Authors: Natsume Soseki
—Deberías decirle a alguien que hablase con él. Al propio Suzuki. Si fuera igual de dócil y maleable que Suzuki, las cosas serían mucho más fáciles para él.
—Entiendo lo que dices, pero no tenemos una buena opinión de Suzuki en esta casa.
—En esta casa es siempre todo tan difícil... ¿Qué te parece si le preguntas a ese otro que parece tan serio? Un tal Yagi no se qué...
—¿Te refieres a Dokusen Yagi?
—Ese mismo.
—Tu tío le tenía en alta estima, pero precisamente ayer vino por aquí Meitei, y no hizo más que contar unas historias rarísimas sobre él. En las actuales circunstancias, no creo que sea una buena idea.
—Pero seguro que podría ayudar. Es una persona muy buena y generosa. El otro día vino a mi escuela a dar una charla.
—¿Dokusen Yagi? —Sí.
—¿Enseña en tu escuela?
—No, pero le invitamos a darnos una charla en la Sociedad para la Protección de la Virtud Femenina.
—¿Fue interesante?
—No tanto como pensábamos, pero como tiene esa cara tan larga y esa perilla tan espiritual, nos quedamos muy impresionadas.
—¿De qué os habló?
Apenas terminó la señora de formular su pregunta, cuando las tres niñas entraron ruidosamente por la galería, atraídas probablemente por la voz de Yukie. Supongo que habrían estado jugando fuera, detrás de la valla de bambú.
—¡Viva! Ha venido Yukie —gritaron las dos mayores con evidente satisfacción. La tercera, la nena, miraba con cara de no entender nada.
—No os pongáis nerviosas niñas, y sentaos tranquilamente. Yukie os va a contar una historia muy interesante. —Y tras decir esto, colocó su caja de costura en una esquina de la habitación.
—¿Una historia de Yukie? Me encantan las historias de Yukie —dijo la mayor.
—¿Nos vas a contar el cuento de la montaña kachi kachP. Preguntó la mediana.
—Mira, nena, un cuento. Cuando termine Yukie con el suyo, tú nos cuentas uno —le dijo la señora a la pequeña de sus hijas.
—No,
babu
, contar cuento ahora. —La pequeña no parecía estar dispuesta a que sus historias se pospusieran.
—De acuerdo, empezará la nena. Dinos, ¿cómo se llama tu historia? —preguntó Yukie.
—Nena, nena, ¿dónde vas?
—Muy bien, ¿qué más?
—Voy al campo de arroz, voy a cortar arroz.
—¡Qué inteligente es!
—«Naga» más venir —continuó la pequeña.
—No nena, no. Se dice nada, no «naga» —le corrigió una de sus hermanas. La interrupción no le gustó nada a la pequeña, que olvidó cómo seguía el cuento. Se detuvo y las miró con cara enfurruñada, sin decir nada más.
—¿Eso es todo, nena?
La pequeña ponderó un instante la situación y exclamó:
—No tires pedos y pedos, pu, pu, eso no está bien.
Hubo una risotada general.
—¡Qué cosa más fea! ¿Quién te lo ha enseñado?
—Osan —dijo la niña sin ninguna cautela.
—Vaya con Osan. Pues es muy mala, Osan, por enseñarte esas cosas tan feas —dijo la señora con una sonrisa forzada. Para acabar de una vez con el asunto, se dio la vuelta hacia su sobrina y dijo:
—Ahora ha llegado momento de que Yukie nos cuente su historia. Escuchémosla. Tú también, nena. Estate calladita.
—Esto nos lo contó Dokusen Yagi en su charla. Pues bien, la historia es como sigue: Había una vez una enorme estatua de piedra que representaba al dios guardián de los niños, justo en el lugar donde se cruzaban dos calles. Por desgracia, era un lugar de mucho tráfico y agitación, con muchos carros y caballos que iban de un sitio para otro. La gran estatua del dios Jizo impedía el tráfico, y se había convertido en una verdadera molestia. La gente del barrio se reunió para ver qué se podía hacer con ella, y al final decidieron trasladarla a una esquina de la calle.
