Authors: Natsume Soseki
—Estoy totalmente en contra de esa teoría —dijo Toito con la mayor gravedad posible—. Rechazo totalmente su vil pronóstico. En mi opinión, no hay nada más precioso en este mundo que el amor y la belleza. Es gracias al amor y a la belleza por lo que podemos consolarnos, perfeccionarnos, ser más felices. A tales dones debemos el poder de expresar nuestros sentimientos abiertamente y gracias a ellos nuestro carácter se hace más noble y refinado. No importa si uno ha nacido aquí o en Tombuctú, el amor y la belleza seguirán siendo las guías eternas de la humanidad. Cuando se manifiestan en nuestro mundo de hoy, el amor lo hace a través de la relación entre un marido y su esposa, mientras que la belleza lo hace a través de la poesía o la música. Son las expresiones más elevadas de lo que hay de humano en nosotros. Yo creo que mientras nuestra especie siga habitando el planeta, ni el arte ni el amor caducarán.
—Vaya, pues si es así, perfecto. Pero según las predicciones del filósofo caído del cielo, tanto amor como belleza estarán llamados a desaparecer. Acepta lo inevitable. Hablas ahora de las glorias imperecederas del arte, pero éstas correrán la misma suerte que los matrimonios: caerán en el olvido. El inevitable desarrollo de la individualidad supondrá cada vez una mayoi demanda de los individuos para que se reconozca sn idcnlid.ul particular. En un mundo en que los dos sexos insistimos mir. tantemente en nuestra propia especialidad, ¿cómo |>iu di |» i durar el arte? El arte florece por la armonía que v cM.ibli«• entre el artista y el público que admira su obi.i I i 11 está también condenada a desaparecer. Puedes gritar todo lo que quieras, incluso proclamar a los cuatro vientos que eres un gran poeta modernista, pero si nadie está de acuerdo contigo y comparte esa misma concepción que tienes de las cosas, me temo que nunca te leerán. Por muchos poemas que escribas, morirán en el mismo momento en que los crees. Es gratificante, al menos, que escribas en nuestra era Meiji. Así todo el mundo podrá congratularse con lo que haces.
—No creo que sea tan conocido como para llegar a ese extremo —dijo Toito.
—Si tus espléndidos esfuerzos todavía no han servido para darte a conocer entre el público en general, imagina qué sucederá en el futuro, cuando las ideas que acabo de exponer se hayan asentado. Nadie leerá tus poemas. Y no porque sean malos, sino porque la individualidad se habrá extendido de tal manera que ya nadie tendrá interés por nadie excepto por sí mismo. Ese grado de desarrollo en la literatura se puede observar ya de hecho en Inglaterra, donde dos de sus mejores novelistas, Henry James y George Meredith, tienen una personalidad tan acusada, que nadie se toma la molestia de leer sus novelas. Sólo algunos lectores con una personalidad igual de acusada que la de estos escritores son capaces de hacerlo, y de apreciarlas en lo que valen. Esa tendencia se acelerará, sin duda, y en el momento en que el matrimonio se declare como algo abiertamente inmoral, todo el arte, tal como lo conocemos, habrá desaparecido. Seguro que vivirás para verlo. Cuando algo de lo que alguien escriba se convierta en un sinsentido para los demás, no habrá nada, ni siquiera el arte, que nos ayude a compartir su punto de vista. Quedaremos incomunicados y aislados los unos de los otros.
—Supongo que tiene razón. Pero mi intuición me hace descreer de ese aterrador panorama que acaba de describir.
—Si tu intuición no te deja, fíate de tu razón.
