Sobre la muerte y los moribundos (33 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

BOOK: Sobre la muerte y los moribundos
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Hay muchos pacientes que nunca usan las palabras “muerte” o “morir”, pero hablan de ello todo el rato de forma disimulada. Un terapista perspicaz puede responder a sus preguntas o a sus preocupaciones sin usar las palabras evitadas y no obstante ser de gran ayuda para un paciente así. Doy numerosos ejemplos en las descripciones de la señora A. y la señora K. (en los capítulos II y III).

Si nos preguntamos qué es tan útil o tan importante para que un porcentaje tan alto de pacientes desahuciados estén dispuestos a compartir su experiencia con nosotros, tenemos que remitimos a las respuestas que dan cuando les preguntamos las razones de su aceptación. Muchos pacientes se sienten totalmente desesperados, inútiles e incapaces de encontrar ningún sentido a su existencia en esta fase. Esperan las rondas de los médicos, quizá las sesiones de rayos X, que la enfermera les traiga las medicinas, y los días y las noches parecen monótonos e inacabables. Entonces, en esta lenta y monótona rutina, entra un visitante que les estimula, que se preocupa como ser humano, que se pregunta por sus reacciones, sus fuerzas, sus esperanzas y sus frustraciones. Alguien que coge una silla y se sienta. Alguien que les escucha realmente sin prisas. Alguien que no habla con eufemismos sino concretamente, con un lenguaje simple y directo, precisamente sobre las cosas que les obsesionan, que vuelven a surgir aunque de vez en cuando no piensen en ellas.

Viene alguien a romper la monotonía, la soledad, la espera angustiosa y sin sentido.

Otro aspecto que quizás es más importante es la sensación de que lo que ellos aporten puede ser importante, puede ser significativo por lo menos para otros. Estos pacientes tienen una sensación de servicio en unos momentos en que sentían que ya no podían servir a nadie aquí en la tierra. Como ha dicho más de un paciente: “Quiero ser de alguna utilidad a alguien. Quizá donando mis ojos o mis riñones, pero esto parece mucho mejor, porque puedo hacerlo mientras aún estoy vivo.”

Algunos pacientes han usado el seminario para poner a prueba su fuerza en formas peculiares. Lo han usado para predicarnos, para hablarnos de su fe en Dios y de lo dispuestos que están a aceptar la voluntad de Dios cuando llevan el miedo escrito en la cara. Otros, que tenían una fe sincera que les permitía aceptar el fin de su vida, han estado orgullosos de poder explicar esto a un grupo de personas jóvenes con la esperanza de que les impresione un poco. La cantante de ópera que tenía un tumor maligno en la cara pidió venir a nuestra clase como una última representación, una última petición para cantar para nosotros antes de volver a su sala donde iban a arrancarle los dientes antes del tratamiento de radiación.

Lo que estoy tratando de decir es que la respuesta fue unánimemente positiva, pero las motivaciones y razones fueron diferentes. Quizás unos pocos pacientes desearan rehusar, pero temieran que aquella negativa pudiera repercutir en su cuidado posterior. Un porcentaje indudablemente mucho más alto lo usó para desahogar su ira y su rabia contra el hospital, el personal, la familia, o el mundo en general porque los aislaba.

Vivir de prestado, esperar en vano la ronda de los médicos, consumirse aguardando las horas de visita, mirando por la ventana, confiando en que alguna enfermera tenga un rato libre para charlar un poco... así es como pasan el tiempo muchos enfermos desahuciados. ¿Es sorprendente entonces que un paciente así, experimente curiosidad ante un visitante desconocido que quiera hablar con él de sus sentimientos, de su reacción ante ese estado de cosas? ¿Que quiera sentarse a su lado y compartir algunos de los temores, fantasías y deseos que ocupan sus horas solitarias? Quizá sea sólo esto, un poco de atención, un poco de “terapia ocupacional”, una interrupción en la monotonía de las cosas, un poco de color en la blancura de la pared del hospital, lo que este seminario ofrece a los pacientes. De repente les arreglan, les sientan en una silla de ruedas, les preguntan si pueden grabar sus respuestas en cinta magnetofónica, y saben que están siendo observados por un grupo de personas interesadas. Quizá sólo sea esta atención lo que ayuda y lo que introduce un poco de luz, de sentido y quizá de esperanza en la vida del paciente enfermo de muerte.

