Soldados de Salamina (22 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Soldados de Salamina
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Sánchez Mazas sobrevivió al fusilamiento —Miralles asintió, paciente, saboreando su nescafé con coñac. Añadí—: Sobrevivió gracias a un hombre. Un soldado de Líster.

Le conté la historia. Cuando hube acabado, Miralles dejó su taza vacía sobre la mesa e, inclinándose un poco, sin levantarse de la butaca abrió el ventanal del balcón y miró fuera.

Una historia muy novelesca —dijo luego, en tono neutro, mientras sacaba un cigarrillo del paquete media­do de por la mañana.

Me acordé de Miquel Aguirre y dije:

Es posible. Pero todas las guerras están llenas de his­torias novelescas, ¿no?

Sólo para quien no las vive. —Expulsó un penacho de humo y escupió algo que quizás era una hebra de taba­co—. Sólo para quien las cuenta. Para quien va a la guerra para contarla, no para hacerla. ¿Cómo se llamaba aquel novelista americano que entró en París...?

Hemingway.

Hemingway, sí. ¡Menudo payaso!

Miralles se calló, abstraído: miraba las volutas de humo ondeando lentísimas en la luz detenida del balcón, a través del cual llegaba el rumor intermitente del tráfico.

Y esa historia del soldado de Líster —empezó, vol­viéndose de nuevo hacia mí: la mitad derecha de su cara había recobrado su aspecto rocoso; en la izquierda había una expresión ambigua, que participaba de la indiferencia y de la decepción, casi del fastidio—, ¿quién se la ha con­tado?

Se lo expliqué. Miralles asentía con la cabeza, la boca circunfleja, un poco burlona. Era evidente que el ánimo jovial con que me había acogido esa tarde se había disipado. Yo no sabía qué decir, pero sabía que tenía que decir algo; Miralles se me adelantó:

Dígame una cosa. A usted Sánchez Mazas y su fa­moso fusilamiento le traen sin cuidado, ¿verdad?

No le entiendo —dije, sinceramente. Me buscó los ojos con curiosidad.

¡Hay que joderse con los escritores! —Se rió abierta­mente—. Así que lo que andaba buscando era un héroe. Y ese héroe soy yo, ¿no? ¡Hay que joderse! ¿Pero no habíamos quedado en que era usted pacifista? ¿Pues sabe una cosa? En la paz no hay héroes, salvo quizás aquel in­dio bajito que siempre andaba por ahí medio en pelotas... Y ni siquiera él era un héroe, o sólo lo fue cuando lo mataron. Los héroes sólo son héroes cuando se mueren o los matan. Y los héroes de verdad nacen en la guerra y mueren en la guerra. No hay héroes vivos, joven. Todos están muertos. Muertos, muertos, muertos. —Se le quebró la voz; tras una pausa, mientras tragaba saliva, apagó el cigarrillo—. ¿Quiere otro mejunje de estos?

Con las tazas vacías fue a la cocina. Desde la salita le oí sonarse la nariz; cuando regresó, tenía los ojos brillan­tes, pero parecía calmado. Supongo que intenté disculparme por algo, porque recuerdo que, después de alcan­zarme el nescafé y arrellanarse de nuevo en su butaca, Miralles me interrumpió con impaciencia, casi irritado.

