Sobre la muerte y los moribundos (34 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

BOOK: Sobre la muerte y los moribundos
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Los pacientes religiosos parecían diferenciarse poco de los que no tenían religión. La diferencia puede ser difícil de determinar, porque habría que definir claramente lo que entendemos por una persona religiosa. Podemos decir, sin embargo, que encontramos muy pocas personas verdaderamente religiosas, con una fe profunda. A esos pocos les ayudaba su fe y son más comparables con los pocos pacientes que eran verdaderamente ateos. La mayoría de los pacientes tenían una posición intermedia, poseían alguna forma de creencia religiosa, pero no suficiente para librarles del conflicto y del miedo.

Cuando nuestros pacientes llegaban a la fase de aceptación y de decatexis final, cualquier interferencia del exterior se consideraba una gran molestia, y estas interferencias impidieron morir en paz y dignidad a varios pacientes. La decatexis es la señal de la muerte inminente y nos permitió predecir la muerte próxima de varios pacientes que no daban ninguno o pocos indicios de ella desde el punto de vista médico. El paciente responde a un sistema de señales interior que le avisa de su muerte inminente. Nosotros podemos captar estas señales sin conocer realmente las señales psicofisiológicas que él percibe. Cuando se pregunta al paciente, él es capaz de reconocer que lo sabe y a menudo nos lo comunica pidiéndonos que nos sentemos junto a él
ahora,
pues sabe que mañana será demasiado tarde. Deberíamos ser muy sensibles a esta insistencia por parte de nuestros pacientes, pues podemos perder la oportunidad única de escucharles mientras estamos aún a tiempo.

Nuestro seminario interdisciplinar para el estudio de los pacientes desahuciados se ha convertido en un curso didáctico aceptado y muy conocido, al que asisten semanalmente unas cincuenta personas de diferentes ambientes, profesiones y motivaciones. Quizás es una de las pocas clases en las que el personal del hospital se reúne sin ninguna solemnidad y trata de las necesidades y del cuidado total del paciente desde diferentes ángulos. A pesar del número cada vez mayor de estudiantes que asisten, el seminario a menudo parece una sesión de terapia de grupo, en la que los participantes hablan libremente de sus propias reacciones y fantasías en relación con el paciente y así aprenden algo sobre su conducta y las causas de ella.

Este curso se considera un mérito académico para los estudiantes de medicina y de teología, quienes han escrito trabajos muy interesantes sobre este tema. En resumen, se ha convertido en una parte del plan de estudios de muchos estudiantes que se encuentran con los pacientes moribundos antes, durante la carrera, y así se preparan para cuidarlos con una actitud menos defensiva cuando la responsabilidad sea suya. Médicos de medicina general y especialistas de más edad han asistido al seminario y contribuido con su experiencia práctica de fuera del hospital. Las enfermeras, asistentas sociales, administradoras y terapistas ocupacionales se han sumado al diálogo interdisciplinar, y cada disciplina ha enseñado a la otra algo sobre su papel profesional y sus luchas. Se ha logrado una comprensión mutua mucho mayor, no sólo gracias al intercambio de responsabilidades compartidas, sino, sobre todo, quizás por el mutuo acuerdo de exponer francamente nuestras reacciones, nuestros temores y nuestras fantasías. Si un médico admite que tenía la carne de gallina al escuchar a cierto paciente, su enfermera se sentirá más cómoda al manifestar sus sentimientos más hondos sobre la situación.

Una paciente acusó el cambio de ambiente de una manera muy elocuente. Durante una hospitalización anterior nos había llamado para decirnos lo desanimada y disgustada que estaba por la soledad y el aislamiento que experimentaba en una determinada sala. Tuvo una remisión inesperada y nos llamó otra vez cuando volvió a ingresar en el hospital. Tenía una habitación en la misma sala de antes y deseaba venir otra vez al seminario para comunicarnos que había quedado muy sorprendida al ver que el ambiente era totalmente diferente. “¡Imagínese!”, dijo, “ahora de vez en cuando entra una enfermera en mi habitación, sin prisas, y me dice: «¿Le apetece charlar?»” No tenemos ninguna prueba de que en realidad sean el seminario y la mayor preparación de las enfermeras los factores que han provocado este cambio, pero nosotros también lo hemos observado en esa sala concreta, de la que tenemos cada vez más pacientes que nos envían los médicos, las enfermeras y los otros pacientes.

El resultado más sorprendente es el hecho de que los miembros del personal vienen a consultar sobre sí mismos, señal de que cada vez son más conscientes de sus propios conflictos, que pueden interferir en el tratamiento del paciente. Últimamente también hemos recibido peticiones de pacientes desahuciados y de familiares suyos, al margen de la organización del hospital, para que les encontremos tareas en el marco del seminario, que den sentido a sus vidas y a las de otros en parecidas circunstancias.

Quizás en vez de sociedades de congelación deberíamos crear sociedades que se ocuparan de la cuestión de la muerte, que fomentaran el diálogo sobre este tema y ayudaran a la gente a vivir con menos miedo hasta su muerte.

