Soy un gato (57 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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En fin. Cuando el maestro ya tuvo la cabeza lo suficientemente caliente, tras horas y más horas de reflexión improductiva, se marchó a dormir, tambaleante, con la seguridad de que a la mañana siguiente lo habría olvidado todo. Si se le ocurría en alguna ocasión volver a reflexionar sobre la locura, no tendría más remedio que comenzar de cero. Incluso sería incapaz de llegar a las mismas conclusiones, y en el mismo orden. Sin embargo, sí que había motivos suficientes para pensar que cualquier nueva incursión en el tema desembocaría en el reconocimiento tácito de su propia necedad.

Capítulo 10

La señora Kushami llamó al maestro desde la otra parte de la puerta corredera de la habitación conyugal.

—Querido, ya son las siete.

Era difícil saber si el maestro estaba despierto o dormido. Yacía de espaldas, y no respondió a la llamada de su mujer. Tenía la costumbre de no responder cuando le preguntaban, y sólo cuando se veía en la absoluta obligación de dar una respuesta, se dignaba a emitir un opaco murmullo somnoliento. Pero incluso ese sonido imposible de interpretar salía de su cuerpo con dificultad. Cuando un hombre se convierte en alguien tan vago que es incapaz hasta de contestar, adquiere, por alguna extraña razón, un cierto atractivo, un toque interesante que no siempre aprecian las mujeres. Su mujer parecía no estimarle especialmente, por eso no es difícil imaginarse cuáles eran los sentimientos que despertaba en el resto del mundo. Había por entonces una canción muy de moda que decía: «Si te rechazan tus propios padres y hermanos, ¿cómo podrán apreciarte entonces los extraños?». Llevado al caso del maestro, ¿cómo podían encontrarle atractivo otras mujeres, si hasta su propia mujer le tenía por un despojo? Tampoco se podía llegar al extremo de decir que resultaba repulsivo para las mujeres, pero habría sido injusto quedarme sentado de brazos cruzados, así sin más, mientras él se dedicaba a albergar ilusiones y a obviar la realidad con ideas extrañas, como que si su mujer no se sentía atraída por él, era por culpa de la mala disposición de las estrellas. Yo sólo albergaba en mi corazón el deseo sincero de ayudarle a ver el mundo como realmente era, a que se diera cuenta de su propia realidad, y por eso me veo obligado a consignar aquí detalles tan íntimos y escabrosos sobre su nulo atractivo sexual.

La señora Kushami había recibido órdenes estrictas de despertar a su marido a las siete de la mañana. Si él no se dignaba a contestar y sólo era capaz de emitir un confuso gruñido para confirmar que se daba por enterado, era su problema. Que asumiera las consecuencias de su propia molicie. La señora hizo un gesto elocuente y se desentendió de toda responsabilidad en caso de que su marido llegase tarde a su cita en la comisaría. Se metió en el estudio con una escoba en la mano y un plumero en la otra. El trabajo diario en la casa había comenzado. Como yo no tenía nada que ver con las tareas domésticas, no sabía en realidad si aquello era una forma de divertirse o más bien de hacer ejercicio. Desde luego, no era asunto mío tampoco, pero no puedo dejar pasar la ocasión de señalar que el método de limpieza practicado por la señora Kushami era totalmente inútil, a pesar de que se entregaba a ese ritual con diaria puntualidad. Su idea de limpiar consistía en quitar el polvo de los papeles de arroz de las puertas correderas y pasar la escoba una sola vez por el suelo. Con el debido respeto por estas nobles actividades, debo señalar que la señora no mostraba el más mínimo interés por descubrir en su trabajo una relación de causa y efecto. El resultado era que los lugares que limpiaba estaban siempre limpios y los que no limpiaba, como rincones, recovecos y demás zonas inaccesibles, estaban eternamente sucios y pulverulentos. Pero, como señaló Confucio a un discípulo suyo que pretendía abandonar la absurda costumbre de sacrificar en el templo un cordero los primeros días de cada mes, al menos es mejor tener un gesto de cortesía que no tener ninguno en absoluto. La forma de limpiar de la señora podría reconocerse, al menos, como un gesto; mejor era eso que no limpiar nada en absoluto. En cualquier caso, aquello no le aportaba ningún beneficio al maestro y, a pesar de ello, su esposa se tomaba la molestia de entregarse día tras día a su inútil ritual, lo cual era el único acto que la redimía. La señora Kushami y la limpieza de la casa estaban unidas en asociación mecánica por la fuerza de la costumbre. Sin embargo, los resultados de tal asociación eran los mismos que los conseguidos en aquellos viejos tiempos en los que no se habían inventado aún la escoba y el plumero. Es decir, ninguno. Se podría asegurar que la relación entre la mujer y la limpieza de la casa era una entelequia, un concepto abstracto más allá de su entendimiento, y, a pesar de todo, estaban formalmente unidas.

