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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Siete días de Julio (26 page)

BOOK: Siete días de Julio
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Abrió la ventana y se asomó al exterior. Daba a la calle, oscura y silenciosa. Las estrellas eran inmensas, con la constelación de Leo en todo lo alto. El hijo de Valeriano Sierra sería Leo. Un buen signo. Pronto cortarían la luz. No muy lejos se escuchó una llamada.

—¡Sereno!

Y de no mucho más lejos, una respuesta.

—¡Voy!

Miró a la calle. Un hombre esperaba cerca de la esquina. El sereno no tardó en aparecer. Le abrió la puerta y le entregó una cerilla, para que subiera la escalera sin problema.

Abandonó la ventana y por fin se tumbó en la cama.

No se tapó con la sábana. Hacía calor.

Puso ambas manos bajo la cabeza, evitando presionar su chichón. Sí, estaba cansado, pero no tenía sueño.

La mente volvió a llenársele de preguntas.

¿Quién? ¿Por qué?

No supo el tiempo que pasó así. Tal vez cinco minutos. Quizás diez. La penumbra era agradable. La lucecita de la lamparita, exigua. Cerró los ojos.

Y en ese instante escuchó el ruido de la puerta.

Volvió a abrirlos.

La silueta de Patro se recortó contra el trasluz. Una imagen que le arrebató, le robó el aliento, porque la muchacha sólo llevaba puesto un transparente camisón blanco, muy blanco, y corto, muy corto, flotando por encima de los muslos.

Lo más parecido a un ángel.

Patro caminó hasta la cama y se sentó a su lado.

No supo de dónde sacó las fuerzas para articular aquello.

—¿Vienes a darme las buenas noches?

Era la pregunta más estúpida del mundo.

Bastaba con verle la cara, naufragar en su dulzura, perderse en lo liviano de su sonrisa o el calor de su mirada.

Patro le acarició el rostro.

Y bajó la mano por la abertura del pijama, hasta el lugar ocupado por el primer botón abrochado.

Lo sacó de su ojal.

—Patro, no…

—Chis…

—No puedes —insistió.

—Sí puedo. —La mano penetró por debajo del pijama y tocó su pecho. Una caricia plena.

—¿Por qué?

—Me salvó la vida hace años.

—¿Así que es por gratitud, lástima…?

—¡No!

—Ni siquiera estoy seguro de haberte salvado como dices. A veces es mejor morir cuando toca que no sobrevivir para…

—Me salvó, para bien o para mal, y no estoy de acuerdo en eso que ha dicho.

Sobrevivir siempre te da una esperanza. La muerte, no.

—No me debes nada.

—No le estoy pagando nada. Quiero hacerlo. Con usted sí. Por mí misma, y también porque lo necesita y yo puedo dárselo.

—Soy un viejo. —Tragó saliva con su última resistencia.

—Lo hago con hombres mayores, mucho mayores que usted. Déjeme hacer algo de corazón, por mí, porque me apetece y me hace falta concedérmelo.

La mano bajó más y más.

—Relájese.

No había vuelta atrás. Todos los años de cárcel, la guerra, la agonía de Quimeta, la muerte de Roger, el infortunio de ver un país hundido… Todo borrado de un plumazo, en un segundo, por una caricia llena de promesas.

Tantos años muerto para descubrir, de pronto, que sí, que estaba vivo.

Día 6
Viernes, 25 de julio de 1947
34

Al abrir los ojos se dio cuenta de todo.

Una descarga.

La cama, la claridad del día iluminando la habitación, la hora ya tardía, el cuerpo desnudo de Patro durmiendo profundamente junto al suyo…

El cuerpo desnudo de Patro…

Volvió la cabeza y lo contempló en silencio.

