Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera» (14 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera»
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—Teniente North: mis sentimientos hacia usted sólo han variado en que si antes me era usted indiferente, ahora, en cambio, le odio. Espero que en el pueblo hallará mejor alojamiento. Y no se moleste en replicar que desea quedarse aquí, porque no pienso admitirle bajo mi techo, ni me importaría pegarle un tiro.

—Eso te hace más atractiva a mis ojos, Ginevra. Algún día cambiarás. Espero que en Los Ángeles nos veamos lo suficiente para que puedas darte cuenta de que mi amor vale tanto como el del mejor.

—Tal vez su amor valga tanto como dice; pero yo no opino igual, y si alguna vez llegara a enamorarme de un hombre, puede estar seguro de que ese hombre no se parecería en nada a usted ni a los de su pandilla. Adiós, teniente North. Mañana puede venir a recogerme.

John North se puso en pie, y durante unos segundos contempló, sonriente, a Ginevra Saint Clair; luego, se puso el blanco sombrero y, acentuando la sonrisa, se despidió:

—Hasta mañana, fierecilla. La ira hace hermosas a las mujeres bonitas. Siempre lo he oído decir y ahora lo compruebo.

Ginevra apretó los labios e irguió la cabeza. Sólo la fuerza con que apretaba el libro que tenía entre las manos denunciaba la tempestad que asolaba su alma.

Cuando John North hubo montado a caballo y se perdió por entre los árboles, la joven volvióse hacia su casa y la contempló bañada por los sanguíneos rayos del sol poniente. Era como una casa incendiada o bañada en sangre. De cualquier manera, era un agorero presagio, y Ginevra sintió como si una recia mano le estrujara, hasta secárselo, el corazón.

—Tal vez no regrese nunca más aquí —murmuró.

Capítulo I: Una mujer llega a Los Ángeles

Desde hacía tres horas esperaban en vano los que aguardaban la llegada de la diligencia. Ya no eran sólo los que esperaban algún mensaje o alguna mercancía quienes estaban reunidos frente a la oficina de las diligencias en la ciudad de Los Ángeles. Ahora formaban entre ellos muchos desocupados que, advertidos de la inusitada tardanza del coche correo, y suponiendo que algún grave percance debía de haber ocurrido, no se querían privar del morboso placer de ser los primeros en enterarse de la tragedia o, por lo menos, de cuál había sido la causa de tanto retraso.

Casi al anochecer se oyó, al fin, el inconfundible estruendo de la pesada diligencia avanzando por las mal empedradas calles, entre el tintinear de los cascabeles y campanillas de los caballos. Un momento después desembocó la diligencia en la plaza y se vio que el conductor no era el que se esperaba, sino un comisario de
sheriff
, en cuya plateada estrella se reflejaba el sol poniente.

Apenas se hubo detenido la diligencia, agolpóse en torno a ella la muchedumbre que aguardaba. Todos pugnaban por ver quién iba dentro del carruaje, y los primeros pudieron ver a una mujer de unos veintidós o veintitrés años, que pareció algo afectada por aquella masa de mal afeitados rostros que se asomaban por las ventanillas.

—Hagan sitio —pidió el comisario, desde lo alto del pescante, empuñando su rifle y disponiéndose a bajar.

En cuanto estuvo en tierra, explicó:

—Asaltaron la diligencia a diez leguas de aquí. Mataron al conductor y al guarda. Robaron las joyas de la señora y todo cuanto de valor se traía consignado a Los Ángeles. Ahora dejen bajar a la señora. La pobre ha sufrido ya bastantes sustos para que ahora los aumenten enseñándoles sus asquerosas caras.

Y utilizando la culata de su rifle como instrumento para abrir paso, el conductor de la diligencia trazó un pasillo a través de los curiosos, por el que pasó la viajera, dirigiendo temerosas miradas a su alrededor, especialmente a los indios, mejicanos y barbudos mineros, que constituían la masa principal del grupo.