—No pida perdón, joven. No ha hecho nada malo. Además, a su edad ya debería de haber aprendido que los hombres no piden perdón: hacen lo que hacen y dicen lo que dicen, y luego se aguantan. Pero le voy a contar una cosa que usted no sabe, una cosa de la guerra. —Dio un sorbo de nescafé; yo di otro: a Miralles se le había ido la mano con el coñac—. Cuando salí hacia el frente en el 36 iban conmigo otros muchachos. Eran de Terrassa, como yo; muy jóvenes, casi unos niños, igual que yo; a alguno lo conocía de vista o de hablar alguna vez con él: a la ma­yoría no. Eran los hermanos García Segués (Joan y Le­la), Miquel Cardos, Gabi Baldrich, Pipo Canal, el Gordo Odena, Santi Brugada, Jordi Gudayol. Hicimos la guerra juntos; las dos: la nuestra y la otra, aunque las dos eran la misma. Ninguno de ellos sobrevivió. Todos muertos. El último fue Lela García Segués. Al principio yo me enten­día mejor con su hermano Joan, que era justo de mi edad, pero con el tiempo Lela se convirtió en mi mejor amigo, el mejor que he tenido nunca: éramos tan amigos que ni siquiera necesitábamos hablar cuando estábamos juntos. Murió en el verano del cuarenta y tres, en un pueblo cerca de Trípoli, aplastado por un tanque inglés. ¿Sabe? Desde que terminó la guerra no ha pasado un solo día sin que piense en ellos. Eran tan jóvenes... Murieron todos. Todos muertos. Muertos. Muertos. Todos. Ninguno probó las cosas buenas de la vida: ninguno tuvo una mujer para él solo, ninguno conoció la maravilla de tener un hijo y de que su hijo, con tres o cuatro años, se metiera en su cama, entre su mujer y él, un domingo por la mañana, en una habitación con mucho sol... —En algún momento Miralles había empezado a llorar: su cara y su voz no habían cam­biado, pero unas lágrimas sin consuelo rodaban veloces por la lisura de su cicatriz, más lentas por sus mejillas sucias de barba.— A veces sueño con ellos, y entonces me siento culpable: les veo a todos, intactos y saludándome entre bromas, igual de jóvenes que entonces, porque el tiempo no corre para ellos, igual de jóvenes y preguntán­dome por qué no estoy con ellos, como si los hubiese traicionado, porque mi verdadero lugar estaba allí; o como si yo estuviese usurpando el lugar de alguno de ellos; o como si en realidad yo hubiera muerto hace se­senta años en cualquier cuneta de España o de África o de Francia y estuviera soñando una vida futura con mujer e hijos, una vida que iba a acabar aquí, en esta habitación de un asilo, charlando con usted. —Miralles siguió ha­blando, más deprisa, sin secarse las lágrimas, que le caían por el cuello y le mojaban la camisa de franela—. Nadie se acuerda de ellos, ¿sabe? Nadie. Nadie se acuerda siquiera de por qué murieron, de por qué no tuvieron mujer e hijos y una habitación con sol; nadie, y, menos que nadie, la gente por la que pelearon. No hay ni va a haber nunca ninguna calle miserable de ningún pueblo miserable de ninguna mierda de país que vaya a llevar nunca el nombre de ninguno de ellos. ¿Lo entiende? Lo entiende, ¿verdad? Ah, pero yo me acuerdo, vaya si me acuerdo, me acuerdo de todos, de Lela y de Joan y de Gabi y de Odena y de Pipo y de Brugada y de Gudayol, no sé por qué lo hago pero lo hago, no pasa un solo día sin que piense en ellos.

Miralles dejó de hablar, sacó un pañuelo, se secó las lágrimas, se sonó la nariz; lo hizo sin pudor, como si no le avergonzara llorar en público, igual que lo hacían los viejos guerreros homéricos, igual que lo hubiera hecho un soldado de Salamina. Luego, de un solo trago, se bebió el nescafé enfriado. Permanecimos en silencio, fumando. La luz del balcón era cada vez más débil; apenas se oían pasar coches. Yo me sentía a gusto, un poco ebrio, casi feliz. Pensé: «Se acuerda por lo mismo que yo me acuer­do de mi padre y Ferlosio del suyo y Miquel Aguirre del suyo y Jaume Figueras del suyo y Bolaño de sus amigos latinoamericanos, todos soldados muertos en guerras de antemano perdidas: se acuerda porque, aunque hace se­senta años que fallecieron, todavía no están muertos, pre­cisamente porque él se acuerda de ellos. O quizá no es él quien se acuerda de ellos, sino ellos los que se aferran a él, para no estar del todo muertos». «Pero cuando Miralles muera», pensé, «sus amigos también morirán del todo, porque no habrá nadie que se acuerde de ellos para que no mueran.»

