—¡Oh! —exclamó, haciendo un esfuerzo por arrancarse a los brazos que, suavemente, la envolvían en un círculo de hierro que no podía romper—. ¡Suéltame! —pidió, en un susurro. Y sus oídos oyeron, incrédulos, estas palabras que salían de sus labios—: ¡Vida mía!… ¡Te amo!…
Su sangre parecía lanzada a una diabólica danza; era como un oleaje que se entrechocaba, era un flujo y reflujo de pasión que la dejaba incapaz de todo movimiento. Quería arrancarse a aquellos brazos y, al mismo tiempo, deseaba que la ciñeran con más fuerza. Quería huir de aquellos labios y, al mismo tiempo, deseaba que siguieran besándola. Y no quería abrir los ojos porque temía que en los de César de Echagüe hubiese burla o desprecio.
—¡Qué hermosa eres! —murmuró César.
—No me digas nada —susurró Isabel, como regresando de una arrolladora embriaguez—. Por favor, no te burles. Me debes despreciar, ¿verdad?
—¿Por qué? —preguntó César.
—¡Ha sido todo tan sencillo!… ¡Tan fácil!… Acaso creas que siempre…
Los dedos de César cerraron los labios de la joven.
—Calla —dijo—. No digas nada más.
—No sé que me ha ocurrido —dijo Isabel, tratando de hallar una explicación, no para el hombre que la había vencido tan fácilmente, sino para ella, para explicarse aquella fácil derrota—. Estaba segura de mí misma. Creí que me eras simpático y, de pronto… ¿Es así como conquistas a todas las mujeres?
—No… Sólo te he conquistado a ti… o, por lo menos, lo he intentado.
El nombre de la primera esposa de César de Echagüe estuvo a punto de brotar de los labios de Isabel, acompañado de la pregunta de si a ella no le amó tan apasionadamente; pero fue contenido a tiempo. Era mejor no mezclar a la muerta. El poder de los que se fueron es a veces más intenso que el de los que se quedan.
—¿Es verdad la historia que me has contado?
—Lo es —mintió César.
—He temido que fuera una demostración de cómo se conquista a una mujer.
—La demostración está en mi rancho. ¿Quieres verla?
—¿Qué es?
—Los crisantemos amarillos que me pediste. Ya están aquí.
—¿Han llegado del Japón? —preguntó, asombrada, Isabel.
—Los trajeron unos genios alados a quienes pedí ayuda.
—¡Mentira! —rió Isabel, sintiéndose extrañamente dichosa—. ¿Dónde los has obtenido… si es que los tienes?
—Es un secreto. Acompáñame y te los enseñaré.
Abandonando el lugar donde había ocurrido la imaginaría tragedia de amor, emprendieron la marcha hacia el rancho de San Antonio.
La bella Guadalupe les vio llegar y sus ojos se llenaron de rencor al fijarse en la mujer que acompañaba al dueño del rancho. Su instinto femenino le hacía interpretar exactamente la expresión que iluminaba el rostro de la forastera, a la vez que una voz interior le decía:
—Ella ha logrado lo que tú no has podido conseguir.
Al pensar que el rancho de San Antonio podía tener una nueva propietaria, Guadalupe apretó los puños. Y, segura de no poder soportar la visión de aquella intrusa, retiróse al interior de la casa, huyendo de todo encuentro.
Además, había adivinado para quién iban a ser aquellos crisantemos…
—¡Qué hacienda tan hermosa! —exclamó Ginevra Saint Clair, contemplando, llena de admiración, todo cuanto la rodeaba.
César se había retrasado un poco y la observaba algo preocupado.
—Es la obra de mis antepasados —explicó, acercándose a la mujer—. Yo he procurado seguir sus pasos y aumentar la importancia del rancho.
Desmontaron frente a la puerta principal y Ginevra se apoyó en un pilar de mármol. Estaba aún embriagada de emociones. Volvía a sentirse joven. Mucho más joven que en los tiempos en que diera sus primeros pasos en la adolescencia. Ni por un momento pensó que al entrar en aquella casa pudiese caer en un lazo tendido por don César. Sabía que lo de los crisantemos era una mentira; tal vez una excusa para llevarla allí pero no le importaba… ¡Oh, sí, sí que le importaba!… Por eso había aceptado la mentira y había ido a aquella casa; porque ocurriera lo que ocurriese, ella se sentiría feliz. En su existencia, vivida entre tantos hombres, no había habido jamás ninguno. Ninguno podía vanagloriarse de haber sido dueño de aquel cuerpo ni de aquel corazón.
Mientras entraban en la casa, Ginevra empezó a sentir un leve temor a que el pasado pudiese surgir algún día e interponerse entre ella y aquel amor nacido al conjuro de una historia romántica. ¿Y si César de Echagüe llegaba a enterarse de que ella había sido una espía del Sur que, a última hora, traicionó a su causa para conservar la vida? Mas, ¿por qué debía saberlo? ¿Y si se enteraba de que la próxima destrucción del
Coyote
era también obra suya?
