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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Siete días de Julio (22 page)

BOOK: Siete días de Julio
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Ocupó su asiento y recibió de manos del maître la carta con las especialidades de la casa. Una buena parte de Barcelona, del país, se moría de hambre, vivía con el racionamiento real y el estraperlo utópico. Pero allí, los ricos de Barcelona podían gastarse veinticinco, treinta o cincuenta pesetas comiendo como si el mundo continuase girando sin que hubiera pasado nada. No se atrevió a pasarse. Por decencia, por ética, por los compañeros que seguían en el Valle de los Caídos.

Cuando regresó el maître le pidió un potaje y una carne. ¿Vino? No, gracias.

Era lo más caro.

Primero comió. No iba a estropear una ingesta alimenticia tan cara, con carne, ¡carne!, incluida. Apuró los dos platos, comprendiendo, en parte, su precio, porque estaban exquisitos, y al reaparecer el camarero que se los había servido para preguntarle si tomaría un postre o pasaba directamente al café, lo aprovechó.

La foto de Celia ya estaba sobre la mesa, y a su lado, veinte pesetas.

—¿La reconoce?

El hombre, menudo y entallado en su uniforme con delantal blanco, echó un vistazo a la imagen de Celia.

—La he visto algunas veces por aquí —las veinte pesetas desaparecieron discretamente—, aunque no en estas últimas semanas.

—¿Está seguro?

—Bueno… —Le echó otro vistazo—. La fotografía no le hace mucha justicia, o será antigua. En persona era mucho más guapa.

—¿Vino siempre con el mismo hombre?

—Sí.

—¿Lo recuerda a él?

—Con una mujer así uno no se entretiene demasiado en su acompañante. —Hizo un gesto de inseguridad.

—Haga un esfuerzo.

—Cabello color panocha, algo rizado, algunas canas, muy bien vestido, ojos pequeños…

Álvaro Gomis.

—¿Sabe cómo se llamaba ese hombre?

—No, no señor, lo siento. No conozco a los clientes.

—¿Cuándo fue la última vez que los vio?

—No podría decírselo. Unas semanas, dos, tres, cuatro…

—He oído decir que se produjo una pelea, o un altercado, aquí mismo, con él de protagonista.

—Sí, de eso me acuerdo bien.

—¿Qué pasó?

—Me acuerdo porque fue imposible no verlo u oírlo, pero el que les atendió ese día fue Felipe.

—¿Quién es Felipe?

—Aquel de allá. —Señaló discretamente a un compañero suyo que llevaba varios platos a una de las mesas de su derecha.

—¿Podría decirle que quiero hablar con él?

—Desde luego, señor.

Lo vio dirigirse a su amigo Felipe. Hablaron apenas un instante después de que sirviera los platos. El segundo camarero miró en su dirección. Era más joven y más alto, con ojos impertinentes y un aire de seguridad que se hizo más patente al caminar a su encuentro con una sonrisa cincelada en los labios. Para cuando llegó a la mesa, otras veinte pesetas esperaban al lado de la foto de Celia.

El hombre reparó en ellas tanto como en la imagen, pero todavía no las cogió.

—Buenas tardes.

—Hábleme de la pelea que protagonizó el acompañante de esta mujer hace unos días —fue al grano Miquel Mascarell.

—Esa señora era muy guapa, vestía con elegancia. Una dama. —Puso un dedo sobre la foto—. Un caballero de otra mesa se les acercó y la llamó por un nombre que no era el suyo.

—¿Patricia?

—¡Sí! —Le brillaron los ojos—. Pensé que era un nombre romano o algo así. Patricia. Yo estaba a su lado, ¿sabe? Tan cerca como lo estoy ahora de usted.

—¿Qué sucedió?

El hombre miró subrepticiamente en dirección al maître. Que dos camareros estuvieran juntos al lado de un comensal no tardaría en levantar sospechas. No era cuestión de perder el tiempo.

—El señor que llamó Patricia a la señora se dio cuenta de su error. Primero se la quedó mirando, luego abrió unos ojos como platos y finalmente frunció el ceño. Pero en lugar de excusarse con ella y con su acompañante, lo que hizo fue echarse a reír, sin el menor pudor. Entonces dijo algo que molestó a la pareja de la señora.

—¿Lo recuerda exactamente?

—Le dijo al hombre que era patético y que así era como se acostaba con su cuñada.

—¿Ésas fueron sus palabras?

—Una por una.

—¿Y eso fue todo?

—No. —Dirigió una segunda mirada en dirección al maître al darse cuenta de que su superior ya había reparado en ellos—. El acompañante de la señora tomó su copa de vino y se la echó a la cara.

—¿Respondió el agredido?

—No.

—¿No?

—Se río aún más y repitió su insulto. Le llamó patético. Ésa fue la palabra: patético. Después regresó a su mesa sin dejar de sonreír, sin importarle que tuviera el traje manchado de vino, y como puede imaginarse aquí se hizo el silencio. Fue todo un espectáculo.

—¿El insultado hizo algo más?

—No. A los dos minutos abonó la cuenta y se marcharon, él y la señora. Ya no les he vuelto a ver por aquí.

