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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Siete días de Julio (23 page)

BOOK: Siete días de Julio
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—Si quiere algo le hago el mejor precio.

Nunca le había hecho muchos regalos a Quimeta.

Y ahora no tenía a nadie.

A nadie salvo…

—¿Cuánto vale una de estas gargantillas?

—Para usted ciento setenta y cinco pesetas. Y le regalo mi comisión. La cogió con la mano.

De oro.

Brillaba con toda su magia.

Estuvo a punto de decirle que no, borrar a Patro de su mente. Y sin embargo la orden no llegó a sus labios.

Ni siquiera supo por qué hacía aquello.

¿Piedad?

¿El hecho de que fuera la única persona que conocía aunque sólo fuera un poco en aquella Barcelona gris y conquistada?

—Ciento setenta y cinco pesetas —asintió.

Valeriano Sierra apenas si pudo creerlo.

—Vaya —exclamó conmovido por su rapidez—. Desde luego, ha hecho una buena compra, y eso prueba lo de que los hijos llegan con un pan bajo el brazo.

Tomó la gargantilla con una mano y se la entregó.

—No tengo ningún estuche aquí ahora —lamentó—. Acabo de dar el último que llevaba.

—No importa. —Miquel Mascarell se la guardó directamente en el bolsillo de la chaqueta y luego sacó el dinero del otro.

Le entregó el importe exacto.

La tela acolchada volvió al maletín una vez enrolada sobre sí misma. El dinero también fue a parar al mismo lugar. Valeriano Sierra parecía el hombre más feliz del mundo.

Venta de una gargantilla incluida.

—¿Dónde para?

—Vivo en las Ramblas.

—Yo sigo en la calle Córcega, con mi madre y mi hermana Teresa.

—Debo irme. —Intentó parecer lo más normal posible—. Tengo una entrevista.

—¿Vuelve a ser policía?

—No, ya no.

—Bueno…

Le tendió la mano y Miquel Mascarell se la estrechó.

Esta vez no hubo abrazo.

—Suerte con tu hijo Jordi —le deseó.

—¡La tendré! —expandió una sonrisa feliz e inocente Valeriano Sierra—. ¡Y será niño, ya lo verá! ¡Niño, y nacerá el 26 de julio, sábado, para poder estar con él al menos el domingo!

No hubo más. Como barcos cruzándose en alta mar. Uno fue en una dirección, hacia el paseo de Gracia, otro en busca de la cercana parada de tranvía.

Había perdido diez minutos.

Era hora de preocuparse por su extraña cita.

30

Llegó a casa de Genoveva Clará a las siete menos cinco minutos y se quedó contemplando el edificio desde la acera opuesta con un vago presentimiento en el alma. O mejor llamarlo inquietud. Cualquier idea que tuviera tropezaba con un muro de incomprensión. Nada encajaba con aquella cita acordada anónimamente y mediante el nuevo, endulzado y, tal vez, venenoso caramelo de las segundas mil pesetas. El mesón en el que había comido el día anterior quedaba a su derecha.

Primero pensó en meterse en él y tomarse su tiempo. Después cambió de idea.

Quien le hubiera citado no tenía por qué llegar más tarde, sino antes. Y la única persona que conocía aquel piso, porque por algo lo pagaba de su bolsillo, era Ricardo Solana.

¿O no?

Permaneció inmóvil en la acera un par de minutos más.

Nada en las alturas.

—Andando —suspiró cuando se puso en marcha.

Cruzó la calzada y enfiló la entrada de la casa. El cubículo de la portera estaba vacío. Bajo la marquesina vio una nota escrita a mano, con letra irregular. El texto decía: «HE TENIDO QUE SALIR POR UN MANDADO URGENTE».

El único testigo posible, casualmente, no se encontraba allí. Se lo tomó con mucha calma. Seis pisos eran seis pisos. Superó el entresuelo, el principal, el primero, descansó a mitad de ascensión y luego hizo aún más despacio los tres restantes. Cuando se detuvo frente a la segunda puerta del cuarto piso, el sexto en realidad, jadeaba pero sin sentirse agobiado. Acompasó su respiración. En la escalera no había luz, únicamente una difusa claridad que provenía de los ventanales abiertos entre los rellanos y que daban a un patio interior pobremente ventilado. Debido a la penumbra estuvo a punto de llamar al timbre.

Entonces se dio cuenta del detalle.

La puerta estaba entreabierta.

Un dedo, un par de centímetros, suficiente.

No le gustó.

Una docena de voces surgieron en su mente. La suya propia, la de Quimeta, incluso la de Nicanor Buendía.

¿Qué hacía Nicanor Buendía en su cabeza en un momento como aquél? Las voces se hicieron turbulentas.

«¡Vete!» «¡No eres policía, vas desarmado!» «¿No reconoces una trampa, estúpido?» «¡Lárgate ya, no entres, ni se te ocurra!» «¡Vete, vete, vete!».

Puso una mano en la madera de la puerta y la empujó con suavidad.

—¿Oiga?

La respuesta fue el silencio.

