—Sí. Se llama Elke Schultz. La he dejado en la embajada de Alemania esta mañana. No logro comprender qué hace aquí.
—¿Conoce a esos tres tipos?
—Conozco bien a uno de los que ha entrado. El rubio alto, Günter Baum. A los otros dos les vi hace un par de días en Berlín. Matones de Thule.
—¿Qué hacemos ahora?
—No lo sé. Déme unos segundos. Necesito pensar —instó Lang nervioso.
El rostro del inglés se contrajo en un rictus incrédulo cuando poco después vio al biólogo llevarse la mano al bolsillo de la gabardina y sacar una automática.
—¿Piensa entrar ahí, armado? —indagó intranquilo.
—Ya le dije que esto podía acabar muy mal.
—Pero…
—No hay peros que valgan —zanjó Eilert sañudo quitando el seguro al arma—. Usted haga lo que crea más conveniente. Esa gentuza pretende asesinar a Martin Höpfner, ¿entiende? Y yo voy a intentar impedírselo. Además, esa mujer, Elke, está metida en esto por mi culpa. No puedo quedarme de brazos cruzados. Deséeme suerte, amigo. Si todo sale mal, márchese, salga por piernas y regrese a Londres.
El miedo inmovilizó a Simon Darden. Sus rodillas se doblaron. Una convulsión interior, parecida al restallido de un látigo, le advertía de que si seguía a Lang en ese momento no habría marcha atrás posible. El rostro de su hijo desfiló entre el vértigo de pensamientos que se arremolinaban en su cabeza.
—Voy con usted —resolvió reuniendo arrestos.
—Como quiera.
—¿Qué propone?
—Cruzar al otro lado, discretamente, un poco más allá —apuntó Lang—. Y acercarnos al edificio por detrás. Me parece que el jardín de la parte posterior de la residencia llega hasta la siguiente calle. Por allí podremos entrar discretamente, sin ser vistos.
Sin esperar aprobación a su plan, Eilert echó a andar a paso rápido por la rue de Vaugirard, alejándose del geriátrico, seguido de cerca por un desconcertado Darden.
Günter Baum esgrimía, en ese preciso instante, la más encantadora de sus sonrisas, acodado en el mostrador de la recepción del centro. A sus espaldas, impasible, Ewald Fleischer sujetaba sañudo el brazo de Elke Schultz mientras clavaba el cañón de la pistola en su costado.
—¿Martin Höpfner, dice? —la telefonista vaciló. Mordisqueaba con desgana una barrita de cereales. Calzó unas gafas de breve montura sobre el puente de la nariz y revisó una lista—. Un segundo, por favor. La mayor parte de nuestros huéspedes ha salido. Una de esas visitas facultativas, ya sabe —puntualizó—. El ayuntamiento les ha invitado a la inauguración de un monográfico sobre la obra de Durero, en el Louvre. No tardarán en regresar. El autocar llegará de un momento a otro.
—Gracias. Sentimos no haber anunciado nuestra visita con antelación. Estamos de paso por París y quisiéramos saludar a nuestro tío —adujo en tono taimado Baum—. Hace mucho tiempo que no le vemos. Se alegrará mucho, seguro.
—¡Vaya, pues sí, estamos de suerte! —anunció finalmente la mujer—. Creo que Martin Höpfner se ha quedado. Seguramente está con sus amigos. Cada tarde juega a los dados con Ferdinand y Maurice en el saloncito posterior, junto al jardín. Le avisaré. Dígame, señor, ¿a quién debo anunciar?
—Si no le importa, preferiríamos que fuera una sorpresa.
—Entiendo, pero eso no es posible —apuntó la mujer, chasqueando los labios en señal de desaprobación—. Las normas de la institución prohíben visitas no programadas. Y menos a estas horas. Si les parece, avisaré al señor Höpfner de que están ustedes aquí. Saldrá enseguida. Podrán reunirse con él ahí, en la salita de visitas.
