Soy un gato (52 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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Seamos generosos. El maestro era un hombre de costumbres estrafalarias, pero al menos daba la sensación de que, mientras se examinaba de este modo, se le ocurrían ideas e incluso actos originales. Y eso no era todo. Ese comportamiento tan incomprensible del maestro, esas horrendas gesticulaciones ante el espejo, podrían interpretarse, con algo de buena voluntad, como un intento por lograr la revelación de su verdadero yo, o, dicho en términos Zen, de su rostro original. Todos los estudios e investigaciones emprendidas por los hombres se encaminan al conocimiento de ellos mismos, de su propia persona. El cielo, la tierra, los ríos, las montañas, el sol o la luna, no son más que distintos nombres de ese único yo. La razón es que nadie puede prescindir de sí mismo para estudiar algo ajeno. Si eso pudiera hacerse, el propio yo desaparecería como por arte de magia. Al propio yo sólo lo puede comprender el propio afectado. No importa lo encarecidamente que uno se dedique al estudio de los otros, o los otros al de uno. Eso explica por qué los grandes hombres sólo han alcanzado sus logros gracias exclusivamente a su propio esfuerzo. Si uno pudiera encargar a otra persona que se dedicara a estudiarle, por muy honesto y virtuoso que fuera, sería lo mismo que encargarle que se dedicase a comer por nosotros. Por tanto, tras escuchar por la mañana verdades como puños, por la tarde revelaciones sobre el verdadero camino, y luego dedicar la noche entera al estudio de los libros, no es de extrañar que parezca que estamos entrenándonos para facilitar el conocimiento del propio interior de uno. No hay que esperar de tales disciplinas una verdad contenida en la propia imagen. Si uno existe, es su propio fantasma, una especie de doble. De hecho, en ocasiones sucede que el fantasma tiene más sustancia que la persona en cuestión. Pero, de perseguir a ese fantasma, uno puede acabar dándose de bruces contra la persona que lo origina. En general, las sombras se adhieren al objeto que las produce. Si eran todas estas ideas las que llevaban al maestro a jugar con el espejo, entonces, antes o después, allí aparecería alguien. Los que buscan la verdad dentro de sí mismos son más sabios y mejores personas que esos escolares que alardean de serlo por haber pasado por encima de Epicteto en sus clases.

Un espejo es un instrumento destinado a fabricar engreimiento y, al mismo tiempo, un medio para eliminar todo rastro de vanidad. Nada muestra con mayor claridad lo absurdo y deforme que es cada cual. Desde el comienzo de los tiempos, el orgullo y la vanagloria se han dispersado por el mundo provocando infinidad de daños, tanto en uno mismo como en los demás, y dos tercios de esos daños se deben al propio influjo de los espejos. Al igual que le sucedió al doctor Guillotine, que sin pretenderlo provocó su propia muerte y la de muchos otros como consecuencia de haber ideado un infalible mecanismo de decapitación, el inventor del espejo debería haber vivido lo suficiente para arrepentirse de las desgracias que ha ocasionado tan fatal artilugio. Por otra parte, para las personas que están a disgusto consigo mismas y para las que se sienten espiritualmente inquietas, no hay nada más tonificante que dedicar un buen rato a mirarse en el espejo. El objeto revelará, sin lugar a dudas, la propia fealdad, y podrá ser de gran utilidad para todos aquellos que viven años y años avergonzados por tener que apechugar con una cara horrible. Pues bien, cuando se llega a ese estado de contemplación de la propia mediocridad, se puede decir, sin temor a equivocarse, que uno ha alcanzado la etapa más fértil de su vida. No hay nada más digno de respeto y admiración que la confesión que hace un idiota de su propia idiotez. Hasta los más soberbios están obligados a agachar la cabeza ante un idiota confeso, que puede llegar a ruborizarse de su triunfo o a reírse de la situación. Pero en su caso, risa y vergüenza no serán sino muestras de modestia y sumisión. Yo dudo que el maestro fuera lo suficientemente perspicaz como para darse cuenta de su propia ineptitud a la hora de mirarse al espejo, pero al menos tenía el coraje suficiente como para no pasar por alto las señales que la vida había dejado en su rostro. Ese reconocimiento podía ser el primer paso para que se diera cuenta de la fealdad de su espíritu. Daba buenas muestras de ello, pero también podía tratarse solamente de la influencia pasajera de la reciente visita de su amigo instruido en las virtudes del budismo Zen.