Durante mucho rato estuvimos charlando de otras cosas, entre nescafés, cigarrillos y largos silencios, como si no acabáramos de conocernos esa misma mañana. En algún momento Miralles me sorprendió consultando con disimulo el reloj.

Le aburro —se interrumpió.

No me aburre —contesté—. Pero mi tren sale a las ocho y media.

¿Tiene que marcharse?

Me parece que sí.

Miralles se levantó de su butaca, cogió el bastón. Dijo:

No le he ayudado mucho, ¿verdad? ¿Cree que podrá escribir su libro?

No lo sé —contesté, sinceramente; pero luego dije—: Espero que sí. —Y añadí—: Si lo hago, le prometo que hablaré de sus amigos.

Como si no me hubiera oído, Miralles dijo:

Le acompaño. —Señaló el cartón de tabaco que había sobre la mesa—: Y no se olvide de eso.

Íbamos a salir de su apartamento cuando Miralles se detuvo.

Dígame una cosa. —Habló con la mano en el pica­porte: la puerta estaba entreabierta—. ¿Para qué quería encontrar al soldado que salvó a Sánchez Mazas?

Sin dudarlo contesté:

Para preguntarle qué pensó aquella mañana, en el bosque, después del fusilamiento, cuando le reconoció y le miró a los ojos. Para preguntarle qué vio en sus ojos. Por qué le salvó, por qué no le delató, por qué no le mató.

¿Por qué iba a matarlo?

Porque en la guerra la gente se mata —dije—. Porque por culpa de Sánchez Mazas y por la de cuatro o cinco tipos como él había pasado lo que había pasado y ahora ese soldado emprendía un exilio sin regreso. Porque si alguien mereció que lo fusilaran ése fue Sánchez Mazas.

Miralles reconoció sus palabras, asintió con un ama­go de sonrisa y, acabando de abrir la puerta, me dio un golpecito con el bastón en el envés de las piernas; dijo:

Andando, no vaya a ser que pierda el tren. Bajamos en ascensor a la planta baja; desde recepción pedimos un taxi.

Despídame de la hermana Françoise —dije mientras caminábamos hacia la salida.

¿Es que no piensa volver?

No si usted no quiere.

¿Quién ha dicho que no quiero?

Entonces le prometo que volveré.

Fuera la luz estaba oxidada: era el atardecer. Aguarda­mos el taxi a la puerta del jardín, frente a un semáforo que cambiaba de luz para nadie, porque en el cruce de la Route des Daix y la Rue Combotte el tráfico era escaso y las aceras estaban desiertas. A mi derecha había un edifi­cio de apartamentos, no muy alto, con grandes cristaleras y balcones desde los que podía verse el jardín de la Ré­sidence des Nimphéas. Pensé que era un buen lugar para vivir. Pensé que cualquier lugar era un buen lugar para vi­vir. Pensé en el soldado de Líster. Me oí decir:

¿Qué cree usted que pensó?

¿El soldado? —Me volví hacia él. Con todo su cuerpo apoyado en el bastón, Miralles observaba la luz del semá­foro, que estaba en rojo. Cuando cambió del rojo al ver de, Miralles me fijó con una mirada neutra. Dijo—: Nada.

¿Nada?

Nada.

El taxi tardaba. Eran las ocho menos cuarto, y aún tenía que pasar por el hotel a pagar la cuenta y recoger mis cosas.

Si vuelve tráigame algo.

¿Además de tabaco?

Además.

¿Le gusta la música?

Me gustaba. Ahora ya no la escucho: cada vez que lo hago me sienta mal. De repente me pongo a pensar en lo que me ha pasado, y sobre todo en lo que no me ha pasado.

Bolaño me dijo que baila muy bien el pasodoble.