—Sabe, señorita, ¡mujeres como usted son culpables de que yo acabe siempre por perder la compostura! —rezongó Günter empuñando la Walther. Se cercioró del nombre inscrito en la pequeña chapa prendida en la bata de la recepcionista, echó atrás el percutor y encañonó su rostro—. Escúcheme con atención, Juliette Chardin: si quiere seguir con su puto régimen y meter su puto culo en una puta falda, dígame dónde está Martin Höpfner ahora mismo.
—¡No dispare, por lo que más quiera, tengo dos hijos! —suplicó ella aterrada ante la inesperada reacción de Baum; aunque demasiado tarde, entendió el significado de la mirada obsesiva y crispada de Elke Schultz. La violinista había intentado alertarla del peligro desde el primer momento, en silencio. No había apartado sus ojos de ella ni un solo instante.
—Probablemente el señor Höpfner estará en esa sala —Juliette Chardin apuntó de forma inequívoca a una puerta corredera, de doble lámina, al fondo del corredor.
—Muy bien. Ahora, conteste: ¿está usted sola?, ¿dónde están sus compañeros? —preguntó Günter recelando de la tranquilidad del lugar.
—Hay dos enfermeras cenando, arriba, en la segunda planta —contestó ella con un hilo de voz trémula—. Y otra en el primer piso, preparando las medicaciones de la noche.
—Perfecto. Ahora, Juliette, sea buena chica y quédese calladita.
—¿Te acompaño, Günter? —preguntó Fleischer.
—No. Vigila a estas dos. Si intentan algo, ya sabes.
Baum enfiló el pasillo. A ambos lados se abrían numerosas estancias destinadas al ocio de los huéspedes. Comprobó que estaban vacías. Hizo a un lado una silla de ruedas, arregló el nudo de su corbata y entreabrió las hojas de lo que era una amplia sala de juegos y lectura.
—¡Póquer de ases a la jota! —aseguraba una voz en tono triunfal.
—¡Oh, vamos, Martin! ¿Póquer de salida? ¿Y de ases? —exclamó Ferdinand incrédulo—. ¡Eso huele a mentira podrida! ¡La jota siempre miente! ¡Si te compro una doble de rojos negros ya te puedes dar con un canto en los dientes!
—Tú haz lo que quieras, pero yo te paso un póquer a la jota —reiteró ufano Höpfner—. ¡Jódete! ¡Donde las dan, las toman!
—Te advierto que yo no pienso comerme ningún marrón para salvarte —advirtió Maurice, entre risas, zarandeando a Ferdinand—. Ni se te ocurra pasármelo a la dama. ¡Te juro que levanto sin pensármelo dos veces!
—¿Ves? ¡Maurice tiene razón, Martin! ¡Para ir de salida, apuntas muy alto!
—Cuando se puede, se puede. Si no me crees, no lo compres: levanta y apúntatela… —aseguró Martin Höpfner inflexible. Deslizó el cubilete a lo largo de la mesa hasta situarlo delante de las narices de su compañero.
—Yo no dudaría de la palabra del señor Höpfner, caballeros —aseguró Günter Baum revelando su presencia. Había observado la escena desde un lugar discreto. Tomó una silla, la arrastró hasta la mesa de juego y se sentó a horcajadas, cruzando los brazos sobre el respaldo.
Los tres ancianos se miraron desconcertados.
—¡Usted no conoce a Martin! —afirmó Ferdinand dirigiéndose al recién llegado—. Es el rey de las trampas. Miente más que habla.
—Es posible, pero ahí hay cuatro ases. Yo, en su lugar, pasaría los dados y cantaría superior —aconsejó Baum.
—¡Muy bien, como quiera! ¡Se convencerá de que Höpfner es un cantamañanas! —resolvió Ferdinand deslizando cuidadosamente la jugada a lo largo de la mesa—. ¡Superior, Maurice, superior!
—¿Y ahora qué se supone que debo hacer yo? —interpeló divertido Maurice dando unos golpecitos al cubilete de piel.
—Ahora, usted me pasa los dados a mí. Yo le compro un póquer al rey —tranquilizó el matón.
—Como quiera.
