Soy un gato (68 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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—De acuerdo, lo que usted diga... Pero lo que más me preocupaba en aquel momento era como pasar el rato hasta que llegasen las diez.

—Tonterías —replicó Meitei—. Puedes empezar de nuevo con las calles, si quieres. Y si con eso no tienes bastante, puedes volver a empezar con ese sol de otoño que no se ponía, o puedes comerte tres docenas más de caquis. Con ese tipo de historias, estoy seguro de que nos darán las diez. Estoy dispuesto a escuchar todo el tiempo que haga falta.

Kangetsu se echó a reír y continuó:

—Como me ha quitado las palabras de la boca, no insistiré más. Digamos que ya eran las diez. Según el plan previsto, me presenté en la tienda puntual como un reloj. Hacía bastante frío y no se oía nada más en la calle excepto el desesperante sonido de mis sandalias de madera golpeando el suelo. La tienda parecía cerrada, excepto por una puertecilla lateral...

En ese punto del relato, el maestro abandonó su lectura, levantó los ojos del libro y preguntó:

—Ah, ¿es que todavía no te has comprado el violín?

—Está a punto de hacerlo —salió en su defensa Toito.

—¡Qué! ¿Todavía no? Pues sí que tiene que ser difícil eso de comprar un violín.

Y dicho esto, volvió a su lectura. Dokusen, mientras tanto, había llenado el tablero de fichas blancas y negras y mantenía un silencioso desinterés.

—Reuní todo el valor que pude, y con la cara medio tapada por la capucha me dirigí al mostrador. Con voz tímida, dije que quería un violín. Varios de los empleados de la tienda, que estaban sentados frente a un brasero en animada charla, se volvieron hacia mí con gran sorpresa. Instintivamente, me calé todavía más la capucha. Volví a decir que quería un violín, esta vez un poco más alto. Entonces uno de los empleados se acercó, intentó escrutar mi cara escondida bajo la capucha, y me dijo: «Por supuesto, señor». Se dirigió al escaparate, cogió uno, lo puso frente a mí y dijo: «Son cinco yenes con veinte céntimos». «¿Tan barato es el violín?», repuse yo. «No será de juguete, ¿verdad? ¿Cuestan todos igual, o es que este es el más barato?» «Sí, cuestan todos lo mismo», me contestó el dependiente. «Construidos con el mismo cuidado y con los mismos materiales. Se trata de un violín resistente, eso se lo puedo asegurar.» Pagué el violín y lo envolví en un paño que llevaba preparado especialmente para ello. Aparte de mí y del inquisitivo empleado, nadie había dicho una sola palabra desde que entré en la tienda. Pero llevaba la cara bien cubierta, así que no había peligro de que me nadie me reconociera. En cualquier caso, seguía sintiéndome inquieto y ansioso, y salí lo más rápido que pude de la tienda. Miré a un lado y a otro de la calle. El terreno parecía despejado, excepto por un grupo de dos o tres tipos que recitaban poemas chinos a voz en grito. Aunque estaban bastante lejos, me entró miedo, así que doblé la esquina buscando la oscuridad y luego seguí por la orilla del canal hasta Yakuoji. Pasé por Hannoki y llegué hasta las mismas faldas del monte Kóshin. Serían las dos de la mañana cuando llegué a mi habitación.

—¿O sea, que estuviste prácticamente toda la noche caminando? —preguntó Toito con su habitual deferencia hacia Kangetsu.

—¡Por fin! Menos mal que se ha terminado ya la historia —dijo Meitei aliviado—. Menudos rodeos has dado, por Dios.

—Pero ahora es cuando empieza la parte interesante de mi historia. Esto sólo era el preludio —protestó Kangetsu.

—Ah, ¿es que hay más? Dios santo. No puedes pedir a la audiencia que mantenga la atención después de un preludio tan extenuante como ése.

—Sólo les pido un poco más de paciencia. Si lo dejo ahora sería como preparar un campo para la siembra y luego olvidarte de echar las semillas. Insisto, pues.

—Mi querido amigo. Eres libre para seguir hablando si así lo deseas. Pero nosotros también somos libres de seguir escuchándote o no, si así nos lo parece. En lo que a mí respecta, yo ya he escuchado todo lo que tenía que escuchar.

—¿Y usted, maestro, tendrá la amabilidad de seguir escuchando mi historia? Me permito mencionar, en mi descargo, que ya he conseguido comprar el violín.

—¿Y ahora qué te propones? ¿Venderlo? Si es así, que sepas que me niego a escuchar tu odisea comercial.

—No, de venderlo nada.

—En tal caso, menos necesidad aún tengo yo de escuchar tu historia.

—Su impaciencia me decepciona, con el debido respeto. En fin, Toito. Pareces el único dispuesto a escucharme hasta el final. Reconozco que eso me desmotiva un poco, pero no importa. Haré todo lo que pueda para ser breve.

—No tienes por qué ser breve. Tómate tu tiempo, tu historia me parece fascinante.

—¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! De vuelta en casa me había convertido, tras muchas vicisitudes, en el orgulloso propietario de un violín. Pero mis problemas no acabaron ahí. En primer lugar, estaba la cuestión de dónde guardar el dichoso instrumento. Recibía muchas visitas y no podía arriesgarme a dejarlo expuesto a miradas indiscretas. Por otra parte, si lo enterraba sería muy trabajoso tener que desenterrarlo cada vez que quisiera tocar.

—Desde luego. ¿Por qué no lo escondiste en el desván?

—Residía en una granja, y no tenían desván.

—¿Entonces?

—¿Dónde crees que lo puse?

—Ni idea. ¿En el hueco de las contraventanas?

—No.

—¿Envuelto en la ropa de cama y oculto en el armario?

—No.

Mientras Kangetsu y Toito se entretenían lanzándose acertijos, el maestro y Meitei hicieron un aparte:

—¿Cómo traducirías esto de aquí? —preguntó el maestro señalando a su libro.

—¿El qué?

—Esta frase de aquí.


Quid aliud est mulier nisi amicitie inimica
... ¡Pero si eso es latín!
[111]

—Claro que es latín, pero ¿cómo lo traducirías?

—Vamos, Kushami, tú siempre andas presumiendo de tu conocimiento de las lenguas muertas —respondió Meitei con evasivas. Se olía el peligro de que lo pillaran en un renuncio.

—Por supuesto que puedo, sin ninguna dificultad. Pero te estoy pidiendo que me ayudes con esta frase en concreto.

—¡Sabes cómo traducirlo y me preguntas a mí por su significado! ¿No te parece un poco raro?

—No te preocupes sobre si es raro o no. Simplemente dime qué crees que significa.

—¡Pero qué dices! Me das órdenes como si fueras un general del ejército. ¿Por quién me has tomado?

—No te escaquees con excusas baratas. Sé bueno y dime qué significa para ti esta frase.

—Mira, será mejor que dejemos tus problemas con el latín por el momento. Tengo ganas de escuchar cómo continúa la historia de Kangetsu. Está en un momento crítico: acaba de descubrir el instrumento y ahora no sabe cómo ocultarlo a la vista de los demás. ¿No es así, Kangetsu? ¿Cómo solucionaste el dilema? —Meitei mostró de pronto un renovado entusiasmo por la historia del violín y dejó al maestro solo con su texto.

Animado por la inesperada atención que Meitei le prestaba, Kangetsu se dispuso a explicar cómo se las había ingeniado para esconder su violín:

—Al final me decidí a guardarlo en el baúl para la ropa que me dio mi abuela cuando me marché de casa por primera vez. Lo tenía en gran estima, puesto que era parte de su ajuar de bodas.

—Una antigualla como ésa no parece una buena opción para un violín completamente nuevo, ¿no te parece Toito?

—Estoy de acuerdo —respondió éste—. ¿No deslucía un poco el instrumento?

—Pero acabas de decirme que tú lo habrías guardado en el desván, y eso tampoco me parece una idea brillante que se diga.

—El escondite de Kangetsu me sugiere un haiku. A ver qué os parece:

 

Un viejo baúl, violín escondido.

Cae el otoño.

Sentimiento de soledad.

 

—¡Vaya, Meitei! Hoy está inspirado de veras.

—No es sólo hoy. Siempre tengo versos y más versos rondándome la cabeza. Mis conocimientos del arte del haiku son tan profundos, que en más de una ocasión hasta al mismísimo Shiki Masaoka se rindió ante su belleza.

—¿De verdad conoció a Masaoka? —preguntó Toito con cara de sorpresa. Su voz delataba admiración hacia Meitei, que tenía tratos con quien él consideraba el más grande de los poetas.

—Nunca nos conocimos personalmente, pero mantuvimos una estrecha y fructífera relación telepática. —La absurda contestación sumió al pobre Toito en un profundo silencio. Kangetsu se limitó a sonreír y a continuar con su historia:

—Una vez decidí dónde esconder el violín, el siguiente problema fue cómo usarlo sin que nadie se enterase. No encontraba mucha dificultad en el hecho de sacarlo del baúl y contemplarlo, pero con eso no era suficiente. Tenía que tocarlo, y sus sonidos difícilmente pasarían inadvertidos. De hecho, en la casa de al lado, de la que sólo nos separaba una valla cubierta de rosales, vivía uno de los cabecillas de la banda de «los torbellinos». Tocar el violín podía resultar muy peligroso.

—¡Qué mala pata! —dijo Toito simpatizando de nuevo con su amigo.

—Desde luego. Si tocaba el violín, se enterarían. Estaba en la misma situación que la Dama Kog
o
,
[112]
a la que descubrieron por tocar el koto. Vivir del robo o de la falsificación de billetes puede dar resultado, pero tocar el violín e intentar que no te pillen es prácticamente imposible —dijo Meitei.

—Si hubiera podido tocarlo sin emitir sonido alguno...

—No creas que sólo se le puede descubrir a uno por el sonido. Hay cosas muy silenciosas que pueden delatarte. En mi época de estudiante me hospedaba con Suzuki en un templo en Koishikawa. A Suzuki le gustaba mucho el sake y en ocasiones lo compraba y lo escondía en una botella de cerveza para beberlo a escondidas. No le gustaba ofrecerle a nadie, pero un día, cuando salió de paseo, Kushami, siempre tan correcto, cogió la botella sin saber lo que había en su interior y le arreó un par de tragos...