¿Eso le dijo? —se rió—. ¡Jodido chileno!

Una noche le vio bailando Suspiros de España con una amiga suya, junto a su rulot.

Si convence a la hermana Françoise, a lo mejor toda­vía soy capaz de bailarlo —dijo Miralles, guiñándome el ojo de la cicatriz—. Es un pasodoble muy bonito, ¿no le parece? Mire, ahí tiene su taxi.

El taxi se detuvo en la esquina, junto a nosotros.

Bueno —dijo Miralles—. Espero que vuelva pronto.

Volveré.

¿Puedo pedirle un favor?

Pida lo que quiera.

Mirando la luz del semáforo dijo:

Hace muchos años que no abrazo a nadie.

Oí el ruido del bastón de Miralles cayendo a la acera, sentí que sus brazos enormes me estrujaban y que los míos apenas conseguían abarcarle, me sentí muy pequeño y muy frágil, olí a medicinas y a años de encierro y de ver­dura hervida y sobre todo a viejo, y supe que ése era el olor desdichado de los héroes.

Deshicimos el abrazo y Miralles recogió su bastón y me empujó hacia el taxi. Entré, le di al taxista la dirección del Victor Hugo, le pedí que aguardara un momento, bajé la ventanilla.

No le he contado una cosa —le dije a Miralles—. Sán­chez Mazas conocía al soldado que le salvó. Una vez le vio bailando un pasodoble en el jardín del Collell. Solo. El pasodoble era Suspiros de España. —Miralles bajó de la acera y se arrimó al taxi, apoyó una mano grande en el cristal bajado. Yo estaba seguro de cuál iba a ser la res­puesta, porque creía que Miralles no podía negarme la verdad. Casi como un ruego pregunté—: Era usted, ¿no?

Tras un instante de vacilación, Miralles sonrió amplia­mente, afectuosamente, mostrando apenas su doble hile­ra de dientes desvencijados. Su respuesta fue:

No.

Apartó la mano de la ventanilla y le ordenó al taxista que arrancara. Luego, bruscamente, dijo algo, que no entendí (tal vez fue un nombre, pero no estoy seguro), porque el taxi había echado a andar y, aunque saqué la cabeza por la ventanilla y le pregunté qué había dicho, ya era demasiado tarde para que me oyera o pudiera contes­tarme, le vi levantar el bastón a modo de saludo último y luego, a través del cristal trasero del taxi, caminar de vuel­ta hacia la residencia, lento, desposeído, medio tuerto y dichoso, con su camisa gris y sus pantalones raídos y sus zapatillas de fieltro, achicándose poco a poco contra el verde pálido de la fachada, la cabeza orgullosa, el perfil duro, el cuerpo balanceante, voluminoso y destartalado, apoyando su paso inestable en el bastón, y cuando abrió la puerta del jardín sentí una especie de nostalgia anticipa­da, como si, en vez de ver a Miralles, ya le estuviera recor­dando, quizá porque en aquel momento pensé que no iba a volver a verle, que iba a recordarle así para siempre.