—¿Cómo era ese hombre, el que confundió a la señora con la tal Patricia?

—Bajo, cabello peinado con raya en medio, rechoncho…

—¿Sabe los nombres de esas personas?

—No.

—¿Alguien…?

—El maître, pero él no se los dirá aunque le dé cien pesetas. Es un hijo de puta…

—¡Cállate! —le dijo el otro—. ¡Y cuidado, viene hacia aquí!

El segundo camarero puso una mano sobre las veinte pesetas. Cuando la retiró, ya no se encontraban sobre la mesa.

Miquel Mascarell puso la servilleta encima de la foto de Celia.

—¿Algún problema? —preguntó exhibiendo la mejor de sus sonrisas el encargado del restaurante al detenerse junto a sus dos empleados, pero dirigiéndose a su comensal.

—No, no. —Hizo un gesto de cortesía—. Les felicitaba por lo exquisito de la comida y por el servicio. Quería hacerlo extensivo a este otro joven.

El maître se inclinó un poco más.

—A su servicio, señor. Ni que decir tiene que nos gustaría contarle entre nuestros clientes más asiduos.

—A mí también me gustaría. —Sintió una punzada en el estómago pero más en su bolsillo—. ¿Podría traerme la cuenta?

—Desde luego, señor.

Los dos camareros ya habían iniciado la retirada con sus propinas. Miquel Mascarell esperó a que el maître fuera a por su nota para guardarse la fotografía de Celia. Una vez desaparecida en el bolsillo de su chaqueta se juró no inmutarse cuando viera la cuenta de su ágape.

No se inmutó.

Salió de Las Siete Puertas como un señor para el que es de lo más normal comer en el mejor restaurante de Barcelona gastándose el dinero con el que muchos debían alimentar a sus hijos durante varios días.

29

Seguía disponiendo de casi cuatro horas.

Regresó a las Ramblas y caminó por el paseo central en dirección a la plaza de Cataluña. Se gastó cuarenta céntimos en La Vanguardia y se sentó unos minutos en una de las sillas del paseo. Las seis fotografías de la portada ofrecían una sucinta miscelánea internacional, sin Franco en ninguna de ellas. El presidente Perón saludando a su homónimo chileno, una recepción en la embajada de Chile con el conde de Motrico y el vicepresidente de la República Argentina posando con sus esposas, una fotografía de un barco cargado con exiliados judíos que trataban de llegar a Palestina y habían sido interceptados en alta mar, ecos del golpe terrorista de Birmania y una instantánea del presidente de Irlanda saludando a un campesino. Sin duda la más destacada era la del barco, conocido ya como Exodus 1947. La marina británica no le había dejado llegar a Haifa. El mundo seguía convulso, con gritos de independencia y cambio en algunos países, revueltas en los más jóvenes y todavía muchas naciones buscando su espacio en el nuevo orden.

Mientras otros, viejos, como España, se sepultaban una vez más en el suyo, en la oscuridad de la prehistoria.

Leyó el periódico por encima.

Sin concentrarse demasiado.

Pasó por las secciones habituales, las informaciones del extranjero y la nacional, la vida de Barcelona, los deportes, las necrológicas… En una de ellas ponía «…Falleció repentinamente a los setenta y seis años de edad, habiendo recibido los auxilios espirituales y la bendición apostólica». Se preguntó cómo era posible «morir repentinamente» y al mismo tiempo haber recibido «el auxilio espiritual y la bendición apostólica».

Logró sonreír.

Quizás la muerta llevase a un sacerdote perpetuamente al lado y en el último segundo…

En la antepenúltima página tropezó con la cartelera de cines y teatros. No conocía ninguna de aquellas películas. Era un marciano. Estaba en el corazón de Barcelona y cerca tenía un puñado de cines, el Cataluña, el Ramblas, el Avenida de la Luz, el Maldá, el Palacio del Cinema… Todos eran ya locales refrigerados. En todos se proyectaba el último invento del franquismo, el No-Do, a la mayor gloria del régimen. Leyó los títulos de aquellas historias inventadas, algunas españolas, la mayoría americanas:
Morena Clara
, con Imperio Argentina;
Sucedió en China
, con Clark Gable;
Los tres mosqueteros
, con Cantinflas;
Oro y marfil
, con Nati Mistral y Mario Cabré;
Es mi hombre
, con Tyrone Power;
¡Qué verde era mi valle!, La vida empieza hoy, Flor silvestre, Su última danza, El rayo del terror, El signo del Zorro, Viudas del jazz, Lo que piensan las mujeres, Diez héroes de West Point, Siguiendo mi camino, La monja alférez
… En muchos cines se anunciaban varietés, los mejores espectáculos, el complemento perfecto para las sesiones continuas, canción española, circo…

¿Por qué no una evasión que le impidiera pensar demasiado? La última vez que había ido al cine fue con Quimeta.

Cerró el periódico. Tanto le daba una película como otra. Eso era lo de menos.

