Soldados de Salamina (9 page)

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Authors: Javier Cercas

BOOK: Soldados de Salamina
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Pero Sánchez Mazas aún iba a tardar algún tiempo en convertirse en el principal proveedor de retórica de la Falange, como lo llamó Ramiro Ledesma Ramos. Cuando llegó a Madrid en 1929, aureolado por su prestigio de escritor cosmopolita y por sus ideas novísimas, nadie en España pensaba seriamente en fundar un partido de corte fascista, ni siquiera Ledesma, que un par de años más tarde crearía las JONS, el primer grupúsculo fascista español. Como la otra, la vida literaria, sin embargo, se radicalizaba por momentos al calor de las convulsiones que sacudían Europa y de los cambios que se vislumbraban en el horizonte político español: en 1927 un joven escritor llamado César Arconada, que había profesado el elitismo orteguiano y que no tardaría en engrosar las filas del partido comunista, resumía el sentir de mucha gente de su edad cuando declaraba que «un joven puede ser comunista, fascista, cualquier cosa, menos tener viejas ideas liberales». Ello explica en parte que tantos escritores del momento, en España y en toda Europa, cambiaran en pocos años el esteticismo deportivo y lúdico de los felices veinte por el combate político puro y duro de los feroces treinta.

Sánchez Mazas no fue ninguna excepción. De hecho, toda su actividad literaria en la época anterior a la guerra se limita a la escritura de innumerables artículos de prosa aguerrida donde la definición de la estética y la moral falangistas —hechas de deliberado confusionismo ideológico, de mística exaltación de la violencia y el militarismo y de cursilerías esencialistas que proclamaban el carácter eterno de la patria y de la religión católica— convive con un propósito central que, como afirma Andrés Trapiello, consistía básicamente en hacer acopio de citas de historiadores latinos, pensadores alemanes y poetas franceses que sirvieran para justificar la razia cainita que se avecinaba. La actividad política de Sánchez Mazas, en cambio, fue en estos años frenética. Después de participar en varios intentos de crear un partido fascista, en febrero de 1933, junto con el periodista Manuel Delgado Barreto, José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma Ramos, Juan Aparicio y Ernesto Giménez Caballero —con quien durante años mantendría una pugna no siempre soterrada por hacerse con el liderazgo ideológico del fascismo español, que acabó ganando—, Sánchez Mazas fundó el semanario El Fascio, que supuso el primer encuentro de las distintas tendencias nacionalsindicalistas que acabarían confluyendo en la Falange. El primer y único número de El Fascio apareció un mes más tarde y fue de inmediato prohibido por las autoridades, pero el 29 de octubre del mismo año se celebró en el Teatro de la Comedia de Madrid el acto fundacional de Falange Española, y Sánchez Mazas, a quien meses más tarde se le asignó el carnet número cuatro del partido (Ledesma tenía el uno; José Antonio el dos; Ruiz de Alda el tres; Giménez Caballero el cinco), fue nombrado miembro de su Junta Directiva. Desde aquel momento y hasta el 18 de julio de 1936 su peso en el partido —un partido que antes de la guerra nunca consiguió atraer a lo largo de la geografía española más que a unos centenares de militantes, y que en todas las elecciones a las que se presentó jamás cosechó más que unos miles de votos, pero que iba a resultar decisivo para el devenir de la historia del país— fue determinante. Durante esos años de hierro Sánchez Mazas pronunció discursos, intervino en mítines, diseñó estrategias y programas, redactó ponencias, inventó consignas, aconsejó a su jefe y, sobre todo a través de FE., el semanario oficial de la Falange —donde se encargaba de una sección titulada «Consignas y normas de estilo»—, difundió en artículos anónimos o firmados por él mismo o por el propio José Antonio unas ideas y un estilo de vida que con el tiempo y sin que nadie pudiera sospecharlo —y menos que nadie el propio Sánchez Mazas— acabarían convertidos en el estilo de vida y las ideas que, primero adoptadas como revolucionaria ideología de choque ante las urgencias de la guerra y más tarde rebajadas a la categoría de ornamento ideológico por el militarote gordezuelo, afeminado, incompetente, astuto y conservador que las usurpó, acabarían convertidas en la parafernalia cada vez más podrida y huérfana de significado con la que un puñado de patanes luchó durante cuarenta años de pesadumbre por justificar su régimen de mierda.

