Authors: Natsume Soseki
—Vaya. Esto se está poniendo serio. Pareces el mismísimo Dokusen Yagi.
Al oír el nombre de Dokusen Yagi, el maestro abrió los ojos como platos. ¡En realidad, el amigo filósofo que le había visitado unos días antes no era otro que el propio Dokusen Yagi! La teoría que acababa de exponer era un vulgar plagio de la expuesta por su amigo. Estaba convencido de que Meitei no tenía la más mínima idea de quién era Dokusen Yagi, pero, al salir a relucir el nombre, su disfraz de erudito quedó al descubierto. Para averiguar lo que sabía Meitei, le preguntó:
—¿Le has oído alguna vez exponer sus teorías?
—¡Que si le he oído alguna vez! Ese hombre no ha cambiado ni un ápice sus teorías desde que las escuché por primera vez hace diez años, antes de licenciarme.
—Dado que la verdad es inmutable, quizás eso sea un motivo más para demostrar la validez de lo que dice.
—¡Por Dios! Es precisamente porque hay personas como tú que prestan oídos a lo que dice, por lo que él continúa con sus arengas. Pero fíjate solamente en cómo se llama. Su apellido sugiere ya bien a las claras que desciende de las cabras. Esa barba de chivo, que ya lucía en la universidad, no hace más que confirmar su herencia genética. Su nombre es igualmente significativo. Déjame que te cuente una historia. En una ocasión, éramos estudiantes, se quedó en mi casa y empezó a darme la matraca con esa teoría suya sobre entrenarse para alcanzar la pasividad, y bla bla bla. Repetía lo mismo una y otra vez, yo ya me estaba mareando. Cansado de su cháchara, le dije que era momento de dejarlo e irnos a dormir, pero él me aseguró que no estaba cansado, y siguió con su discurso como si nada. Al final le tuve que decir que ya era suficiente; me marché a dormir y le dejé ahí solo con un palmo de narices. Pero es que ahí no acaba la cosa. Tan pronto como se quedó dormido, un ratón le mordió la nariz. No te puedes imaginar el escándalo que montó. Siempre está aleccionando sobre la teoría de la pasividad, pero en aquella ocasión parecía bastante activo luchando, aparentemente, por su vida. Me dijo que el veneno inoculado por la mordedura del ratón corría ya por todo su cuerpo, y que por lo que más quisiera hiciera algo por salvarle. Yo, medio dormido, no tenía ni idea de qué hacer y, al final, se me ocurrió ir a la cocina y hacer una especie de emplasto con unos cuantos granos de arroz. Se lo puse encima y sólo entonces se tranquilizó.
—¿Es que los granos de arroz curan la mordedura de los ratones?
—Le dije que aquel emplasto era en realidad una medicina muy nueva inventada por un médico alemán. Un remedio utilizado para actuar como antídoto en el caso de mordeduras de serpiente. Le dije que me creyera y se tranquilizase. Con semejante remedio su vida no correría ningún peligro.
—Ya entonces te gustaba tomarle el pelo a la gente.
—Bueno, al menos descansó. Se fue a la cama y se quedó dormido como un bendito. A la mañana siguiente casi me da un ataque de risa cuando le vi con la cataplasma toda pegada a su barba de chivo.
—Ya entiendo lo que quieres decir, pero entonces era muy joven todavía. Ahora ha madurado y se ha convertido en un hombre de provecho.
—¿Le has visto últimamente?
—Estuvo aquí hace una semana, aproximadamente. Estuvimos hablando largo rato.
—Vaya. Entonces ya me explico por qué has estado practicando tan activamente sus enseñanzas sobre el control de la mente.
—Eso es. Sus ideas me impresionaron profundamente. Estoy tratando de ponerlas en práctica.
—Hacer esfuerzos mentales es una cosa muy buena. Pero acabarás atontado si sigues poniendo en práctica sus teorías. El problema contigo es que te crees lo que te dice el primero que pasa por ahí. Dokusen tiene mucha labia, pero si rascas un poco bajo esa capa de sabiduría, te toparás con la cruda realidad. ¿Te acuerdas del gran terremoto de hace nueve años?