Al contrario que el maestro, yo tenía la costumbre de levantarme temprano, así que a aquellas horas ya estaba muerto de hambre. No hay duda de que los gatos deben esperar a que todos los demás coman para poder hacerlo ellos pero, a pesar de eso, seguía siendo un gato, y no podía reprimir mis instintos y apetitos. Me preguntaba si mi escudilla estaría ya servida con la deliciosa sopa de miso de todas las mañanas, y eso me hacía sentir inquieto. A pesar de saber que hay cosas que nunca llegarán, tendemos a seguir esperanzados sin poder evitarlo. Lo mejor en ese caso es concentrarse y permanecer inmóvil. Aunque es más fácil decirlo que hacerlo. No ayuda mucho no saber si el deseo se ha realizado finalmente o no. Se puede estar completamente seguro de que no ha sido así y, a pesar de ello, uno no se queda tranquilo hasta el momento en el que, decepcionado, comprueba que sus expectativas no se han cumplido. Ya no podía permanecer más tiempo quieto, así que decidí irme a la cocina a investigar. En primer lugar, olfateé mi escudilla, situada normalmente detrás del horno. Estaba vacía. A pesar de ello, la lamí para limpiarla igual que había hecho la noche anterior, aunque aquella mañana tenía un aspecto más desolado que de costumbre, y reflejaba como un espejo la luz dorada del incipiente otoño. Osan ya había cogido el arroz de la olla y lo había puesto en un plato. En ese momento, removía la sopa en otro cacharro colocado sobre el fuego. En el borde de la olla habían quedado adheridos unos restos de arroz que tenían el mismo aspecto que el papel de seda. Todo estaba listo. No podía sino esperar a que me invitasen a participar del desayuno. En cuanto me lo pusieran delante, aceptaría encantado. Pero no por ello debía dejar de insistir. Si un parásito cualquiera está en su perfecto derecho de tener hambre y servirse cuando le conviene, ¿por qué razón no debía yo, un gato ilustre, exigir mi desayuno? En primer lugar maullé amablemente, después lo hice con un poco de impaciencia y, al final, con un cierto tono de reproche. Osan, no hay ni que decirlo, no se enteró de nada. Como había nacido con ese espíritu poligonal, me daba perfecta cuenta de que su corazón era tan frío y carente de empatia como el mecanismo de un reloj. Pero confiaba en mis capacidades maullativas para suscitar su simpatía. Mi siguiente gemido fue para dar lástima, y sonó con un tono tan patético que habría sido capaz de romperle el corazón a cualquiera. Osan lo ignoró completamente. ¿Acaso era sorda? En absoluto. Si hubiera sido sorda difícilmente podrían haberla contratado como sirvienta. Quizás sólo era sorda al maullido de los gatos. Según parece, hay personas que padecen daltonismo y, aunque para ellos la vida es totalmente maravillosa, desde el punto de vista médico no dejan de tener un defecto en la vista. A Osan podía pasarle algo parecido, pero con los sonidos y las voces. A pesar de ser monstruosa, ella se tenía por alguien perfectamente normal. Por las noches, por ejemplo, cuando yo maullaba una y otra vez para que me abriera la puerta de la calle, nunca se daba por aludida. Si por alguna extraña razón me dejaba salir, después era difícil que me volviera a dejar entrar. En verano, mi salud se resentía por el rocío nocturno, y en invierno por las heladas. Imagínense la agonía que supone esperar toda una noche al raso a que el sol se levante y te caliente con sus rayos. Hace un par de noches, la última vez que sufrí destierro, me atacó un perro vagabundo, de cuyas fauces escapé por los pelos. No me quedó más remedio que subirme al tejado y quedarme allí tiritando toda la noche. Pues bien, todas estas desgracias tenían por causante y propiciadora a esa criatura siniestra, Osan, y a su absoluta falta de compasión para conmigo. Estaba seguro de que por mucho que maullase no conseguiría ablandar su corazón de piedra, pero no por ello me daría por vencido. Siempre se ha dicho que «necesidad manifestada será pronto remediada», así que me armé de valor, y maullé una vez más. Fue aquél un maullido solemne, prolongado, polifónico, capaz de impresionar a cualquiera; me atrevo a compararlo con una sinfonía de Beethoven. Sin embargo, aquello no tuvo el más mínimo efecto en el impertérrito ánimo de la criada. Osan se arrodilló en el suelo para coger un trozo de carbón de la carbonera situada bajo un tablón móvil, lo golpeó bruscamente contra el hornillo y lo partió en tres pedazos. El suelo se cubrió de un polvillo negro. También cayeron unos cuantos restos de carbón en la sopa, pero a Osan esos detalles no parecían importarle lo más mínimo. Puso los trozos de carbón en el fuego y siguió a lo suyo como si nada. No daba ninguna señal de haber escuchado mis llorosos lamentos. Desesperado a la par que humillado, salí de la cocina en dirección a la salita.

