—A unas cuantas calles. Esta ciudad es imposible.
—¿Qué pasa con Lutz? ¿Se ha quedado en el hotel?
—Matthias ha desayunado conmigo, a las ocho, y ha dicho que le llamemos. Le he dejado en un
peep show
. Iba cargado de monedas.
Los finos labios de Baum se contrajeron en una mueca asqueada. Aplastó la colilla en el cenicero.
—¡Maldito onanista, la muerte le encontrará sin duchar y con el pene en la mano! —masculló el sicario de Thule—. Anda, paga esto y vámonos.
Salieron de Les Deux Magots. Un sol tímido pugnaba por colarse a través de las brechas abiertas en el cielo.
—Un lugar realmente peculiar, cargado de historia —murmuró Fleischer admirado, examinando una tarjeta de la cafetería—. Me pregunto si tu abuelo y el mío se llegaron a conocer. Tal vez compartieron una copa de coñac en la misma mesa que hemos ocupado.
—Lo dudo —repuso Baum escéptico.
—Los dos entraron en esta ciudad el 14 de junio de 1940.
—La Wehrmacht era un ejército inmenso en aquellos días, no lo olvides.
—Sí, pero ambos eran oficiales. Debieron coincidir en alguna ocasión, estoy convencido —insistió Ewald—. Mi padre suele releer su diario. Lo conserva como si fuera un tesoro. Me ha contado muchas veces que mi abuelo mantuvo un apasionado romance con una parisina. Una tal Claudine. Le llevaba chocolate y cigarrillos.
—¿Sabes? Tu padre es un hombre verdaderamente afortunado —susurró Baum enfundando las manos en unos finos guantes de piel negra—. Muy afortunado. No todos los
lebensborn
pudieron realizar el sueño de viajar a Nueva Suabia antes de partir rumbo a sus hogares de acogida. Mi padre siempre se lamentaba al respecto.
—Ya.
—Personalmente, daría años de mi vida por visitar el panteón.
—Sí, también yo. Te lo aseguro. Olvídalo, sabes que ya no es posible.
—Te ha hablado de eso, ¿verdad?
—¿Mi padre?
—Sí, de la cripta.
—Mi padre siempre habla de ese día.
—¿Qué dice?
—Que tanto él como el resto cayeron de rodillas bajo la enorme bóveda. Lloraron de emoción cuando les permitieron tocar el asta de la Lanza del Destino y besar la bandera que cubre su tumba.
La Cruz Bajo La Antártida - II
—Creo que aquí se separan nuestros caminos.
—Sí. Aquí.
Eilert Lang respiró profundamente, intentando mitigar el extraño desasosiego que invadía el centro de su pecho. Miró de soslayo a Elke. Siguió con la mirada, una vez más, su impecable perfil. Un viento desapacible, que llegaba a rachas, alborotaba sus cabellos. La concertista parecía abstraída, cansada. Se habían detenido frente a los jardines de un moderno edificio de siete plantas, entre los números 13 y 15 de la avenida Franklin D. Roosevelt de París.
—Hay algo que quisiera decirle —balbuceó Eilert.
—No. No diga nada más, basta de palabras, se lo ruego —aconsejó Elke—. No vuelva a pedirme perdón por lo que ha pasado. Despidámonos como lo harían dos pasajeros que han compartido unas cuantas horas de forzada compañía en un avión.
—Me temo que no ha sido un vuelo agradable. Demasiadas turbulencias.
—Lo mejor de los aviones, Eilert, es no tener que cogerlos —susurró ella—. Personalmente preferiría no haber hecho este viaje jamás. Su historia me ha afectado. No puedo negarlo. Es un regalo indeseable. Una carga insoportable. Lamento que deba llevarla a sus espaldas. Lo digo sinceramente, sin atisbo alguno de cinismo.
—Lo sé. Procure olvidarlo todo.
—Eso haré. No podría vivir teniendo presente algo así. Necesito descansar. Esta noche llegarán mis compañeros. Reencontrarme con ellos será un buen antídoto.