—¡La puerta está abierta!

Nada.

«¡Vete, vete, vete!».

Dio un paso y se encontró en el recibidor. Por el pasillo percibió el brillo apagado de una bombilla. No cerró la puerta. No era el tipo más ágil del mundo, pero siempre sería mejor dejarla abierta y así poder salir zumbando escaleras abajo en caso de peligro. Con otros dos pasos, alerta, en tensión, llegó al comienzo del pasillo.

La luz provenía de la cocina.

—¡Genoveva!

Se aventuró del todo, igualmente en vilo, pero decidido a no irse sin, al menos, una respuesta.

La cocina…

El cadáver de la amante de Ricardo Solana estaba en ella, boca arriba, completamente desnudo, con las piernas abiertas y los brazos extendidos, de cara a él. Tenía todavía los ojos abiertos. Sus bellos ojos almendrados de gata. Tres si se contaba el botón rojo de la parte baja de la frente.

Apenas si había sangrado.

No era el primer cuerpo desnudo que veía en un depósito o en la escena de un crimen. Pero sí el más hermoso que recordaba. Incluso muerta, Genoveva Clará era exquisita. Sin maquillaje aún parecía más joven, una niña con cuerpo de mujer espectacular. El pecho enhiesto, la cintura breve, los muslos duros y perfectamente torneados, el sexo suave. Además de los ojos o las piernas, tenía entreabiertos los labios, generosos como si esperasen un beso húmedo en la hora de la despedida. El cabello rojizo formaba una aureola alrededor de la cabeza. Una llamarada.

La contemplación no duró más allá de unos segundos.

«¡Vete, vete, vete!».

Era suficiente para dar media vuelta.

Y no la dio.

Se inclinó sobre el cadáver. Le tocó un pie. El calor corporal se mantenía, pero no tanto como para pensar que acabasen de asesinarla. La tibieza le indicó que llevaba un rato muerta. No mucho. El suficiente…

¿Para qué?

¿El asesino había huido dejando la puerta abierta para hacer las cosas más fáciles?

¿Más fáciles… a quién?

Continuó por el pasillo. No en dirección a la puerta, sino hacia el fondo, internándose por el interior del piso, directo a la sala comedor donde había hablado con Genoveva durante su breve visita. Una puerta a su derecha le permitió ver una hermosa habitación con una cama de matrimonio perfectamente hecha. La luz diurna se hizo más presente al acercarse al término de su trayecto, como si la tarde se desparramase con generosidad enmarcando cada detalle del lugar.

Detalles como los muebles caídos, el fonógrafo roto, la cortina arrancada o los cuerpos sin vida de Ricardo Solana y Álvaro Gomis.

Miquel Mascarell se detuvo bajo el marco de la entrada de la sala. El más cercano era Gomis. Le miraba fijamente desde el vacío de sus ojos.

Estaba caído en el suelo, pero la cabeza se le había quedado apoyada en el respaldo de una butaca, así que eso se la mantenía levantada. Su rostro denotaba la estupefacción con la que había recibido la muerte. Estupefacción e incredulidad.

Su balazo era visible en el pecho, a la altura del corazón. El más lejano era Solana, frente al balcón que daba a la calle, caído de lado, con los dos brazos extendidos en la misma dirección. Era el que más había sangrado, porque la mancha se extendía por debajo de su cadáver y formaba una laguna de color rojo pardo.

Sólo tocó a Álvaro Gomis, para comprobar algo.

Estaba caliente.

Mucho más caliente que Genoveva Clará.

Así que a ella la mataron primero, y luego el responsable esperó a los otros dos.

«¡Vete, vete, vete!».

Ahora sí.

Zumbando.

Con alas en los pies.

La trampa estaba allí, perfectamente montada. Los muertos y el pardillo, el inocente, el estúpido.

Él.

Quiso dar media vuelta y no pudo. Quiso impulsar sus piernas y no tuvo tiempo.

Quiso reaccionar como policía avezado al murmullo percibido de forma apenas perceptible a su espalda y fracasó.

Aun así, se movió.

Gracias a ello el golpe no le alcanzó de lleno.

Sólo de lado, aunque en la cabeza.

El mundo se oscureció de pronto, como si el sol se hubiese ido al otro confín del universo.

31

En el Valle de los Caídos tuvo dos accidentes. Los dos con la cabeza de por medio.

Los médicos dijeron que la tenía muy dura. De resultas del primero estuvo cuarenta y ocho horas en observación. A raíz del segundo ni eso. Una aspirina y listos.

Supo que no estaba en el Valle porque no reconoció las voces. Y porque no estaba en el Valle no se movió.

Ni siquiera se llevó una mano a la parte dañada.

—¿Quieres darte prisa?

—Tranquilo, hombre. Hay que montarlo bien.

—Está bien montado.

—Como se nos pase algo por alto verás tú. ¿Quieres que nos despelleje vivos? La policía ha de interpretar la escena como Dios manda.

—Pues a ése le has dado un poco fuerte, digo yo.

—Lo justo.

