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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

Sobre héroes y tumbas (31 page)

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Ella no respondió, revolvió el resto del café y miró al fondo de la tacita.

—¡De modo que todo lo que hemos pasado juntos en estos meses, todo eso es una basura que hay que tirarla a la calle!

—¡Nadie te ha dicho eso! —casi gritó.

Martín se calló, perplejo y dolorido. Después dijo:

—No te comprendo Alejandra. Nunca te comprendí, en realidad. Estas cosas que decís, estas cosas que me haces, transforman también aquello.

Hizo un esfuerzo para pensar.

Alejandra, sombría, tal vez ni escuchaba. Miraba hacia un punto en la calle.

—¿Entonces? —insistió Martín.

—Nada —respondió secamente—. No nos veremos más. Es lo más honesto.

—Alejandra: no puedo soportar la idea de no verte más. Quiero verte, de cualquier modo que sea, en la forma en que vos quieras…

Alejandra no respondió nada, de sus ojos empezaron a caer lágrimas, pero sin que su cara abandonara su expresión rígida y como ausente.

—¿Eh, Alejandra?

—No, Martín. Detesto las cosas intermedias. O sucederán otras escenas como ésta, que te hacen tanto mal, o volveremos a tener un encuentro como el del lunes. Y no quiero, ¿entendés?, no quiero acostarme más contigo. Por nada del mundo.

—Pero ¿por qué? —exclamó Martín tomándola de la mano, sintiendo tumultuosamente que algo, que algo muy importante quedaba entre ellos dos, a pesar de todo.

—¡Porque no! —gritó ella, con una mirada de odio, arrancándole la mano de las suyas.

—No te entiendo… —balbuceó Martín—. Nunca te he entendido…

—No te preocupes. Yo tampoco me entiendo. Ni sé por qué te hago todo esto. No sé por qué te hago sufrir así.

Y exclamó cubriéndose la cara:

—¡Qué horror!

Y mientras se cubría la cara con las dos manos empezaba a llorar histéricamente, repitiendo, entre sollozos “¡qué horror, qué horror!”

Muy pocas veces Martín la había visto llorar en todo el tiempo que duró su relación, y siempre fue para él impresionante. Casi aterrador. Era como si un dragón, herido de muerte, derramase lágrimas. Pero esas lágrimas (como suponía que serían las del dragón) eran temibles, no significaban debilidad ni necesidad de ternura: parecían amargas gotas de rencor líquido, hirvientes y devora-doras.

No obstante lo cual Martín se atrevió a tomar sus manos, intentando descubrirle el rostro, con ternura pero con firmeza.

—Alejandra, ¡cómo sufres!

—¡Y todavía me compadeces a mí! —masculló ella debajo de sus manos, con una modulación que no podía saberse si era de rabia, de desprecio, de ironía o de pena, o de todos esos sentimientos a la vez.

—Sí, Alejandra, claro que te compadezco. ¿No veo, acaso, que estás sufriendo espantosamente? Y no quiero que sufras. Te juro que nunca volverá a suceder esto.

Ella se fue calmando. Finalmente se secó las lágrimas con un pañuelo.

—No, Martín —dijo—. Es mejor que no nos veamos más. Porque tarde o temprano tendríamos que separarnos en forma todavía peor. Yo no puedo dominar cosas horribles que tengo dentro.

Se volvió a cubrir con las manos y Martín volvió a querer separárselas.

—No, Alejandra, no nos haremos mal. Ya verás. La culpa fue mía, por insistir en verte. Por ir a buscarte.

Tratando de reírse, agregó:

—Como si uno fuera a buscar al doctor Jekyll y se encontrara con Mr. Hyde. De noche. Embozado. Con las uñas de Frederic March. ¿Eh, Alejandra? Nos veremos únicamente cuando vos lo quieras, cuando vos me llames. Cuando te sientas bien.

Alejandra no respondió.

Pasaron largos minutos y Martín se desesperaba por ese tiempo que transcurría inútilmente, porque sabía que ya estaba en retardo, que debería irse, que se iría de un momento a otro, y que lo dejaría en ese estado de derrumbe total. Y luego vendrían los días negros, lejos de ella, ajenos a su vida.

Y sucedió lo que tenía que suceder: miró su reloj pulsera y dijo:

—Tengo que irme.

—No nos separemos así, Alejandra. Es espantoso. Decidamos antes qué vamos a hacer.

—No sé, Martín, no sé.

—Por lo menos decidamos vernos otro día, con menos urgencia. No resolvamos nada en este estado de ánimo.

Mientras iban saliendo Martín pensaba qué poco, qué espantosamente poco tiempo le quedaba en aquellas dos cuadras. Caminaron despacio, pero así y todo pronto faltaron cincuenta pasos, veinte pasos, diez pasos, nada. Entonces, con desesperación, Martín la tomó de un brazo y apretándoselo le volvió a suplicar que al menos se vieran una vez más.

Alejandra lo miró. Su mirada parecía venir desde muy lejos, desde una región tristemente ajena.

—¡Prométemelo, Alejandra! —rogó con lágrimas en los ojos.

Alejandra lo miró larga y duramente.

