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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, Policíaco, Relato

Siete días de Julio (30 page)

BOOK: Siete días de Julio
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Pero de pronto lo que menos quería era pudrirse de nuevo en una cárcel franquista.

Ni morir fusilado por un pelotón fascista.

—De acuerdo —se rindió.

—Recoja ese dinero —le pidió Florencio Arteta.

—¿Quiere que me lo lleve?

—No creo que sea dinero lícito. El dinero legal está en los bancos. Nadie sabe que está aquí, seguro. ¿Quiere dejárselo a nuestros queridos vencedores de la guerra civil? ¿A cualquier funcionario corrupto que se lo meta en el bolsillo? Eso viene del estraperlo. Entrégueselo a las amigas de mi hija.

—¿Habla en serio?

—¿Por qué no? A mi Celia la empujó el hambre, la necesidad, y probablemente éste sea el caso de la mayoría de las demás. Lo dejo en sus manos.

Vaciló otro par de segundos.

—¿Es que he de empujarle? —se cansó Florencio Arteta. Él mismo se agachó a duras penas para recoger los billetes caídos. Miquel Mascarell le ayudó. Mientras depositaban el dinero en la caja, le observó de cerca. De pronto parecía un hombre nuevo, más entero, duro como una roca. Un hombre que quería gritarle a todos que él había matado al asesino de su niña.

Un grito de reivindicación.

Se incorporaron. Tapó la caja con la cubierta, la ató con una cuerda encontrada en su mismo interior, por si acaso, y dio un primer paso en dirección a la puerta.

Se despidió de Florencio Arteta con una mirada.

Él lo hizo de viva voz antes de que abandonara la casa.

Se lo recordó.

—¡No se rinda!

Mientras caminaba por la calle, ya de noche, a oscuras, siguió sonriendo con melancolía.

40

El taxi se detuvo en la esquina de Valencia con Gerona, siguiendo su indicación.

—Vuelvo en un par de minutos —le dijo al hombre.

No tuvo ninguna respuesta.

Era el menos hablador de los taxistas de aquellos días.

Entró en el vestíbulo del edificio y se acercó a la garita acristalada. La portera dormitaba en ella, con unas agujas de media y un intento de calcetín, o algo que parecía un calcetín, sobre el regazo.

Golpeó el cristal con suavidad, para no asustarla.

La asustó.

—¡Oh, perdone! ¿Sí?

—¿Sabe si la señorita Quintana está en su piso? —Le sonrió con amabilidad para tranquilizarla.

—Sí, sí señor.

Tampoco había ido a trabajar.

Eso le extrañó.

—¿En serio?

—Le ha estado esperando a usted todo el día. Me lo ha dicho esta tarde, cuando ha ido a la compra. Me ha dejado la llave por si venía, para que subiera y la esperara arriba.

No lo tenía previsto, así que la vacilación fue…

Patro.

Levantó la cabeza, como si desde allí pudiera verla, como si la casa fuese de cristal.

La vida siempre tenía sorpresas.

Milagros.

Por un momento se imaginó una decena de diálogos.

—¿Cuánto hay?

—Suficiente para que lo dejes, y también algunas de tus amigas del Parador o del Navarra.

—¿Y qué haré?

—Buscarte un novio, un buen hombre. O poner una mercería, como la de más abajo, en la calle Gerona, pasado Aragón, donde te vi por primera vez. Eso depende de ti.

—¿Por qué no se queda?

—Vendré a verte.

—¿Cuándo?

—Pronto.

—¿A menudo?

—Sí.

—Prométamelo.

—Te lo prometo.

Las voces dejaron de retumbar en su mente.

Después de todo, la conversación quizás fuera ésa, o parecida, o todo lo contrario.

Bendita Patro.

—¿Tiene usted un lápiz y un papel? —se dirigió a la portera reaccionando.

—Sí, creo que… creo que sí. —Hizo lo propio la mujer.

El lápiz apareció casi de inmediato, en el cajoncito del mueble que le servía de mesa y mostrador. El papel fue más difícil. Por suerte encontró un sobre de carta roto. Se lo tendió todo a él y le observó mientras escribía el texto.

—¿No va a subir?

—No.

—Ella parecía…

—Lo sé.

Concluyó la redacción de la sencilla frase y le dio a la portera la nota y la caja. Se alegró de que estuviera atada, con dos buenos nudos.

Por si acaso la mujer era un poco chismosa.

—¿Puede subírsela ahora mismo?

—Claro.

—Se lo agradecería mucho.

—No se preocupe.

—Gracias, señora.

La vio abandonar la garita y encaminarse a la escalera. Dos pisos se subían rápido. Patro era capaz de bajar a la carrera y pillarlo.

No podría resistirlo.

Salió del edificio y se metió en el taxi. El hombre se dispuso a reemprender la carrera.

—Espere un momento, por favor —lo retuvo.

Transcurrieron un par de minutos.

No fue Patro la que bajó, sino de nuevo la portera, sola, para meterse en su garita y continuar con su labor de media.