—Me encantaría verla sobre un escenario, aunque me temo que no será posible —lamentó el biólogo—. No le he preguntado por el repertorio.
—Gabriel Fauré, Ravel y Debussy.
—¿El
Preludio a la siesta de un fauno
?
—Sí, también, entre otras.
Lang apagó el motor del coche. Entregó las llaves a Elke.
—Sólo una cosa más, antes de separarnos.
—¿Qué?
—No se fíe de nadie. Recele de todos. Cuente lo que quiera de mí a la policía, pero no caiga en la tentación de dar a entender que sabe lo que sabe —recomendó con expresión sombría—. Su único seguro es el silencio. No lo olvide. Usted es la víctima circunstancial de un enajenado que la tomó como rehén en su huida, ésa es la única versión que debe salir de sus labios. No se mueva de ahí ni un ápice. ¿Entendido?
—Seguiré su recomendación.
Bajaron del coche. Elke aseguró el bolso sobre el hombro y agarró con fuerza el estuche del Stradivarius. Se observaron en silencio.
—Adiós, Elke. Que tenga mucha suerte. Ojalá nos hubiéramos conocido de otro modo.
—Cuídese, señor Lang.
—Rainer, no lo olvide: Heinz Rainer.
—Sí, cierto, Rainer.
La concertista cruzó entre los parterres del jardín, sin detenerse ni mirar atrás. Intercambió unas breves frases con el guardia armado que custodiaba la puerta. Al punto, su silueta se difuminó hasta desaparecer en el interior de la embajada de Alemania en París.
Lang comprobó la hora. La manecilla sobrepasaba el mediodía. Detuvo un taxi, indicó la dirección y se abstrajo en el animado discurrir del paisaje urbano. La ciudad parecía desplegar sus mejores galas ante la proximidad de las fiestas navideñas. El informativo de la radio se centraba en la llegada de Benedicto XVI a Estambul y en las extraordinarias medidas de seguridad adoptadas por el Gobierno turco ante la visita del Sumo Pontífice a la antigua Constantinopla.
—Et voilà, monsieur: rue de Castiglione, Hôtel Lotti
—anunció el taxista—.
Ça coûte sept euros dix, s'il vous plaît
.
El hall del hotel Lotti era un bullicioso tráfago de turistas que confirmaban sus reservas en la recepción o disponían equipajes una vez finalizada su estancia.
—Bonjour, mademoiselle
, me he citado aquí con un cliente, un señor llamado Simon Darden. Tal vez haya preguntado por mí. Soy Heinz Rainer —anunció a una de las recepcionistas.
Ella le miró por encima del puente de las gafas sin dejar de pulsar las teclas de un ordenador.
—¿Tiene usted reserva con nosotros, señor Rainer?
—¿Eh? No…, no.
—A ver, un segundo, por favor —solicitó afable. Revisó un puñado de notas dispuestas en un casillero. Le miró a la cara poco después con una en la mano—. ¿Ha dicho Darden? ¡Sí! El señor Darden ha llegado hace media hora. Le encontrará en la cafetería Lotti Lunch, al fondo del vestíbulo, a la izquierda.
Lang distinguió al periodista de inmediato. Se había situado bien visible, en una mesa aislada, junto a un alto ventanal de luz tamizada. Ojeaba
Le Fígaro
al tiempo que daba buena cuenta de un pedazo de tarta de chocolate.
—Eso tiene un aspecto excelente —aseguró Eilert.
Simon Darden alzó la vista. Le costó dar con la mirada de Rainer. Sonrió.
—La verdad es que está delicioso, debería probarlo —recomendó—. Supongo que usted es el señor Heinz Rainer.
—Sí, en efecto.
—Es curioso, le imaginaba distinto —afirmó el inglés poniéndose en pie.
Lang le detuvo. Se estrecharon la mano.
