Authors: Natsume Soseki
—Ya veo —dijo Kangetsu mientras examinaba la puerta—. Por la parte de dentro ha quedado bien liso, pero por la de fuera no lo han estirado bien, tiene arrugas.
—Por ahí fue por donde empezaron, justamente, y eso fue antes de que le cogieran el truco.
—Ya veo. Ya me parecía a mí que no estaba bien del todo. La superficie forma una curva exponencial sin relación alguna con funciones ordinarias. —Desde lo más profundo del abismo de su mente científica, Kangetsu hacía observaciones monstruosas.
—Ya, ya —se limitó a decir el maestro, tan indiferente como de costumbre.
En ese momento Buemon comprendió que sus lamentos no servirían de nada, e inclinó la cabeza en silencio a modo de saludo hasta casi rozar con ella la superficie del tatami.
—¡Ah! —dijo el maestro—. Ya te marchas.
Sin decir nada más, Buemon salió al zaguán, se calzó sus sandalias y se marchó tan desconsolado como había venido. Lo único que se escuchó de él fueron sus tristes pasos alejándose. Un caso lamentable. Si nadie lo evitaba y acudía en su ayuda, el muchacho bien podría dedicarse a componer uno de esos poemas de despedida del mundo, grabarlo en cualquier piedra y tirarse después desde la cascada de Kegon. Pasase lo que pasase, lo que estaba claro es que la raíz de todos sus males era la cabeza loca de esa engreída insufrible de Tomiko Kaneda. Si Buemon terminaba por suicidarse, era de esperar que al menos su espíritu la atormentase hasta el día de su muerte. Ningún hombre se lamentaría si una mujer como ésa, o un buen puñado de ellas, desapareciera de este atormentado mundo para siempre. Me parece que si alguien le aconsejase a Kangetsu que se casara con otra joven le haría un gran favor.
—¿Quién era ése? ¿Uno de sus alumnos? —Sí.
—¡Menuda sandía tiene por cabeza! ¿Se le dan bien los estudios?
—Peor de lo que cabría esperar para tener semejante cráneo. Al menos es de los que hacen preguntas originales. El otro día me pilló en un renuncio cuando me preguntó que cómo se pronunciaba «Colón» en japonés.
—Quizás sea el tamaño de su cerebro lo que le lleve a hacer preguntas de ese estilo. ¿Qué le contestó?
—No me acuerdo. Cualquier tontería.
—O sea, que le dio una respuesta. Eso está muy bien.
—Si no contestas a sus preguntas, los alumnos empiezan a perderte el respeto.
—Está usted hecho todo un político. A juzgar por la cara del muchacho, debía de estar terriblemente avergonzado de haberle molestado.
—Él solito se ha metido en un buen lío. ¡Estúpidos chavales!
—¿De qué se trata? El chico se me hace simpático, no me lo imagino.
—Una cosa muy estúpida. Le ha mandado una carta de amor a la hija de los Kaneda.
—¿En serio? ¿Ese cabezón? Los estudiantes de hoy en día parece que no se detienen ante nada. Me asombra.
—Espero que esta noticia no te enfade.
—Para nada. Al contrario, me parece de lo más divertido. Le aseguro que por mi parte no hay problema, por muchas cartas de amor que reciba la señorita.
—Si tan seguro estás de ti mismo, entonces no te importará que...
—Por supuesto que no me importa. No me preocupa lo más mínimo. Pero, ¿no le parece increíble que un cabezón semejante escriba una carta de amor a una chica?
—Bueno, de hecho todo empezó como una especie de broma. Como la chica en cuestión es tan engreída, el precioso trío se puso de acuerdo y...
—¿Quiere decir que fueron tres los que le mandaron la carta a la señorita Kaneda? Vaya, la cosa mejora por momentos. Esa carta conjunta suena como si los tres se hubieran sentado a la misma mesa para compartir una cena a la occidental, ¿no le parece?
—Lo cierto es que entre los tres se dividieron las funciones. Uno escribió la carta, otro la envió y el tercero prestó su nombre para firmarla. Ese joven cabezón que acabas de ver, el más tonto de los tres, sin duda, es el que puso el nombre. De hecho me ha dicho que nunca en su vida había visto a la chica en cuestión. No puedo imaginarme cómo alguien puede hacer algo tan ridículo sin sacar ningún beneficio de ello.
—A mí me parece espectacular, un signo de nuestros tiempos, una obra maestra del espíritu moderno. Me sorprende que un muchacho como ése haya escrito una carta de amor a una mujer desconocida. En serio, es de lo más divertido.
—Pero podría provocar algunos engorrosos malentendidos.
—¿Y qué más da? Se trata de los Kaneda y de su hija.
—Sí, pero se trata de la mujer con la que quizás te cases un día.
—Cierto, pero sólo
puede
que me case con ella. No se preocupe tanto.
—Quizás no te preocupe a ti, pero...
—Estoy seguro de que los Kaneda tampoco se preocuparán. Hágame caso.
—Pues muy bien. Si tú lo dices... Una vez que la terminaron y la enviaron, al chico empezó a entrarle una enorme preocupación. Es más, se asustó de que pudieran descubrirle, y por eso vino a pedirme consejo.