Imaginó a la muchacha con los ojos desorbitados, viendo el contenido de la caja y leyendo una y otra vez aquella nota escrita a mano:

Quédate lo que necesites para ser libre y feliz, y reparte el resto entre las amigas de Celia.

Miquel.

—A la calle Hospital —le pidió al taxista.

Se reclinó en el asiento y cerró los ojos.

El golpe en la cabeza del día anterior, la pelea con Rodrigo Casamajor, la agitación final del caso, todo pasaba factura.

Casi llegó a dormirse.

Le despertó el taxista en las Ramblas.

—¿A qué parte de la calle Hospital va, señor?

—Casi enfrente de la Massana.

El vehículo ya no rodó mucho más. Pagó la carrera y se bajó. Cuando entró en la pensión, la señora Rosa se lo quedó mirando con una mezcla de inquietud y reprobación.

—Vaya —exclamó la mujer—. Me tenía preocupada.

—¿Por qué?

—Anoche no vino a dormir. Creí que le había pasado algo. Después del susto de la policía…

—Estoy bien, mujer.

—Otra vez avise.

—Se me hizo tarde. He dormido en casa de un amigo.

Le dio la llave.

—¿Se encuentra bien?

—Mejor que nunca.

—Pues parece que se haya peleado con todo el mundo.

—Ha hecho mucho calor.

La dejó con la ambigüedad de su comentario y subió los primeros escalones en busca del silencio y el recogimiento de su habitación.

—Señora Rosa —dijo, y se detuvo de pronto.

—¿Sí?

—¿Ha venido alguien preguntando por mí?

—No, no señor.

—Gracias.

Acabó de subir, alcanzó la puerta de su cuarto, introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. Una vez dentro no se sintió a salvo, pero sí mejor.

Lo único que hizo antes de tenderse sobre la cama, tal cual, fue depositar la chaqueta en la silla.

Si iban a por él, no quería que le sacaran en calzoncillos.

Por dignidad.

Miró la hora.

La policía no tenía horario, así que…

Cerró los ojos.

No quería dormir.

No quería pero sucumbió al cansancio y a su cuerpo dolorido. Le sucedió lo mismo que en el taxi. Ni la tensión pudo mantenerle despierto. Una bruma espesa se apoderó de sus reflejos, de sus pensamientos, de todo su ser, hasta acabar devorándolo. Pasó de la consciencia a la inconsciencia sin darse cuenta.

Todo muy rápido. Por los recovecos de su mente aparecieron Patro, Rodrigo Casamajor, Florencio Arteta… Ellos y una lluvia de billetes de cien pesetas.

El sonido de una sirena.

La policía.

Se quedó tenso, mientras la alarma se acercaba, más y más, rápida y al mismo tiempo revestida de cadencias. Primero la intuyó por las Ramblas, a continuación por la calle Hospital, finalmente pasando frente a la pensión.

Sin detenerse.

Soltó todo el aire retenido en sus pulmones.

Y volvió a esperar.

Contando cada minuto en la antesala del fin.

Cuando volvió a dormirse, no mucho después, ya no lo habría despertado ni un cañonazo.

Día 7
Sábado, 26 de julio de 1947
41

Le despertó el silencio.

Un silencio tan grande, tan dulce, que para sí mismo fue un estruendo. Continuaba en la cama, vestido.

Empapado en sudor.

Miró la hora y se sobrecogió.

Quizás Florencio Arteta le hubiera dicho la verdad. Quizás ni machacándole con todo el peso de la ley le mezclaría en el caso. Quizás, a fin de cuentas, al existir un culpable confeso, el comisario Amador no tuviera nada contra él.

Aun así, era temprano.

Esperó.

El día anterior no había comido ni cenado, así que cuando se incorporó sintió dos punzadas, la del hambre y la de su cabeza y su cuerpo, aliados para recordarle tanto el chichón como la pelea con Rodrigo. Fue al retrete, bebió agua del grifo y se cambió de ropa porque su traje parecía un estropajo. Luego se dedicó a recuperar fuerzas. No tenía la posibilidad de cocinar nada en la habitación, pero mordisqueó lo que pudo, seco, duro o blando, un pedazo de bacalao y un trozo de pan seco. El caso era seguir en el cuarto. Esperarles allí. Si bajaba al comedor y le pedía un plato de sopa a la señora Rosa, o cualquier cosa que pudiera cocinarle, la mujer se le pondría a hablar y no deseaba hacerlo.

Necesitaba disfrutar de su última paz.

Se asomó a la ventana y miró la calle.

Un sábado luminoso.

Un buen día para vivir, o para despedirse.

Las doce.

La una.

Con cada minuto que transcurría, se sentía mejor, de ánimo, de talante. Mejor y lleno de esperanzas.

Las dos.

No dejó de pensar en el padre de Celia.

A las dos y cuarto llamaron a la puerta y no tuvo tiempo de sobresaltarse porque al golpeteo le acompañó una voz conocida.

—¿Señor Mascarell?

Abrió la puerta y se encontró con la señora Rosa.

—¿Se encuentra bien?

—Sí.

—Me extrañaba no verlo salir ni siquiera para comer.