Probablemente, lo que da mejor la medida de la aceptación y la apreciación por parte del paciente de este tipo de trabajo es el hecho de que todos nos recibieron muy bien durante el resto de tiempo que pasaron en el hospital, permitiendo la continuación del diálogo. La mayoría de pacientes que fueron dados de alta mantuvieron el contacto por propia iniciativa llamando por teléfono en los momentos de crisis o cuando ocurría algo importante. La señora W. me llamó para compartir conmigo sus sentimientos de gran alivio porque sus médicos, los doctores K. y P., le habían telefoneado
a
su casa para comprobar si se encontraba bien. Su deseo de compartir las buenas noticias con nosotros es quizá la señal de la intimidad de una relación tan sencilla pero tan importante al mismo tiempo. Nos dijo: “Si estuviera en mi lecho de muerte y viera a alguno de ellos, ¡estoy segura de que moriría sonriendo!” Esto muestra lo importante que pueden llegar a ser estas relaciones y cómo unas pequeñas muestras de atención pueden convertirse en comunicaciones llenas de sentido.

El señor E. describió en términos parecidos al doctor B. “Me sentía tan desesperado por la falta de cuidado humano, que estaba a punto de abandonarme. Los internos se pasaban el día pinchándome en las venas. No les importaba que la cama y el pijama estuvieran hechos una porquería. Luego, un día vino el doctor B., y antes de que me diera cuenta ya había sacado la aguja. Ni siquiera la sentí, de tan suavemente como lo hizo. Luego me puso una venda encima —esto nunca me lo habían hecho antes— y me dijo cómo tenía que quitármela para que no me doliera.” El señor E. (joven padre de tres niños pequeños, que tenía una leucemia aguda) dijo que aquélla había sido la cosa más agradable que le había pasado durante su penosa prueba.

A menudo los pacientes responden con un agradecimiento casi exagerado ante alguien que se preocupe por ellos y les dedique un poco de tiempo. En este mundo dominado por los mecanismos y los números, se encuentran tan privados de estas amabilidades que no es sorprendente que un pequeño toque de humanidad provoque una respuesta tan abrumadora.

En la época de la inseguridad, de la bomba de hidrógeno, de grandes prisas y grandes masas, el pequeño don personal puede volver a ser importante. El don puede venir de ambos lados: del paciente en forma de la ayuda, del ejemplo y el ánimo que puede dar a otros que se encuentren en una situación parecida a la suya; de nosotros, en la forma de nuestros cuidados, nuestro tiempo y nuestro deseo de compartir con otros lo que ellos nos han enseñado al final de sus vidas.

La última razón quizá de la buena respuesta del paciente es la necesidad de la persona moribunda de dejar algo detrás, de dar algo, quizá de crear una ilusión de inmortalidad. Nosotros manifestamos nuestro agradecimiento por el hecho de que compartan con nosotros sus pensamientos sobre este tema tabú, les decimos que su labor es
enseñarnos,
ayudar a los que les seguirán más tarde, creando así la idea de que algo de ellos perdurará quizá después de su muerte: una idea, un seminario en el que sus sugerencias, sus fantasías, sus pensamientos continuarán vivos, serán objeto de discusión, se harán inmortales en cierto modo.

Cuando el que establece una comunicación es el paciente moribundo que trata de separarse de las relaciones humanas para afrontar la última separación con los menos vínculos posibles, no es capaz de hacer esto sin la ayuda de alguien, exterior a él, que comparta con él algunos de estos conflictos.

Hablamos de la muerte —tema objeto de represión social— de forma sincera y sin complicaciones, abriendo así la puerta a una gran variedad de discusiones, permitiendo la negación completa si parece necesaria o la charla abierta sobre los temores y las preocupaciones del paciente si éste lo prefiere así. El hecho de que
nosotros
no usemos la negación, de que estemos dispuestos a pronunciar las palabras “muerte” y “morir”, es quizás el mensaje mejor recibido por muchos de nuestros pacientes.

Si intentamos resumir brevemente lo que nos han enseñado estos pacientes, el hecho más destacado, en mi opinión, es el de que todos son conscientes de la gravedad de su enfermedad tanto si se les ha dicho como si no. No siempre comparten este conocimiento con su médico o con su pariente más próximo. La razón de esto es que es doloroso pensar en una realidad así, y cualquier mensaje implícito o explícito encaminado a no hablar de ello suele ser captado por el paciente, que —de momento— lo acepta encantado. Sin embargo, llega un momento en que todos nuestros pacientes sienten la necesidad de compartir algunas de sus preocupaciones, de quitarse la máscara, de afrontar la realidad, y de ocuparse de cuestiones vitales mientras aún están a tiempo. Agradecen que atravesemos sus defensas, que queramos hablar con ellos de su muerte inminente y de las tareas que quedan por terminar. Desean compartir con una persona comprensiva algunos de sus sentimientos, especialmente los de disgusto, rabia, envidia, culpabilidad y aislamiento. Indican claramente que usaban la negación cuando el médico o un miembro de su familia la esperaba, porque, naturalmente, dependían de ellos y necesitaban mantener aquella relación.