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Él fue el único al que le entró el pánico. De hecho, se lanzó a la calle desde un segundo piso. Se rompió una pierna.
—Pero yo creía recordar que él dio otra versión del incidente.
—Por supuesto. Vaya cuento. Según dijo, se estaba entrenando en el ejercicio de la meditación Zen y, de lo imbuido que estaba en ella y lo ducho que estaba en su práctica, reaccionó como una bala al ser disparada por un rifle. Mientras los demás estaban despistados sin saber qué hacer, él se tiró por la ventana. Estaba feliz porque se le había presentado la ocasión de mostrar los efectos de su entrenamiento. Según él, aun después de quedarse cojo, la felicidad le embargaba. Un tipo duro de mollera. Lo que dice no me parece más que palabrería. Un charlatán, eso es lo que es.
—¿De verdad lo crees? —preguntó el maestro, que ya empezaba a dudar.
—Me apuesto lo que quieras a que cuando estuvo aquí el otro día te dijo que toda su sabiduría se la había transmitido un maestro Zen.
—Vaya, pues sí. Ponía un énfasis especial en resaltar el significado de frases del tipo «como un rayo que corta el viento de la primavera».
—¿Todavía sigue con eso? Es lamentable tener que decirlo, pero su discurso es el mismo que hace diez años. Cuando vivía en la pensión le llamábamos «el bonzo ignorante». Cada vez que nos salía con el cuento ese del relámpago fulminante o la espada resplandeciente nos partíamos de risa. Cuando le picábamos con algo, tenía tendencia a perder los nervios fácilmente. Pregúntale la próxima vez que venga. Cuando se siente a darte la charla, interrúmpele y llévale la contraria. Verás como al poco tiempo se desespera y empieza a decir las bobadas más grandes que hayas escuchado en tu vida.
—Contigo no se libra nadie. Eres pérfido...
—Me pregunto quién es el pérfido aquí. Yo soy racional. No me gustan los monjes Zen, y menos sus imitadores, con sus absurdos discursos sobre la iluminación intuitiva. Hay un templo cerca de mi casa donde vive un monje muy anciano. Creo que ya está retirado. Tendrá unos ochenta años. El otro día hubo una gran tormenta, y cayó un rayo en el jardín del anciano que partió en dos un pino cercano a la ventana de su habitación. El ni se inmutó. La gente del barrio estaba admirada de la calma imperturbable del monje y de su serenidad espiritual ante un acto tan destructivo de la naturaleza. Pero después me enteré de que lo que pasaba era que el monje en cuestión estaba sordo como una tapia. Es natural que no se asustara lo más mínimo por la caída de un rayo. ¡Ni siquiera lo escuchó! Pues bien, algo así es lo que sucede con esa gente. Si se limitase a la búsqueda de la iluminación él solito, yo no me metería con él. Lo que me molesta profundamente es su proselitismo. Esta gente no puede dejar a nadie en paz. Me consta que al menos hay dos personas que han perdido el juicio por su causa.
—¿Quiénes?
—Uno es T
o
zen Riño, supongo que lo conoces. Siguiendo el consejo de Dokusen, se hizo adepto al Zen e ingresó en un monasterio en Kamakura, donde se volvió completamente loco. Como ya sabrá en Kamakura hay un paso elevado del tren, justo enfrente del templo de Engaku. Pues bien, al pobre de T
o
zen no se le ocurrió mejor idea que sentarse en medio y ponerse a meditar. Llevaba días diciéndole a todo el mundo que tenía poderes espirituales, y que lograría detener el tren en cuanto se aproximase. Cuando llegó el tren se detuvo, efectivamente, pero fue porque el maquinista frenó. Así que el muy estúpido empezó a decirle a todo el mundo que su cuerpo era sagrado y su fuerza inmortal, y que no podía ni quemarse ni ahogarse. De hecho, pocos días después se metió en el estanque de flores de loto del templo y se quedó bajo el agua durante un buen rato, soltando burbujas.
