Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera» (12 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera»
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Pero la máscara había caído ya, aunque la joven tratara de mantenerla, no ocultaba nada. La verdad se había descubierto, y sobre la joven sentada ante el general se cernía la sombra de la horca, el instrumento de muerte reservado a los espías.

—Las pruebas que tenemos contra usted, señorita Saint Clair, son abrumadoras e incontestables.

—General, está usted en un terrible error —murmuró la joven, con expresión de infinita inocencia—. Un error en el que usted debe de haber caído involuntariamente.

MacNair movió negativamente la cabeza.

—Reconozco que es usted admirable señorita —dijo—. Pocas personas suelen conservar la serenidad en un momento como éste, en que se está resolviendo su porvenir. He tenido ante mí a muchos espías, varios de ellos hombres de gran valor, pero ninguno supo llevar hasta este extremo su resistencia.

—Tal vez porque eran culpables y, en cambio, yo soy inocente —replicó con suave acento la mujer.

—Un momento, señorita Saint Clair. En esta carpeta —MacNair golpeó con el índice una carpeta de cartón que tenía ante él— están todas las pruebas que necesitábamos contra usted. Absolutamente todas. Nos han sido remitidas por nuestros espías en el Sur y por nuestro servicio de contraespionaje. Señorita Ginevra Saint Clair, de Baton Rouge, ferviente partidaria de la Confederación, a la que ha ayudado mejor que muchos de sus generales. Nos ha hecho usted mucho daño, porque en vez de buscar la información en los altos jefes la ha sacado de los tenientes, capitanes y comandantes que aspiraban a sustituir al pobre Perkins, a quien casi nadie conoció y del que se sabe que murió con escasa gloria a las puertas de Washington, cuando la caída de la capital parecía inminente. Perkins tenía, realmente, una esposa morena y joven que se encuentra detenida, desde los principios de la guerra, en Richmond, y a la cual usted ha sustituido desde el momento en que fue encarcelada. Como ve, lo sabernos todo, y puedo asegurarle, sin mentir, que el tribunal que debe juzgarla está ya reunido en espera de que mis soldados la conduzcan ante él. En cuanto usted entre en la tienda donde va a ser juzgada, se leerán las acusaciones que se contienen en esta carpeta, acudirán varios testigos, ya convocados, y a las dos de la madrugada el juicio habrá terminado. La sentencia se dictará en seguida: será una sentencia de muerte, sin apelación posible, y cuando el sol se asome a la tierra, lo primero que verá será una horca, junto a la cual usted aguardará que den las seis. A esa hora, la última que oirá sonar, será usted ahorcada.

Ginevra Saint Clair inclinó la cabeza y su emoción sólo se acusó en la fuerza con que apretó el pañuelito de batista que tenía entre las manos. MacNair, que no la perdía de vista, admiró su valor y, a pesar de que la implacable guerra en que tan importante papel había desempeñado, debiera haber borrado de su corazón todo sentimentalismo, no pudo contener un escalofrío que le asaltó al imaginar la horrible muerte que esperaba a aquella mujercita. Sólo recordando que cientos y miles de hombres murieron a causa de las informaciones que aquella misma mujer arrancó al Norte en beneficio del Sur, pudo el general dominarse y proseguir con el plan trazado por él.

—Como ve, señorita Saint Clair, nada puede librarla de la horca.

Las claras pupilas de la joven miraron fijamente al barbudo general y, de pronto, una bella sonrisa dejó al descubierto una doble hilera de blanquísimos dientes.

—Está usted en un error, general —dijo Ginevra.

—Ya le he dicho que las pruebas que poseemos son irrebatibles.

—No me refiero a eso, sino a lo de mi muerte. Usted no piensa entregarme, por ahora al menos, al tribunal militar que ha de dictar la sentencia.

—¿Por qué dice usted eso? —preguntó MacNair.

—Porque lo veo en sus ojos. Ha tenido usted muy mala suerte, Alejandro Mac Nair. Su puesto debiera ser el de generalísimo de todos los Ejércitos Federales. Con el debido respeto al general Grant, debo decirle que es usted mil veces superior a él.

—Si espera valerse de sus halagos a mi vanidad, pierde usted el tiempo, señorita.

—Ya sé que usted está por encima de esas vanidades, general; pero ¡qué enorme diferencia entre ese general que gana batallas a base de un cálculo tan sencillo como es el de enviar cien mil hombres a la conquista de una posición que, lógicamente, debería ser conquistada por diez mil! No es exagerado el apodo de «Carnicero» que han aplicado los del Norte a Ulises S. Grant. En cambio, usted habría sabido conquistar con dos mil hombres esa misma posición que Grant arrolla con cien mil, dejando sobre el terreno quince mil muertos. Usted es el cerebro; él es el empuje brutal. Claro que él también triunfa; pero eso no es fácil que pase a la Historia como un gran estratega; en cambio, estoy casi segura de que al general Alex MacNair se le admirará mucho dentro de cuarenta o cincuenta años, y sus operaciones en Tennesee, Virginia y Alabama harán las delicias de quienes las estudien. Ahora, diga lo que desea proponerme.