A los pacientes no les importaba mucho que el personal del hospital no les hiciera afrontar los hechos directamente, pero les molestaba que les trataran como a niños y que no les tuvieran en cuenta a la hora de tomar decisiones importantes. Todos notaban un cambio de actitud y de conducta cuando se pronunciaba el diagnóstico de enfermedad fatal, y se daban cuenta de la gravedad de su estado por este cambio de las personas que les rodeaban. En otras palabras, aquellos a quienes no se les decía explícitamente, se enteraban de todas formas por el mensaje implícito que suponía el cambio de conducta de sus parientes o del personal del hospital. Aquellos a quienes se les decía explícitamente lo agradecían casi unánimemente, salvo aquellos a quienes se les decía crudamente en un pasillo y sin preparación o tratamiento psicológico posterior, de una forma que no dejara esperanza.

Todos nuestros pacientes reaccionaban ante la mala noticia de una forma casi idéntica, que es típica no sólo ante la noticia de una enfermedad fatal sino que parece ser la reacción humana ante cualquier gran tensión inesperada: la conmoción y la incredulidad. La mayoría de nuestros pacientes usaban la negación, que podía durar desde unos segundos hasta muchos meses, como revelan algunas de las entrevistas incluidas en este libro. Esta negación nunca es total. Después de la negación, predominaban la ira y la rabia. Éstas se manifestaban en multitud de formas, como una envidia hacia los que podían vivir y actuar. Este disgusto se veía parcialmente justificado y reforzado por las reacciones del personal y la familia, a veces casi irracionales, o era repetición de anteriores experiencias, como muestra el ejemplo de la Hermana I. Cuando los que le rodeaban eran capaces de tolerar este disgusto sin tomárselo como algo personal, ayudaban mucho al paciente a llegar a la fase de pacto provisional seguido de depresión, que es un paso importante hacia la aceptación final. El diagrama siguiente muestra cómo estas fases no se sustituyen una a otra sino que pueden coexistir y superponerse a veces. Muchos pacientes han llegado a la aceptación final sin ninguna ayuda externa, otros necesitaban asistencia para pasar por estas diferentes fases y poder morir con paz y dignidad.

Fuera cual fuera la fase de su enfermedad o los mecanismos de defensa que usaran, todos nuestros pacientes mantuvieron alguna forma de esperanza hasta el último momento. Aquellos pacientes a quienes les comunicaron el diagnóstico fatal sin prometerles una oportunidad, sin una sensación de esperanza, fueron los que reaccionaron peor y nunca se reconciliaron totalmente con la persona que les presentó la noticia de esta manera tan cruel. Por lo que respecta a nuestros pacientes, todos conservaron alguna esperanza, y es bueno que lo recordemos. Puede revestir la forma de un nuevo descubrimiento, un nuevo hallazgo en un laboratorio de investigación, una nueva droga o un nuevo suero, puede venir como un milagro de Dios o porque se descubra que la radiografía pertenece a otro paciente. Puede esperarse una remisión producida de forma natural, como la que describe tan elocuentemente el señor J. en el capítulo IX, pero es esta esperanza la que siempre debería conservarse tanto si estamos de acuerdo con la forma como si no.

Aunque nuestros pacientes agradecían mucho la posibilidad de compartir sus preocupaciones con nosotros y hablaban con toda libertad de la muerte, también daban señales de cuándo había que cambiar de tema, cuándo había que volver a temas más alegres. Todos reconocían que era bueno airear sus sentimientos; pero necesitaban escoger el momento y la duración del desahogo.

Los conflictos anteriores y los mecanismos de defensa de un paciente nos permiten predecir hasta cierto punto los mecanismos de defensa que usará en el momento de la crisis. Las personas sencillas, con menos educación, sofisticación, vínculos sociales y obligaciones profesionales, en general, parecen tener menos dificultad para afrontar esta crisis final que las personas ricas, que pierden mucho más en lo que se refiere a lujos materiales, comodidad y toda una serie de relaciones personales. Parece que las personas que han llevado una vida de sufrimiento, de penalidades y trabajo, que han criado unos hijos y han encontrado satisfacción en su trabajo, dan muestras de mayor facilidad para aceptar la muerte con paz y dignidad, comparadas con las que han puesto su ambición en dominar a quienes les rodeaban, acumular bienes materiales y un gran número de relaciones sociales, pero pocas relaciones significativas de las que pudieran echar mano al final de la vida. Esto está descrito con más detalle en el ejemplo del capítulo IV (sobre la fase de ira).

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