Soldados de Salamina (11 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Soldados de Salamina
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Nadie ha dormido, todos parecen haber estado esperando aquel momento y, como arrastrados por la urgencia de despejar la incertidumbre, obedecen con diligencia de sonámbulos y se unen en el patio a otro grupo de presos similar al suyo, hasta sumar cincuenta. Aguardan unos minutos, dóciles, silenciosos y empapados, bajo una lluvia fina y un cielo denso de nubes, y al final aparece un hombre joven en cuyos rasgos borrosos reconoce Sánchez Mazas los rasgos borrosos del alcaide del Uruguay. Éste les anuncia que van a trabajar en la construcción de un campo de aviación en Banyoles y les ordena formar en diez filas de cinco en fondo; mientras obedece, ocupando sin pensar el primer lugar de la derecha en la segunda fila, Sánchez Mazas siente que el corazón se le desboca: presa del pánico, comprende que lo del campo de aviación sólo puede ser una excusa, pues carece de sentido construirlo con los nacionales a pocos kilómetros y lanzados a una ofensiva definitiva. Empieza a andar a la cabeza del grupo, desquiciado y temblón, incapaz de pensar con claridad, indagando absurdamente en la expresión neutra de los soldados armados que bordean la carretera una señal o una esperanza, buscando en vano convencerse de que al final de ese trayecto no le aguarda la muerte. A su lado o tras él, alguien intenta justificar o explicar algo que no oye o no entiende, porque cada paso que da absorbe toda su atención, como si pudiera ser el último; a su lado o tras él, las piernas enfermas de José María Poblador dicen basta, y el preso se derrumba sobre un charco y es socorrido y arrastrado por dos soldados de vuelta al monasterio. A unos ciento cincuenta metros de éste, el grupo dobla a la izquierda, abandona la carretera y se interna en el bosque por un sendero ascendente de tierra caliza que desemboca en un claro: una alta explanada rodeada de pinos. De la espesura brota entonces una voz militar que les ordena detenerse y dar media vuelta a la izquierda. El terror se apodera del grupo, que se paraliza con una unanimidad de autómata; casi todos sus miembros giran a la izquierda, pero el espanto confunde el instinto de otros que, como el capitán Gabriel Martín Morito, giran a la derecha. Transcurre entonces un instante eterno, durante el cual Sánchez Mazas piensa que va a morir. Piensa que las balas que van a matarlo vendrán de su espalda, que es de donde ha brotado la voz de mando, y que, antes de que muera porque las balas lo alcancen, éstas tendrán que alcanzar a los cuatro hombres que forman tras él. Piensa que no va a morir, que va a escapar. Piensa que no puede escapar hacia su espalda, porque los disparos vendrán de allí; ni hacia su izquierda, porque correría de vuelta a la carretera y los soldados; ni hacia delante, porque tendría que salvar una muralla de ocho hombres despavoridos. Pero (piensa) sí puede escapar hacia la derecha, donde a no más de seis o siete metros un espeso breñal de pinos y maleza promete una posibilidad de esconderse. «Hacia la derecha», piensa. Y piensa: «Ahora o nunca». En ese momento varias ametralladoras emplazadas a espaldas del grupo, justo en la dirección de la que ha surgido la voz de mando, empiezan a barrer el claro; tratando de protegerse, instintivamente los presos buscan el suelo. Para entonces Sánchez Mazas ya ha alcanzado el breñal, corre entre los pinos arañándose la cara y oyendo aún el tableteo sin compasión de las ametralladoras, finalmente da un tropezón providencial que lo arroja, rodando sobre el fango y las hojas mojadas, por el barranco donde se quiebra la explanada, hasta aterrizar en una hoya encharcada en la que desemboca un arroyo. Porque imagina con razón que sus perseguidores le imaginan alejándose cuanto le sea posible de ellos, decide guarecerse allí, relativamente cerca del claro, encogido, jadeante, empapado y con el corazón latiéndole en la garganta, tapándose como puede con hojas y barro y ramas de pino, oyendo los tiros de gracia sobre sus desdichados compañeros de grupo y luego los ladridos acuciantes de los perros y los gritos de los carabineros apremiando a los soldados a dar con el fugitivo o los fugitivos (porque Sánchez Mazas aún ignora que, contagiado por su impulso irracional de huida, también Pascual ha logrado escapar a la matanza). Durante un tiempo que no sabe si computar en minutos o en horas, mientras, para taparse con barro, araña sin descanso la tierra hasta sangrar por las uñas y reflexiona que la lluvia que no cesa de caer impedirá a los perros seguir su rastro, Sánchez Mazas continúa oyendo gritos y ladridos y disparos, hasta que en algún momento siente que algo se remueve a su espalda y se vuelve con una urgencia de alimaña acosada.

