Soldados de Salamina (15 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Soldados de Salamina
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Así que en rigor no puede afirmarse que durante la posguerra Sánchez Mazas fuera un político; más aventurado parece sostener, como hace el ingenioso Foxá, que tampoco fue un escritor. Porque es cierto que en esos años, conforme disminuía su actividad política, aumentaba la literaria: en las dos décadas que siguieron a la guerra vieron la luz, firmados con su nombre, novelas, relatos, ensayos, adaptaciones teatrales y numerosísimos artículos aparecidos en Arriba, en La Tarde, en Abc. Algunos de estos últimos son excepcionales, joyas de una orfebrería verbal extremadamente refinada, y determinados libros que publicó por entonces, como La vida nueva de Pedrito de Andía (1951) y Las aguas de Arbeloa y otras cuestiones (1956), figuran entre lo mejor de su obra. Todo eso es cierto, pero también lo es que, aunque entre mediados de los cuarenta y mediados de los cincuenta ocupó un lugar preeminente en la literatura española, nunca se molestó en hacer carrera literaria (un ejercicio que, como el de hacer carrera política, siempre le pareció indigno de caballeros), y que a medida que transcurría el tiempo practicó cada vez con mayor destreza el arte sutil de la ocultación, hasta el punto de que, a partir de 1955 y durante cinco años, firmó sus artículos en Abc con tres enigmáticos asteriscos. Por lo demás, su vida social se limitaba a la asidua frecuentación de los pocos amigos que, como Ignacio Agustí o Marino Gómez Santos, habían conseguido sobrevivir a las intemperancias de su carácter y, desde principios de los cincuenta, a la muy ocasional de la tertulia que en el Café Comercial de la glorieta de Bilbao aglutinaba César González-Ruano. Éste, que lo conocía bien, por esa época veía a Sánchez Mazas «como un gran aficionado, como un gentilhombre mayor de las letras, como un gran señor impar que no ha necesitado nunca hacer profesión de sus vocaciones, sino ejercicios de verso y prosa en sus vacaciones».

O sea que, después de todo, es probable que Foxá tuviera razón: desde que acabó la guerra hasta su muerte, quizá Sánchez Mazas no fue esencialmente otra cosa que un millonario. Un millonario sin muchos millones, lánguido y un poco decadente, entregado a pasiones un tanto extravagantes —los relojes, la botánica, la magia, la astrología— y a la no menos extravagante pasión de la literatura. Vivía entre la casona de Coria, donde pasaba largas temporadas haciendo vie de château, el hotel Velázquez de Madrid y el chalet de la colonia del Viso, rodeado de gatos, losas de Italia, libros de viajes, cuadros españoles y grabados franceses, con un gran salón presidido por una chimenea francesa y un jardín saturado de rosales. Se levantaba hacia el mediodía y, después de comer, escribía hasta la hora de la cena; las noches, que a menudo se prolongaban hasta el amanecer, las dedicaba a la lectura. Salía poco de casa; fumaba mucho. Es probable que para entonces ya no creyera en nada. También lo es que, en su fuero interno, nunca en su vida haya creído en nada; y, menos que nada, en aquello que defendía o predicaba. Hizo política, pero en el fondo siempre la despreció. Exaltó viejos valores —la lealtad, el coraje—, pero ejerció la traición y la cobardía, y contribuyó como pocos al embrutecimiento que la retórica de Falange hizo de ellos; también exaltó viejas instituciones —la monarquía, la familia, la religión, la patria—, pero no movió un solo dedo para traer un rey a España, ignoró a su familia, de la que a menudo vivió separado, y hubiera cambiado todo el catolicismo por un solo canto de la Divina Commedia; en cuanto a la patria, bueno, la patria no se sabe lo que es, o es simplemente una excusa de la pillería o de la pereza. Quienes lo trataron en sus últimos años le recuerdan recordando con frecuencia los avatares de la guerra y el fusilamiento del Collell. «Es increíble lo que se aprende en esos pocos segundos de la ejecución», le dijo en 1959 a un periodista a quien sin embargo no reveló las enseñanzas que le había deparado la inminencia de la muerte. Quizá no era otra cosa que un superviviente, y por eso al final de su vida le gustaba imaginarse como un gran señor otoñal y fracasado, como alguien que, pudiendo haber hecho grandes cosas, no había hecho casi nada. «No he correspondido sino mediocremente a la esperanza y a la ayuda que he recibido», le confesó por esa época a González-Ruano, y años antes un personaje de La vida nueva de Pedrito de Andía parece hablar por boca de Sánchez Mazas cuando proclama en su lecho de muerte: «Nunca he podido acabar yo nada en este mundo». De hecho, fue de ese modo, melancólico y derrotado y sin futuro, como a él le gustó preverse desde muy pronto. En julio de 1913, en Bilbao, con apenas diecinueve años, Sánchez Mazas escribió, con el título de «Bajo el sol antiguo», tres sonetos, el último de los cuales dice así:

En mi ocaso de viejo libertino

y de viejo poeta cortesano

pasaría las tardes, mano a mano,

con un beato padre teatino.

Cada vez más gotoso y más católico,

como es guisa de rancio caballero,

mi genio impertinente y altanero

tornárase vidrioso y melancólico.

Y como hallasen para fin de cuento

misas y deudas en mi testamento,

de limosna me harían funerales.

Y la fortuna en su postrer agravio

ciñérame sus lauros inmortales

¡por una Epístola moral a Fabio!

Yo no sé si al final de sus días, cincuenta años después de escribir esas palabras, Sánchez Mazas era un viejo libertino, pero sin duda era un viejo poeta cortesano. Seguía siendo católico, aunque sólo fuera de fachada, y también un rancio caballero. Siempre tuvo un genio impertinente, altanero, vidrioso y melancólico. Murió una noche de octubre de 1966, de un enfisema pulmonar; a sus funerales asistió poca gente. Dejó poco dinero y poca hacienda. Fue un escritor malogrado y por eso no escribió —por eso y porque quizá no era digno de ello— una Epístola moral a Fabio. También fue el mejor de los escritores de la Falange: dejó un puñado de buenos poemas y un puñado de buenas prosas, que es mucho más de lo que casi cualquier escritor puede aspirar a dejar, pero también mucho menos de lo que exigía su talento, que siempre estuvo por encima de su obra. Dice Andrés Trapiello que, como tantos escritores falangistas, Sánchez Mazas ganó la guerra y perdió la historia de literatura. La frase es brillante y, en parte, cierta, o por lo menos lo fue, porque durante un tiempo Sánchez Mazas pagó con el olvido su brutal responsabilidad en una matanza brutal; pero también es cierto que, al ganar la guerra, quizá Sánchez Mazas se perdió a sí mismo como escritor: romántico al fin, acaso íntimamente juzgaba que toda victoria está contaminada de indignidad, y lo primero que advirtió en secreto al llegar al paraíso —aunque fuera aquel ilusorio paraíso burgués de ocio, cretona y pantuflas que, como un remedo menesteroso de los viejos privilegios, jerarquías y seguridades, se construyó en sus últimos años— fue que allí se podía vivir, pero no escribir, porque la escritura y la plenitud son incompatibles. Hoy poca gente se acuerda de él, y quizá lo merece. Hay en Bilbao una calle que lleva su nombre.