—¿Ocurrió realmente? —preguntó la señora Kushami.
—No lo sé. El señor Yagi no lo mencionó. En cualquier caso, parecía que la gente había empezado ya a discutir sobre cómo mover la estatua. El hombre más fuerte de todos dijo que no se preocupasen, que para él sería pan comido. Se dirigió al cruce en que estaba emplazada, y comenzó a empujar y empujar con todas sus fuerzas, hasta que su cuerpo se empapó de sudor por el esfuerzo. Pero la estatua de Jizo no se movió.
—Seguro que estaba hecha de una piedra muy pesada.
—Por supuesto. Era tan terriblemente pesada que incluso el hombre más grande del pueblo fue incapaz de moverla, y tuvo que volverse a su casa para echarse la siesta. La gente volvió a reunirse para tratar el asunto, y en esta ocasión fue el más listo de todos el que dijo: «Dejadme a mí». Llenó una caja con pasteles de arroz y los puso delante de la estatua a una cierta distancia. Señaló la caja y dijo: «Mira qué pasteles tan ricos te he traído. Ven a por ellos». Creyó que la estatua de Jizo no podría resistir la tentación y finalmente se movería, pero tal cosa no ocurrió. El truco de los pasteles no dio ningún resultado, y el hombre astuto pensó que quizás había calculado mal el apetito de Jizo. Decidió intentarlo entonces con un poco de
sake
. Y así lo hizo: volvió a ponerse delante de la estatua con un vaso en la mano. Durante tres horas intentó convencerle para que Jizo se tomase la bebida: «¿No quieres un poco de delicioso
sake
? Si quieres no tienes más que venir y probarlo. Da un solo paso y toda la botella será tuya». Pero Jizo no se movió.
—Yukie —preguntó Tonko, la hija mayor—. ¿No le entró hambre a Jizo?
—Yo habría hecho cualquier cosa con tal de comerme una caja de pasteles de arroz —dijo Sunko.
—Así que el hombre astuto fracasó por segunda vez —continuó Yukie—. Volvió entonces a su casa, y al poco tiempo regresó al cruce con un buen fajo de billetes falsos. Se plantó delante de la estatua y empezó a sacarlos de los bolsillos. Le decía: «Si los quieres, no tienes más que venir a cogerlos». Pero la exhibición de tales riquezas tampoco obtuvo resultado. Sin duda, se trataba de una estatua obstinada.
—Más o menos como vuestro padre... —dijo la señora Kushami.
—Exactamente, igualito a él. El hombre astuto se dio por vencido y se marchó. En ese momento le llegó el turno al más fanfarrón del barrio, que dijo que aquel asunto era lo más sencillo de resolver que había en el mundo, y que él lo arreglaría en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Y qué hizo?
—Fue bastante gracioso. Primero se disfrazó de policía y se puso un enorme mostacho como para investirse de autoridad. Se dirigió hacia el lugar en que estaba la estatua, y con voz enérgica y pomposa dijo: «¡Eh, tú! Muévete de ahí inmediatamente. Si no lo haces te meterás en un buen lío. Las autoridades se tomarán tu desplante con el máximo rigor». Era una estrategia que debió de haber funcionado hace mucho tiempo, pues hoy en día nadie se toma en serio a un tipo que se hace pasar por policía.
—Desde luego. ¿Pero Jizo se movió?
—Por supuesto que no. Igual que no lo hubiera hecho vuestro padre.
—Pero nuestro padre le tiene mucho miedo a la policía.