—Intuición o razón —intervino Dokusen—. ¿Qué más da? La cuestión es que tu juicio es atinado. Es obvio que cuanto mayor libertad tengamos los seres humanos para ejercitar nuestra individualidad, más nos resentiremos en las relaciones personales. Yo creo que toda esa glorificación del súper-hombre de Nietzsche no es más que un intento filosófico de encontrar una escapatoria a una humanidad que se enfrenta cara a cara con su fin. Puede que a primera vista penséis que Nietzsche estaba enunciando algún tipo de ideal, pero en realidad lo único que hacía era mostrar su profundo descontento. Retorciéndose en su cama, preocupado por sus vecinos, se moría de miedo. Y eso le pasó ya en pleno siglo
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. Por muchas jeremiadas que soltara, debió de vivir toda su vida abrumado por un miedo terrible a desaparecer. Si uno lee sus obras, encontrará en ellas de todo menos inspiración. Sólo se puede sentir lástima por un autor tan extraño como él. Su voz no es la de la intrepidez y la determinación, sino la de un hombre que se queja y grita su indignación. Quizás fuese una reacción comprensible en un filósofo al que todo el mundo rechazaba. Antiguamente, cuando aparecía un gran hombre, todo el mundo se reunía espontáneamente bajo su bandera. En nuestros días, a Nietzsche no le habría hecho falta coger lápiz y papel para pintar a su súper-hombre. Hay una enorme diferencia entre los grandes hombres descritos por Homero, o en la
Balada de Chevy Chase
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por ejemplo, y los descritos por Nietzsche. AI contrario de los del filósofo alemán, sus héroes están vivos, son alegres y viven plenamente. Sus tiempos eran felices, así que sus textos rezumaban esa felicidad. Por supuesto, en aquellos tiempos no había ni rastro de esos oscuros pensamientos de Nietzsche. No había ningún héroe a la vista y, aunque lo hubiera habido, nadie le habría honrado, respetado o incluso reconocido. Muchos años antes, cuando apareció Confucio en China, no le resultó muy difícil demostrar la trascendencia de su mensaje y reclamar su reconocimiento, pues en aquella época no tenía competidores que le hicieran sombra. En cambio, ahora das una patada a una piedra y salen diez pretendidos genios. Evidentemente, nadie en nuestros días se dejaría impresionar por nadie que afirmara que es el nuevo Confucio. Como consecuencia de ese fracaso, el tipo probablemente se amargaría, y en su descontento se dedicaría a escribir novelas para consolarse pensando que en realidad es un súper-hombre y que nadie le comprende. Buscamos la libertad, pero luego sufrimos las consecuencias de haberla logrado. ¿No se puede deducir de ahí que la civilización occidental, aunque espléndida a primera vista, aparece al final como una farsa? Sin embargo, y bien al contrario, en Oriente nos hemos consagrado desde hace mucho tiempo, no al cultivo de lo material, sino al cultivo de la mente. ¡Ese es el verdadero camino! Ahora que la presión de la individualidad está provocando todo tipo de desórdenes nerviosos en nosotros, es cuando comprendemos en su totalidad aquel antiguo proverbio: «Pacíficos son los subditos del soberano». Se comprenderá también la verdad que subyace en las enseñanzas de Lao Tse, quien afirmaba que «sin hacer nada, se puede influir en los demás». Pero cuando nos demos cuenta de todo esto, ya será tarde y nos pasará como al alcohólico que promete no volver a tocar nunca una botella.
—Todos parecen odiosamente pesimistas respecto al futuro —dijo Kangetsu—, pero ninguna de sus lamentaciones consiguen deprimirme lo más mínimo. Me pregunto por qué.
—Eso es porque acabas de casarte y... —dijo Meitei.
—Mi querido Kangetsu —le interrumpió el maestro de mala manera—, permíteme decirte que cometes un gran error si te consideras afortunado por haber encontrado una mujer. Para tu información, te leeré a continuación algo que sin duda será de tu interés. —Abrió el libro antiguo que había traído hacía poco de su estudio y continuó—: Como puedes ver, este es un libro antiguo, pero deja bien claro que ya desde hace tiempo las mujeres son criaturas terribles.
