Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera» (13 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera»
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El veinte de septiembre, en Osmond, quedaban copadas las mejores divisiones confederadas, cogidas en una sólida tenaza. En el momento en que iba a ver coronada su carrera con una victoria definitiva, el general MacNair recibió en el corazón un balazo que terminó con su gloriosa carrera.

Cuando Ginevra Saint Clair supo la noticia de la muerte de MacNair, respiró aliviada. Su secreto quedaba enterrado para siempre.

Pero esto sólo era un deseo ferviente de Ginevra Saint Clair, aunque el curso de los años, sin que nada ocurriese, le fue devolviendo la tranquilidad y el convencimiento de que su culpa quedaba enterrada para siempre en la tumba del general Alejandro MacNair.

Retorna el pasado

Al terminar la guerra, Ginevra Saint Clair había podido comprar, por muy poco dinero, una vieja plantación de azúcar en Barataria Bayon, en el sureste de Louisiana. Poseyendo lo suficiente para vivir sin apuros, la joven dejaba deslizarse los días en una blanda holganza, pasando muchas horas sentada al pie del enorme roble que se levantaba frente a la casa, y de cuyas centenarias ramas pendían, como jirones de materializada niebla, grandes masas de «musgo español».

En la empobrecida región, Ginevra era considerada como una mujer riquísima, y los pocos que conocían algunas de sus actividades durante la guerra la consideraban, además, como una heroína nacional. Cuando para ayudar a sus vecinos, Ginevra adquirió unas cuantas barcas para la pesca de la gamba y estableció un par de factorías secadoras del preciado crustáceo, su popularidad aumentó aún más, ya que, gracias a su ayuda, pudieron remediar su situación muchos veteranos de la campaña.

Una tarde de junio de 1870, Ginevra fue interrumpida en la lectura de un interesante libro por el lejano galope de un caballo. Al levantar la cabeza vio cómo un jinete se detenía al otro lado de la vieja cerca que rodeaba el edificio de la plantación.

Era un hombre alto, enjuto, vestido con una levita y pantalones blancos, sombrero ancho, del mismo color, siendo las únicas notas oscuras la negra corbata y los zapatos, también negros.

Ni por el tipo ni el traje resultaba aquella figura extraña en Louisiana. Sin embargo, a Ginevra el corazón le latió con más violencia, como presintiendo en aquel visitante un peligro.

El hombre dejó el caballo al cuidado de un negro chiquillo que hasta entonces había estado ocupado en la deliciosa tarea de dar fin a una sandía que, por lo alargado de su forma, parecía un enorme pepino de roja carne. Como el forastero acompañó la entrega del caballo de la donación de medio dólar, el apático negrito cobró vida desde las puntas de los pies a las pupilas, y entregóse a una exhibición de zapateado que acompañó de grandes vítores y deseos de prolongada salud para el dadivoso visitante de Ginevra Saint Clair.

Ésta, de pie, trataba de localizar en sus recuerdos al recién llegado. A pesar de que aún no podía verle con exactitud, especialmente porque para defenderse de los rayos del sol llevaba el sombrero caído sobre los ojos, Ginevra estaba segura de que aquel hombre y ella se habían encontrado en otros lugares y en otros tiempos.

Sólo cuando el recién llegado estuvo a unos cinco metros de ella y se echó hacia la nuca el sombrero, la joven le reconoció.

—¡Teniente! —exclamó.

Miraba llena de incredulidad al que durante la guerra había sido teniente John North, de la guerrilla de Quantrell.

—Buenas tardes, señorita Saint Clair —replicó el forastero—. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que nos vimos por última vez! Apuesto a que usted me había olvidado por completo. En cambio, yo ni la he olvidado ni podré olvidarla jamás.

—Muchas gracias, si debo interpretar sus palabras como un cumplido —dijo fríamente Ginevra.

—No parece alegrarse mucho de mi visita —observó irónicamente North.

