. Cortó la llamada. Palmeó sus hombros y sus piernas, aterido, intentando que la sangre volviera a circular con normalidad. Después recorrió los pocos metros que separaban el edificio de la estación de servicio del coche en el que esperaba Elke Schultz. A lo largo de la conversación no había dejado de vigilarla un solo instante, pero ella no había intentado siquiera salir del vehículo. Permanecía encogida, hecha un ovillo.

—Nos vamos —anunció—. No hay cadenas. Seguiremos hasta donde sea posible. Unos kilómetros más. Después buscaremos un lugar donde pasar la noche.

Elke no contestó. Parecía haber optado por la indiferencia. Rainer evitó quedar atrapado en el fascinante claroscuro de su perfil; parecía una cariátide, imperturbable, esculpida en mármol, oteando el futuro.

El Volvo se reincorporó a la carretera. Unas dos horas antes habían abandonado la autovía de Hannover, girando hacia el sur, en dirección a Francfort, buscando alcanzar el septentrión francés.

Poco más tarde, en un punto entre Göttingen y Kassel, Rainer entendió que seguir circulando resultaba imposible. Había dejado de nevar, el espeso manto de nubes blanquecinas de desgajaba, pero una gruesa capa de hielo cubría el asfalto. Distinguió varias casas diseminadas entre el arbolado y abandonó la vía internándose por un estrecho camino vecinal. Eligió una de ellas al azar. La más aislada. Estacionó el coche en la parte trasera, frente a la puerta de servicio. Era evidente que se trataba de una residencia de verano. Parecía cerrada a cal y canto. Probablemente llevaba así semanas, acaso meses, a juzgar por el aspecto descuidado del jardín.

—Este puede ser un buen lugar —murmuró—. Además, han dejado bastante leña junto a la escalera de la cocina. Entraremos en calor. Espere aquí. No se mueva.

Apagó el motor y guardó la llave. El frío exterior le llevó a rebuscar, instintivamente, en el abrigo. Encendió un cigarrillo. La puerta de la casa no parecía demasiado sólida, a buen seguro se abriría de un disparo. Descendió un peldaño y apuntó a la cerradura con la pistola. Se disponía a accionar el gatillo cuando el aleteo de un pájaro en una rama próxima le hizo tomar conciencia del extraordinario silencio que reinaba en la zona. Optó por propinar una contundente patada a la hoja y se coló en el interior como una sombra. Sus dedos toparon con un interruptor, pero la luz había sido desconectada. A tientas, a golpe de encendedor, cruzó la casa hasta llegar a los contadores del recibidor. Accionó el conmutador principal y deshizo el camino andado hasta la parte trasera, iluminando las estancias a su paso.

Una mueca contrariada se dibujó en los labios de Rainer al comprobar que la puerta del coche estaba abierta. Comprendió de inmediato la situación.

Elke Schultz había huido.

—¡Maldita estúpida! —gruñó entre dientes.

Distinguió a la mujer a un centenar de metros. Apenas una mota negra sobre un manto blanco. Atravesaba un descampado en dirección al bosque, avanzando penosamente con la nieve hasta media pierna.

Arrojó la colilla y se lanzó tras ella a la carrera.

En ese preciso instante, en Londres, Simon Darden permanecía petrificado, pálido como el papel, inclinado sobre una mesa, con la mirada clavada en la contundente advertencia que una mano anónima había consignado en una cuartilla.

«Si aprecia en algo la vida de los suyos, abandone ahora.»

Capítulo 17

Una Ley Llamada Azar

El forense extrajo el cuerpo de la cámara frigorífica y retiró la fina mortaja que cubría el cadáver, dejando el rostro y el tórax al descubierto. De inmediato, se hizo a un lado e invitó a Bruno Krause y a Christian Eichel a aproximarse.

El inspector levantó levemente las cejas. De todos los cadáveres que recordaba haber examinado a lo largo de los años, pocos presentaban tantos hematomas y contusiones como ése. Se diría que le habían molido a palos.

—Supongo que preguntar la causa de la muerte es estúpido —comentó con aire distraído.

El encargado de la morgue, desde su posición retraída, sonrió escéptico. Se rascó la barbilla y se encogió de hombros.

—El bazo reventó. La columna se partió en dos, a la altura de la séptima vértebra, pero no me pida que le diga si eso fue un segundo antes de que estallara el pulmón izquierdo o se le parara el corazón —ironizó—. Tiene tres costillas rotas, fracturas en el radio y en el cubito derecho, un hombro dislocado y la clavícula hecha trizas. Le arrastraron más de cincuenta metros. No hay lesiones importantes en el rostro, llevaba un buen casco.