—Me sorprende, maestro. ¿Puedo preguntarle cuándo fue escrito el libro?
—En el siglo
xvi
, por un tal Thomas Nashe.
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—Me sorprende todavía más. ¿Quiere decir que ya entonces había alguien que hablaba mal de mi mujer?
—El libro contiene una larga serie de quejas sobre las mujeres, algunas de las cuales, ciertamente, se pueden aplicar al caso de tu mujer. Pero mejor escucha con atención. —De acuerdo, escucho. Con mucho gusto. —El libro empieza diciendo que todos los hombres deben hacer caso a las observaciones de los antiguos sabios sobre la condición femenina. ¿Me sigues?
—Todos escuchamos. Incluso yo, todo un licenciado, le escucho.
—Aristóteles decía que, como las mujeres no valían para nada, lo mejor era, si no quedaba más remedio que casarse, hacerlo con una pequeña, pues daría menos problemas que una grande.
—Kangetsu, ¿la tuya es grande o pequeña? —Es una de esas mujeres robustas. Debe de ser que no vale para nada.
Todos rieron, más por la espontaneidad con la que Kangetsu había entrado en la eterna conspiración de los hombres contra las mujeres, que por la gracia inherente a su respuesta.
—Parece un libro interesante. ¿Por qué no sigues leyendo? —pidió Meitei.
—Un hombre preguntó en una ocasión a un sabio qué era un milagro, y éste respondió: «Una mujer casta».
—¿Qué sabio dijo eso?
—El libro no lo declara.
—Os apuesto lo que queráis a que fue un sabio al que le pusieron los cuernos.
—Después está Diógenes, a quién le preguntaron por la edad más conveniente para contraer matrimonio. Dijo: «Para un hombre joven todavía es pronto. Si se trata de uno mayor, nunca.»
—Sin duda, ese miserable lo dijo pensando en sí mismo.
—Pitágoras dijo que hay tres demonios muy temibles: el fuego, el agua y las mujeres.
—No sabía —dijo Dokusen— que los filósofos griegos hubieran dedicado un minuto de su tiempo a decir esas bobadas. Si me pidieran mi opinión, diría que tales demonios no son tan temibles como los pintan. Uno puede usar el fuego sin quemarse, o el agua sin ahogarse... —Pero antes de que pudiera rematar su razonamiento, Meitei salió en ayuda del maestro:
—Y ahora dirás que puedes divertirte con una mujer sin caer embrujado, ¿no es así?
Sin hacer caso de las interrupciones de sus amigos, el maestro continuó con su lectura:
—Sócrates dijo que la tarea más difícil para un hombre era intentar controlar a su mujer y a sus hijos. Demóstenes, que el mayor tormento que un hombre podía inventar para su enemigo era ofrecerle a su hija en matrimonio «como una furia doméstica que le martirizara día y noche hasta su muerte». El eminente Séneca dijo que sólo había dos problemas realmente graves en el mundo: la ignorancia y las mujeres. El emperador Marco Aurelio las comparó con los barcos: ambos eran igual de difíciles de mantener a flote durante una tempestad. Marco Accio Plauto decía que si las mujeres se vestían con tanto esmero y cuidado era para ocultar su malicia y su fealdad internas. Valerio Máximo escribió una carta a un amigo suyo en la que le advertía de que prácticamente nada era imposible para una mujer, por lo que le deseaba que no cayera en las garras de ninguna. El mismo Valerio Máximo dijo en otra ocasión que las mujeres eran el verdadero enemigo de la amistad, un dolor inevitable, un mal necesario, una calamidad deseada, un veneno con sabor a miel. También dijo que si era un pecado despreciar a una mujer, mucho mayor era el tormento de intentar mantenerla callada.
—Por favor, ya es suficiente... No puedo seguir escuchando esas cosas tan horribles que dice ese libro sobre mi mujer —pidió encarecidamente Kangetsu.