Sin embargo, en la época en que se incubaba la guerra las consignas que difundía Sánchez Mazas aún poseían una flamante sugestión de modernidad que los jóvenes patriotas de buena familia y violentos ideales que las acataban contribuían a afianzar. Por entonces a José Antonio le gustaba mucho citar una frase de Oswald Spengler, según la cual a última hora siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización. Por entonces los jóvenes falangistas sentían que eran ese pelotón de soldados. Sabían (o creían saber) que sus familias dormían un inocente sueño de beatitud burguesa, ignorantes de que una ola de impiedad y de barbarie igualitaria iba a despertarlas de golpe con un tremendo fragor de catástrofe. Sentían que su deber consistía en preservar por la fuerza la civilización y evitar la catástrofe. Sabían (o creían saber) que eran pocos, pero esta mera circunstancia numérica no les arredraba. Sentían que eran los héroes. Aunque ya no era joven y carecía de la fuerza y el coraje físico y hasta de la convicción precisa para serlo —pero no de una familia cuyo inocente sueño de beatitud preservar—, Sánchez Mazas también lo sintió, y por eso abandonó la literatura para entregarse con empeño sacerdotal a la causa. Esto no le impedía frecuentar con José Antonio los salones más selectos de la capital, ni secundarle en algunas de sus sonadas excentricidades de señorito, como las Cenas de Carlomagno, unos banquetes enfáticamente suntuosos que una vez al mes se celebraban en el Hotel París para conmemorar al emperador y, sobre todo, para protestar con su rigurosa exquisitez aristocrática contra la vulgaridad democrática y republicana que acechaba más allá de las paredes del hotel. Pero las reuniones más asiduas de José Antonio y su séquito perpetuo de futuros poetas soldados se celebraban en los bajos del Café Lyon, en la calle Alcalá, en un lugar conocido como La Ballena Alegre, donde discutían acaloradamente, hasta altas horas de la noche, de política y de literatura, y donde convivían en una atmósfera de cordialidad inverosímil con jóvenes escritores de izquierdas con quienes compartían inquietudes y cervezas y conversaciones y bromas y cordiales insultos.

El estallido de la guerra iba a trocar esa hostilidad afectuosa e ilusoria en una hostilidad real, aunque el imparable deterioro de la vida política durante los años treinta ya había anunciado a quien quisiera verlo la inminencia del cambio. Quienes meses o semanas o días atrás habían conversado frente a una taza de café, a la salida de un teatro o de la exposición de un amigo común, se veían enzarzados ahora desde bandos opuestos en peleas callejeras que no desdeñaban el estampido de los disparos ni la efusión de la sangre. La violencia, en realidad, venía de antes y, a pesar de las protestas victimistas de algunos dirigentes del partido, reacios a ella por temperamento y por educación, lo cierto es que la Falange la había alimentado sistemáticamente con el fin de hacer insostenible la situación de la República, y que el uso de la fuerza se hallaba en el mismo corazón de la ideología del falangismo, que, como todos los demás movimientos fascistas, adoptó los métodos revolucionarios de Lenin, para quien bastaba una minoría de hombres valerosos y decididos —el equivalente del pelotón de soldados de Spengler— para tomar el poder con las armas. Como José Antonio, Sánchez Mazas fue también uno de esos falangistas renuentes, a ratos y en teoría, al empleo de la violencia (en la práctica la fomentó: lector de Georges Sorel, que la consideraba un deber moral, sus escritos son casi siempre una incitación a ella); por eso en febrero de 1934, en la Oración por los muertos de la Falange, compuesta a petición de José Antonio para frenar los ímpetus de venganza de los suyos después del asesinato del estudiante Matías Montero en una refriega callejera, escribió que «a la victoria que no sea clara, caballeresca y generosa preferimos la derrota, porque es necesario que mientras cada golpe del enemigo sea horrendo y cobarde, cada acción nuestra sea la afirmación de un valor y de una moral superiores». El tiempo demostró que esas hermosas palabras no eran más que retórica. El 16 de junio de 1935, en una reunión celebrada en el Parador de Gredos, la Junta Política de Falange, convencida de que nunca alcanzaría el poder por la fuerza de las urnas y de que peligraba su existencia misma como partido político, pues la República lo consideraba con razón una amenaza permanente para su supervivencia, tomó la decisión de lanzarse a la conquista del poder mediante la insurrección armada. Durante el año que siguió a esa reunión las maniobras conspiratorias de Falange —plagadas como estuvieron de innumerables recelos, escrúpulos, salvedades y dudas que traducían tanto su escasa confianza en las propias posibilidades de triunfo como los justificados y a la postre premonitorios temores de su jefe ante la posibilidad de que el partido y su programa revolucionario fueran engullidos por la previsible alianza entre el ejército y los sectores sociales más conservadores que apoyarían el golpe— no cesaron ni un instante, hasta que el 14 de marzo de 1936, después de ser arrasada en las elecciones de febrero de ese mismo año, la Falange fue descabezada cuando la policía cerró su local de la calle Nicasio Gallego, detuvo a su Junta Política en pleno y prohibió sine die el partido.

A partir de este momento el rastro de Sánchez Mazas se esfuma. Su peripecia durante los meses previos a la contienda y durante los tres años que duró ésta sólo puede intentar reconstruirse a través de testimonios parciales —fugitivas alusiones en memorias y documentos de la época, relatos orales de quienes compartieron con él retazos de sus aventuras, recuerdos de familiares y amigos a quienes refirió sus recuerdos— y también a través del velo de una leyenda constelada de equívocos, contradicciones y ambigüedades que la selectiva locuacidad de Sánchez Mazas acerca de ese periodo turbulento de su vida contribuyó de forma determinante a alimentar. Así pues, lo que a continuación consigno no es lo que realmente sucedió, sino lo que parece verosímil que sucediera; no ofrezco hechos probados, sino conjeturas razonables.