—Veo que viste usted con sobrada elegancia y que, por lo tanto, no cabe suponer que le traiga aquí la necesidad. Siempre estoy dispuesta a ayudar a los antiguos amigos, si les veo en un apuro.

—En un apuro estoy, señorita Saint Clair. Por eso he acudido a usted.

—¿Necesita dinero?

—No, puede usted conservar los treinta mil dólares que le regaló el nunca suficientemente llorado MacNair.

—Creo que confunde el nombre —observó Ginevra, sin alterarse.

North negó con la cabeza, y aunque no le había invitado, sentóse en un tronco frente a Ginevra.

—No me equivoco, señorita. Fueron treinta mil dólares, y los recibió poco después de nuestra última entrevista que, si no recuerdo mal, precedió en unos quince o veinte días a la desgraciada batalla de Osmond.

—Tiene usted buena memoria —dijo Ginevra, y mirando hacia el Oeste agregó—: le aconsejo que si quiere llegar al pueblo antes de que se haga de noche, marche en seguida. Estas tierras son muy pantanosas, y quien no las conoce puede perder el camino y hundirse para siempre en alguno de los pantanos.

—Es una hermosa y elegante manera de despedirme, Ginevra; pero pierdes el tiempo. —La voz de North se había endurecido—. Yo no soy un caballero del Sur de aquellos de anteguerra, que se pasaban la vida atentos al menor capricho de las damas. He venido a verte porque te necesito, y no me marcharé sin lograr lo que he venido a buscar. ¿Entiendes?

—Olvida usted, teniente, que en mi casa hay los suficientes criados para que entre todos le echen como se merece. Adiós.

Ginevra se puso en pie; pero North le cerró el paso.

—¿Has olvidado tu traición, Ginevra? —preguntó, con duro acento—. ¿Crees que nos engañaste a todos? Pudiste engañar a aquellos torpes caballeros que se creían que la guerra era una oportunidad para lucir su valor y su exquisita aristocracia. Nosotros fuimos distintos. Tú, yo y otros muchos supimos ver en la guerra un medio de enriquecernos. No lo hicimos mal, ¿verdad?

—A juzgar por lo que ha sido de los principales miembros de la guerrilla, no lo habéis hecho mal del todo —replicó Ginevra—. Jesse James es un bandido famoso, y cierto John North es bastante nombrado. Creo que manda una banda de nombre muy tétrico.

—La «Calavera» —sonrió North—. No soy el único en mandarla. Hay otros. Entre ellos el propio James; pero yo soy el jefe principal. Hacemos muy buenos negocios, aunque nunca hemos ganado treinta mil dólares con el poco riesgo que tú corriste para conseguirlos. Claro que sería mejor que hablásemos dentro de casa, ¿no? O tal vez tenga menos oídos este sitio que las paredes de tu casa.

—¿Qué quieres de mí, North?

—Empiezo a ver que estás dispuesta a entrar en razón. Lo que quiero es muy poca cosa. Pero antes de pedírtela quiero contarte una historia. Existe en el Sur una poderosa organización nacionalista o confederada, que se dedica a frenar los impulsos de los negros, que se han creído dueños y señores de los que antes fueron sus amos. Pero sus actividades no se limitan a eso. Son muy aficionados a hacer pagar las culpas a los traidores a quienes consideran culpables de la derrota del Sur. ¿Sabes a quién me refiero?

Sintiendo como si un puñal de hielo se le hundiera en el corazón, Ginevra respondió:

—¿El Ku Klux Klan?

—Sí; veo que no te es desconocido. Hasta es posible que colabores con ellos y les proporciones algún dinero. Sí, seguro que lo haces. En ese caso ya debes saber cómo se portan con los traidores. ¿Te imaginas lo que harían contigo si supieran que la información que remitiste acerca del ataque por Osmond era completamente falsa? Y peor que falsa, era suministrada por el propio general MacNair. Serían implacables contigo. Te quemarían viva o harían algo peor.