Dormía boca abajo, con la cara en su dirección y el pelo caído con alboroto sobre su frente y su mejilla. Tenía los labios entreabiertos, rosados, tan poderosos que sintió deseos de besarlos una vez más. Una baba húmeda y viscosa afloraba por la comisura dándole aún más la imagen de niña. Una niña pequeña transmutada en mujer adorable y plena. Su brazo izquierdo quedaba extendido a lo largo del cuerpo.

El derecho, al otro lado, estaba doblado hacia arriba. De su estilizada figura emergía el trasero, una elevación blanca y simétrica, redonda y rotunda. De él partían las dos piernas separadas en forma de uve. Un cuerpo que, inexplicablemente, a modo de regalo divino, había sido suyo no mucho antes por una extraña piedad.

La respiración era armónica.

Podía quedarse allí todo el rato, todas las horas, todo el día. Pero después de aquella noche única, y de las horas de sueño reparador, la realidad se imponía de nuevo.

Extendió una mano.

No llegó a tocarla.

Ni un roce.

Nada.

Cuando se incorporó, lo hizo muy despacio, por su cabeza y para no agitar la cama, no moverla ni despertarla. Una vez de pie la contempló de nuevo. Si había tenido durante años su imagen desnuda en aquel balcón del que habría saltado si él se le hubiese acercado, ahora sabía que el recuerdo del momento presente sería mucho más poderoso.

Y esa imagen, en ese instante, la definitiva.

Nada era mas hermoso que la paz con la que dormía Patro.

Recogió el pijama del suelo y lo depositó a los pies de la revuelta cama. Buscó su ropa interior, los zapatos, los calcetines. Luego salió por la puerta, que seguía abierta para que pasara el aire, y alcanzó el retrete. Finalizada su primera ablución se lavó las manos en la pila de la cocina. El chichón todavía era evidente y le dolía si se lo tocaba, pero salvo eso, estaba bien. Miró los fogones en los que su compañera había cocinado la noche anterior, el carbón, las teas. Una imagen casera, conocida por habitual, pero distante en el tiempo. Sin Quimeta había dejado de creer. Y de pronto todo volvía a parecerle familiar. Una extraña forma de renacer.

Se vistió en el comedor. El traje, una vez planchado, volvía a tener el mejor de sus aspectos, aunque un par de manchas más o menos delatoras probaran sus extraordinarias peripecias de la tarde-noche pasada, la refriega con José María y Bernardo, su huida por el terrado de la casa de Genoveva Clará, la forma en que se había encaramado a la pared de separación de los dos edificios, el sudor de su carrera.

Cuando estuvo vestido, chaqueta incluida, recogió la pistola, siempre con el silenciador adosado al final del cañón.

Al introducirla en el bolsillo, recordó algo.

Extrajo la gargantilla.

La sostuvo con dos dedos. Brillaba con la magia de su dorada fuerza. Y no era por el valor en sí. Lo que simbolizaba era algo más.

Cuando entró en la habitación de nuevo, Patro continuaba en la misma posición, no se había movido un ápice. Volvió a experimentar la misma atracción, la misma fascinación. Grabó todo aquello en su mente, por si jamás volvía a repetirse, por si al llegar la noche estaba muerto, o detenido, o libre pero definitivamente aplastado por los acontecimientos. Luego se acercó a la mesilla de noche y depositó la gargantilla en ella.

No hizo falta escribir ninguna nota.

Ni siquiera hubiera sabido qué decir.

¿Por qué se la compró? ¿Por qué aquel impulso cuando no sabía siquiera si volvería a verla? ¿Por hacerle un favor al pobre Valeriano?

Hacerle un regalo a una mujer significaba mucho más.

Sentirse vivo.

Tantas contradicciones…

Se despidió de ella en silencio. El cabello, el rostro, los labios entreabiertos, la espalda, el trasero, las piernas, el sexo dulce como una miel prohibida…

Salió del piso cerrando la puerta lo más despacio que pudo.

Y echó a correr escaleras abajo, por si, a pesar de todo, Patro le había oído.