—¿En serio? Bueno, pues la estatua de Jizo no se mostró particularmente impresionada por las bravuconadas de aquel tipo, y se quedó exactamente en el mismo sitio en el que estaba. El fanfarrón se enfadó de lo lindo y volvió a casa rápidamente; se quitó el uniforme, tiro el mostacho falso a la basura y volvió al cruce vestido como si fuera un hombre extremadamente rico. Trató de poner una cara parecida a la del barón Iwasaki, el fundador de la empresa Mitsubishi. ¿Podéis imaginar algo más absurdo?
—¿Cómo es la cara del barón Iwasaki?
—Bueno, probablemente una cara muy orgullosa. En cualquier caso, no dijo nada, y se limitó a caminar alrededor de la estatua con un enorme puro en la boca.
—¿Con qué objeto?
—La idea era que Jizo se marease con el humo del tabaco.
—Parece la broma de un charlatán. ¿Consiguió que se marease?
—Pues no. Después de todo, el dios era de piedra. Viendo que aquello tampoco resultaba, el fanfarrón, en lugar de rendirse y marcharse a su casa, volvió disfrazado de príncipe. ¿Qué os parece?
—¿De príncipe? ¿Pero todavía hay príncipes hoy en día?
—Debe de haber. Así nos lo dijo el profesor Yagi. Nos dijo también que hacerse pasar por alguien de la familia imperial era una auténtica blasfemia. Yo también pienso que se trataba de una conducta muy irreverente, propia de un hombre fuera de sus cabales.
—Pero si iba vestido de príncipe, ¿de qué príncipe se trataba?
—No tengo ni idea. Lo único que sé es que el solo acto seguía siendo irreverente.
—¡Qué razón tienes!
—En cualquier caso, incluso los poderes de un príncipe se demostraron inútiles. Finalmente, aquel fanfarrón admitió su derrota y tuvo que abandonar.
—Se lo tenía bien merecido.
—Desde luego. Le tenían que haber metido en la cárcel por sus bobadas. De todos modos, la gente del barrio seguía preocupada por el asunto, y volvieron a reunirse para ver qué se podía hacer, pero ninguno quiso comprometerse a intentar nada otra vez.
—¿Y así terminó todo?
—¡Qué va! Al final pagaron a una cuadrilla de carreteros y de gente de baja ralea para que se pusieran a montar todo el jaleo posible alrededor de la estatua. El objetivo era molestar tanto a Jizo, que no le quedase más remedio que irse de allí. Se organizaron en turnos de día y noche, y montaron un escándalo tremendo.
—Vaya un asunto tan feo.
—Pero incluso esas medidas desesperadas no dieron ningún resultado. Jizo era mucho más terco que todos ellos.
—¿Entonces qué pasó? —preguntó Tonko.
—La gente se estaba cansando ya de tanto alboroto. Los únicos que parecían pasarlo en grande era aquella chusma de maleantes que, encima, recibían un salario por montar jaleo.
—¿Qué es un salario? —preguntó Sunko.
—Un salario es un dinero.
—¿Y qué iban a hacer con el dinero?
—Pues lo querían para... —Yukie se quedó dubitativa y sonrió un tanto ruborizada—. Bueno, en cualquier caso, la gente esa siguió con el follón día y noche. En el barrio había un chico un poco tonto al que llamaban el tonto del bambú, BakaTake. Era bastante simple, el chico; no sabía nada de nada, y nadie quería tener trato con él. Cuando se dio cuenta del ruido que había por allí, se acercó y preguntó que a qué se debía el alboroto. Alguien se lo explicó, y el tonto del bambú dijo: «¿Pero es que sois idiotas? Nunca conseguiréis mover a Jizo por mucho ruido que hagáis?».
—Es una observación interesante, viniendo de un tonto.
—Pero éste era un tonto fuera de lo común. Nadie pensaba que pudiera ayudar en nada respecto a este asunto, pero como tampoco nadie había logrado nada hasta ese momento, solicitaron su ayuda. Enseguida estuvo de acuerdo, y les pidió que se callasen. El escándalo cesó y él, tan simple como de costumbre, se plantó delante de Jizo con la mayor ingenuidad.