No, no ocurriría nada. Don César había demostrado claramente su poco interés por el famoso enmascarado. No lamentaría su desaparición y no era probable que hiciese ninguna investigación para dar con el verdadero autor del golpe que habría terminado con él.
—Voy a enseñarte los crisantemos.
Las palabras de César arrancaron a Ginevra de su sueño.
—¿Qué? Pero… ¿es verdad?
—¿Lo de que te he hecho traer dos crisantemos? —sonrió César—. Ahí los tienes. Estaba demasiado impaciente para proporcionártelos… Si hubiera esperado unos días más, el ramo hubiera sido mayor, pero dentro de diez días tendré otros diez crisantemos iguales para ti.
Ginevra acercóse lentamente al jarrón donde estaban los dos crisantemos amarillos. La sospecha que abrigó al dirigirles la primera mirada se fue confirmando. Los innumerables pétalos y el tallo de las dos flores eran de oro puro. Aquellos dos crisantemos eran un prodigio de orfebrería, y por esto sólo valían una fortuna, aparte de la enorme cantidad de metal que entraba en aquella labor.
—¡Oh, César! —murmuró la joven, volviéndose hacia el dueño del rancho y mirándolo con los ojos muy abiertos—. ¿Por qué has hecho esto?
—Porque deseaba cumplir mi promesa.
Volviéndose de nuevo hacia las metálicas flores, Ginevra acarició los duros pétalos y murmuró:
—No es el valor material lo que importa en ellas… ¿Por qué no? —Preguntó César, y en su voz Ginevra temió adivinar una nota irónica.
—Es demasiado rico —musitó la joven.
—Entonces aún es demasiado pobre. ¿Te lo llevarás?
—Prefiero aguardar a que estén todos los crisantemos hechos —contestó Ginevra—. Entonces te diré lo que puede hacerse con ellos.
César de Echagüe contempló un momento a la mujer que estaba ante él. ¿Cuál era su verdadero secreto? No era una esfinge, sino un ser real, de carne y hueso, de alma y de corazón y, sin embargo, había algo falso en toda aquella apariencia.
—¿Qué hay en aquellas montañas que se ven allí? —preguntó, de súbito, Ginevra, señalando unas montañas que se levantaban a un par de leguas del rancho.
—Son unos hermosos aunque pequeños cañones —explicó César—. ¿Te gustaría visitarlos?
La respuesta de Ginevra fue inmediata; pero no impremeditada. Desde hacía varios minutos estaba deseando alejarse de aquella casa, donde notaba demasiado latente el recuerdo de la primera esposa de César de Echagüe. Aquel fantasma se interpondría siempre entre ellos; pero, como todos los fantasmas, sólo tenían fuerza entre los muros que le vieron vivir en la realidad. En el que fue su hogar, la primera mujer de César de Echagüe hallaría las energías necesarias para manifestarse y ser fuerte. Lejos del rancho de San Antonio, Leonor de Acevedo no podría nada contra la mujer que deseaba sustituirla en el corazón de César de Echagüe.
El cañón del Rocío estaba invadido por las plantas tropicales. Altas palmeras, plantas espinosas, abundantes bejucos, helechos gigantes y un grueso tapiz de hierba que apagaba los pasos de los caballos.
—¡Qué hermoso es! —exclamó Ginevra—. Parece artificial. ¡Es tan distinto de todo cuanto he visto hasta ahora! Parece arrancado de La Florida o de Louisiana y traído aquí para ser despojado de todo lo que en su punto de origen puede resultar feo.
Hacía casi dos horas que caminaban por entre aquella vegetación.
—Ya es la hora de comer —anunció César.
—No tengo apetito. Estoy saturada de belleza… No, no lo digo por mí. Es la belleza que me rodea la que se ha introducido en mi cuerpo y en mi espíritu. No me atrevo a profanar este paisaje de maravilla sentándome bajo una palmera a comer.
—A un cuarto de legua de aquí tengo una cabaña —explicó César—. Se levanta junto a una fuente. La construí hace un año. ¿Quieres que vayamos allí?
Ginevra asintió. Cuando llegaron a la vista de la cabaña, que era una sólida construcción de piedra, con techo de tejas encarnadas, no pudo contener una exclamación de alegría.
—¡Qué bonita!
Cuando cruzaron el umbral, César explicó:
—Eres la primera mujer que entra en ella, Isabel.
Ginevra volvióse hacia el californiano.
—¿Es verdad? —preguntó.
—Lo es, porque al construirla pensaba en ti y no quise que nadie te precediera.
Estas palabras halagaron a Ginevra, quien, riendo como una niña, dióse prisa en repartir sobre la mesa los alimentos que César había hecho preparar.
A las cuatro de la tarde terminaron de cenar, y en aquel momento el rayo de sol que penetraba por una de las ventanas de la cabaña fue perdiendo en intensidad hasta apagarse por completo. Los dos corrieron a ver la causa de aquel incidente, y descubrieron el cielo lleno de densas nubes que lo iban cubriendo rápidamente. Un viento frío y húmedo encajonóse por el cañón.