Ginevra había palidecido intensamente. Aquella amenaza la había sentido sobre su cabeza durante los últimos cinco años. ¿Qué sería de ella si los patriotas del Sur llegaban a conocer su traición? Y desde que los encapuchados del Ku Klux Klan entraron en acción, aquel peligro se le apareció cada vez más grande. Por eso colaboró con la banda, proporcionó dinero y cobijó a sus miembros más perseguidos e hizo lo humanamente posible por congraciarse con ellos. Se sabía apoyada por todo el Ku Klux Klan; pero sabía también que todo lo conseguido se reduciría a nada en cuanto sus amigos de ahora supieran su comportamiento de cinco años antes.

—¿Quieres dinero? —preguntó con voz débil.

North negó alegremente con la cabeza.

—Al contrario, te ofrezco otros treinta mil dólares, Ginevra. No necesitamos tu dinero. En realidad, nos sobra dinero.

—Entonces, ¿qué necesitáis?

—Te asombrarás cuando te lo diga. Necesitamos a la señora de Perkins. ¿La recuerdas? Era una joven viuda que perdió a su marido a las puertas de Washington. Tú la representaste durante varios años.

—Pero se descubrió la verdad.

—La señora de Perkins no se molestó nunca en comunicar a toda la nación que ella estuvo durante toda la guerra prisionera en Richmond, en tanto que Ginevra Saint Clair ocupaba su puesto ante el mundo. En realidad, puedes recobrar su identidad en cuanto quieras.

—¿Es que la guerra se ha reanudado? —preguntó Ginevra.

—No; pero existe otra guerra en la que estamos metidos muchos de tus antiguos amigos. Tenemos un terrible enemigo a quien necesitamos vencer, so pena de ser vencidos por él.

—¿Qué enemigo es ése?


El Coyote
.

—¿
El Coyote
? —Ginevra reflexionó unos instantes—. ¿No es un bandido mejicano?

—Californiano, nada más. Y no es un bandido. Al contrario, se ha tomado desde hace años la terrible molestia de acabar con los bandidos.

—¿Y quién es en realidad ese
Coyote
?

—Esa pregunta contesta a la que antes hiciste. Para averiguar quién es en realidad es por lo que te necesitamos. Si supiésemos quién era
El Coyote
, acabaríamos con él; pero no lo sabemos. Nadie le conoce. Nadie, que esté vivo, ha visto su verdadera cara. Los que le conocieron murieron, sin poder revelar a nadie su descubrimiento.

—¿Qué os ha hecho?

—Entre otras cosas, desorganizó la banda de Los Ángeles. Allí es donde él actúa principalmente. No hace mucho nos hizo perder una fortuna de veintitantos millones que ya teníamos en las manos. Además, a causa de aquello murieron casi todos nuestros hombres en una batalla campal que se desarrolló en plena plaza Mayor. Queremos exterminarlo; porque si continúa como hasta ahora, seremos nosotros los exterminados. Los esfuerzos que hemos hecho para descubrirle han sido inútiles. Nos ha burlado siempre. Y de cada batalla hemos salido muy derrotados. Tú, una espía que ha sabido, durante cuatro años, descubrir tantos secretos, nos puedes ayudar mucho. Si logras decirnos quién es
El Coyote
, recibirás, además de los treinta mil dólares, un premio de otros veinte mil. ¿No te parece bastante?

—Pero siempre estaré en vuestras manos y podréis sacarme todo lo que queráis.

—No, Ginevra. Nosotros no somos románticos. Nos tiene sin cuidado la derrota del Sur. Ten en cuenta que si Lee hubiera triunfado, una de sus primeras labores habría sido la de acabar con todos los miembros de las guerrillas de Quantrell. Nos odiaban tanto los confederados como los federales, pues, en realidad, Quantrell y nosotros hicimos nuestra guerra, no la de los propietarios de esclavos, del Sur. Por lo tanto, si nos ayudas, agradeceremos tu ayuda y te dejaremos tranquila.

—Y si no os ayudo, me denunciaréis al Ku Klux Klan, ¿no?