Entonces lo ve. Está de pie junto a la hoya, alto y corpulento y recortado contra el verde oscuro de los pinos y el azul oscuro de las nubes, jadeando un poco, las manos grandes aferradas al fusil terciado y el uniforme de campaña profuso de hebillas y raído de intemperie. Presa de la anómala resignación de quien sabe que su hora ha llegado, a través de sus gafas de miope enteladas de agua Sánchez Mazas mira al soldado que lo va a matar o va a entregarlo —un hombre joven, con el pelo pegado al cráneo por la lluvia, los ojos tal vez grises, las mejillas chupadas y los pómulos salientes— y lo recuerda o cree recordarlo entre los soldados harapientos que le vigilaban en el monasterio. Lo reconoce o cree reconocerlo, pero no le alivia la idea de que vaya a ser él y no un agente del SIM quien lo redima de la agonía inacabable del miedo, y lo humilla como una injuria añadida a las injurias de esos años de prófugo no haber muerto junto a sus compañeros de cárcel o no haber sabido hacerlo a campo abierto y a pleno sol y peleando con un coraje del que carece, en vez de ir a hacerlo ahora y allí, embarrado y solo y temblando de pavor y de vergüenza en un agujero sin dignidad. Así, loca y confusa la encendida mente, aguarda Rafael Sánchez Mazas —poeta exquisito, ideólogo fascista, futuro ministro de Franco— la descarga que ha de acabar con él. Pero la descarga no llega, y Sánchez Mazas, como si ya hubiera muerto y desde la muerte recordara una escena de sueño, observa sin incredulidad que el soldado avanza lentamente hacia el borde de la hoya entre la lluvia que no cesa y el rumor de acecho de los soldados y los carabineros, unos pasos apenas, el fusil apuntándole sin ostentación, el gesto más indagador que tenso, como un cazador novato a punto de identificar a su primera presa, y justo cuando el soldado alcanza el borde de la hoya traspasa el rumor vegetal de la lluvia un grito cercano:

—¿Hay alguien por ahí?

El soldado le está mirando; Sánchez Mazas también, pero sus ojos deteriorados no entienden lo que ven: bajo el pelo empapado y la ancha frente y las cejas pobladas de gotas la mirada del soldado no expresa compasión ni odio, ni siquiera desdén, sino una especie de secreta o insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su terca condición de seres, algo que elude a las palabras como el agua del arroyo elude a la piedra, porque las palabras sólo están hechas para decirse a sí mismas, para decir lo decible, es decir todo excepto lo que nos gobierna o hace vivir o concierne o somos o es este soldado anónimo y derrotado que ahora mira a ese hombre cuyo cuerpo casi se confunde con la tierra y el agua marrón de la hoya, y que grita con fuerza al aire sin dejar de mirarlo:

—¡Aquí no hay nadie!

Luego da media vuelta y se va.

Durante nueve días con sus noches del invierno brutal de 1939 Rafael Sánchez Mazas anduvo vagando por la comarca de Banyoles tratando de cruzar las líneas del ejército republicano en retirada y pasar a la zona nacional. Muchas veces pensó que no iba a conseguirlo; solo, sin más recursos que su voluntad de supervivencia, incapaz de orientarse en una zona desconocida y poblada de bosques agrestes y espesísimos, debilitado hasta la extenuación por las caminatas, el frío, el hambre y los tres años ininterrumpidos de cautiverio, muchas veces tuvo que hacer acopio de fuerzas para no dejarse derrotar por el desaliento. Las tres primeras jornadas fueron terribles. Dormía de día y caminaba de noche, evitando la publicidad de las carreteras y los pueblos, mendigando alimento y refugio en las masías, y aunque en ninguna de ellas osó por prudencia revelar su verdadera identidad, sino que se presentaba como un soldado republicano extraviado, y aunque casi todo el mundo al que se lo pedía le daba algo de comer, le permitía descansar un rato y le indicaba sin preguntas cómo seguir su camino, el miedo impidió que alguien lo acogiera bajo su protección. Al amanecer del cuarto día, después de más de tres horas de vagar por bosques a oscuras, Sánchez Mazas divisó a lo lejos una masía. Menos por decisión racional que por puro agotamiento, se dejó caer sobre un lecho de agujas de pino y quedó inmóvil allí, con los ojos cerrados, sintiendo apenas el ruido de su respiración y el perfume de la tierra empapada de rocío. Desde la mañana anterior no había probado bocado, estaba exhausto y se sentía enfermo, porque no había un solo músculo de su cuerpo que no le doliese. Hasta entonces el milagro de haber sobrevivido al fusilamiento y la esperanza del encuentro con los nacionales le habían dotado de una perseverancia y una fortaleza que creía perdidas; ahora comprendió que sus energías se estaban acabando y que, a menos que ocurriera otro milagro o que alguien lo ayudara, muy pronto la aventura iba a tocar a su fin. Al rato, cuando se sintió un poco repuesto y el brillo del sol entre la fronda le infundió una brizna de optimismo, juntando fuerzas se incorporó y echó a andar hacia la masía.