35

Merceditas seguía igual de guapa y peripuesta, bien vestida y maquillada con exuberancia. Una secretaria para todo. Y más. Conociendo al Chinchilla era lo justo.

Al verle aparecer le reconoció, y después de su visita del primer día, la sonrisa que afloró en su rostro fue contagiosa.

Mucho.

—Buenos días.

—Buenos días, Merceditas. ¿Está?

—Sí, sí señor. ¿Quiere que le avise?

—Si me haces el favor…

Se levantó de su trono y condujo su generoso cuerpo hacia los dominios de su jefe. En esta ocasión la espera no fue tan larga. Reapareció al minuto con la misma sonrisa, el mismo contoneo y la misma sensación de flotar más allá del bien y del mal.

—Pase, pase usted —lo invitó.

No hizo falta que le acompañara. La revista que leía parecía la misma de la primera vez. En «Vinos Mateo. Exportación e importación», los del almacén trabajaban a fondo. Los de dirección era cosa de otro cantar. Miquel Mascarell entró en el despacho de Jerónimo Mateo.

Llevaba un traje distinto, prueba de bienestar. El resto, como en el caso de Merceditas, lo mismo: cabello engominado, el bigote rotundo, su renovado sello de distinción y calidad… La sonrisa también fue de primera.

—¡Inspector! ¿Otra vez por aquí? ¡No me diga que ha aceptado mi oferta de trabajo!

—Todavía no, Jerónimo. —Estrechó la mano que le ofrecía el exdelincuente—. Mi visita tiene que ver con lo mismo del otro día.

—¿Gomis y Solana?

—Sí.

—Vaya por Dios. Parece que le ha dado fuerte con ésos, ¿eh?

O el Chinchilla no leía los periódicos, o la noticia todavía no había saltado a los medios informativos.

Dedujo que se trataba de esto último.

Los hechos habían sucedido tarde, y la policía, entre identificar los cadáveres y reservarse unas horas el secreto de sumario para poder moverse con las manos libres, lo más lógico era que hubiera mantenido la boca cerrada.

Eso le daba unas pocas horas más.

—Tendré que empezar a cobrarle la información. —Se echó a reír sin muchas ganas.

—Puedo pagarte en especies.

—¿Ah, sí? —Le indicó la silla, para que se sentara, mientras él hacía lo mismo en su butaca tras la mesa—. Veamos de qué especies se trata.

—Tú dices que la información lo es todo.

—Exacto.

—Pues traigo información. Cómo la uses es cosa tuya, aunque seguro que le sacas un beneficio.

—Hay que ver cómo es, inspector. —Mantuvo su sonrisa congelada.

—A cambio quiero un nombre.

—Un nombre —repitió Jerónimo Mateo.

—Es mi única pista, sí.

—Veamos. —Finalmente se puso serio—. ¿Qué tiene para mí?

—Anoche mataron a Ricardo Solana y Álvaro Gomis en el piso de la amante del primero. Y también a ella, una tal Genoveva Clará.

Un puñetazo no le habría dejado más KO.

—¿En serio?

—Totalmente.

—¿Cómo lo sabe?

—Yo estuve allí.

—Sopla, inspector —dijo mientras soltaba una bocanada de aire.

—No vi quién lo hizo, pero sí sé que pretendían colgarme el muerto. Es decir, los muertos.

—¿Acaba de llegar y ya se la tienen jurada?

—Es posible.

—Usted hizo mucho antes de la guerra.

Sostuvo su mirada. El Chinchilla parecía meditar la información, digerirla, buscarle salidas.

—Es un pozo de sorpresas —comentó por decir algo.

—Según tú, Solana y Gomis eran poderosos.

—Y tanto. Mucho. Aunque no veo en qué puedo beneficiarme yo, como dice usted. Se trata de dos industriales del textil. No tienen nada que ver con mi ramo. Y la noticia no tardará mucho en salir a la luz. Puede que la policía la reserve un día, dos como mucho, pero me apuesto lo que quiera a que en la prensa de la tarde ya salta la bomba.