Una vez dentro de la estación de la diligencia, la viajera no tardó en recibir la visita de Teodomiro Mateos, el jefe de Policía de la ciudad. Llegaba deseoso de averiguar lo ocurrido y para tomar las medidas necesarias.

—Soy Isabel Perkins —explicó la viajera—. Vengo a hacerme cargo de una herencia…

—Bien, bien —interrumpió Mateos—. Permítame que tome nota. Dice que es usted Isabel Perkins, hermana de Edward Perkins…

—Un momento —interrumpió, a su vez, la viajera—. No soy hermana. Fui la esposa de Edward Perkins.

—¡Ah, sí! Ahora recuerdo que el muchacho no tenía ninguna hermana. Aunque es un poco tarde, le ruego que acepte mi más sentido pésame por la muerte de su esposo.

—¿Es usted el señor Mateos? —preguntó la viajera.

—El mismo, para servirla, señora.

—Mi esposo me habló muchas veces de usted.

—Supongo que no lo haría alabándome, ¿verdad? —rió Mateos.

—No, desde luego —sonrió suavemente la mujer—. Me explicó que usted le había dado más de una zurra.

—¡Y con razón, señora!, aunque no esté bien hablar mal de los muertos. Su esposa tenía el feo vicio de robarme las naranjas de mi huerto. Las primeras naranjas, y no sólo eso, sino que, además, me estropeaba todo lo que tenía plantado. Pero lo cierto es que nunca me enfadé tanto como él se imaginaba.

—Creo que sí lo imaginaba, pues en el poco tiempo que duró nuestra unión me dijo varias veces; «Teo (le llamaba a usted así), Teo era amargo por fuera y dulce por dentro, como sus naranjas».

—¡Cuánto tiempo hace que nadie me llama Teo! —suspiró el jefe de Policía, con los ojos brillantes de añoranza—. Crea que he echado mucho de menos a Ed Perkins. Tal vez usted no lo sepa; pero en Los Ángeles tenemos una calle dedicada a su esposo.

—Estoy segura de que la idea partió de usted —declaró la señora de Perkins, clavando en Teodomiro Mateos una profunda y agradecida mirada que hizo subir la sangre al rostro del buen jefe de Policía.

—Pues sí —replicó éste, carraspeando, para ocultar su turbación—. Sí, yo hablé de que era justo que Los Ángeles honrara como era debido a un héroe que durante varios años había tenido aquí su hogar… Claro que todos estuvieron de acuerdo conmigo y el nombre se acordó sin ningún voto en contra.

—Ed se lo agradecerá desde donde se encuentra ahora —aseguró con infinita dulzura la joven viuda, que se había ganado en pocos minutos la admiración más completa del jefe de Policía.

Éste se consideraba ya un obligado protector de la atribulada joven, a la que deseaba ayudar con todas sus fuerzas.

—Cuénteme lo que ocurrió en la diligencia —pidió Mateos.

—¡Fue horrible! —musitó la señora de Perkins—. ¡Espantoso! Jamás creí que pudieran ocurrir cosas semejantes.

—Comprenda, señora, que esto es aún un poco salvaje. Hay pocos habitantes para tanta tierra, y los pocos que han venido de fuera mejor hubieran hecho quedándose en el sitio donde nacieron. Hay mucho bandidaje. Pero aún no me ha contado lo que sucedió.