—Estaba haciendo unas cosas —mintió.

—Bueno, perdone, ¿eh?

—¿Podría hacerme un favor? —Fue hasta la chaqueta para coger una peseta—. ¿Me traería La Vanguardia?

—Abajo tengo una. No hace falta que me dé dinero.

—De todas formas tenga, y cuando salgan los periódicos de la tarde, me sube uno. Da igual el que sea, el primero que aparezca.

—Bueno. —Se la aceptó metiéndola en un bolsillo del delantal—. Ahora le subo La Vanguardia.

Dejó la puerta entornada y aguardó a que la dueña de la pensión regresara a su encuentro. Le entregó La Vanguardia y volvió a despedirse. Miquel Mascarell se sentó en la cama y contempló la portada. Winston Churchil iba a publicar sus memorias.

Ojeó el interior.

La celebración del Santo Patrón nacional el día anterior, la aprobación de los nuevos estatutos del Banco de España, crónicas de los corresponsales en Nueva York, París o Ankara, ecos del Plan Marshal en Alemania y Rusia, la vida de Barcelona, los deportes, los toros, la cartelera de cine y teatro, los anuncios económicos…

Ninguna noticia de la muerte de Rodrigo ni de la detención de Florencio Arteta.

Quedaban los periódicos vespertinos.

Una vez más, los hechos del día anterior habían sucedido demasiado tarde como para que la prensa de la mañana recogiera la información, si es que la policía había dado alguna.

De nuevo contó las horas, los minutos.

Había pasado muchos días largos en el Valle, y aún más en su primera celda, a la espera de que se cumpliera su sentencia de muerte. Pero ninguno como aquel.

Las cuatro.

Las cinco.

Las seis.

La señora Rosa le subió La Prensa a las seis y veinte.

Le devolvió La Vanguardia y utilizó por segunda vez la cama para sentarse.

La noticia era importante, así que destacaba.

Después de la muerte de Gomis y Solana, ahora un tercer prohombre era asesinado en Barcelona. Rodrigo Casamajor, hijo del insigne caballero Hilario Casamajor. El asesino, Florencio Arteta, se había entregado a la ley incapaz de huir y dispuesto a purgar sus pecados. Al parecer, era un pobre viejo loco que hablaba de una conspiración. Pero estaba claro que se trataba de un anciano senil, todavía imbuido del espíritu rojo de la traidora República que había estado a punto de vender España al comunismo. Su hija murió accidentalmente pocos días antes al caer al metro y eso lo enloqueció.

Caso cerrado.

La policía española era la mejor del mundo.

De no haberse entregado, le habrían cogido igualmente.

En un apartado, se loaba la figura de los tres empresarios fallecidos. Su hueco sería difícil de llenar.

«¿Quién será el que ahora se beneficie de sus ausencias?», se preguntó soltando un bufido.

Cerró La Prensa.

Miró hacia la tarde que se desparramaba sobre la ciudad al otro lado de la ventana.

Era hora de salir, cenar de verdad, disfrutar de las pesetas que le quedaban, dar una vuelta, tal vez meterse en otro cine, quizás pensar en Patro…

Quizás.

O no.

Cerró los ojos y decidió darse una tregua.

Hoy, mañana, pasado, tantos días llenos de pasos perdidos. ¿Por qué no?

—Miquel.

—¿Sí, Quimeta?

—¿Quieres hacer el favor de salir a que te dé el aire?

—Bueno.

—A veces eres tan tonto…

—No me castigues ahora tú, mujer.

—Para eso he vuelto.

—Pues mira tú qué bien.

—Eres un buen hombre.

—Tonto.

—También.

—Quédate aquí que yo me voy a cenar.

—No voy a quedarme aquí. Para eso, sigo en Montjuïc.

—Mañana te llevo flores. Es domingo.

—¿Por qué no cogiste algo de esa caja llena de pesetas?

—No lo sé.

—Sí lo sabes, ésa es la cosa.

—Hasta mañana.

—Ay, Señor…

Bajó en mangas de camisa. Le entregó la llave a la señora Rosa, resistió su conato de cháchara y se mezcló con la gente que caminaba por la calle Hospital en dirección a las Ramblas. De lejos vio a Gloria Miserachs caminando en dirección a la pensión.

Sus ojos se encontraron al cruzarse, se saludaron con una inclinación de cabeza y eso fue todo.

Sí, era una noche para meditar, reflexionar, disfrutar de la soledad. Mañana, o pasado, o dentro de mil días más, allá donde le llevasen esos pasos perdidos, decidiría qué hacer.

Ahora no había prisa.

Agradecimientos

Este libro no habría sido posible sin la memoria, algo más que prodigiosa y cien por cien lúcida, de Francisco González Ledesma, que aportó color y calor, historias y datos, detalles y nombres, contornos y aspectos de un tiempo sin libertades pero que nos hizo desearlas todavía más en el futuro y con el paso de los años. Gracias a él por su generosa aportación, en tiempo e ideas, así como a los diversos archivos, autores o periódicos de los que he extraído más información, en especial de La Vanguardia.

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