Mientras tanto, el maestro seguía con sus horribles muecas, sin darse cuenta de mi presencia. «Vaya ojos más rojos que tengo. Será la conjuntivitis crónica», dijo. Empezó a rascarse, seguramente debido al picor, y se los enrojeció aún más. Si seguía así, acabaría pareciendo un besugo en conserva. Cuando los abrió de nuevo, parecían tan nublados como el firmamento de un país del norte en pleno invierno. Aunque, en realidad, no importaba la estación del año: jamás los tenía ni muy despejados ni muy brillantes. Eran unos ojos en los que, siendo gráficos, no existía una clara distinción entre el iris y la pupila. Si su espíritu se hundía lentamente en un mundo de tinieblas, sus apagados ojos seguían el mismo camino. Seguramente ello era debido a las secuelas de la viruela que sufrió en sus días de infancia. A pesar de que se le recetaron ungüentos a base de ranas rojizas y gusanos de sauce, que era lo que se usaba en el Japón de aquellos tiempos para curar y prevenir las enfermedades infantiles, sus glóbulos oculares se quedaron apagados y mustios, como plantas pochas. Los cariñosos cuidados de su atenta madre no habían surtido ningún efecto, y el infortunado profesor seguía padeciendo los mismos inconvenientes, en lo que a su aspecto tocaba, que en su más tierna infancia. Yo, sin embargo, estaba convencido de que sus ojos turbios no eran resultado de la viruela, ni de un envenenamiento infantil, sino el reflejo mismo de la oscuridad en la que su mente se iba sumiendo. Ese estado mental, llegado un cierto punto, empieza a contagiarse a los sentidos. El maestro culpaba a su madre de algo que era exclusiva responsabilidad suya. Donde vemos humo, es que hay un fuego. Los ojos nublados son un signo inequívoco de un corazón nublado. Los ojos del maestro eran un reflejo del estado de su mente, o lo que es lo mismo: en su cerebro había un agujero igual que en esas monedas antiguas de la Reforma Tenp
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de gran tamaño, pero de escaso valor.

El maestro comenzó entonces a retorcerse los bigotes. Hay que decir que su enorme mostacho le crecía de cualquier manera, y cada pelo parecía ir por su lado sin preocuparse lo más mínimo por la dirección que tomaba. En aquella época de individualismo combatiente, un mostacho sin arreglar como el suyo era un motivo de molestia para cualquiera. El maestro se había dedicado durante mucho tiempo a tratar de domarlo, y es justo reconocer que al final tuvo cierto éxito. Tan pronto como se dio cuenta de las posibilidades de aquella mata de pelo insumiso, se dedicó día y noche a cuidarlo y, cada vez que tenía un rato libre, su única ocupación era su cultivo y arreglo. En realidad, yo creo que pretendía emular al imponente kaiser prusiano Guillermo II, pues un bigote frondoso era símbolo de prosperidad, fuerza y progreso. No importaba si los pelos se ladeaban a derecha o izquierda. Tiraba de ellos hacia arriba y lograba domarlos a pesar del evidente dolor que aquel agresivo peinado debía de causarle. Su empeño era definitivo: había que domar aquel bigote al precio que fuera, y, de paso, esa disciplina le serviría también para domar su voluntad. Para cualquier observador objetivo, aquel entretenimiento podía resultar ridículo, pero para el maestro tenía mucho sentido. No se le podía reprochar nada cuando resultaba que el sistema educativo de todo el país estaba igualmente diseñado para que los maestros domaran a contrapelo los caracteres de sus alumnos, y elevarlos así hacia las metas más ambiciosas. Lo mismo que hacía él con los pelos de su bigote, era lo que había que hacer con los alumnos díscolos.

El maestro estaba absorto en sus brutales arreglos, cuando Osan asomó su hexagonal cara desde la cocina, e interrumpió sus meditaciones y arreglos sin ninguna ceremonia, algo habitual en ella. Alargó su roja mano y anunció secamente: «Ha llegado el correo, señor». Con la mano derecha ocupada en el mostacho y con la izquierda ocupada con el espejo, el maestro se dio la vuelta hacia la puerta. Tan pronto como Osan le vio, le arrojó las cartas y transportó su orondo cuerpo a la cocina para reírse a gusto junto a la olla del arroz. Según su desafortunada opinión, aquel mostacho tenía pinta más bien de cola de pescado. El maestro ni se inmutó por la irrespetuosa actitud de Osan. Dejó el espejo en la mesa y, con la mayor compostura, se dedicó a atender el correo.

La primera carta estaba impresa, y parecía una comunicación seria y formal escrita en caracteres chinos. Decía así:

 

Estimado Señor,

Permítanos, antes de nada, enviarle nuestros más cordiales saludos y desearle la mayor prosperidad tanto presente como futura. Como bien sabrá usted, la guerra ruso-japonesa ha concluido con la victoria de nuestro glorioso ejército, y la paz ha sido restaurada. Se ha anunciado ya el retorno a casa de nuestras tropas, esos valientes que no dudaron en marchar a miles de kilómetros de distancia para defender su patria arriesgando su propia vida, padeciendo los rigores del verano y las inclemencias del invierno en tierra extraña. Su valor y lealtad a la madre patria debe quedar grabada para siempre en nuestra memoria.