—¿Y se ahogó?
—De nuevo tuvo suerte. En el último momento le rescató un novicio que andaba por allí. Después de eso volvió a Tokio y, sin comerlo ni beberlo, sufrió un ataque de peritonitis y se murió. Como lo oyes, de peritonitis. Y todo fue porque durante su estancia en el templo no hacía más que comer cebada cocida y nabos. En cierto modo, fue Dokusen el que le mató...
—Entusiasmarse en exceso con algo puede llegar a ser peligroso —repuso el maestro como si de pronto se sintiera en peligro.
—Eso es. Bueno, y como te decía, hay otro antiguo compañero de clase que también acabó mal por Dokusen y sus chaladuras.
—¡Otro, dices! Qué cosa tan terrible
—Pobre R
o
bai Tachimachi. Un día empezó a decir cosas sin sentido, como que las anguilas iban al cielo. Poco tiempo después, él mismo acabó haciendo lo propio.
—¿Qué le pasó?
—Estaba obsesionado con la comida. Era el hombre más glotón que he visto en mi vida. Cuando su glotonería se mezcló con las perversidades que le enseñó Dokusen, todo terminó para él. Al principio no nos dimos cuenta, pero cuando lo pienso ahora recuerdo que, ya desde el principio, empezó a decir cosas muy extrañas. Una vez vino a visitarme a casa y me preguntó si había visto las chuletas de cerdo que colgaban de las ramas de los pinos. En otra ocasión me dijo que en su pueblo era habitual ver flotando por el río raciones de pasta de pescado hervido. Hasta ese momento el tipo era inofensivo, simplemente parecía un poco excéntrico. Entonces un día vino a pedirme que le ayudase a cavar una zanja porque había tenido una revelación de que bajo la tierra había puré de castañas y montones de patatas asadas, y yo me di cuenta de que aquello era bastante más serio de lo que parecía. A los pocos días perdió el juicio completamente, y tuvieron que encerrarlo en el manicomio de Sugamo. Si te digo la verdad, no creo que una persona como él, que todo el día estaba pensando en zampar, estuviera destinada a nada relacionado con el espíritu. Ni siquiera pensé que acabaría volviéndose loco. Pero la influencia de Dokusen...
—¡Vaya! Así que Tachimachi está internado en un manicomio. ..
—Sí, sí. Allí está. Y campando a sus anchas. Ahora, según creo, se ha convertido en un megalomaníaco. Al menos, el lugar donde está resulta inmejorable para desarrollar sus delirios de grandeza. Hace poco llegó a la conclusión de que Róbai Tachimachi no era un nombre adecuado para su estatus espiritual, y se lo cambió por el de Justa Providencia. Es una lástima, su caso. Deberías pasarte por allí algún día a verle.
—¡Oh, Dios mío! ¿Y has dicho que se llama a sí mismo Justa Providencia? Santo Dios...
—Bueno, pero aunque esté como una regadera hay que reconocer que el nombre que ha elegido es de lo más apropiado. Según su teoría, todos vivimos en la oscuridad más absoluta, y él ha venido al mundo para rescatarnos y llevarnos a la luz. Por eso se dedica a mandar cartas a sus amigos, a todos los que se le ocurre. Yo ya he recibido varias de sus encíclicas, algunas increíblemente largas y procelosas. Y con unas cuantas incluso he tenido que pagarle el franqueo correcto, porque venían con menos sellos de los que eran preceptivos.
—¡Entonces la carta que acabo de recibir debe de ser suya...!
—¡Anda, tu tía! ¿Así que también te escribe a ti? Seguro que te la ha mandado en un sobre ribeteado en colores...
—Rojo en el centro y blanco a los lados. Un sobre poco frecuente...
—Me han dicho que se los hace mandar directamente desde China. Se supone que los colores tienen un significado simbólico. El cielo es blanco, la tierra es blanca, pero el camino de los hombres se hace rojo entre ambos.