—¿Qué sabemos de este hombre, Christian? —preguntó a continuación mirando de soslayo a su segundo.

Eichel entreabrió una carpeta abultada, repleta de documentos, y extrajo un breve informe facilitado una hora antes por la BKA, la Oficina Federal de Investigación Criminal. Apenas unas pocas líneas.

—Pues no demasiado. Adriaan Schieffer, treinta y ocho años, de Dortmund, sin domicilio conocido, huérfano desde 1997. Su padre, Bert Schieffer, era un
lebensborn
.

—¿
Lebensborn
?

—Ya sabe, uno de los niños de Hitler.

—Ah, sí, ¡qué asunto tan triste!

—Aquí dice que el tal Bert reclamó innumerables veces una indemnización al Estado por ese motivo. Sin éxito.

—¿Qué arma llevaba este hombre?

—Una Walther PPK. Un arma antigua pero impecablemente conservada.

—Es curioso.

—¿Qué es curioso, inspector?

—El hecho de que haya tantas Walther antiguas en circulación. Parece que en los últimos días todo el mundo esté empeñado en desempolvarlas —apuntó Krause con suspicacia—. Färber y Gottlieb fueron asesinados con una Walther, el arma de las SS.

—Tal vez sea sólo una coincidencia. No son difíciles de encontrar en el mercado negro. Incluso se ven a menudo en tiendas de antigüedades. Aunque inservibles, claro.

—¡No diga majaderías, Eichel! —reconvino el inspector—. Si empezaran a aparecer cadáveres de carniceros zurdos con el cuchillo de despiece clavado en la frente, un día sí y otro también, ¿lo achacaría al azar?

—No es lo mismo —afirmó el subalterno impertérrito, conteniendo a duras penas la hilaridad.

—¿Ah, no? ¡Métaselo en la cabeza: las coincidencias no existen! Y menos en nuestro oficio. ¿No se lo dice el olfato? —rezongó Krause. Después se quedó silencioso, cruzado de brazos, con los ojos recorriendo centímetro a centímetro la anatomía de Schieffer—. Eh, ¡vaya!, ¿qué es esto?

—¿Qué es el qué?

—Esto —susurró el inspector señalando el hombro izquierdo del cadáver.

—Es un pequeño tatuaje, es evidente, ¿no?

—Sí. Un tatuaje. Nada relevante. Otra coincidencia, de hacerle caso a usted. ¿Puede decirme qué ve en ese tatuaje, Eichel? —propuso con sorna.

Christian Eichel miró con recelo a Krause. Conocía muy bien su negro sentido del humor. Entendió que le estaba poniendo a prueba.

—Pues unas hojas, algo parecido a unas ramas de… ¿laurel? —titubeó—. Parecen arropar una daga dispuesta verticalmente.

—¡Ajajá, correcto! La vista no le falla, gracias a Dios.

—¿Significa algo?

—¿Recuerda que hace seis o siete años detuvimos a dos jóvenes, dos agitadores de un partido neonazi? ¿Cómo se llamaba? ¡Algo así como El Reich del Sol Negro! ¡Siempre utilizan nombres muy rimbombantes!

—Sí. Lo recuerdo. Amenazaron de muerte a una diputada socialdemócrata: Carla Brant. ¡Menuda mujer, de armas tomar!

—Exacto. Pues aquellos dos tipejos llevaban el mismo tatuaje…, pero no me haga caso, seguro que es otra casualidad —apostilló burlón.

—Tal vez, en este caso, no lo sea.

—Mierda, ¡claro que no lo es! —zanjó crispado—. El azar no existe.

—Es usted un determinista, inspector. No entiendo cómo puede afirmar eso con tanta rotundidad, como si lo estuviera viendo con sus propios ojos.

—No lo veo.

—¿Entonces?

—¿Ha visto usted alguna vez una onda herziana?

—Son invisibles.

—Pero existen, ¿no?

—Sí, claro.

—Pues con el azar pasa lo mismo, Eichel. Hágame caso. Todo lo que está pasando guarda relación con los nazis.

Krause hizo una señal al médico forense, dándole a entender que ya había visto suficiente. Se despidió de él con un leve gesto de agradecimiento y buscó la salida seguido por Eichel.

—¿Qué se sabe del agresor? —preguntó ya en la calle, alzando el cuello del abrigo—. Diablos, ¡qué frío!

—Que se mueve con una identidad falsa: Heinz Rainer. Lo he comprobado. Alto, delgado, moreno, de unos treinta y nueve años; cortés, aunque de pocas palabras a decir del propietario del inmueble. Rainer alquiló el apartamento del tercero primera del 43 de Wartburg a comienzos de este año. Pagó por adelantado, al contado. Nunca había dado problemas, apenas se relacionaba con los vecinos, parecía un tipo de lo más normal. Lo ha confirmado un comerciante libanés que le conocía.