—¿En serio? ¿Por eso tenía ese aspecto tan decaído? Debe de ser un chico muy tímido. Le daría usted algún consejo, supongo...
—Está muerto de miedo ante la posibilidad de que le expulsen de la escuela. Ésa es su principal preocupación.
—¿Y por qué motivo iban a expulsarle de la escuela?
—Por haber cometido un acto inmoral.
—Hombre, yo no diría que mandar una carta de amor, aunque sea de broma, constituya un acto inmoral. No tiene tanta importancia. De hecho, espero que los Kaneda se lo tomen como un motivo de orgullo y se dediquen a pregonarlo por ahí.
—Seguro que no lo hacen.
—En cualquier caso, incluso aunque estuviera mal hacer una cosa así, ello no es motivo suficiente para dejar que el chico enferme. Tonterías como ésa son capaces de empujar a esos adolescentes a acabar con sus vidas. Aunque tenga una cabeza diabólica, ese chico no es el diablo. ¡Si hasta le temblaba la nariz!
—Te pareces cada día más a Meitei con esas cosas que dices.
—Bueno, supongo que es la moda. Es un poco anticuando tomarse las cosas tan en serio como hace usted.
—No se trata de una cuestión de estar desfasado o de actuar según la moda. Sólo a un completo idiota se le ocurriría mandar una carta de amor a una completa desconocida. Eso trasciende las épocas. Es algo de sentido común.
—¡Vamos, hombre! La gran mayoría de las bromas no tienen nada que ver con el sentido común. ¡Pobre muchacho! Lo que hay que hacer con los que gastan bromas es ayudarlos. ¡Ellos tienen el mérito! Fíjese en el pobre chaval, si ya iba camino de la cascada de Kegon.
—Quizás debería haberle consolado.
—En efecto, debería haberlo hecho. Hay muchas personas mayores que, con un sentido común más desarrollado que el del muchacho, hacen cosas más graves que mandar una simple carta de amor a una chica. Si le expulsan de la escuela por eso, sería lo mismo que prohibirle formar parte de la sociedad civilizada.
—Quizás tengas razón...
—Bien. Una vez aclaradas las cosas, ¿qué me dice de ir a escuchar rugir al tigre?
—Ah, el tigre.
—Sí. Salgamos a dar una vuelta. De hecho, mañana me ausentaré de Tokio para ir a mi ciudad natal a atender unos asuntos. Estaré fuera unos días, así que no sé cuándo volveremos a tener la oportunidad de salir de expedición nocturna.
—¿Así que te marchas a atender unos asuntos?
—Sí. Algo que tengo que hacer yo personalmente. Venga, vayámonos.
—De acuerdo, de acuerdo...
—Estupendo. Yo invito a la cena.
El entusiasmo de Kangetsu era contagioso y el maestro se dispuso a salir, aunque no se puede decir que estuviera emocionado con la perspectiva.
La señora Kushami y Yukie, eternamente femeninas, se quedaron en casa afilando las uñas y cuchicheando.
Delante del
tokonoma
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de la casa del maestro estaban sentados frente a frente Meitei y Dokusen. Entre ellos había un tablero de
go
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—No quiero jugar sin apostar —dijo Meitei—. El que pierda paga la cena, ¿de acuerdo?
Dokusen se atusó su barba de chivo y murmuró: —Según mi experiencia, si juegas para ganar, por comida o por algún otro tipo de lucro, el juego se empobrece. El dinero o el lucro lastran la mente al cargar sus células con la preocupación de si se gana o se pierde. Apostar es mal asunto. Yo creo que el auténtico valor del juego es la atmósfera de pausada calma que se crea, en la que todas las consideraciones sobre el éxito o el fracaso quedan al margen y en la que uno, simplemente, deja que las cosas fluyan de manera natural. Entonces, y sólo entonces, es cuando los contendientes pueden saborear verdaderamente las sutilezas del juego.
—¡Ya estás otra vez con tus divagaciones metafísicas! Es imposible jugar a nada con una persona como tú. Parece como si hubieras saltado de las páginas de la
Fábula de los setenta y un ermitaños.
—Si yo divago es porque, como bien señalo Yuanming,
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jugar sólo por la apuesta es como tocar un arpa sin cuerdas.
—¡Ah! O sea, que es lo mismo que mandar telegramas por una línea sin cables, supongo —respondió Meitei.
—Vamos, Meitei, seguro que puedes encontrar un símil más acertado. Pero mejor déjalo. No lo intentes. Sigamos con el juego.
—Elige. ¿Blancas o negras?
—Me da igual.
—Como no podía ser de otra manera viniendo de un ermitaño, eres trascendentalmente generoso. Si eliges las blancas, pues será inevitable que yo me quede con las negras. Adelante entonces. Empieza y sal por donde quieras.
—Las reglas dicen que salen las negras.
—¿En serio? ¿Es eso cierto? De acuerdo, empiezo yo entonces. Pondré una negra más o menos por... aquí.
—No puedes hacer eso.