TERCERA PARTE: CITA EN STOCKTON

Terminé de escribir
Soldados de Salamina
mucho antes de que concluyera el permiso que me habían concedido en el periódico. Salvo a Conchi, con la que salía a cenar un par o tres de veces por semana, en todo ese tiempo apenas vi a nadie, porque me pasaba el día y la noche encerrado en mi cuarto, delante del ordenador. Escribía de forma obsesiva, con un empuje y una constancia que ignoraba que poseía; también sin demasiada claridad de propósito. Éste consistía en escribir una suerte de biogra­fía de Sánchez Mazas que, centrándose en un episodio en apariencia anecdótico pero acaso esencial de su vida —su frustrado fusilamiento en el Collell—, propusiera una interpretación del personaje y, por extensión, de la natura­leza del falangismo o, más exactamente, de los motivos que indujeron al puñado de hombres cultos y refinados que fundaron Falange, a lanzar al país a una furiosa orgía de sangre. Por descontado, yo suponía que, a medida que el libro avanzase, este designio se alteraría, porque los libros siempre acaban cobrando vida propia, y porque uno no escribe acerca de lo que quiere, sino de lo que puede; también suponía que, aunque todo lo que con el tiempo había averiguado sobre Sánchez Mazas iba a constituir el núcleo de mi libro, lo que me permitía sentirme segu­ro, llegaría un momento en que tendría que prescindir de esas andaderas, porque —si es que lo que escribe va a te­ner verdadero interés— un escritor no escribe nunca acerca de lo que conoce, sino precisamente de lo que ignora.

Ninguna de las dos conjeturas resultó equivocada, pero a mediados de febrero, un mes antes de que concluyera el permiso, el libro estaba terminado. Eufórico, lo leí, lo releí. A la segunda relectura la euforia se trocó en decep­ción: el libro no era malo, sino insuficiente, como un me­canismo completo pero incapaz de desempeñar la función para la que ha sido ideado porque le falta una pieza. Lo malo es que yo no sabía cuál era esa pieza. Corregí a fon­do el libro, reescribí el principio y el final, reescribí varios episodios, otros los cambié de lugar. La pieza, sin embar­go, no aparecía; el libro seguía estando cojo.

Lo abandoné. El día en que tomé la decisión salí a cenar con Conchi, que debió de notarme raro, porque me preguntó qué me pasaba. Yo no tenía ganas de hablar de ello (en realidad, tampoco tenía ganas de hablar; ni siquiera de salir a cenar), pero acabé explicándoselo.

¡Mierda! —dijo Conchi—. Ya te dije que no escribie­ras sobre un facha. Esa gente jode todo lo que toca. Lo que tienes que hacer es olvidarte de ese libro y empezar otro. ¿Qué tal uno sobre García Lorca?

Pasé las dos semanas siguientes sentado en un sillón, frente al televisor apagado. Que yo recuerde, no pensaba en nada, ni siquiera en mi padre; tampoco en mi primera mujer. Conchi me visitaba a diario: ordenaba un poco la casa, preparaba comida y, cuando yo ya me había meti­do en la cama, se iba. Lloraba poco, pero no podía evitar hacerlo cuando cada noche, a eso de las diez, Conchi ponía la tele para verse vestida de pitonisa y comentar su programa de la televisión local.

También fue Conchi quien me convenció de que, aunque mi permiso no hubiera acabado y yo no estuvie­ra recuperado del todo, debía volver a mi trabajo en el periódico. Quizá porque llevaba menos tiempo fuera que la vez anterior, o porque mi cara y mi aspecto movían más a la misericordia que al sarcasmo, en esta ocasión el regre­so de vacío fue menos humillante, y en la redacción no hubo comentarios irónicos ni nadie preguntó nada, ni siquiera el director; éste, por lo demás, no sólo no me obligó a traerle cafés desde el bar de la esquina (una acti­vidad para la que yo ya venía preparado), sino que ni siquiera me castigó con labores subalternas. Al contrario: como si adivinara que necesitaba airearme un poco, me propuso dejar la sección de cultura y dedicarme a realizar una serie casi diaria de entrevistas a personajes de algún relieve que, sin haber nacido en la provincia, residieran habitualmente en ella. Fue así como, durante varios me­ses, entrevisté a empresarios, actores, deportistas, poetas, políticos, diplomáticos, picapleitos, vagos.

Uno de mis primeros entrevistados fue Roberto Bola­ño. Bolaño, que era escritor y chileno, vivía desde hacía mucho tiempo en Blanes, un pueblo costero situado en la frontera entre Barcelona y Gerona, tenía cuarenta y siete años, un buen número de libros a sus espaldas y ese aire inconfundible de buhonero hippie que aqueja a tantos latinoamericanos de su generación exiliados en Europa. Cuando fui a visitarle acababa de obtener un importante premio literario y vivía con su mujer y su hijo en el Carrer Ample, una calle del centro de Blanes en la que había comprado un piso modernista con el dinero que le ha­bían dado. Allí me recibió aquella mañana, y aún no había­mos cruzado los saludos de rigor cuando me espetó:

Oye, ¿tú no serás el Javier Cercas de El móvil y El inquilino?