—Serían las once de la mañana cuando ocurrió todo —explicó Isabel Perkins—. Yo era la única viajera, pero la diligencia estaba llena de bultos, hasta el punto de que casi no podía moverme. El conductor nos había dicho que ya no había peligro de que nos asaltaran los bandidos, cuando, de pronto, se oyeron unos disparos, y el hombre que acompañaba al conductor, y que iba armado con un fusil muy grande, cayó muerto. El conductor detuvo los caballos y levantó las manos en alto. Un momento después vi salir de entre unos árboles a un hombre que vestía como los mejicanos y que llevaba el rostro cubierto por un antifaz negro… El conductor exclamó: «¡Es
El Coyote
!» Entonces, el enmascarado dijo: «Eso no podrás repetirlo», y levantando un revólver, lo disparó, matando al conductor. Yo tuve un susto tan grande que perdí el conocimiento. Cuanto lo recobré me hallé en el mismo sitio, pero a mi alrededor todo había cambiado. Los bultos habían sido tirados al centro de la carretera y estaban deshechos. Mi equipaje también había sido abierto, y de su interior habían desaparecido las joyas y el dinero que llevaba. Lo demás, estaba allí.

—¿Cuánto ha perdido en total? —preguntó Mateos.

—Unos cinco mil dólares —replicó la joven—. Por fortuna, guardé la mayor parte de las joyas y del dinero encima de mí, pues ya me habían advertido que era peligroso llevarlo todo en un sitio. También me advirtieron que era peligroso que los bandidos no encontrasen nada, pues entonces podían intentar registrarme y dar con lo mejor. Por eso puse una parte en el equipaje, y así,
El Coyote
creyó que me lo había robado todo. En realidad, dejó olvidados veintidós mil dólares en billetes y casi otro tanto en joyas.

—Fue usted muy inteligente, señora de Perkins —declaró Mateos—. Sin embargo, hay un punto en el que sospecho que comete usted un error.

—¿Cuál?

—En lo del
Coyote
. Hace tiempo que no se sabía de él que estuviese relacionado con ningún asalto a diligencias. Eso lo hizo en sus primeros tiempos.

—Yo no aseguro que fuese
El Coyote
, señor Mateos —dijo Isabel Perkins—. Sólo puedo decirle que, antes de morir, el conductor de la diligencia lanzó una exclamación y dijo que el enmascarado que tenía delante era
El Coyote
. Si alguien se equivocó, fue él.

—¿Quién conducía la diligencia? —preguntó Mateos, dirigiéndose al comisario que había traído el carruaje hasta Los Ángeles…

—José González… —contestó el hombre—. Creo que tenía motivos para conocer al
Coyote
. Hace años le marcó la oreja de una balazo.

—Pero desde entonces, González había cambiado de vida y era casi un hombre decente.

—Eso sí; pero tal vez
El Coyote
no lo sabía y le mató…

—Es posible. Bien, señora Perkins, tenga la bondad de seguirnos explicando lo que sucedió entonces.

—Cuando recobré el conocimiento y me encontré entre dos muertos y con la diligencia vacía, pensé que lo mejor que podía hacer era marcharme de allí, y como en mi juventud aprendí a guiar caballos, subí al pescante y conduje la diligencia hasta Preston, que, según supe, es un pueblecito minero que va de baja. Allí expliqué al señor —y la joven señaló al comisario— lo ocurrido. Él fue a caballo con otros a recoger los muertos y lo que quedaba del cargamento, y todo junto lo dejaron en Preston… Luego, como yo expliqué que me urgía llegar a Los Ángeles, el señor se tomó la molestia de conducir el coche hasta aquí. Es todo cuanto puedo explicar.

—Por lo que a mí se refiere, señor Mateos, la señora ha dicho la verdad —declaró el comisario de Preston—. En cuanto la señora me contó lo ocurrido, junté una partida de voluntarios y fuimos al sitio donde ocurrió el asalto. Encontramos los muertos y el cargamento tirado por la carretera. Cargamos los bultos y las mercancías en una carreta y lo dejamos todo en Preston. Allí podrán ir a recogerlo sus dueños. Yo me brindé a acompañar a la señora hasta Los Ángeles. Y si no me necesitan, volveré a Preston antes de que se haga de noche del todo.

—¿No descubrió ninguna huella que indicara cuántos eran los asaltantes? —preguntó Mateos.