—Todavía quedan unas cuantas páginas. ¿Seguimos leyendo hasta el final?
—Será mejor que lo dejes. Y hablando del rey de Roma, ¿no crees que tu mujer volverá pronto a casa? —dijo Meitei al escuchar la voz de la señora hablando con la criada—. Vaya, ha vuelto. Soy adivino. ¿Te has dado cuenta?
—¿Y qué?
—¡Vaya, señora Kushami! —pregunto Meitei elevando la voz—. ¿Cuánto tiempo lleva en casa?
No hubo respuesta.
—¿Ha escuchado usted lo que su noble esposo nos estaba contando?
Sin respuesta.
—Espero que entienda que no estaba expresando sus propios pensamientos. Sólo leía las opiniones del señor Nashe, un tipo bastante anticuado en lo que tocaba a sus opiniones. Fíjese que vivió en el siglo
xvi
... No es nada personal. No se lo tome a pecho.
—Me da exactamente igual —contestó finalmente la señora con una voz que bien podía venir, como la del tal Nashe, desde el siglo
xvi
. Meitei se rió nerviosamente.
—A mí tampoco me importa mucho. Disculpe por haberlo mencionado —dijo riéndose a carcajadas.
En ese momento se escuchó la puerta de la calle abriéndose, y unos rotundos pasos que se aproximaban. Justo después, se abrió la puerta corredera sin previo anuncio, y apareció la cara de Tatara Sampei. No parecía el de siempre. Vestía una levita barata y bajo ella dejaba asomar una camisa resplandecientemente blanca. Aparte de no vestir como de costumbre, llevaba en la mano unas botellas de cerveza, según parece, bastante pesadas. Colocó las botellas al lado del atún seco y se sentó sin ninguna ceremonia. Trató de aparentar la pose de un guerrero.
—Señor Kushami. ¿Cómo se encuentra usted de su afección estomacal? No es bueno estar siempre en casa sin salir nunca a la calle. Eso no le hará ningún bien.
—Todavía no le he dicho si mi estómago está bien o mal —objetó el maestro.
—No, pero su aspecto habla por sí mismo. No tiene buena pinta. Está muy amarillo. Creo que es el momento perfecto para ir a pescar. ¿Por qué no alquilamos un bote en Shinawaga? Estuve allí el domingo pasado...
—¿Pescó algo?
—Nada.
—¿Y no le resulta aburrido no pescar nada?
—La idea era darme una vuelta y airear viejos recuerdos. ¿Y ustedes? ¿Han ido a pescar alguna vez? Es muy divertido, verán. —Adoptó un tono didáctico, como si se estuviera dirigiendo a un grupo de niños—: Te sientas en un pequeño bote en medio del inmenso océano.
—Yo preferiría sentarme en un barco inmenso en mitad de un océano minúsculo —repuso Meitei.
—No veo el sentido de iniciar una expedición de pesca sin la garantía de capturar como mínimo una ballena, o una sirena —dijo Kangetsu.
—No se pueden cazar ballenas desde un bote, y por otro lado las sirenas no existen. A pesar de ser hombres de letras, no muestran ustedes ningún sentido común.
—Yo no soy un hombre de letras.
—¿No, entonces qué demonios es? Yo soy un hombre de negocios, y para nosotros lo más importante es el sentido común. —Se giró hacia el maestro y se dirigió a él directamente—. Sabe, señor, durante los últimos meses he amasado una ingente cantidad de sentido común. Es natural, teniendo en cuenta el gran centro de negocios donde trabajo.
—¿Cómo dices?
—Fíjese en el tabaco, por ejemplo. Uno no puede pretender llegar muy lejos en este mundo si anda por ahí fumando cosas como Shiki-shima o Asahi. —En ese momento sacó un paquete de tabaco egipcio, extrajo un cigarro con filtro dorado, lo encendió y comenzó a fumar ostentosamente.