—Va a llover —dijo Ginevra.
Una gota gruesa y caliente reventó contra el marco de la ventana, salpicando el rostro de los dos, que estaban asomados a ella. En seguida otras gotas siguieron a la primera y César corrió a meter los caballos en la pequeña cuadra adyacente. Apenas hubo cerrado tras él la puerta de la cabaña, la lluvia torrencial desbordóse sobre la tierra.
—Sospecho que el profeta indio estaba equivocado —sonrió César.
—¿De veras estuvo equivocado? —preguntó, sonriente, Ginevra.
César comprendió la sospecha de la joven y sonrió.
—Te aseguro que estaba convencido de que haría buen tiempo —dijo—. Si lo prefieres, me marcharé a buscar una carreta donde puedas ir más cómoda.
—¿Por qué dices esto? —preguntó Ginevra.
—Por si no querías quedarte aquí, conmigo.
Ginevra le miró a los ojos.
—Prefiero quedarme —dijo.
La estancia se llenó del olor de la tierra caliente enfriada por el agua de la lluvia. Ginevra la aspiró fuertemente, como un perfume exótico y turbador. César, detrás de ella, levantó lentamente las manos hasta posarlas en los hombros de la joven. Ginevra sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo. Con todos los nervios en tensión y la mirada fija en un punto vago, aguardó, anhelante.
La suerte estaba echada. Ya no podía retroceder. No podía ni quería. Desde el primer instante había tenido el convencimiento de que su viaje a California sería de una importancia definitiva. Lentamente volvióse hasta quedar frente a César. Los dos se miraron largo rato y, cada uno, leyó la verdad en los ojos del otro.
La lluvia aumentaba en intensidad. Por el fondo del cañón corrían ya las fangosas aguas. El rumor de la tempestad era cada vez más intenso. La oscuridad iba en aumento.
A las ocho de la noche comenzó a amainar la tormenta. A las nueve había cesado por completo. A las diez, la luna surgió de detrás de una barrera de nubes que se iban alejando impelidas por la fuerza del astro nocturno. A las once, el cielo estaba limpio de nubes. La luna flotaba plácidamente, rodeada de plateadas estrellas. En la cabaña del Cañón del Rocío no brillaba ni una luz; pero en la cuadra, tres caballos esperaban, sin impaciencia, el momento de regresar al rancho de San Antonio.
En éste, la joven Guadalupe, sentada junto a la ventana de su cuarto, también aguardaba en vano, con la mirada llena de trágica expresión fija en la alameda que conducía al rancho.
Fueron las primeras luces del día las que vieron, al fin, a César de Echagüe y a Ginevra Saint Clair… Estaban frente a la posada del Rey Don Carlos. El californiano tenía entre las suyas la mano de la mujer a quien estaba despidiendo.
En los ojos de Ginevra había una intensa felicidad. Ya no dudaba del amor de aquel hombre, el primero y el único de su vida.
—¿Hasta luego? —preguntó.
—Sí —contestó César—. Esta noche cenaremos juntos.
—¿En la posada? —preguntó Ginevra.
—No, en mi casa.
—Prefiero volver a nuestra cabaña —murmuró la joven.
—¿Sabes lo que voy a hacer en seguida? —preguntó César.
Ginevra movió negativamente la cabeza.
—No.
—Compraré todos los terrenos del Cañón del Rocío y lo convertiré en nuestro jardín.
Ginevra estrechó con más fuerza la mano de César y le dirigió una mirada de profundo agradecimiento. Luego entró en la posada.
César, en la calle, quedó solo y, al emprender el regreso al rancho, llevaba en el rostro una expresión de inquietud y de duda. No, aquella mujer no era una aventurera vulgar. Si acaso…
Ginevra Saint Clair subió lentamente a su habitación. Sus pensamientos estaban violentamente impregnados de los recuerdos de las últimas horas. Sí, la suerte ya estaba echada. Pero ¿no debía ella haber explicado toda la verdad? ¿Cómo reaccionaría después, cuando llegara a saberla, César?
Pero ¿era completamente necesario que lo supiese? ¿No podría ocultarle siempre su pasado?
En el momento en que cruzó el umbral de su habitación, Ginevra comprendió que no estaba sola.
—Buenos días, Ginevra Saint Clair —saludó una voz.
—Buenos días, teniente —replicó fríamente Ginevra—. No esperaba que llegara usted tan pronto.
—Me han traído las noticias que me han dado. Dicen que la señora de Perkins no hace absolutamente nada de nada, excepto coquetear con ese caballerito ridículo que se llama don César de Echagüe.
—No creo que mi vida íntima le importe nada a la banda de la Calavera —replicó Ginevra—. ¿O acaso sí?
—Ya sabe usted, señorita Saint Clair, que hay alguien en la banda de la Calavera que se interesa profundamente por todo cuanto se refiere a usted y, sobre todo, a su vida íntima.
—Pierde usted el tiempo, teniente North —advirtió Ginevra—. Entre nosotros sólo puede haber relaciones… comerciales. No nos apartemos de ellas y así los dos saldremos beneficiados.