—¿Quién es la «mayor ingenuidad»? ¿Un amigo de BakaTake?
La señora Kushami y Yukie se rieron por la extraña pregunta de Tonko.
—No. No es un amigo.
—Entonces quién es.
—Bueno, la mayor ingenuidad... Imposible de explicar.
—¿Mayor ingenuidad quiere decir imposible de explicar?
—No, no. Mayor ingenuidad quiere decir...
-¿Qué?
—¿Conoces al señor Sampei, no?
—Sí, el que nos trae ñames.
—Bueno, pues mayor ingenuidad es algo parecido al señor Sampei.
—O sea, que el señor Sampei es la mayor ingenuidad.
—Sí. Más o menos... El caso es que Baka-Take se plantó delante de la estatua de Jizo con las manos en los bolsillos y dijo: «Señor Jizo. A la gente del barrio le gustaría que se moviera un poco. ¿Sería usted tan amable de hacerlo, por favor?». A lo que Jizo contestó rápidamente: «Por supuesto que sí. ¿Por qué no me lo han preguntado antes?». Y se movió lentamente hasta colocarse en la esquina del cruce.
—¡Vaya con la estatua!
—Y en ese momento el señor Dokusen Yagi empezó verdaderamente su discurso.
—¿Todavía hay más?
—Desde luego. El profesor Yagi dijo que empezaba con esa historia su conferencia porque ilustraba perfectamente lo que quería decir: «Permítanme la libertad de exponerlo de la siguiente manera», dijo. «Cuando se trata de hacer algo, las mujeres tienen tendencia a no hacerlo directamente, sino a dar rodeos y más rodeos alrededor del asunto en sí. Desde luego, no se trata de una costumbre exclusivamente femenina. En esta época llamada de la Iluminación, debilitada por el veneno de la civilización occidental, incluso los hombres se han vuelto afeminados. Hay infinidad de ellos ocupados día y noche en imitar las costumbres occidentales, en la creencia errónea de que tal ocupación es la que corresponde a los verdaderos caballeros. Esas personas lo único que logran es transformarse en esperpentos, de tanto esfuerzo que hacen por adaptarse a las formas extranjeras. No merecen mayor atención. Sin embargo, desearía que ustedes, que son todas mujeres, actuaran cuando se dé la situación con la misma ingenuidad que Baka-Take. Si así lo hicieran, las dos terceras partes de las discusiones entre maridos y mujeres, así como las de las mujeres con sus suegras, desaparecerían. Los seres humanos están hechos de una pasta tal, que cuanto más siembran la malicia y los actos deshonestos, más recogen los frutos de la infelicidad. Y la razón por la cual la mayoría de las mujeres son más infelices que los hombres, es, precisamente, porque en ellas hay más malicia. Por favor, tienen que intentar ser ustedes tan ingenuas como Baka-Take». Y así, queridas niñas, el profesor Yagi concluyó su discurso.
—¿En serio? ¿Y tú te estás planteando seguir su consejo?
—¡No, por Dios! Convertirme en una especie de BakaTake, qué dices. Eso es lo último que haría en la vida. La señorita Kaneda, por ejemplo, se enfadó muchísimo. Dijo que el profesor había demostrado muy mala educación y también muy poco gusto.
—¿La señorita Kaneda...? ¿La que vive justo ahí, en la esquina?
—Exactamente. La presumida Tomiko Kaneda.
—¿Va a tu misma clase?
—No. Sólo vino a la charla porque estaba organizada por la Sociedad de Mujeres. Va unos cursos por delante de mí. Sorprendente, ¿no te parece?
—Dicen que es muy guapa...
—En mi opinión, no es nada del otro mundo. Desde luego no es una belleza, como ella se cree. Cualquier chica que se pusiera como ella de maquillaje tendría su mismo aspecto.
—Es decir, que tú, Yukie, si te pusieras el mismo maquillaje que ella, serías el doble de guapa. ¿No es eso?