Un estudiante escribió en un trabajo que el aspecto más sorprendente de este seminario era quizás que hablábamos muy poco de la muerte propiamente dicha. ¿No fue Montaigne quien dijo que la muerte es sólo un momento cuando termina la agonía? Hemos aprendido que para el paciente la muerte en sí misma no es el problema, sino que se teme por la sensación de desesperanza, inutilidad y aislamiento que la acompaña. Los que han asistido al seminario y han pensado en estas cosas, han manifestado sus sentimientos libremente y han comprendido que se puede hacer algo, no sólo se enfrentan a sus pacientes con menos ansiedad sino que además están más tranquilos ante la posibilidad de su propia muerte.

12. Terapia del enfermo de muerte

La muerte pertenece a la vida igual que el nacimiento. Para andar no sólo levantamos el pie: también lo bajamos.

Tagore,
de
Pájaros errantes,
CCLXVII

A la vista de todo lo anterior, es evidente que el paciente desahuciado tiene necesidades muy especiales que pueden cubrirse si nos tomamos el tiempo de sentarnos a escuchar y averiguar cuáles son. Lo más importante de esta relación, quizás, es el hecho de darle a entender que estamos dispuestos a compartir algunas de sus preocupaciones. Para trabajar con el paciente moribundo se requiere una cierta madurez que sólo viene de la experiencia. Tenemos que examinar a fondo nuestra actitud con respecto a la muerte, antes de sentarnos junta al lecho de un paciente moribundo tranquilamente y sin ansiedad.

La entrevista que abre las puertas es un encuentro de dos personas que pueden comunicarse sin miedo ni angustia. El terapista —médico, capellán, o quienquiera que desempeñe este papel— intentará dar a entender al paciente con sus palabras y actitudes que no va a salir corriendo si se mencionan las palabras “cáncer” o “muerte”. Entonces el paciente captará esta señal y se abrirá, o puede dar a entender al interlocutor que comprende el mensaje pero que no es el momento adecuado. El paciente dará a entender a una persona así el momento en que esté dispuesto a compartir sus preocupaciones, y el terapista le dará la seguridad de que volverá en el momento oportuno. Muchos de nuestros pacientes no han tenido más que esta entrevista inicial. A veces se aferraban a la vida porque tenían algún asunto pendiente; se cuidaban de una hermana atrasada y no habían encontrado a nadie que pudiera encargarse de ella en el caso de que ellos murieran, o no habían podido tomar medidas para que se ocuparan de irnos niños y necesitaban compartir esta preocupación con alguien. Otros se sentían culpables y oprimidos por unos “pecados” reales o imaginarios, y sentían un gran alivio cuando les ofrecíamos la oportunidad de hablar con ellos, especialmente en presencia de un capellán. Todos estos pacientes se encontraban mejor después de hacer “confesiones” o de encontrar soluciones para el cuidado de otros, y generalmente, morían poco después de que desapareciera el asunto pendiente.

Un miedo irracional casi nunca impide morir a un paciente, como ha quedado ejemplificado antes en el caso de la mujer que tenía “demasiado miedo a morir” porque no podía concebir que “se la comieran viva los gusanos” (capítulo IX). Tenía fobia a los gusanos y al mismo tiempo se daba perfecta cuenta de lo absurdo que era aquello. Como era algo tan tonto —así lo calificaba ella misma— era incapaz de compartirlo con su familia, que había gastado todos sus ahorros en sus hospitalizaciones. Después de una entrevista, esta anciana señora logró compartir sus temores con nosotros y su hija le ayudó haciendo las gestiones necesarias para su incineración. Esta paciente también murió poco después de tener la oportunidad de airear sus temores.

Siempre nos sorprende cómo una sesión puede librar a un paciente de una carga tremenda y nos preguntamos por qué es tan difícil para el personal del hospital y para la familia averiguar las necesidades de los pacientes, cuando a menudo no se requiere más que una pregunta directa.

Aunque el señor E. no estaba enfermo de muerte, usaremos su caso como ejemplo típico de una entrevista como medio de romper el hielo. Es relevante porque el señor E. se presentaba a sí mismo como un moribundo a consecuencia de unos conflictos sin resolver aumentados por la muerte de una figura ambivalente.

El señor E., un judío de ochenta y tres años, ingresó en el servicio médico de un hospital privado con motivo de una grave pérdida de peso, anorexia y estreñimiento. Se quejaba de dolores abdominales insoportables y se le veía demacrado y cansado. Generalmente estaba deprimido y lloraba con facilidad. Un reconocimiento médico completo dio un resultado negativo, y finalmente el residente pidió una opinión psiquiátrica.