—¿Por qué no?
—Va contra las reglas.
—Caramba con las reglas. Pero no importa. Es un nuevo movimiento de apertura. Acabo de inventarlo.
Como mi mundo se limitaba a la casa del maestro e inmediatos alrededores, aquélla era la primera vez que veía un tablero de go. Es un cachivache de lo más extraño, algo en lo que ningún gato, por muy sensible que sea, podría siquiera llegar a imaginarse: se trataba de una tabla cuadrada, dividida en una miríada de cuadraditos más pequeños, en los que los jugadores colocaban piedritas blancas y negras a la buena de Dios, de tal manera que los ojos acaban por bizquearte al menor descuido. Una vez empieza el juego, los devotos de este extraño culto se enzarzan en un griterío confuso cuando alguno de esos ridículos y diminutos objetos corre peligro, escapa, se le atrapa, se le elimina o se le rescata. Y todo ello tiene lugar en un espacio tan reducido, que si se me ocurriese plantar mi pata delantera en él, sin duda provocaría un irreparable destrozo. Como Dokusen bien sabría, dado su conocimiento de los compendios de sermones Zen,
uno junta hierbas para construir un templo, y al cabo del tiempo, cuando ya ha desaparecido, se da cuenta de que debajo de su planta está el mismo suelo de siempre
. En el caso del tablero de go, lo primero que se hace es colocar las piezas dentro y luego se las saca fuera. Un juego absurdo. ¿No será más inteligente dejarlo todo vacío de principio? Vaya pérdida de tiempo y de energía... Sería más fácil quedarse de brazos cruzados mirando el tablero, puesto que al final las piezas van a acabar igual que empezaron. En las primeras fases del juego, mientras las treinta o cuarenta fichas están más o menos en orden, la cosa no reviste demasiado problema. Pero en el momento en el que el juego se acerca a su climax, el desbarajuste de piezas blancas y negras constituye una ofensa a una mente civilizada. Las piedras están tan apretadas las unas contra las otras que chirrían y se amontonan en una especie de desordenado cónclave. Uno teme que las que están más cerca de los bordes del tablero, se caigan al suelo de un momento a otro. Todo lo que pueden hacer es permanecer inmóviles durante un rato y esperar confiadas a su suerte. El go es un producto perverso de la mente del hombre, y, por lo tanto, refleja su espíritu, tan estrecho de miras como las minúsculas casillas y tan abigarrado y confuso como el desbarajuste de piezas que se monta en el tablero a poco que te descuides. De esa apretada concentración se puede deducir fácilmente esa antipatía tan humana por los espacios abiertos, su irremediable propensión a reducir el universo a lo puramente local, y su pasión por las limitaciones territoriales encuadradas en diminutas fronteras que nunca se atreven a traspasar si no es con ánimo beligerante. Se regodean en los rigores de su constricción, en las dolorosas inhibiciones de su elección. Resumiendo, cuando uno observa el juego de
go
, descubre que el ser humano es, más que otra cosa, un auténtico masoquista.
Sólo Dios sabe por qué Meitei, hombre de mente frivola, y su amigo, el místico y solitario Dokusen, habían elegido ese día precisamente para jugar al go. Pero lo cierto es que allí estaban. Habían sacado el tablero de un armario polvoriento, recuperado las piedras necesarias para jugar, y se habían lanzado a una complicada partida. Como era de esperar, formaban una pareja bien equilibrada, y desde el principio tomaron posiciones y repartieron las piezas a su antojo. Al principio, todo marchó bien, pero dado lo angosto del tablero, era inevitable que antes o después estallase el conflicto, y que éste fuese cruento. Según aumentaba la presión, así aumentaba también la crudeza de las punzadas verbales, y, como era también costumbre en ambos, las poco relevantes citas de clásicos chinos de segundo orden.
—Meitei, tu forma de jugar es, sencillamente patética. ¿No te das cuenta de que es absurdo de que pongas esa pieza ahí? Quítala e inténtalo por otro lado.
—A un simple fanático del Zen como tú, mi estrategia podrá parecerle absurda, pero has de saber que me he dedicado a estudiar las jugadas de un Gran Maestro Hon'imbó
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Deberías tener más altura de miras.
—En cualquier caso, me comeré tu pieza. —¿No fue el noble Hankai el que aceptó no sólo la muerte por deseo de su señor, sino que le arrojaran a los cerdos? Considérame a mí un nuevo Hankai. Ése es mi movimiento.
—Ésa es tu decisión. Me alegro. Como bien dijo el poeta, «del sur viene la brisa perfumada que da frescor al palacio». Ahora, si muevo esa pieza y la protejo con las demás, estaré a salvo.
—Vaya, así que te proteges. Eres listo. Nunca pensé que te darías cuenta, pero fíjate: rápido como un rayo,
Bang
,
Bang
, y ya piensas que estoy vencido. Espero que hagas caso a esa antigua canción que decía: «No cruces el puente y no toques la campana del templo Hachiman ,
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no sea que despiertes a mi amado». Veamos, qué hago yo ahora... Pondré una ahí. Bueno, ¿qué me dices a eso?