A toda prisa recogí mis cosas en el hotel, pagué la cuenta y llegué a la estación justo a tiempo para tomar el tren. Era también un tren hotel, muy parecido al que había tomado a la ida, o tal vez el mismo. Me instalé en mi compartimiento mientras lo sentía emprender la mar­cha. Luego, a través de vacíos pasillos enmoquetados de verde, fui al restaurante, un vagón con una doble hilera de mesas impecablemente dispuestas y mullidos asien­tos de cuero de color calabaza. Sólo quedaba uno libre. Me senté y, como no tenía hambre, pedí un whisky. Lo sa­boreé, fumando, mientras al otro lado del ventanal Dijon se desintegraba en el anochecer, muy pronto convertida en una veloz sucesión de cultivos apenas intuidos en la oscuridad creciente. Ahora el ventanal duplicaba el vagón restaurante. Me duplicaba: me vi gordo y enveje­cido, un poco triste. Pero me sentía eufórico, inmensamente feliz. Pensé que, en cuanto llegase a Gerona, lla­maría a Conchi y a Bolaño y les contaría cómo estaba Miralles y cómo era esa ciudad que se llamaba Dijon pero cuyo nombre verdadero era Stockton. Planeé uno, dos, tres viajes a Stockton. Iría a Stockton y me instalaría en los apartamentos de la Rue des Daix, frente a la resi­dencia, y pasaría las mañanas y las tardes charlando con Miralles, fumando cigarrillos en el banco escondido del jardín o en su apartamento, y más tarde quizá sin char­lar, sin decir nada, sólo sintiendo pasar el tiempo, porque para entonces seríamos tan amigos que ya no necesita­ríamos hablar para estar a gusto juntos, y por la noche me sentaría en el balcón de mi apartamento, con un paque­te de tabaco y una botella de vino y esperaría hasta que viese que al otro lado de la Rue des Daix la luz del apar­tamento de Miralles se apagaba y entonces todavía con­tinuaría un rato allí, a oscuras, fumando y bebiendo mientras él dormía o velaba enfrente, muy cerca, tumba­do en su cama y recordando quizás a sus amigos muer­tos. Y me arrepentí de no haberle permitido a Conchi que me acompañara a Dijon y por un momento imaginé el placer de estar allí con ella y con Miralles y también con Bolaño, imaginé que entre los tres convenceríamos a Bolaño de que fuera a Dijon como quien va a Stockton, y Bolaño iría a Stockton con su mujer y su hijo, y los seis alquilaríamos un coche y haríamos excursiones por los pueblos de los alrededores y formaríamos una familia estrafalaria o imposible y entonces Miralles dejaría de ser definitivamente un huérfano (y quizá yo también) y Conchi sentiría una nostalgia terrible de un hijo (y quizá yo también). Y también imaginé que algún día, no muy tarde, la hermana Françoise me llamaría una noche a mi casa de Gerona y yo llamaría a Conchi a su casa de Quart y a Bolaño a su casa de Blanes y los tres partiríamos al día siguiente hacia Dijon aunque adonde llegaríamos sería a Stockton, definitivamente a Stockton, y tendría­mos que vaciar el apartamento de Miralles, tirar su ropa y vender o regalar sus muebles y guardar alguna cosa, muy pocas porque Miralles sin duda guardaría muy pocas cosas, quizás alguna fotografía suya sonriendo feliz entre su mujer y su hija o vestido de soldado entre otros jóvenes vestidos de soldados, poca cosa más, quién sabe si algún viejo disco de vinilo con viejos pasodobles raya­dos que hacía siglos que nadie escuchaba. Y habría un funeral y luego un entierro y en el entierro música, la música alegre de un pasodoble tristísimo sonando en un disco de vinilo rayado, y entonces yo tomaría a la her­mana Françoise y le pediría que bailara conmigo junto a la tumba de Miralles, la obligaría a bailar una música que no sabía bailar sobre la tumba reciente de Miralles, en secreto, sin que nadie nos viera, sin que nadie en Dijon ni en Francia ni en España ni en toda Europa supiera que una monja guapa y lista, con la que Miralles siempre deseó bailar un pasodoble y a la que nunca se atrevió a tocarle el culo, y un periodista de provincias estaban bai­lando en un cementerio anónimo de una melancólica ciudad junto a la tumba de un viejo comunista catalán, nadie lo sabría salvo una pitonisa descreída y maternal y un chileno perdido en Europa que estaría fumando con los ojos nublados de humo, un poco apartado y muy serio, mirándonos bailar un pasodoble junto a la tumba de Miralles igual que