—¡Ah!, ¿sí? ¿Cómo me imaginaba? —preguntó el biólogo tomando asiento.
—Pues, no lo sé, tal vez como a uno de los personajes de
El tercer hombre
.
—¿Me parezco a Orson Welles?
—Bueno, en su caso daría mejor en el papel de Joseph Cotten.
Eilert se echó a reír. Lo hizo abiertamente. Después, cruzó las manos sobre la mesa y se quedó mirando al periodista entre afable y curioso.
—Creo que nos entenderemos muy bien. Supongo que es una coincidencia el que haya mencionado esa película. Es una de mis favoritas. O mejor dicho: lo era. Hace muchos años que no voy al cine —confesó.
Se produjo un breve silencio.
—Por favor, siga comiendo, se lo ruego. Yo también pediré algo. Estoy muerto de hambre —sugirió al intuir el desconcierto de Darden—. Reconozco haber jugado con una ligera ventaja: tiempo atrás vi una foto suya en la edición
on-line
de
The Guardian
.
—¡Claro, mi columna de política internacional!
—Sí. La eligió bien —bromeó Lang—. Juraría, de todos modos, que ese retrato tiene unos cuantos años; no recuerdo esas canas.
Darden asintió con expresión de cazador cazado.
—Los periodistas somos gente vanidosa —admitió.
—Dígame: ¿es el afán de notoriedad el que le ha traído hasta aquí?
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, tal vez sueña con ganar algún premio de periodismo de investigación destapando este asunto. No me malinterprete. No quiero ofenderle. Me refiero a que lo que le contaré no tiene nada que ver con las películas de espías. En el cine los protagonistas sobreviven. Es cierto que no siempre acaban en buenas condiciones, pero suelen llegar a los créditos finales. Y normalmente se quedan con la chica.
—Muy buena imagen.
—La realidad siempre supera a la ficción. A mí me tocó interpretar un papel estelar en… —Eilert dudó durante un segundo, desenfocó la mirada en el mantel— en lo que en un principio parecía ser un documental feliz, ameno y divulgativo, que por capricho del guión terminó siendo una película de terror. De haberlo sabido, le aseguro que no habría firmado contrato con la productora.
—Lo supongo.
—Por eso le dije que pensara bien lo que iba a hacer.
—Escuche, Eilert, yo…
—Perdón, ¿ha dicho Eilert?
—Su verdadero nombre es Eilert Lang. Lo sé. Y juego con ventaja —afirmó Simon mostrando las palmas de sus manos—. Escalera de color, señor Lang. Encontré una foto de la Millenium Research en el
Washington Post
. Se le veía entusiasmado.
—Muy bien. Una simple pareja de rojos —reveló admirado el biólogo admitiendo la jerga del póquer como tapete de encuentro—. Y ya que estamos en Francia,
touché
. Sí, soy Eilert Lang.
—Se lo agradezco. Evitemos preámbulos innecesarios —recomendó el periodista a media voz—. Tengo claro que esto no va a ser un bucólico paseo por el campo. Me han amenazado. Y lo he tomado en serio. Muy en serio. Tengo mujer y un hijo. Si les ocurriera algo no me lo perdonaría jamás.
—Lo comprendo.
—¿Qué ocurrió en la Antártida, Eilert?
—Concédame un minuto y se lo explicaré. ¿Qué me recomienda? —preguntó echando un rápido vistazo a la carta.
—El
tournedo
con salsa de setas y mostaza.
—Me parece bien.
Tras ordenar la comida, Eilert Lang hilvanó la misma historia que dos días atrás había relatado a Elke Schultz. El periodista apenas le interrumpió. Se limitó a pedir permiso para grabar la conversación sin que su interlocutor pusiera reparo alguno.
—Encontrar esos cadáveres bajo el hielo fue un
shock
, se lo aseguro —afirmó con un hilo de voz. Parecía estar reviviendo en toda su intensidad aquel lejano día.
—¿Eran soldados alemanes?