—Ninguna. El que cometió el robo debía de ir solo, pues no se descubrieron señales de que fueran muchos los asaltantes. Por lo tanto, debe creerse que la señora dice la verdad.

—¿Por qué habría de mentir? —preguntó, ceñudamente, Mateos.

—No he dicho que tuviera necesidad de mentir —replicó el comisario—. Me he limitado a asegurar que no nos engañó. Y si no me necesitan, denme un caballo y ya se lo devolveré.

Mateos ordenó que le fuera prestado un caballo al comisario de Preston, y dirigiéndose a la viajera, preguntó:

—¿Tiene alojamiento elegido en la ciudad?

—Me hablaron de la Posada de no sé qué rey español.

—¿Del Rey Don Carlos? —preguntó Mateos.

—Sí, creo que ése es el nombre —replicó la señora Perkins—. ¿Qué tal posada es?

—La mejor de toda la ciudad. Casi tan buena como las del Este. ¿Ha vivido alguna vez aquí?

—No. Conocí a mi esposo en Washington y nos casamos en seguida. Fuimos a pasar la luna de miel en Saratoga y allí nos sorprendió la guerra. Mi pobre marido acudió en seguida a incorporarse a su puesto. Yo le pedí que no se diera tanta prisa; si me hubiese hecho caso, aún estaría vivo.

—Seguramente. ¿Me permite que la acompañe a la posada? Si no conoce a nadie en Los Ángeles, podré presentarla a las personas principales. Una mujer joven y hermosa como usted debe ir con mucho cuidado. Los Ángeles no es una ciudad tranquila como cualquier otra del Este. Por desgracia, como ya le dije, abundan mucho los elementos peligrosos.

—Le agradezco mucho su ayuda, señor Mateos. ¿Querrá tener la bondad de hacer que alguien lleve mi equipaje a la posada?

Mateos dio las órdenes oportunas par que todo el equipaje de la viajera fuese llevado a la posada a la que Isabel Perkins y él llegaron pocos minutos más tarde.

—Hola, don Ricardo —saludó el jefe de Policía al dueño del establecimiento—. Ésta es la señora Perkins, que ha venido a Los Ángeles y a quien ese endiablad
Coyote
ha hecho víctima de un robo muy audaz.

—¿
El Coyote
? —preguntó Yesares, por cuyos ojos pasó un fugaz relámpago de incredulidad y asombro.

La viajera, que no perdía de vista al propietario de la posada, advirtió la expresión de Yesares y tomó buena nota de ella.

—Le extraña, ¿verdad? —preguntó jefe de Policía—. También a mí. Casi estoy por creer que alguno se ha vestido de
Coyote
para hacer ese trabajo y cargárselo a él. Es tan sencillo el disfraz… Buen don Ricardo, proporcione a la señora una buena habitación. No, no me mire así, ella pagara su gasto, pues
El Coyote
tuvo la cortesía de no registrarla y, por lo tanto, no encontró lo principal, que ella llevaba muy bien escondido.

—No interprete mal mi comportamiento —pidió Yesares a Isabel Perkins—. Soy propietario de un establecimiento y no debo anteponer al negocio la cortesía. Sería ruinoso.

—Lo creo, señor Yesares —declaró la viajera—. Como ha dicho el señor Mateos, puedo pagar mi alojamiento y la comida: Espero que esta noche harán sus cocineros honor a la fama de que disfrutan y nos servirán una apetitosa cena.

—¿Tiene usted invitados, señora? —preguntó Yesares.

—Mal puedo tenerlos si es la primera vez que visito Los Ángeles —replicó Isabel—. El único invitado que puedo tener es el señor Mateos, que espero no se negará a hacerme el inmenso favor de acompañarme esta noche durante la cena.

—Es un honor, señora —aseguró el jefe de Policía—. Pero tendrá que ser al revés. Yo la invitaré a cenar. Soy californiano y no es costumbre entre nosotros que las damas nos inviten.

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