María Ferré no iba a olvidar nunca el radiante amanecer de febrero en que por vez primera vio a Rafael Sánchez Mazas. Sus padres estaban en el campo y ella se disponía a echar de comer a las vacas cuando el hombre apareció en el patio —alto, famélico y espectral, con las gafas torcidas y barba de muchos días, con la zamarra y los pantalones agujereados y sucios de tierra y de hierbajos— y le pidió un pedazo de pan. María no tuvo miedo. Acababa de cumplir veintiséis años y era una muchacha trigueña, analfabeta y laboriosa para quien la guerra no era más que un confuso rumor de fondo en las cartas que enviaba desde el frente su hermano, y un torbellino sin sentido que dos años atrás se había llevado la vida de un muchacho de Palol de Revardit con el que alguna vez había soñado casarse. Durante ese tiempo su familia no había pasado hambre ni miedo, porque las tierras de labranza que rodeaban la masía y las vacas, cerdos y gallinas que albergaban los establos bastaban y sobraban para alimentarla, y porque, aunque el Mas Borrell, su casa, se hallaba a medio camino entre Palol de Revardit y Cornellá de Terri, los desmanes de los días de la revolución no les habían alcanzado y el desorden de la retirada sólo les enfrentó a algún soldado perdido y sin armas que, más temeroso que amenazante, les pedía algo de comer o les robaba una gallina. Es posible que al principio Sánchez Mazas fuera para María Ferré otro más de los muchos desertores que durante aquellos días vagaban por las cercanías, y que por eso no se asustara, pero ella sostuvo siempre que, apenas vio recortarse su figura lastimosa contra la tierra del camino que cruzaba frente al patio, reconoció detrás de los estragos inclementes de tres días de intemperie su porte inconfundible de caballero. Sea o no verdad lo anterior, María dispensó al hombre el mismo trato piadoso que a los demás fugitivos.

—No tengo pan —le dijo—. Pero puedo prepararle algo caliente.

Deshecho de gratitud, Sánchez Mazas la siguió hasta la cocina y, mientras María calentaba el perol de la noche anterior —donde en un caldo marrón y sustancioso se veían flotar lentejas y buenos trozos de tocino, butifarra y chorizo acompañados de patatas y verdura—, él se sentó en una banqueta, gozando de la proximidad del fuego y de la dicha anticipada de la comida caliente, se quitó la zamarra, los zapatos y los calcetines empapados, y de golpe notó un dolor ultrajante en sus pies y una fatiga infinita en sus hombros sin carne. María le entregó un trapo limpio y unos zuecos, y de reojo le vio secarse el cuello, la cara, el pelo, también los pies y los tobillos, mientras miraba el baile de las llamas entre los troncos con ojos fijos y un poco atónitos, y cuando le entregó la comida le vio devorarla con un hambre de días, en silencio y sin perder apenas sus maneras de hombre criado entre manteles de hilo y cuberterías de plata, que, más por el instinto de la cortesía que por el hábito recién adquirido del miedo, le obligaron a dejar junto al fuego la cuchara y el plato de peltre y a levantarse en cuanto los padres de María irrumpieron en la penumbra de la cocina y se quedaron mirándole con una mezcla bovina de pasividad y de recelo. Quizá creyendo que su invitado no entendía el catalán, y equivocándose, María le contó en catalán a su padre lo ocurrido; éste pidió a Sánchez Mazas que acabara de comer, sin dejar de mirarlo abandonó junto a un poyo sus enseres de labranza, se lavó las manos en una jofaina, se acercó al fuego. Mientras le sentía hacerlo, Sánchez Mazas rebañó el plato; apaciguada el hambre, acabó de resolverse: comprendía que, si no revelaba su verdadera identidad, tampoco allí tenía la menor posibilidad de que le ofrecieran cobijo, y comprendía también que era preferible el riesgo hipotético de una delación que el riesgo real de una muerte de hambre y de frío.