—Bueno, está bien. Mañana a las seis de la tarde, en el
Adam
.

XXII

Las horas fueron dolorosamente largas: era como subir una montaña, cuyos últimos tramos son casi invencibles. Sus sentimientos eran complejos, pues por un lado sentía la nerviosa alegría de verla una vez más, y, por otro, intuía que aquella entrevista iba a ser justamente eso: una entrevista más, quizá la última.

Mucho antes de las seis estaba ya en el Adam, mirando hacia la puerta.

Alejandra llegó a las seis y media pasadas.

No era la Alejandra agresiva del día anterior, pero mostraba en cambio aquella expresión abstraída que tanto desesperaba a Martín.

¿Por qué había venido, entonces?

El mozo tuvo que repetirle dos o tres veces la pregunta. Pidió gin y en seguida observó su maldito reloj.

—Qué —comentó Martín con irónica tristeza—, ¿ya tenés que irte?

Alejandra lo miró vagamente y sin advertir la ironía dijo que no, que todavía tenía un momento. Martín bajó la cabeza y movió su vaso.

—¿Para qué viniste, entonces? —no pudo menos que decir.

Alejandra lo miraba como tratando de concentrar su atención.

—Te prometí que vendría, ¿no fue así?

Apenas le trajeron el gin se lo bebió de un trago. Luego dijo:

—Salgamos. Quiero tomar un poco de aire.

Cuando salieron, Alejandra caminó hacia la plaza, y subiendo por el césped se sentó en uno de los bancos que dan al río.

Permanecieron un buen rato en silencio, que fue roto por ella para decir:

—¡Qué descanso odiarse!

Martín contemplaba la Torre de los Ingleses, que marcaba el avance del tiempo. Más atrás se destacaba la mole de la CADE, con sus grandes y rechonchas chimeneas, y el Puerto Nuevo con sus elevadores y grúas: abstractos animales antediluvianos, con sus picos de acero y sus cabezas de gigantescos pájaros inclinados hacia abajo, como para picotear los barcos.

Silencioso y deprimido, miraba cómo la noche iba cayendo sobre la ciudad, cómo empezaban a brillar sobre el cielo azul-negro las luces rojas en lo alto de las chimeneas y torres, los avisos luminosos del Parque Retiro, los faroles de la plaza. Mientras millares de hombres y mujeres salían corriendo de las bocas de los subterráneos y entraban con la misma desesperación cotidiana en las bocas de los ferrocarriles suburbanos. Contempló el Kavanagh, donde empezaban a iluminar ventanas. También allá arriba, en el piso treinta o treinta y cinco, acaso en una pequeña piecita de un hombre solitario, también se encendía una luz. ¡Cuántos desencuentros como el de ellos, cuántas soledades habría en aquel solo rascacielos!

Y entonces oyó lo que temía oír de un momento a otro:

—Tengo que irme.

—¿Ya?

—Sí.

Bajaron juntos la barranca por el césped y una vez abajo ella se despidió y comenzó a caminar hacia la Recova. Martín siguió unos pasos detrás de ella.

—¡Alejandra! —gritó casi otra persona.

Ella se detuvo y esperó. La luz de la vidriera de una armería le daba en pleno: su rostro estaba duro, su expresión era impenetrable. Pero lo que más le dolía era aquel rencor. ¿Qué le había hecho? Sin proponérselo, impulsado por su sufrimiento, se lo preguntó. Ella apretó aun más sus mandíbulas y volvió su mirada hacia la vidriera.

—No he tenido más que ternura y comprensión.

Por toda respuesta, Alejandra dijo que no podía quedarse ni un minuto más: a las ocho tenía que estar en otra parte.

La vio alejarse.

Y de pronto, decidió seguirla. ¿Qué cosa peor podría pasarle si lo advertía?

Alejandra caminó tres cuadras por la Recova, tomó por Reconquista y finalmente entró en un pequeño bar y restorán llamado Ukrania. Martín, con grandes precauciones, se acercó y espió desde la oscuridad. Su corazón se encogió y endureció como si se lo sacasen y lo dejasen, solitario, sobre un témpano de hielo: Alejandra estaba sentada frente a un hombre que le pareció tan siniestro como el mismo bar. Su piel era oscura, pero tenía ojos claros, acaso grises. Su pelo era lacio y canoso, peinado hacia atrás. Sus rasgos eran duros y la cara parecía tallada con hacha. Aquel hombre no sólo era fuerte sino que estaba dotado de una tenebrosa belleza. Su dolor fue tan grande, se sintió tan poca cosa al lado de aquel desconocido, que ya nada le importaba. Como si se dijera:
¿Qué
puede pasarme
ya
de más
horrible?
Fascinado y triste, podía seguir la expresión de él, sus silencios, el movimiento de sus manos. En realidad hablaba poco, y cuando lo hacía sus frases eran breves y cortantes. Sus manos descarnadas y nerviosas parecían tener cierto parentesco con las garras de un halcón o de un águila. Sí, eso es: todo lo de aquel individuo tenía algo de un ave de rapiña: su
nariz
era fina pero poderosa y aguileña; sus manos eran huesudas, ávidas y despiadadas. Aquel hombre era cruel y capaz de cualquier cosa.