—¡Qué mentiroso eres! —contestó el maestro a voz en grito—. En mi vida toqué nada que perteneciera a Suzuki. Fuiste tú el que bebió...

—¡Vaya! ¿Todavía estás aquí? Creía que estabas tan ocupado con tu lectura que no correría el riesgo de ser interrumpido por el mismísimo culpable de tamaño hurto. Pero ya veo que has estado poniendo la oreja todo el tiempo, lo cual demuestra tu infalible olfato cuando de lo que se trata es de sake. Yo no niego que de vez en cuando le diera un traguito o dos a la botella de Suzuki, pero tú eres quien la encontró. ¿Y quieres que te recuerde cómo te pillaron? Vosotros dos, escuchad atentamente. Todos sabemos que nuestro austero anfitrión es incapaz de beber en serio. Vamos, que no puede ni acercarse al alcohol. Pero sólo por el hecho de que el sake era de Suzuki, él se lo bebió como si su vida entera dependiera de ello. Y pasó lo inevitable. Se le puso la cara roja como un tomate. Era una evidencia andante de su delito.

—¡Cállate, Meitei! Que ni siquiera sabes traducir una simple frase del latín.

—¿Te estás riendo de mí? ¿Quieres reírte? Entonces escuchad cómo sigue la historia. Cuando Suzuki volvió de su paseo, se fue a su escondite, sacó la botella e inmediatamente se dio cuenta de que le faltaba al menos la mitad de su contenido. Lógicamente, sospechó que alguien se la había bebido, así que miró a su alrededor y encontró a Kushami en una esquina con una cara roja como un pimiento morrón.

La anécdota desató la carcajada general, e incluso el maestro rió a pesar de parecer tan concentrado en su libro. Sólo

Dokusen estaba al margen de la comedia y parecía concentrar su mente Zen en las fichas del go. Aunque, si uno se fijaba bien, pronto se daba cuenta de que en realidad la fatiga le había rendido y que el interfecto estaba roncando quedamente con la cabeza apoyada en el tablero.

Cuando terminaron las risas, Meitei volvió al ataque:

—Y hay más ejemplos en los que el silencio es capaz de delatarte. Dejadme que os cuente otra anécdota. Resulta que, hace unos años, visité un balneario en Ubako y allí tuve que compartir habitación con un hombre mayor que, según parece, había sido sastre en Tokio. Por lo que a mí respecta, si había sido sastre o zapatero remendón me daba exactamente igual, y si os ofrezco ese detalle es, simplemente, para ilustraros sobre el contexto de mi historia. En cualquier caso, aquel tipo me metió en un buen lío. Una mañana, tres días después de llegar al balneario, me entraron ganas de fumar. Ubako es un pueblo perdido en mitad de las montañas. Allí sólo está el balneario, nada más. Puedes comer y bañarte, pero luego te queda un montón de tiempo libre. Imaginaos el sitio, y encima, yo sin tabaco. Se me había acabado hacía dos días, y mis nervios empezaban a resentirse. No es que yo fuera un gran fumador por aquel entonces, pero el simple hecho de no tener qué fumar me provocaba unas irresistibles ganas de hacerlo. Lo peor del asunto es que aquel hombre se había llevado un buen cargamento de tabaco, todo debidamente empaquetado y, de tanto en tanto, sacaba un cigarrillo y se ponía a fumar expeliendo humo como una chimenea. Si hubiera fumado de una manera más discreta, no me habría irritado tanto, pero este sastre disfrutaba de su tabaco a base de bien. Hacía anillos de humo, los lanzaba hacia el techo, hacia el suelo, los expelía por sus orificios nasales y casi hasta por las orejas. Fumaba con tanta presunción que le hubiera asesinado allí mismo si hubiera tenido oportunidad.

—¿Quieres decir que presumía de su tabaco?

—Si hubiera tenido un traje nuevo, no me habría importado que presumiese de él. Pero se trataba de tabaco. Yo no tenía, y él sí. Por eso presumía de fumar. ¿Lo entiendes?

—Si te ponía tan nervioso, ¿por qué no le pediste simplemente que te diera un par de cigarrillos?

—Hay cosas que un hombre honorable como yo no podía hacer. Pedir me daba vergüenza.

—O sea, que está mal pedir tabaco.

—Quizás no sea un pecado, pero yo soy incapaz de pedir.

—¿Entonces qué hiciste para conseguir tabaco?

—La verdad es que le robé los cigarrillos.

—¿En serio?

—Sí. Esa mañana, cuando el hombre bajó a darse un baño, supe que mi momento había llegado. Abrí su bolsa y empecé a sacar cigarrillos, uno detrás de otro, y me los iba fumando uno a uno. Lo hacía por el puro placer de fumar, y en parte complacido también por la satisfacción del ladrón que consuma su hurto. Y estaba yo ahí, embebido en mi crimen, cuando de pronto se abrió la puerta y apareció el sastre en persona.

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