—Así es. Ten en cuenta que todo te aconseja ayudarnos.

—¿Y si yo te invitara a cenar en mi casa y agregara al champán que te daré una buena dosis de veneno?

—Me matarías; pero Jesse James y los demás saben la verdad, y quizá entonces no fuese el Ku Klux Klan quien terminase contigo. Sería la propia banda de James y la de la «Calavera» la que terminarían contigo. Y tal vez en tus últimos momentos lamentaras que no fuera el Klan el realizador de la venganza.

Ginevra Saint Clair inclinó la cabeza. Al cabo de más de cinco años volvía a enfrentarse con una situación análoga a aquélla en que se encontró cuando el general nordista la puso ante el dilema de elegir entre la horca o la traición a su causa.

Pero ¿era idéntica la situación? Al fin y al cabo, cuando traicionó al Sur hizo traición a una causa que le era querida. ¿Era el mismo el caso del
Coyote
? A aquel hombre ella no le conocía. Sabía que se trataba de un bandido o, por lo menos, de un hombre odiado por muchos, querido sólo de los mejicanos y californianos. Si llegaba a descubrir su identidad, ¿qué valía su vida ante la suya propia?

—Está bien, teniente North —dijo, al fin.

—¿Aceptas? —preguntó, con mal disimulada alegría, North.

—Acepto. No me queda otro remedio.

—Siempre confié en que el buen sentido se impondría, Ginevra. Eres tal como yo te había imaginado. ¡Ojalá quisieras unirte a nuestra banda!… No serías la única mujer en ella… Tenemos a Belle Shirley Starr, la hermana del capitán Edward Shirley, de nuestra guerrilla. ¿Le recuerdas?

—Sí. Y recuerdo también a esa Belle.

—Veo que no la admiras. Desde luego, no es precisamente una dama: pero sí resulta muy útil. Tú nos ayudarías mucho más.

—¿Por qué no os valéis de ella para descubrir al
Coyote
? —preguntó Ginevra.

—Porque
El Coyote
la debe de conocer. No hace mucho, Belle fue expulsada de Los Ángeles por las autoridades de allí. No nos puede servir para ese trabajo, que ella es la primera en desear ver realizado.

—Lo siento. ¿Cuándo debo empezar?

—Mañana. La señora de Perkins se dirige a Los Ángeles para recoger una importante herencia. No llegará allí, porque la diligencia que la conduce será asaltada, ella detenida, y así podrás, por segunda vez, adoptar su personalidad… Ha sido una suerte muy inesperada y oportuna la de esa reaparición en escena de la señora Perkins. Supongo que aún conservas toda tu documentación y todos los datos que te fueron entregados por el servicio de espionaje de la Confederación, ¿no?

—Sí, aún los conservo.

—Pues entonces nada te impide ponerte mañana por la mañana en camino hacia California. En Nueva Orleans puedes embarcar hacia Veracruz, y desde allí, pasando por Ciudad de Méjico, llegarás a Los Ángeles. Una vez allí, empieza a trabajar.

—¿Debo ir preguntando a la gente quién es
El Coyote
? —observó Ginevra.

—Ahorra las ironías. Yo te acompañaré hasta Veracruz. Durante el viaje te iré explicando las principales hazañas del
Coyote
, cómo y cuándo ocurrieron y los lugares en que se le ha visto con mayor frecuencia. Uno de los sitios que aparecen más relacionados con él es la posada del Rey Don Carlos, una especie de hotel de lujo de Los Ángeles, propiedad de un californiano llamado Ricardo Yesares. La asociación del
Coyote
con dicho lugar parece muy íntima. Pero dejemos de momento esta conversación que podremos reanudar durante la travesía del Golfo de Méjico, y hablaremos de nosotros. Ginevra, es la primera vez que nos vemos sin estar ligados por las relaciones militares. Ya no soy el hombre que era enviado por el Gobierno confederado a recoger los informes que la famosa espía Ginevra Saint Clair había reunido. Ahora puede decirte que siempre he estado loco por ti…

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