—Voy a ver…

Miquel Mascarell se abandonó lo más que pudo. Estaba boca abajo, así que tenía que aflojar sus músculos al máximo por si uno de los dos hombres le daba la vuelta.

No llegó a tanto. Sólo le puso los dedos de una mano a un lado del cuello.

—Respira.

—Yo voy a la cocina mientras acabas aquí.

—¿Otra vez?

—Quiero verla, coño.

—¡Eres un enfermo!

—Y tú un idiota. —La risa fue sardónica—. ¿Cuándo has visto una mujer como ésa?

—¡Está muerta!

—¿Y qué? Sigue siendo una mujer fetén. ¿No te apetece tocarla, aunque sea sólo un poco?

—¿Eso haces, tocarla?

—Pues claro.

—Estás enfermo, Bernardo.

—Pero ¿tú le has visto el cuerpo, las tetas, los pezones… y ese coño que parece de terciopelo?

—¡Viva me pondría a mil, pero muerta…!

—Bien las escogía ese hijo de puta, ¿verdad?

—¡Ayúdame aquí, joder!

—Ahora vuelvo.

—¡Bernabé!

—¡José María! —se burló el necrófilo.

Miquel Mascarell entreabrió los párpados. Lo justo para atisbar a su alrededor.

Por fortuna tenía la cabeza vuelta del lado donde se producían los hechos, porque del otro habría tenido la pared frente a sus ojos. Vio al llamado José María organizando convenientemente las cosas, cuidando los detalles de la escena del crimen.

José María era corpulento, pelo negro, bigote, como de treinta años. El hombre que le llevó los dos sobres a la pensión.

Y desde luego no era el que estaba organizando todo aquello; sólo un secuaz.

La pistola con silenciador apareció de pronto. El hombre la sacó de su bolsillo envuelta en un pañuelo. Se acercó a él, así que volvió a fingir que seguía inconsciente, relajando todos sus músculos. Se la puso en la mano derecha, apretándole las yemas de los dedos para que hicieran contacto en la culata, y se la dejó allí antes de registrarle a fondo.

No le quitó el dinero.

Pero sí la gargantilla que acababa de comprarle a Valeriano Sierra.

—¡Este idiota es una caja de sorpresas!

—¿Por qué? —dijo la voz de Bernardo desde la cocina.

—Lleva una gargantilla de oro en el bolsillo.

—¡No toques nada, ni le quites el dinero!

—El dinero no, pero esto le encantaría a mi novia.

—¡Serás burro! —Bernardo reapareció en la sala—. ¡Y te metes conmigo por sobar a esa maravilla!

—Es distinto.

—Según cómo lo mires.

—Pues esto me lo quedo. —Se guardó la gargantilla en el bolsillo.

—Allá tú. ¿Ya está todo?

—Aquí sí. ¿Y tú, has dejado de meterle mano a la muerta?

—Estoy empalmado. Cinco minutos más y me lo hago.

—¡Joder, Bernardo, cállate ya! ¡Vámonos!

—¿Has limpiado la pistola?

—Sí.

—¿Se la has puesto en la mano para que dejara sus huellas?

—¡Que sí! ¡Haberte quedado aquí, coño!

—Pues andando. Ya puedes avisar abajo para que llamen. José María se acercó al balcón. No salió por completo. Lo único que hizo fue asomarse y agitar una mano. La señal.

Bastaba una llamada a la policía.

Miquel Mascarell bajó de nuevo los párpados que acababa de alzar apenas perceptiblemente.

Tenía una pistola en la mano derecha.

Una pistola con silenciador a la que faltaban sólo tres balas. Continuó quieto.

Le dolía la cabeza. Mucho. Sabía que si se levantaba de golpe se marearía y eso sería definitivo. No se sostendría y ellos eran dos. Quizás pudiese matar a uno. Quizás. A ambos no. Así que su única ventaja era continuar quieto y escapar.

Salir de aquella trampa.

Aunque si pudiera seguirles…

Ellos le llevarían hasta la persona que había montado todo aquello. Escuchó sus pasos alejándose por el pasillo.

Luego, el silencio.

No habían cerrado la puerta.

Se incorporó, despacio, respirando a pleno pulmón, pero no evitó la punzada atravesándole la cabeza de lado a lado, la pérdida de equilibrio y el velado manto provocado por un millar de lucecitas abatidas sobre sus ojos. Tuvo que apoyarse en la pared y contar hasta diez.

Iban a escapársele.

Irremediablemente.

Bernardo, José María y el que estuviera abajo.

—¡Maldita sea…! —Hizo un esfuerzo para ponerse en marcha. Caminó oscilando de lado a lado por el pasillo. La mano derecha con la pistola.

La izquierda en la cabeza, presionándose el lugar del impacto. Estaba tan seguro de encontrarse solo que el susto fue mayor cuando chocó con él.

Bernardo, el necrófilo, saliendo una vez más de la cocina. Las dos reacciones fueron igualmente rápidas.

Una, la del aparecido, intentando golpearle. Otra, la suya, disparando a quemarropa.

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