MacNair no pudo contener una sonrisa.

—Es usted tal como yo la había imaginado, señorita Saint Clair. Sólo así ha podido burlarse durante tantos años de nuestros hombres.

—Si usted no hubiera intervenido, aún me seguiría burlando de ellos.

—Es posible. ¿Por qué cree que deseo proponerle algo?

—Porque si no fuera así se habría limitado a enviar esas pruebas al tribunal, ahorrándose una entrevista que, para un caballero, no puede tener nada de agradable. Enviar a una mujer al patíbulo es cosa propia de jueces avinagrados, de esos que huelen a polvo y a tinta. A ningún militar le gusta.

—Tiene razón; pero no olvide que mis sentimientos están dominados por el recuerdo de los muchos soldados que han muerto a causa de los informes que usted remitió a la Confederación. Cuando en Forking Meadows ya estaba a punto de conseguir una brillante victoria que acaso me habría valido el puesto de generalísimo, usted se interpuso en mi camino comunicando a Beauregard, por medio de una de las palomas mensajeras que guardaba en su casita, cuál era la potencia exacta de mis fuerzas. Beauregard, que ya se retiraba, convencido de que tenía delante a un enemigo diez veces superior, dio media vuelta, dibujó un movimiento envolvente, y Alex MacNair tuvo que batirse en retirada.

—Una retirada que fue un modelo de perfección —sonrió Ginevra.

—Una perfección insignificante frente a lo que pareció maniobra sabiamente ejecutada por Beauregard: un repliegue general por el centro, dejando ligeras posiciones en las alas para conservar libres las dos carreteras por las que luego se iba a dividir todo el ejército de Beauregard, dejando vacío el centro y dibujando una muralla que se iba a cerrar detrás de MacNair, quien, con todas las comunicaciones con la retaguardia cortadas, iba a verse empujado hacia la masa principal de las fuerzas confederadas, en tanto que los hombres de Beauregard, de espaldas al Norte, le irían empujando hasta el lugar elegido para destruirlo o hacerle prisionero. Cuando se hable de la acción de Forking Meadows, se dirá que el Cuerpo de Voluntarios de Connecticut escapó a todo correr del zarpazo que lanzó Beauregard. Como ve, señorita Saint Clair, sé a qué atenerme acerca de usted. El saber que la habían ahorcado no me quitaría el sueño.

—Pero, de todas formas, le puedo ser más útil viva que muerta. Hable y quizá lleguemos a entendernos.

De los ojos de Ginevra había desaparecido toda ingenuidad. Ahora eran fríos, acerados, como los del general, que la contemplaba lleno de interés.

—Bien, echaremos las cartas sobre la mesa —dijo MacNair—. Si hablo con crudeza no interprete mis palabras como deseo de insultarla. Los dos estamos más allá de esas pequeñeces.

—Desde luego. Hable usted.

—Señorita Saint Clair. La guerra se termina. El Sur la perdió en los primeros meses de lucha, cuando frente a sus valientes soldados e inteligentísimos jefes sólo había un ejército desprovisto de organización y de virtudes castrenses. Entonces sus generales no supieron dar el golpe definitivo. Acaso les faltó decisión o estuvieron mal informados. Desde luego, no tenían a una espía como usted. Sea cual sea el motivo de aquella no victoria cuando los triunfos estaban en manos del Sur, la realidad es que la suerte de la Confederación estaba ya echada, y que su destrucción o derrota es sólo cuestión de tiempo. De unos meses o de un año. Lee y los demás generales lo saben. Sin embargo, continúan la lucha apoyados por todos sus partidarios, y aunque enemigos, yo admiro su valor y me indigno ante su error. Ningún beneficio reportará a nuestra nación el que la lucha continúe.

—La Confederación aún puede triunfar —dijo Ginevra.

—¿Con qué armas? —preguntó el general—. ¿Con las que recibe de Inglaterra a través del bloqueo? No tiene ni para armar a dos regimientos. Mientras ha ido de victoria en victoria, ha podido reponer sus reservas de armamento con el que abandonaban nuestros soldados; pero desde que llegó el momento de ir atrás y de abandonar material de guerra en vez de recogerlo, sus posibilidades de victoria se han reducido al mínimo. Carece de industria de guerra; carece de todo, porque ni siquiera puede hilar y tejer el algodón que dan sus campos. No, señorita Saint Clair, el Sur ha perdido definitivamente la guerra. Sólo hace falta darle un buen empujón, y se derrumbará. Y usted lo sabe tan bien como nosotros. Hace tiempo que lucha usted con poco entusiasmo. Sabe que lo hace por una causa perdida. ¿No es cierto?

—Tal vez —admitió Ginevra—. Pero las causas perdidas son las más atractivas para los románticos.

—Pero usted no es una romántica.

—Lo he sido.