El móvil y El inquilino eran los títulos de los dos únicos libros que yo había publicado, más de diez años atrás, sin que nadie salvo algún amigo de entonces se diera por enterado del acontecimiento. Aturdido o incrédulo, asentí.

Los conozco —dijo—. Creo que incluso los compré.

¿Ah, fuiste tú?

No hizo caso del chiste.

Espera un momento.

Se perdió por un pasillo y regresó al rato.

Aquí están —dijo, blandiendo triunfalmente mis libros.

Hojeé los dos ejemplares, advertí que estaban usados. Casi con tristeza comenté:

Los leíste.

Claro —sonrió apenas Bolaño, que no sonreía casi nunca, pero que casi nunca parecía hablar del todo en serio—. Yo leo hasta los papeles que encuentro por las calles.

Ahora fui yo el que sonrió.

Los escribí hace muchos años.

No tienes que disculparte —dijo—. A mí me gusta­ron, o por lo menos recuerdo que me gustaron.

Pensé que se burlaba; levanté la vista de los libros y le miré a los ojos: no se burlaba. Me oí preguntar:

¿De veras?

Bolaño encendió un cigarrillo, pareció reflexionar un momento.

Del primero no me acuerdo muy bien —reconoció al cabo—. Pero creo que había un cuento muy bueno sobre un hijo de puta que induce a un pobre hombre a cometer un crimen para poder terminar su novela, ¿ver­dad? —Sin darme tiempo a asentir de nuevo, añadió—: En cuanto a El inquilino, me pareció una novelita deliciosa.

Bolaño pronunció este dictamen con tal mezcla de naturalidad y convicción que de golpe supe que los esca­sos elogios que habían merecido mis libros eran fruto de la cortesía o la piedad. Me quedé sin habla, y sentí unas ganas enormes de abrazar a aquel chileno de voz escasa, de pelo rizoso, escuálido y mal afeitado, a quien acababa de conocer.

Bueno —dije—. ¿Empezamos la entrevista?

Fuimos a un bar del puerto, entre la lonja y el rom­peolas, y nos sentamos junto a un ventanal desde el que se divisaba, a través del aire dorado y frío de la mañana, majestuosamente cruzado de gaviotas, toda la bahía de Blanes, con la dársena en primer plano, poblada de ociosas bar­cas de pesca, y al fondo el promontorio de La Palomera, que señala la frontera geográfica de la Costa Brava. Bolaño pidió té y tostadas; yo pedí café y agua. Conversamos. Bolaño me contó que ahora las cosas le iban bien, por­que sus libros empezaban a darle dinero, pero que duran­te los últimos veinte años había sido más pobre que una rata. Había dejado de estudiar casi de niño; había desem­peñado todo tipo de oficios ocasionales (aunque, aparte de escribir, nunca había tenido un trabajo serio); había he­cho la revolución en el Chile de Allende y en el de Pino­chet había estado en la cárcel; había vivido en México y en Francia; había viajado por todo el mundo. Años atrás había padecido una operación muy complicada, y desde entonces vivía en Blanes como un asceta, sin otro vicio que escribir y sin ver a nadie salvo a su familia. Casualmente, el día en que entrevisté a Bolaño el general Pinochet aca­baba de regresar a Chile, aclamado como un héroe por sus partidarios, después de haberse pasado dos años en Londres a la espera de ser extraditado a España y juzgado por sus crímenes. Hablamos del regreso de Pinochet, de la dictadura de Pinochet, de Chile. Como es natural, le pre­gunté cómo había vivido la caída de Allende y el golpe de Pinochet. Como es natural, me miró con cara de infi­nito aburrimiento; luego dijo:

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