—Y de súbito va y quema la casa, rapta a una mujer, huye y tritura a Schieffer.

—Sí.

—Joder con la normalidad.

—Mañana dispondremos de un retrato robot. Al escapar ha cruzado unas palabras con un policía. Ha acusado a unos transeúntes del incendio y ha desaparecido. También ha sido visto por el vigilante de un garaje.

Krause asintió. Se disponía a formular una nueva pregunta cuando comenzó a estornudar, una y otra vez.

—¡Mierda! ¿Me puede llevar a casa, Eichel? —rogó—. Necesito meterme en una bañera caliente, sentarme un rato junto a la estufa y dormir. Es más de la una. Mañana será otro día.

Christian sonrió. Tenía el coche aparcado a pocos metros.

—¿Puede poner al máximo la calefacción? Se lo ruego. Tengo los pies helados.

—Debería usar calcetines de lana y olvidar los de hilo.

—Los calcetines deben ser siempre de hilo…, y negros.

—Bobadas propias de caballero trasnochado —azuzó el subalterno—. ¿Sabe por qué yo no me resfrío nunca? ¡Llevo dos calcetines en cada pie! Mi madre siempre me decía: mantén los pies calientes y la cabeza fría.

—Parece que siguió usted la recomendación, Eichel. Diría que su cabeza, de tan fría, se le ha helado. Y en el proceso, las ideas.

Krause soltó una gruesa carcajada. Se arrebujó en el abrigo.

—Quiero que la imagen de esa mujer, ¿cómo se llama?

—¿La secuestrada?

—Sí.

—Elke Schultz, una violinista. Y de las importantes.

—Quiero ver su rostro a todas horas. En cada informativo, en cada periódico. Que se hable de ella en las emisoras de radio, en Internet… —ordenó—. Encárguese de eso.

—Ya lo he hecho. No ha sido necesario insistir demasiado. Es la líder de la Orquesta Filarmónica de Berlín. Una belleza de mujer. Precisamente en unas horas partían de gira. ¡Menudo revuelo se va a armar!

—¿Qué hay de esa lista que le pedí, la relación de los supervivientes de la batalla de Berlín?

—La tengo ahí, en la carpeta —comentó Eichel señalando en dirección al asiento trasero—. Quería depurarla algo más antes de dársela. Tras dos cribas aún sigue siendo muy extensa. Más de cien nombres.

Krause alargó el brazo y cogió el dosier. Encendió la luz interior del espejo retrovisor y fisgó ceñudo en las páginas.

—¿Encargados de abastos, médicos, artilleros? ¡No, no! Recuerde que Färber y Gottlieb estaban adscritos al cuerpo de intendencia, los dos relacionados con el Führerbunker. ¡Aplique ese perfil! ¡Ayudantes de jerarcas nazis, secretarios, personal adscrito a la Cancillería o al búnker! ¡Quiero esa relación hoy mismo, Christian, reducida a un máximo de diez nombres!

—Muy bien, ¡diez nombres! —convino Eichel de mala gana.

Al llegar a su domicilio, Krause se calzó unas gruesas zapatillas de lana y comenzó a llenar la bañera. Contrariado, constató que la nevera estaba vacía. Puso una cafetera al fuego y se entretuvo cambiando los canales de la televisión.

El rostro de Elke Schultz no tardó en aparecer en un avance informativo.

El inspector abrió desmesuradamente los ojos al verla en la foto oficial facilitada por la Berliner Philarmonie. Por una vez el majadero de Eichel no había exagerado. Era una mujer realmente hermosa.

—Joder, qué mala pinta tiene esto.

Capítulo 18

La Decisión De Elke

Ahogada por el esfuerzo que le había supuesto atravesar el prado que se extendía tras las casas, Elke Schultz alcanzó la linde de matorrales que delimitaba la planicie y se internó en la espesura. El aire escapaba de su pecho con violencia; su corazón parecía latir al borde del colapso, desbocado como un caballo enloquecido. Como una presa que se sabe acorralada, volvió el rostro una y otra vez, temiendo que su captor pudiera saltar, de un momento a otro, sobre su cuello, como un chacal. Tropezó y cayó de bruces. Se incorporó dolorida y reemprendió la carrera, alterando el rumbo, adentrándose más y más en la densa tiniebla del bosque. Las ramas parecían conjurarse entorpeciendo su huida; la fustigaban en los hombros, restallaban contra el estuche del violín y se enredaban como garras en sus cabellos.

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