El francés se encogió de hombros y prolongó el viaje de la jugada por el tapete.
Baum fisgó discretamente en el interior del cubilete. Sonrió y destapó los dados. Cuatro ases y una jota.
—¿Qué les había dicho? ¡Nuestro amigo no mentía! —murmuró agrupando los ases en el centro de la mesa. Agitó el quinto dado y de un golpe seco plantó el cubilete ante Martin—. ¡Al as, señor Höpfner!
—¿Repóquer? ¡Y una mierda! No estoy para sacar quintillas… ¡Aquí no hay un as! —rezongó el alemán levantando la jugada. La sonrisa se le borró de un plumazo.
Un as.
—¡Mierda, esto sí que es mala suerte! —constató molesto.
—Muy mala… —musitó Günter.
Höpfner y Baum se miraron fijamente, durante un minuto eterno, sin que ninguno de los dos aflojara en el pulso crispado en que se fue convirtiendo el cara a cara.
—Creo que no nos conocemos, caballero —balbuceó finalmente el anciano—, pero algo me dice que usted me busca a mí.
—En efecto.
—Lo temía. Empecé a temerlo cuando supe que Färber y Gottlieb habían sido asesinados —murmuró resignado—. ¿Sabe? ¡Nunca más volví a ver a esos dos, ni a ninguno de los que estuvimos allí en aquellos días finales!
—Días tristes…
—Sí, tristes. A mí me capturaron los americanos cuando intentaba huir. Al menos en eso tuve algo de suerte. Con los rusos me hubiera ido mucho peor. Pasé dos años fregándoles las letrinas a esos cerdos, sacando pozales con sus excrementos.
—Su vida no ha sido fácil. Me consta.
—Bueno, luego me casé. Esa parte fue la mejor. Cuando murió mi mujer, hace siete años, me vine a vivir a París. El marido de mi hija mayor es directivo de Michelin.
—Lo sé.
—Dígame, ¿hay algún modo de evitar esto?
—Creo que no.
—Entiendo, ¿supongo que no le importará que me ponga en pie?
—Se lo ruego.
Martin Höpfner se incorporó ante la mirada atónita de sus compañeros de juego. Se puso a canturrear, emocionado, erguido como una estaca.
«Deutschland, Deutschland über alles, über alles in der Welt…»
Sin dejar de retar a Baum rebuscó en el bolsillo de su batín de seda. Mostró un sobrecito. Lo hizo saltar en la palma de la mano.
—Como verá, lo tengo todo preparado —susurró rompiendo la bolsita de sal. En un gesto rápido vació parte del contenido bajo la lengua—. ¡En la vida o en la muerte, sobre la sal!
Heil
, Hitler!
—Tuya es la Corona de Vril, hermano ario —apostilló Baum alzándose a la velocidad del rayo. Colocó el cañón de la pistola en su sien y disparó.
El impacto lanzó violentamente al viejo contra una mesa adyacente. Höpfner se desplomó arrastrando en su caída varias sillas. Sin perder un segundo, el agente de Thule se encaró con Ferdinand y Maurice.
—¡Está…, está usted loco! ¿Pero qué…, qué ha hecho? —tartamudeó el primero despavorido—. ¿Por qué nos apunta? ¡Por Dios, deténgase!
—Una buena partida de dados no se puede dejar a medias —gruñó Günter apretando el gatillo—. ¡Buen viaje, caballeros!
Eilert Lang y Simon Darden alcanzaron la parte trasera del edificio en el preciso instante en que el eco soterrado de dos disparos consecutivos resonaba en el ambiente. Habían atravesado a la carrera el jardín de la residencia. Para cuando pudieron atisbar, a través de uno de los ventanales, lo que sucedía en el salón, Baum había finalizado su trabajo y abandonaba la estancia camino del vestíbulo.
—¡Muertos, están muertos! —constató el periodista sobrecogido, doblado por el esfuerzo. Tras haber fisgado brevemente en la estancia permanecía agazapado, recostado contra el muro.
—¡Cállese, maldita sea!