Se le hizo una entrevista diagnóstico-terapéutica con varios estudiantes presentes en la habitación. A él no le importó la compañía y se sintió aliviado al poder hablar de sus problemas personales. Explicó que había estado bien hasta cuatro meses antes de su ingreso en el hospital, cuando de repente se había convertido en un “hombre viejo, enfermo y solitario”. Posteriores preguntas revelaron que unas semanas antes del principio de sus quejas físicas había perdido a una nuera y dos semanas antes del comienzo de sus dolores, su mujer, de la que estaba separado, había muerto repentinamente mientras él estaba de vacaciones fuera de la ciudad.

Estaba enojado con sus parientes porque no venían a verle cuando él les esperaba. Se quejaba de las enfermeras y en general no le gustaba cómo se le cuidaba allí. Estaba seguro de que sus parientes vendrían inmediatamente si él pudiera prometerles “un par de miles de dólares cuando muera”, y se extendía en detalles sobre el asilo en el que vivía con otros viejos y la excursión a la que estaban todos invitados. Pronto se hizo evidente que su disgusto se debía a que era pobre y que ser pobre significaba tener que hacer la excursión cuando lo planeaban en su residencia, es decir, que no tenía posibilidades de elección. Al seguir el interrogatorio quedó claro que se reprochaba haber estado ausente cuando su mujer estaba en el hospital y trataba de descargar su culpabilidad sobre las personas que organizaban sus vacaciones.

Cuando le preguntamos si no se había sentido abandonado por su mujer, no fue capaz de admitir su ira contra ella, pero expresó una avalancha de sentimientos de amargura en la que se nos reveló su incapacidad para comprender por qué ella le había abandonado para ir a vivir con un hermano (al que llamaba nazi), cómo había educado a su único hijo como si no fuera judío, y finalmente, ¡cómo le había dejado solo, ahora, cuando más le necesitaba! Como se sentía sumamente culpable y avergonzado de sus sentimientos negativos respecto a la difunta, los desplazaba hacia los parientes y las enfermeras. Estaba convencido de que tenía que ser castigado por todos aquellos malos pensamientos y de que tenía que padecer muchos dolores y sufrimientos para mitigar su culpa.

Nosotros simplemente le dijimos que podíamos comprender sus sentimientos mezclados, que eran muy humanos y que todo el mundo los tenía. Además le dijimos claramente que nos preguntábamos si no podría reconocer que se sentía indignado con su antigua mujer y expresarlo en las breves visitas que le haríamos. A esto, él contestó: “Si ese dolor no desaparece, tendré que tirarme por la ventana.” Nuestra respuesta fue: “Su dolor pueden ser todos esos sentimientos contenidos de ira y frustración. Hágalos salir de su sistema sin avergonzarse y sus dolores probablemente desaparecerán.” Se retiró con sentimientos obviamente confusos, pero pidió que volviéramos a visitarle.

El residente que le acompañó de nuevo a su habitación quedó impresionado ante su postura de abatimiento y se lo hizo observar. Insistió en lo que habíamos dicho en la entrevista y le aseguró que sus reacciones eran muy normales, después de lo cual él se irguió y volvió a su habitación en una postura más erecta.

La visita del día siguiente reveló que apenas había estado en su habitación. Había pasado la mayor parte del día charlando con la gente, yendo a la cafetería y disfrutando de su comida. El estreñimiento y el dolor habían desaparecido. Después de dos movimientos intestinales imponentes la noche de la entrevista, se encontraba “mejor que nunca” y estaba haciendo planes para cuando le dieran de alta y reanudara algunas de sus actividades anteriores.

El día que le dieron de alta, sonrió y habló de algunos de los buenos días que había pasado con su mujer. También habló del cambio de actitud hacia las enfermeras “a las que he hecho pasar muy malos ratos” y hacia sus parientes, especialmente su hijo, al que llamó para tratarle un poco más, “pues tal vez los dos nos sintamos solos algún tiempo”.

Le aseguramos que estábamos a su disposición por si tenía más problemas, físicos o psicológicos, y él contestó sonriendo que había aprendido una buena lección y que probablemente afrontaría su propia muerte con más ecuanimidad.

El ejemplo del señor E. muestra cómo estas entrevistas pueden ser beneficiosas para personas que en realidad no están enfermas, pero que —debido a su edad o simplemente a su incapacidad para encajar la muerte de una figura ambivalente— sufren mucho y consideran sus molestias físicas o psíquicas como un medio para mitigar sus sentimientos de culpa provocados por deseos hostiles reprimidos contra personas muertas. No es que este viejo tuviera miedo a morir; lo que le preocupaba era morir antes de haber purgado sus deseos destructivos respecto a una persona que había muerto sin darle la oportunidad de “arreglarlo”. Sufría dolores terribles como medio para reducir su miedo al castigo y descargaba gran parte de su hostilidad y rabia sobre las enfermeras y los parientes sin darse cuenta de las razones de su resentimiento. Es sorprendente cómo una simple entrevista puede revelar muchos de estos datos y cómo unas pocas palabras de explicación y el garantizar que esos sentimientos de amor y odio son humanos y comprensibles y no exigen horribles castigos, puede mitigar hasta tal punto los síntomas somáticos.

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