—Me llamo Rafael Sánchez Mazas y soy el dirigente de Falange más antiguo de España —dijo por fin al hombre que le escuchaba sin mirarlo.

Sesenta años después, cuando ni sus padres ni Sánchez Mazas vivían para hacerlo, María aún recordaba con exactitud esas palabras, quizá porque fue aquélla la primera vez que oyó hablar de Falange, igual que recordaba que a continuación Sánchez Mazas refirió su aventura inverosímil del Collell, habló de su errancia durante los días que la siguieron y, sin dejar de dirigirse al hombre, añadió:

—Usted sabe como yo que los nacionales están a punto de llegar. Es cuestión de días, tal vez de horas. Pero si los rojos me cogen soy hombre muerto. Créame que les agradezco mucho su hospitalidad, y que no quiero abusar de su confianza, pero déme de comer una vez al día lo que acaba de darme su hija, y un lugar abrigado donde pasar la noche, y les estaré eternamente agradecido. Piénselo. Si me hace ese favor yo sabré recompensarle.

El padre de María Ferré no tuvo necesidad de pensarlo. Le aseguró que no podía alojarlo en su casa, porque era demasiado arriesgado, pero le propuso una alternativa mejor: pasaría el día en el bosque, en un prado cercano y seguro junto al Mas de la Casa Nova —una masía abandonada por sus propietarios desde el principio de la guerra— y de noche dormiría caliente en un pajar, a unos doscientos metros de la casa, donde ellos se encargarían de que no le faltara comida. A Sánchez Mazas el plan le entusiasmó, cogió la manta y el paquete de comida que le preparó María, se despidió de ésta y de su madre y siguió al padre por el camino de tierra que cruzaba frente a la puerta de la casa y discurría luego entre sembrados desde cuya altura podía verse, a través del aire de vidrio de la mañana soleada, la carretera de Banyoles y el valle lleno de masías y más allá el perfil cortante y remoto de los Pirineos. Al rato, después de que el padre de María Ferré le señalara a lo lejos el pajar donde debía pasar la noche, cruzaron un campo abierto y sin cultivar y se detuvieron a la orilla del bosque, justo donde el camino se adelgazaba en un angosto sendero; el hombre le dijo entonces que al final de ese sendero se hallaba el Mas de la Casa Nova e insistió en que no volviera hasta que no hubiera caído la noche. Sánchez Mazas no tuvo tiempo siquiera de expresarle de nuevo su gratitud, porque el hombre dio media vuelta y echó a andar de regreso a Mas Borrell. Obedeciéndole, Sánchez Mazas se internó por un bosque de hayas, encinas y robles altísimos que apenas dejaban penetrar el sol y se hacía más espeso e intrincado a medida que el sendero bajaba por la ladera de la colina, y ya llevaba caminando el rato suficiente como para que una vocecilla empezara a inyectarle al oído el veneno de la desconfianza cuando desembocó en un claro en el que se erguía el Mas de la Casa Nova. Era una masía de dos plantas, de piedra, con un pozo artesiano y un gran portón de madera; una vez se hubo cerciorado de que llevaba mucho tiempo deshabitada, Sánchez Mazas pensó en forzar alguna entrada e instalarse en ella, pero tras un momento de reflexión optó por seguir las instrucciones del padre de María Ferré y buscar el prado que éste le había aconsejado. Lo encontró muy cerca, nada más cruzar el lecho profundo, pedregoso y sin agua de un arroyo bordeado de álamos, y se tumbó allí, entre la alta hierba, bajo el cielo despejado y ejemplarmente azul y el sol deslumbrante que entibiaba el aire frío e inmóvil de la mañana, y aunque tenía todos los huesos molidos y una fatiga sin fin le cerraba los párpados, por vez primera en mucho tiempo se sintió seguro y casi feliz, reconciliado con la realidad, y mientras notaba el peso placentero de la luz en los ojos y la piel y el deslizamiento irrevocable de su conciencia hacia el agua del sueño le afloraron a los labios, como un brote incongruente de aquella imprevista plenitud, unos versos que ni siquiera recordaba haber leído:

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