—No lo niego; pero ahora ya no lo es… ni puede serlo. El romanticismo precede a las guerras y renace después de ellas; luego, durante la lucha, sólo hay patriotismo y valor. Usted es valiente y es patriota; pero no se forja ideas equivocadas acerca de las posibilidades de victoria del Sur. Mas no perdamos el tiempo discutiendo lo que no necesita discusión. Usted sabe cuál es la situación del Sur y también cuál es la de usted. Sobre su cabeza pende la sentencia de muerte. ¿Desea usted morir?

—Cuando empecé a luchar por mi causa supe a lo que me exponía —replicó Ginevra Saint Clair.

—Le ruego que conteste a mi pregunta. Si desea morir, dígalo y la ayudaré a satisfacer sus deseos. Es posible que dentro de cincuenta años tenga usted un monumento en la plaza Mayor de Baton Rouge, en el cual se represente a una hermosa mujer antes de subir a la horca. ¿Le alegrará eso desde el otro mundo?

—Dígame qué espera de mí.

—Que abandone al Sur y se pase al Norte. Haga llegar a manos de sus jefes un simple mensaje, una información que habrá obtenido de algún oficial de Estado Mayor. Lo demás lo haremos nosotros.

—¿Y si me niego? —preguntó Ginevra.

La respuesta de MacNair fue golpear significativamente la carpeta que tenía ante él.

—Podría aceptar y luego hacer llegar a mis jefes otro mensaje revelando la verdad. ¿No ha contado con eso?

—Desde luego; pero si el plan fallara, su suerte estaría echada, y aun en el mismo Sur sería castigada por nuestros agentes, que recibirían la orden de terminar con Ginevra Saint Clair.

La joven inclinó la cabeza y durante unos minutos sumióse en profundas meditaciones. Por fin, preguntó:

—¿Qué opinaría usted de mí si yo aceptase?

—Opinaría que era usted una mujer inteligente.

—¿Y si dijese que no?

—Entonces opinaría que era usted una mujer valiente, pero muy torpe.

—Deme tiempo para reflexionar.

—Sólo puedo concederle una hora. Es muy poco lo que debe reflexionar, señorita.

—Sí, es muy poco y… Está bien, acepto. ¿Qué quiere que haga?

—Dentro de cinco días tiene usted que reunirse en Saint Vrain con un destacamento de las guerrillas de Quantrell. Deberá entregar un informe de su actividad durante los últimos veinte días. Dirá usted que el veinte de septiembre se desencadenará un ataque por Osmond.

—¿Para que se concentren las fuerza allí y poder atacar por otro sitio sin encontrar resistencia?

—Es posible que sea así. Cualquiera que sea la decisión tomada, lo que se persigue es, sencillamente, abreviar la guerra.

—¿A costa de las vidas de miles de hombres?

—De todas formas, han de morir. Ta vez de esa manera mueran menos…

—Bien… Deme por escrito los datos que quiere que repita.

Sin que su rostro expresara la menor emoción, el general tendió a Ginevra una hoja manuscrita.

—Aquí lo hallará todo. Y como el favor es grande, tan pronto como haya entregado el informe a los hombres de Quantrell, recibirá treinta mil dólares en buenos billetes federales.

—No es que quiera justificarme ante usted, general; pero si acepto es sólo por que sé que desde hace muchos meses la Confederación no puede triunfar.

—Como justificación, me basta ver que es usted joven, hermosa y que desea vivir. No es usted militar, ni siquiera hombre. No tiene ninguna obligación para ser heroica. Vamos, no quiero que se extrañen de su ausencia. Puede volver a su casa.

****

Ginevra Saint Clair descendió del carricoche en que había ido hasta las afueras de Saint Vrain y, atando el caballo tronco de un delgado arbolillo, avanzó por entre los árboles y matorrales hasta la orilla del río. La luna iluminaba intensamente la tierra y la joven no hizo nada para pasar inadvertida. AI contrario, situóse junto al agua, en un punto donde su claro traje tenía que destacarla de cuanto la rodeaba.

—Buenas noches, Ginevra —saludó, de pronto, una voz por detrás de la joven.

Ésta volvióse y vio ante ella a un hombre vestido con el grisáceo uniforme del Sur.

—Buenas noches, teniente North —replicó—. ¿Hace mucho que me aguardaba?

—Una hora. No es mucho cuando se espera a una mujer tan hermosa.

—Ahorre las galanterías, teniente John North. Entre nosotros, sobran.

—Lamento que sea ésa su opinión. Y lamento, también, que la falta de tiempo me impida demostrarle que las galanterías nunca sobran. ¿Tiene alguna información que transmitir, Ginevra?

—Sólo ésta —murmuró la joven, extrañándose de que el temblor de su voz y su vergüenza no fueran advertidos por el teniente North—. El veinte de septiembre se atacará por Osmond.

—¿Ataque general?

—Sí; pero se iniciará con fuerzas ligeras para tantear las fortificaciones. Si se hallara demasiada resistencia se suspendería el ataque antes de comprometer el grueso de las fuerzas. En cambio, si las primeras líneas ceden fácilmente, se proseguirá el combate, lanzando todas las reservas sobre la brecha. Aquí está, detallado, todo el proyecto —y Ginevra tendió al teniente un papel en el que se indicaba todo el plan.

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