Martín lo encontraba parecido a alguien, pero no acertaba con la clave. En un momento pensó que quizá lo había visto en alguna ocasión, porque era un rostro que no era posible olvidar, y si en una sola ocasión lo había visto ahora por fuerza tenía que resultarle conocido. De pronto le recordó un poco a un muchacho Cornejo, de Salta. Pero no, no era por ahí que aquella cara le resultaba vagamente familiar.

Alejandra hablaba agitadamente. Cosa extraña: los dos eran duros y parecían odiarse, y sin embargo esa idea no lo tranquilizaba. Por el contrario, cuando lo advirtió su desesperación se hizo mayor. ¿Por qué? Hasta que le pareció entender la verdad: aquellos dos seres estaban unidos por una vehemente pasión. Como si dos águilas se amasen, pensó. Como dos águilas que no obstante pudiesen o quisiesen destrozarse y desgarrarse con sus picos y sus garras hasta matarse. Y cuando vio que Alejandra tomaba con una de sus manos una de las manos, una de las garras, de aquel individuo, Martín sintió que desde ese momento todo era igual y el mundo carecía totalmente de sentido.

XXIII

Caminaba en la madrugada cuando tuvo de pronto la revelación: ¡aquel hombre se parecía a Alejandra! Instantáneamente recordó la escena del Mirador, cuando se retrajo de inmediato apenas pronunciado el nombre de Fernando, como si hubiese pronunciado un nombre que debe ser mantenido en secreto.

“¡Ése era Fernando!”, pensó.

¡Los ojos grisverdosos, los pómulos un poco mongólicos, el color oscuro y el rostro de Trinidad Arias! Claro: ahora se explicaba la sensación de conocido: tenía mucho de Alejandra y mucho de Trinidad Arias, la del retrato que le había mostrado Alejandra. Sólo ella y Fernando, había dicho Alejandra, como quien está aislada del mundo con un hombre, con un hombre que, ahora comprendía, ella admiraba.

Pero ¿quién era Fernando? Un hermano mayor: un hermano que ella no quería mencionar. La idea de que aquel hombre fuera el hermano lo tranquilizó a medias, sin embargo, cuando debía haberlo tranquilizado del todo. ¿Por qué (se preguntó) no me alegro? En aquel momento no encontró respuesta a aquella interrogación. Sólo advirtió que teniendo que tranquilizarse no lo lograba.

No podía dormir tranquilo: como si en la
pieza
donde dormía sospechase que hubiera entrado un vampiro. Durante todo ese lapso dio vueltas y vueltas a la escena que había presenciado, tratando de descubrir la causa de su desasosiego. Hasta que creyó encontrarla: ¡la mano! Con repentina angustia recordó la forma en que ella había acariciado la mano de él. ¡Aquélla no era la forma en que un hermana acaricia a su hermano! Y vivía pensando en él:
él
que era el hipnotizador. Huía de él, pero, tarde o temprano, tenía que volver hacia él, como enloquecida. Ahora creía explicarse muchos de sus movimientos inexplicables y contradictorios.

Y apenas creyó haber encontrado la clave, nuevamente cayó en la mayor perplejidad: el parecido. Era indudable: aquel hombre era de su familia. Pensó que podía ser primo hermano. Sí: era un primo hermano y se llamaba Fernando.

No podía ser de otra manera, pues esa posibilidad explicaba todo: el parecido notable y la súbita reticencia aquella noche cuando a ella se le escapó el nombre de Fernando. Aquel nombre (pensó) era un nombre clave, un nombre secreto. “Todos menos Fernando y yo”, había dicho ella sin querer y luego se había detenido bruscamente y no había respondido a su pregunta. Ahora lo comprendía todo: ella y él vivían aislados, en un mundo aparte, orgullosamente. Y ella lo amaba a él, a Fernando, y por eso se había arrepentido de pronunciar ante él, ante Martín, aquella palabra reveladora.

Su agitación creció a medida que pasaban los días y finalmente, no aguantando más, llamó por teléfono a Alejandra y le dijo que tenía algo urgentísimo que hablar con ella: una sola cosa aunque fuera la última. Cuando se encontraron, casi no podía hablar.

XXIV

¿Qué te sucede? —preguntó ella con violencia, porque intuía que Martín se sentía agraviado por alguna cosa que había pasado. Y eso la enardecía porque, como varias veces se lo repitió, él no tenía ningún derecho sobre ella, nada le había prometido y en nada por lo tanto le debía explicaciones. Sobre todo ahora, en que habían decidido terminar. Martín negó con la
cabeza
, pero sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Decime qué te pasa —le dijo ella, sacudiéndolo de los brazos. Esperó unos instantes sin dejar de mirarlo a los ojos.

—Sólo quiero saber una cosa, Alejandra: quiero saber quién es Fernando.

Se puso pálida, sus ojos relampaguearon.

—¿Fernando? —preguntó—. ¿De dónde sacas ese nombre?

—Lo dijiste aquella noche, en tu pieza, cuando me contaste la historia de tu familia.

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