—¡Debemos llamar a la policía, de inmediato! —decidió Darden sacando su teléfono.
—¿La policía? ¡No diga sandeces, para cuando estén aquí, todo habrá terminado!
—¿Se le ocurre algo mejor?
Lang no contestó. Su atención parecía viajar más allá de la habitación de juegos, acompañando a Baum en su retirada. Reconoció la silueta inconfundible de Elke Schultz, a lo lejos, en el vestíbulo. La mujer intentaba zafarse en vano del férreo control de uno de los matones. Consciente de que el tiempo se agotaba, el biólogo descendió la breve escalera que comunicaba la puerta trasera con el jardín y recorrió la fachada buscando el modo más fácil de colarse en el interior.
—¿Ya está? —indagó Ewald Fleischer al ver llegar a Baum.
—Sí, ya.
—Y con estas dos, ¿qué?
Günter se llevó un cigarrillo a los labios. Lo encendió.
—Son tuyas. Mátalas. Te espero en el coche… —ordenó camino de la puerta.
Fleischer apuntó a la recepcionista mientras atenazaba a Elke en un abrazo rabioso y asfixiante. Juliette Chardin, sin posibilidad de huida, atrapada tras la ilusoria seguridad que representaba el mostrador del vestíbulo, intuyó su terrible final. Se llevó las manos a la cabeza y comenzó a chillar presa de la histeria.
—¡Cierra la boca, maldita zorra! —espetó irritado el secuaz.
—¿Qué está pasando aquí? ¿A qué viene todo este estrépito? —interrumpió una voz malhumorada en el último instante, cuando los dedos de Fleischer ya se crispaban sobre el gatillo.
Alertada por el sonido de los disparos y el escándalo que llegaba desde la entrada, una enfermera hizo su aparición. Llevaba entre las manos una pequeña bandeja repleta de medicinas. No tuvo tiempo de entender lo que ocurría. Ewald, sobresaltado, giró sobre sus talones dando un nuevo destino a su bala. El proyectil traspasó a la mujer a la altura del esternón. Cayó a plomo, inundando el lugar de pastillas de colores.
—¡Y ahora, tú, estúpida! —gruñó el matón apuntando nuevamente a la cabeza de la recepcionista.
—¡No! ¡Ahora tú, hijo de puta! —tronó Eilert Lang irrumpiendo en el corredor como una tromba.
El biólogo no esperó a que Fleischer le mirara. Efectuó tres disparos consecutivos, a la carrera, angustiado por la posibilidad de que alguna de las balas pudiera alcanzar a Elke. Ewald cayó de rodillas, en medio de un aullido doloroso. Quedó postrado, con el antebrazo agujereado y la mano derecha reventada. Nada más verse libre, Elke Schultz se revolvió contra él, propinándole un contundente y rabioso puntapié en pleno rostro.
—¡Cabrón, maldito cabrón, muérete, muérete! —gritó fuera de sí.
—¡Basta! ¡Basta, Elke! —ordenó Lang conteniéndola—. ¿No quería llamar a la policía, señor Darden? ¡Pues ahora es el momento! ¡Baum y el otro no tardarán en asomar las narices al ver que éste no se les une! ¡Coja esa pistola, la vamos a necesitar!
—Yo llamaré a la policía —propuso Juliette Chardin, intentando sobreponerse al pánico que aún la embargaba. No podía apartar los ojos del cadáver de su compañera, tendido sobre un charco de sangre unos metros más allá.
—Muy bien, hágalo, ¡pero hágalo rápido! —acordó Eilert—. ¡Maldita sea, Darden: le he dicho que coja esa automática!
El periodista, como un autómata, levantó el arma. Jamás había tenido una pistola entre las manos. Intentó dominar el temblor nervioso que se apoderó de su brazo al sujetarla con fuerza.
—¡Ya, ya está, la tengo! —farfulló asustado—. ¿Ahora qué?
—¡Ahora apunte a este hijo de puta en la cabeza, y si se mueve dispare hasta que no le queden balas! ¿Lo entiende o necesita una demostración? —rezongó Lang cáustico.