Son éstas:

En marzo de 1936, estando Sánchez Mazas preso en la cárcel Modelo de Madrid junto a sus compañeros de la Junta Política, nace su cuarto hijo, Máximo, y Victoria Kent, a la sazón directora general de Prisiones, concede al recluso el permiso de tres días para visitar a su mujer que por ley le corresponde, a condición de que dé su palabra de honor de no ausentarse de Madrid y de regresar a la cárcel al cabo del tiempo convenido. Sánchez Mazas acepta el trato, pero, según otro de sus hijos, Rafael, antes de salir de la cárcel el alcaide le llama a su despacho y le dice entre dientes que él ve las cosas muy oscuras, por lo que le sugiere con medias palabras «que mejor le valdría no volver, y que él, por su parte, no pondría lo que se dice el mayor de los empeños en su busca y captura». Porque justifica el dudoso comportamiento ulterior de Sánchez Mazas, cabe poner en tela de juicio la veracidad de esta versión; también cabe imaginar que no sea falsa. Lo cierto es que Sánchez Mazas, olvidando las protestas de caballerosidad y heroísmo con que ilustró tantas páginas de prosa incendiaria, rompe su compromiso y huye a Portugal, pero José Antonio, que se había tomado en serio las palabras de su lugarteniente y que juzga que no sólo está en juego su honor, sino el de toda la Falange, le ordena desde la cárcel de Alicante, adonde ha sido trasladado junto. con su hermano Miguel en la noche del 5 al 6 de junio, volver a Madrid. Sánchez Mazas obedece, pero antes de que pueda ingresar de nuevo en la Modelo estalla la sublevación.

Los días que siguen son confusos. Casi tres años más tarde, Eugenio Montes —a quien Sánchez Mazas llamó «mi mayor y mejor camarada en el afán de poner las letras humanas al servicio de nuestra Falange»— describe desde Burgos la peripecia de su amigo en las jornadas inmediatas al 18 de julio como «la aventura de las esquinas y los escondites, con los esbirros rojos siguiéndole las huellas». La frase es tan novelesca como elusiva, pero quizá no traiciona del todo a la realidad. La revolución triunfa en Madrid. La gente mata y muere en las cunetas y los cuarteles. El Gobierno legal ha perdido el control de la situación y se respira en la atmósfera un revoltijo mortífero de miedo y de euforia. En las casas proliferan los registros; en las calles, los controles de los milicianos. Una noche de principios de septiembre, incapaz de tolerar por más tiempo el desasosiego de la clandestinidad y la inminencia permanente del peligro, o tal vez urgido por los amigos o conocidos que durante demasiado tiempo han corrido el riesgo de dar cobijo a un fugitivo de su calibre, Sánchez Mazas decide salir de su madriguera, huir de Madrid y pasarse a la zona nacional.

Previsiblemente, no lo consigue. Al día siguiente, apenas sale a la calle, es detenido; la patrulla le exige que se identifique. Con una extraña mezcla de pánico y de resignación, Sánchez Mazas comprende que está perdido y, como si quisiera despedirse en silencio de la realidad, durante un interminable segundo de indecisión mira a su alrededor y advierte que, aunque apenas son las nueve, en la calle de la Montera los comercios ya han abierto y el bullicio urgente y plebeyo de la multitud inunda las aceras, mientras el sol duro anuncia una mañana sofocante de ese verano que no se acaba nunca. En aquel momento atrae la atención de los tres milicianos armados un camión atiborrado de militantes de UGT y erizado de fusiles y de gritos de guerra, que se dirige al frente del Guadarrama con la carrocería pintarrajeada de siglas y nombres, entre los que figura el de Indalecio Prieto, que acaba de ser nombrado ministro de Marina y del Aire en el flamante gobierno de Largo Caballero. Entonces Sánchez Mazas concibe y ejecuta una idea desesperada: les dice a los milicianos que no puede identificarse, porque se halla de incógnito en Madrid cumpliendo una misión que le ha sido directamente encomendada por el ministro de Marina y del Aire, y exige que le pongan en contacto con éste. Divididos entre la perplejidad y el recelo, los milicianos deciden llevarlo a la sede de la Dirección General de Seguridad para cerciorarse de la autenticidad de aquella excusa inverosímil; allí, tras algunas gestiones angustiosas, Sánchez Mazas consigue hablar por teléfono con Prieto. Éste se interesa por su situación, le aconseja que busque refugio en la embajada de Chile, afectuosamente le desea buena suerte; luego, en nombre de su vieja amistad africana, ordena que lo pongan de inmediato en libertad.

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