—Sí. Algunos muy jóvenes. Angela y yo quebramos la capa de hielo con los picos. Desenterramos parcialmente a cuatro de ellos. Era evidente que habían sido abatidos durante la operación Highjump. En aquel momento ni ella ni yo sabíamos nada acerca de ese enorme despliegue militar estadounidense. Todo nos parecía irreal. No lográbamos entender qué hacían allí todos esos cuerpos. Lo descubrimos poco después. Otros cadáveres, en cambio, pertenecían a hombres de avanzada edad, casi ancianos. Ese lugar es un cementerio, señor Darden. El cementerio de Nueva Suabia.
—¿Comunicaron el hallazgo a sus compañeros de expedición?
—Aunque aquello superaba nuestra capacidad de comprensión, tuvimos claro que debíamos guardar silencio. Regresamos a Wichita temblando. Afortunadamente nadie advirtió nuestro estado alterado. Decidimos volver al lugar tres días más tarde. Queríamos tomar fotografías y recoger pruebas. Yo le propuse a la doctora Brandley compartir nuestro hallazgo con los demás, pero ella se negó en redondo. El miedo la paralizaba.
*****
—¿Estás loco, Eilert? ¡No puede ser que hables en serio!
—La locura es intentar mantener esto en secreto —insistí nervioso.
—Lo siento pero no me fío de nadie. Aquí se oculta un secreto terrible. Si Rodby y los suyos intuyen que hemos metido las narices en sus asuntos podemos pagarlo muy caro —advirtió alterada—. Ahora ya sabemos por qué nos mantienen lejos de la Tierra de la Reina Maud: es territorio prohibido, vedado. Lo que debemos hacer es dejar pasar unos días y seguir con lo nuestro, sin despertar sospechas. Regresaremos al glaciar y recogeremos pruebas. Luego decidiremos qué hacemos.
—Tal vez sea lo más prudente —convine al no tener más opciones a la vista.
—Lo es. Nuestra seguridad depende de que no desconfíen de nosotros. De momento todos ellos parecen tranquilos.
—¿Te has fijado en que nunca le quitan ojo a esa habitación que hay en el módulo central, junto a la emisora de radio?
—Sí.
—Tal vez allí guardan documentos, algún tipo de información que explique lo que está pasando aquí.
—No lo sé y no quiero saberlo. Júrame que no harás nada que nos comprometa.
—Tienes mi palabra.
*****
—¿Cumplió esa promesa?
—No. Todo ocurrió por mi culpa.
Eilert Lang suspiró con desasosiego. Sus ojos quedaron cubiertos por una pátina acuosa, azorada. Darden intuyó que el biólogo, en un arrebato imprudente, había propiciado la catástrofe que se desencadenaría en los siguientes días.
—¿Por qué no me lo cuenta? —aconsejó el periodista rozando levemente el hombro de Lang—. Creo que le hará bien desprenderse de ese peso.
—Tal y como le he dicho, tres días más tarde regresamos a la zona. Tomamos fotografías de los cadáveres. Yo recogí algunos objetos. Me llevé varias condecoraciones. Entre ellas, una Cruz de Hierro, la máxima distinción del Ejército alemán. También una pistola. Una Luger. Estaba en buen estado y tenía el cargador lleno. La limpié. Aunque no la llegué a utilizar, la perdí durante mi huida.
—¿Qué sucedió?
—Ese día realizamos un nuevo descubrimiento —rememoró Lang—. Disponíamos de tiempo y decidimos reconocer la zona. Recorrimos de nuevo la cordillera, a ambos lados del glaciar. Angela acabó por encontrar una compuerta en la roca, una especie de poterna parecida a la de los submarinos. Intentamos abrirla en vano. Estaba trabada desde el otro lado. Sólo pude constatar algo que me llamó poderosamente la atención. Era de una aleación rarísima, un metal desconocido, del color del grafito. El pico apenas lograba erosionarlo. Y a pesar del frío, estaba tibio.