—Ya entiendo, así que hasta el sobre está cargado de simbolismo.
—Para ser un lunático, hay que reconocer que lo de los símbolos lo domina. Pero el asunto es que, aunque ha perdido completamente el juicio, no le ha pasado lo mismo con su apetito. Por lo que sé, sigue siendo un glotón irreprimible. En sus cartas, en realidad, no hace más que hablar de comida. ¿No lo notaste en la carta que te envió?
—Sí, decía algo sobre las babosas de mar.
—¡Lo ves! Las babosas de mar le gustan especialmente. ¿Y no mencionaba nada más?
—La carta contenía varias referencias al pez globo y al
ginseng
coreano.
—Una combinación inteligente. Quizás esté intentando decirte que tomes infusiones de
ginseng
para paliar los efectos nocivos de la ingestión de pez globo.
—No creo que fuera eso lo que pretendía decir.
—Da igual, en cualquier caso. Es un lunático. ¿No te decía nada más en su carta?
—Sí, una cosa más. Al final de la carta me aconsejaba, muy respetuosamente, que tomara té.
—¡Qué cosa, aconsejarte que tomes té! A lo mejor quería darte una lección moral después de todo. ¡Bravo por la Justa Providencia!
Por alguna razón, Meitei encontraba muy divertida la situación. Pero al maestro le hirió en su amor propio. Había leído y releído la carta de aquel lunático como si estuviera llena de importantes revelaciones. Al final, todos sus esfuerzos de fortalecimiento espiritual no habían sido más que una miserable pérdida de tiempo, y se avergonzaba de haber dedicado tanto esfuerzo a seguir los consejos de un tipo como aquél, que estaba literalmente fuera de sus cabales. Tenía la ligera sospecha de que, si había abrazado con tal devoción las palabras de un demente, es que él mismo no estaba muy lejos de perder la cordura. Se quedó sentado con una expresión de preocupación. Se sentía humillado.
En ese momento se oyó el timbre de la puerta y, acto seguido, el sonido de unas pesadas botas acercándose desde la entrada. Una potente voz gritó:
—Hola. Disculpen, ¿hay alguien en casa?
Al contrario del maestro, cuyo carácter era arisco y retraído, Meitei tenía una forma de ser expansiva y abierta. Sin esperar siquiera a que Osan atendiera a la visita, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se levantó de un brinco y se fue directo a la entrada. Era costumbre habitual de Meitei entrar y salir de la casa del maestro sin pedir permiso y, una vez dentro, suplantar directamente al anfitrión. Recibía a los huéspedes como si estuviera en su propia casa, aunque él mismo sólo era uno más. Quizás en su actitud no había más interés que el de ser útil, pero lo cierto es que lograba desesperar al maestro que, en aquella ocasión, permaneció imperturbablemente perturbado por la agilidad de reflejos de Meitei. Kushami era, sin duda, una persona de lo más peculiar. Tan peculiar que, en lugar de reaccionar, se quedó sentado tranquilamente en el cojín, sin mover un músculo. Se sumió en indescifrables pensamientos. A lo lejos se podía escuchar a Meitei en animada conversación. Luego escuchó un grito desde la entrada.
—Kushami, haz el favor de venir. Te necesitamos aquí.
Al maestro no le quedó más remedio que levantarse, resignado. En el zaguán se encontró a Meitei, que sostenía en la mano la tarjeta de vista del recién llegado. Se trataba del detective Torazó Yoshida, del departamento de la Policía Metropolitana. Al lado del agente había un hombre joven, como de unos veinticinco años, que vestía un elegante
kimono
y que permanecía como el maestro, de brazos cruzados. No decía una palabra, aunque su cara me resultaba vagamente familiar. Le observé con atención. Sin lugar a dudas yo había visto aquella cara. De repente lo reconocí. ¡Era el ladrón que había entrado en la casa, el que se había llevado la cesta de ñames! Me alegré de que lo hubieran detenido