—¿Alguna idea?

—¿De quién lo hizo? —Abrió los ojos—. No, ninguna, aunque todo apunta en una dirección.

—¿Cuál?

—Patricia Amorós.

—¿Por qué ella?

—Si es algo pasional, sólo queda ella. Es más: va a ser la dueña de los dos negocios, el de su marido por ser su esposa y el de su cuñado por haber estado casado con su hermana y no quedar otra familia, creo. ¿Qué se apuesta? Si dice que también se cargaron a la querida de Ricardo Solana…

—¿Y si no fue un crimen pasional?

—Entonces pudo ser cualquiera. Esos dos, cada cual por su lado, estaban metidos en muchos negocios, claros y oscuros, ya se lo dije. Menudo par de lobos.

—No, no pudo ser cualquiera —Miquel Mascarell habló despacio, observando a Jerónimo Mateo de hito en hito—. En un caso así, siempre hay alguien destacado, en el número uno. Es lo que he venido a buscar aquí.

—No entiendo…

—Sí entiendes —asintió él—. ¿Quién se beneficia de la muerte de Gomis y Solana?

El Chinchilla abrió la boca.

Alzó las cejas.

Mantuvo la boca cerrada.

—Jerónimo…

—No.

—Sí.

—Pero esto sería…

—¿Quién?

—¡No lo sé!

—Demasiado tarde —recuperó su tono más policial—. Lo sabes, y te recomiendo que no me provoques, ¿de acuerdo? Quizás ya no sea nadie, pero no me tientes. Alguien me metió en esto como cabeza de turco y no me queda tiempo. Han querido cargarme los muertos, y eso significa que el plan estaba muy bien tramado, nada de improvisaciones.

—¿Un plan?

—Alguien descubrió lo que tramaba Ricardo Solana y decidió revertirlo en su provecho. Mató a Celia Arteta sin que pareciera un asesinato, me sacó del Valle y me puso en marcha con una nota y un dinero. Todo muy apropiado. Hábil y limpio.

Retorcido pero perfecto.

—Alguien que le conocía bien y sabía que usted se metería en el lío.

—Sí, Jerónimo.

—Coño —exhaló.

—¿Quién se beneficia de la muerte de Gomis y Solana? —se lo repitió.

El Chinchilla bajó los ojos.

Miró el teléfono negro situado a un lado de la mesa.

—¿Sabe lo que vale eso? —calculó.

—Me aseguraste que te hice un favor metiéndote en la cárcel.

—Era por hablar, hombre, aunque no le guardo rencor. Palabra. Lo de trabajar aquí continúa en pie. Y le regalé un buen vino.

—Que por cierto me bebí con dos amigas —asintió—. El nombre.

—Pero si usted ya no es policía…

Se hartó del juego. Metió la mano en el bolsillo y sacó la pistola. Cuando apuntó con ella a Jerónimo Mateo éste bizqueó del susto. Se le demacró tanto la cara que los dos lados de su bigote cayeron hacia abajo. El efecto fue demoledor.

—El nombre —lo repitió.

—No tiene por qué hacer eso. Y tampoco va a dispararme, ¿verdad?

—Cuando uno está acorralado suele hacer cosas raras.

—Vamos, usted era un tipo legal.

—Me he pasado ocho años y medio en el infierno. Y no quiero volver a él. «Viva Franco» y «Arriba España». Estoy hasta los huevos, Jerónimo. Hasta los huevos. Sólo quiero que me dejen en paz, ¿entiendes? Alguien pretende devolverme a ese infierno, o llevarme directamente al cielo pasando por el paredón. Y no. No trago. Ya no me queda nada, y cuando a uno no le queda nada… actúa. Dame ese nombre y me voy por donde he venido. Si la noticia sale esta noche, dispones de unas horas para ver lo que sacas. Por mí…

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