una noche de muchos años atrás había visto a Miralles y a Luz bailar otro pasodoble bajo la marquesina de una rulot en el cámping Estrella de Mar, viéndolo y preguntándose tal vez si aquel pasodo­ble y éste eran en realidad el mismo, preguntándoselo sin esperar respuesta, porque sabía de antemano que la única respuesta es que no había respuesta, la única respuesta era una especie de secreta o insondable alegría, algo que linda con la crueldad y se resiste a la razón pero tampoco es instinto, algo que vive en ella con la misma ciega obstinación con que la sangre persiste en sus conductos y la tierra en su órbita inamovible y todos los seres en su terca condición de seres, algo que elude a las palabras como el agua del arroyo elude a la piedra, porque las pala­bras sólo están hechas para decirse a sí mismas, para decir lo decible, es decir, todo excepto lo que nos gobierna o hace vivir o concierne o somos o son esa monja y ese pe­riodista que era yo bailando junto a la tumba de Miralles como si en ese baile absurdo les fuera la vida o como quien pide ayuda para él y para su familia en un tiempo de oscu­ridad. Y allí, sentado en la mullida butaca de color cala­baza del vagón restaurante, acunado por el traqueteo del tren y el torbellino de palabras que giraba sin pausa en mi cabeza, con el bullicio de los comensales cenando a mi al­rededor y con mi whisky casi vacío delante, y en el venta­nal, a mi lado, la imagen ajena de un hombre entristecido que no podía ser yo pero era yo, allí vi de golpe mi libro, el libro que desde hacía años venía persiguiendo, lo vi en­tero, acabado, desde el principio hasta el final, desde la primera hasta la última línea, allí supe que, aunque en nin­gún lugar de ninguna ciudad de ninguna mierda de país fuera a haber nunca una calle que llevara el nombre de Miralles, mientras yo contase su historia Miralles seguiría de algún modo viviendo y seguirían viviendo también, siempre que yo hablase de ellos, los hermanos García Segués —Joan y Lela— y Miquel Cardos y Gabi Baldrich y Pipo Canal y el Gordo Odena y Santi Brugada y Jordi Gudayol, seguirían viviendo aunque llevaran muchos años muertos, muertos, muertos, muertos, hablaría de Miralles y de todos ellos, sin dejarme a ninguno, y por supuesto de los hermanos Figueras y de Angelats y de María Ferré, y también de mi padre y hasta de los jóvenes latinoame­ricanos de Bolaño, pero sobre todo de Sánchez Mazas y de ese pelotón de soldados que a última hora siempre ha salvado la civilización y en el que no mereció militar Sán­chez Mazas y sí Miralles, de esos momentos inconcebi­bles en que toda la civilización pende de un solo hombre y de ese hombre y de la paga que la civilización reserva a ese hombre. Vi mi libro entero y verdadero, mi relato real completo, y supe que ya sólo tenía que escribirlo, pasar­lo a limpio, porque estaba en mi cabeza desde el princi­pio («Fue en el verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas») hasta el final, un final en el que un viejo periodista fracasado y feliz fuma y bebe whisky en un vagón restaurante de un tren nocturno que viaja por la campiña francesa entre gente que cena y es feliz y camareros con pajarita negra, mientras piensa en un hombre acabado que tuvo el coraje y el instinto de la virtud y por eso no se equivocó nunca o no se equivocó en el único momento en que de veras importaba no equi­vocarse, piensa en un hombre que fue limpio y valiente y puro en lo puro y en el libro hipotético que lo resucitará cuando esté muerto, y entonces el periodista mira su refle­jo entristecido y viejo en el ventanal que lame la noche hasta que lentamente el reflejo se disuelve y en el venta­nal aparece un desierto interminable y ardiente y un sol­dado solo, llevando la bandera de un país que no es su país, de un país que es todos los países y que sólo existe por­que ese soldado levanta su bandera abolida, joven, desharra­pado, polvoriento y anónimo, infinitamente minúsculo en aquel mar llameante de arena infinita, caminando hacia delante bajo el sol negro del ventanal, sin saber muy bien hacia dónde va ni con quién va ni por qué va, sin impor­tarle mucho siempre que sea hacia delante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante.

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