Su vuelta triunfal tendrá lugar este mismo mes, como se nos ha anunciado. Por esta razón, y como representante del barrio, tengo el honor de comunicarle que se ha decidido organizar un acto de bienvenida para el próximo día 25, en reconocimiento al valor y entrega de los más de mil combatientes vecinos de nuestro distrito. Con ello honraremos también la memoria de los que dejaron su vida en el campo de batalla, consolaremos el dolor de sus familias y daremos muestras de nuestra infinita gratitud a los que retornan victoriosos.

Esperamos participe con su generosa colaboración, y nos ayude en la organización de este modesto acto, con lo que nos sentiremos profundamente honrados y agradecidos.

Quedamos, pues, a la espera de su generosa participación, y aprovechamos para saludarle cordialmente...

 

La carta venía firmada por un noble. El maestro la leyó en silencio y la volvió a meter en su sobre. Su rostro no dio muestras de que estuviera entusiasmado, ni mucho menos, por el contenido de la misiva. Desde luego, no contribuiría con dinero alguno a la causa. Hacía tan sólo unos días había dado una pequeña cantidad de dinero para los damnificados por las malas cosechas del noreste, expuestos a las hambrunas. Pero desde que tuvo aquel gesto de generosidad no hacían más que bombardearle con todo tipo de peticiones de lo más peregrino. Aquello, más bien, empezaba a parecerse a una estafa en toda regla. Quien contribuye voluntariamente con dinero a una causa benéfica, no puede alegar después que le están robando. Robar implica un acto delictivo, y no era el caso. Sin embargo, el maestro parecía creer sinceramente que le estaban robando. Por eso no se dejó intimidar por la carta, ni por su tono perentorio y extremadamente cortés, ni por el hecho de que estuviera firmada por un noble. En opinión del maestro, antes de tener que honrar al ejército, prefería honrarse a sí mismo. Una vez que lo hubiera hecho suficientemente, quizás podría dedicar algo de esfuerzo a la causa que fuera. Mientras él siguiera siendo un maestro miserablemente retribuido con un salario de risa, prefería dejarle las honras al ejército a los nobles que se lo podían permitir.

«Madre mía», exclamó con sorpresa tan pronto como abrió el segundo sobre. Era otra carta impresa, y empezó a leerla con evidente interés:

Muy señor nuestro,

Tenemos el honor de dirigirnos a usted y su familia para desearle prosperidad y el disfrute de esta estación otoñal que ahora comienza. Como usted bien sabrá, hace dos años nuestra escuela fue víctima de un lamentable contratiempo provocado por unos desaprensivos. Ello nos causó enormes dificultades, de las que nos está resultando muy difícil reponernos. Tras haber superado muchas de ellas, y tras grandes sacrificios y privaciones, nos encontramos en disposición de recaudar fondos para la construcción de una nueva escuela que se ajuste en todo a nuestros elevados principios.

Con este fin nos hemos permitido editar un libro que, bajo el título de Principios Esenciales del Noble Arte de la Costura, se ha preparado a conciencia para asegurar el adecuado conocimiento del arte textil a las generaciones venideras. Este libro que con tanto cariño y dedicación hemos escrito, recorre la teoría y los usos prácticos del arte de tejer, coser y remendar, y esperamos que sea útil a toda ama de casa que se precie.

Nos complace, pues, sugerirle la adquisición de esta magna obra, no sin antes señalar que, para beneficio de las familias, descontaremos los gastos de encuademación. Si realiza usted su pedido, no sólo contribuirá a nuestra labor, sino que lo hará también por el florecimiento de la industria textil y nos ayudará en nuestro proyecto de construir una nueva escuela. Le rogamos tenga a bien adquirir este libro para su sirviente, su criada, para su esposa, o para otra persona a quien considere pueda interesar.

Agradecemos de antemano su interés, y aprovechamos la ocasión para ponernos a su disposición.

Atentamente,

Shinsaku Nuida

Director

Escuela Superior de Costura Dai-Nippon

 

El maestro hizo una pelota con la carta y, con gesto indiferente, la arrojó a la papelera. Sentí profundamente que los deseos y formas tan correctas de ese tal Shinsaku Nuida no hubieran servido para nada.

Le tocó el turno a la tercera carta. En esta ocasión, era una carta de aspecto imponente. El sobre venía ribeteado con bandas rojas y blancas, y casi parecía el envoltorio de alguna golosina. En el centro, y escrito a mano en caracteres chinos, se podía leer «Excmo Sr. Kushami». Fuera lo que fuera que guardaba en su interior, el envoltorio era espectacular. Decía así:

Señor,

Si yo dominase el universo, me bebería de un solo trago el mundo entero. Pero si fuera el universo el que me dominase a mí, entonces me convertiría en polvo. Dígame qué relación hay entre mi humilde persona y el universo.

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