Acabó de subir Ramblas arriba y llegó al Cataluña. Las entradas costaban desde tres pesetas con diez céntimos a cinco pesetas. Le dio este último importe a la taquillera y se coló dentro. Eran las cuatro y cinco, así que el programa doble llevaba una hora en marcha.

Aquella penumbra.

El olor.

Ya tenía los ojos húmedos en el momento de sentarse.

Luego, en la soledad del cine, en la protectora oscuridad refugio de tantos silencios, rompió a llorar por segunda vez desde su llegada a Barcelona.

Estaba en un cine.

En un cine de Barcelona.

Solo.

Fue incapaz de concentrarse. Ya no podía. Incluso llegó a marearse un poco por el cúmulo de imágenes, el sonido. La primera película se titulaba Mar adentro. La segunda Los dos rivales. Vio las dos mitades, la segunda parte de la primera y la primera parte de la segunda. Tampoco le importó. Lo único que quería era sentarse y recordar.

Bendito cine.

¿Cuántas evasiones tenían ahora los españoles salvo el fútbol? Salió del Cataluña a las seis y veinte, por si tenía que ir a pie hasta su cita en Consejo de Ciento con Nápoles, o por si prefería llegar pronto y apostarse en la calle para ver quién entraba en el edificio, si es que entraba alguien y no estaba ya arriba. Decidió usar un transporte público, metro, trolebús, tranvía… Cruzó la plaza, subió el tramo comprendido entre Caspe y Gran Vía, dejando atrás el Navarra todavía con poco ambiente, y alcanzó esta última.

A él se lo encontró poco antes de llegar a la parada del tranvía. Era un hombre joven, todavía a un paso o dos de la treintena, cabello muy corto, bien peinado y pegado a la cabeza, bigotito, rostro alargado, traje sencillo pero correcto, corbata. Llevaba un maletín bajo el brazo.

Fue el aparecido el que le detuvo.

—¿Señor Mascarell?

Se tropezó con su sorpresa, sus ojos dilatados, la leve sonrisa aflorando en su semblante.

—Sí.

—¿No me recuerda?

Le observó un poco más detenidamente. Quizás sí, en otro tiempo. Siempre en otro tiempo.

Lo cual equivalía a hablar de «antes de la guerra», diez años atrás.

—¡Soy Valeriano, el hijo de la señora Carmen! ¡Valeriano Sierra Vilá!

Vivían en la misma escalera, y él era un joven adolescente que se había ido a la guerra mucho antes de que…

—¡Valeriano, muchacho!

No le dio la mano. Lo abrazó. Fue algo espontáneo. Roger había muerto en el Ebro. Que otros hubieran logrado sobrevivir contaba, y mucho. Cuando se separaron y volvió a mirarle casi no pudo creerlo.

—¿Cómo estás, hijo?

—Bien, ya ve.

—¿Y tu madre?

—Como siempre, quejándose por todo.

—¿Qué es de tu vida?

—Me casé —dijo y le enseñó la alianza en el dedo corazón de su mano izquierda.

—¿Cuándo?

—El año pasado. —Sus ojos brillaron—. ¡Estoy esperando un hijo para mañana o pasado!

—¿En serio?

—Yo pienso que nacerá el sábado, el 26. Si es chico le llamaremos Jordi, y estoy seguro de que lo será. Mi mujer se llama María.

Le miró como si estuviera loco.

Pero no lo estaba.

Franco no duraría siempre, ni la dictadura. Quizás sí hubiera un futuro, en alguna parte.

—Enhorabuena, Valeriano.

—¿Y usted?

—Estuve preso, pero me liberaron hace unos días.

—Lo siento.

—Ya no importa. Pasó. ¿Y tú?

—Yo me presenté al acabar la guerra, qué remedio. —Miró a su alrededor con cierta prevención, casi miedo—. Me hicieron repetir el servicio militar, ¡tres años!, y luego…

—¿Trabajas?

—En la Mutua General de Seguros. Calle Balmes esquina Gran Vía.

—La conozco. Un buen sitio.

—Los tiempos de todas formas están malos. —Le recordaba ligeramente tartamudo y al pronunciar las palabras «tiempo» y «todas» se le enganchó la lengua con la te—. Trabajo en la Mutua por las mañanas, hago horas extras por la tarde en otra compañía, y entre horas vendo joyas.

—¿Cómo que vendes joyas?

—Legal, ¿eh? —Alzó su mano libre—. Nada de estraperlo. Un comerciante me deja su material y tengo mi clientela. Cuando alguien quiere algo, lo mismo. Voy, saco tres o cuatro modelos, los llevo al cliente, él escoge y ya está. ¡Servicio a domicilio! El precio es mucho mejor que en la tienda y se puede pagar a plazos. —Se le iluminaron los ojos—. ¿Quiere ver algún reloj o colgante? Aquí llevo algunas cosas preciosas.

No le dio tiempo a decirle que no, que tenía prisa. Valeriano Sierra abrió el maletín sin importarle que estuvieran de pie, sacó un rolo de tela acolchada, lo desplegó sobre él y le mostró cuatro relojes, tres gargantillas y tres nomeolvides además de piezas más pequeñas, dos corazoncitos y tres perlas para colgar de las gargantillas.

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