Cuando pasé por delante del cuarto de baño, vi a las tres hijas del maestro muy ocupadas en su aseo diario. Quizás sea un poco exagerado decir que se ocupaban de su aseo, pues las dos mayores todavía estaban en párvulos y la pequeña ni siquiera había alcanzado la edad para ir al colegio. No tenían edad para asearse como es debido, ni para ponerse medianamente presentables sin ayuda de su voluble progenitora. La más pequeña había cogido uno de los trapos que se utilizaban para fregar el suelo y se estaba limpiando la cara con él. Me pareció desagradable que utilizase semejante andrajo para limpiarse la cara, pero no me pareció tan raro. Era una de esas criaturas que reaccionan a los terremotos dando saltos de alegría. Quizás esa muchacha estuviera más versada en los caminos de la iluminación que el mismísimo Dokusen Yagi. La hermana mayor, por su parte, asumiendo la responsabilidad que correspondía a su edad, dejó a un lado el vaso con el que hacía gárgaras y se dirigió a su hermana:

—Nena, deja eso. Se utiliza para limpiar el suelo, no la cara.

La nena tenía la cabeza dura y no era fácil de persuadir. Soltó un «No,
Babu
, y volvió a coger el trapo que su hermana le había quitado de las manos. Nadie sabía que quería decir
Babu
o la razón por la que se dirigía a su hermana de ese modo, pero lo cierto era que la nena lo soltaba cada vez que perdía los nervios. Una tiraba de un extremo del trapo y la otra del contrario, y del estrujado centro comenzaron a caer gotas del agua de fregar. El agua les mojaba los pies y les salpicaba las rodillas. La menor llevaba puesto un
genroku
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y se lo estaba mojando todo. Yo desconocía el origen y significado de esa palabra, y me extrañaba que no lo llamasen kimono a secas, y más aún que la pequeña lo utilizase tan frecuentemente.

—Nena, ¡déjalo ya! Te estás mojando el
genroku
. Pórtate bien y estate quieta de una vez.

Era un consejo muy inteligente, especialmente viniendo de alguien que confundía normalmente el
genroku
con el
sudoku
. La hija mayor del maestro siempre confundía las palabras, y eso hacía mucha gracia a quienes la escuchaban. Decía por ejemplo
kinoko
en lugar de
hinoko
, así que confundía los hongos con las chispas. Al
Ochá
no
mizu
, el agua para el té, le decía
Ochá
no
miso
, el té para la sopa de miso, y se hacía un lío con
daidoko
, cocina, y
Daikoku
, el dios de la felicidad. Confundía
waradana
, una casa construida con el tejado de paja, con
uradana
, una casa edificada detrás de otra. Cuando escuchaba las ocurrencias de su hija, el maestro se moría de la risa sin tener en cuenta que, probablemente, él decía barbaridades aún más grandes a sus alumnos de inglés.

La nena, que a veces se refería a sí misma y decía «vena», se dio cuenta de que se estaba mojando la ropa y se puso a gimotear: «ropa mojada, frío». Osan salió a toda prisa de la cocina, y de un brinco apareció en el baño. Un genroku mojado era un asunto serio, y aquello no podía pasarse por alto. Les quitó el trapo de las manos, las mandó fuera y secó la prenda de la pequeña. A pesar del alboroto, la mediana, Sunko, había permanecido todo el tiempo sospechosamente silenciosa. Había abierto una caja de cosméticos de su madre y se había dedicado a maquillarse profusamente. Introducía un dedo en el tarro y luego se lo restregaba por la cara con diversos trazos. El resultado fue que su cara estaba más resplandeciente de lo habitual esa mañana. Osan le quitó el maquillaje de las manos y frotó su cara hasta dejarla limpia como una patena. Sunko no parecía muy conforme con la medida.

Después de asistir complacido a esta encantadora escena infantil, atravesé el cuarto de estar para acercarme al dormitorio a comprobar si el maestro ya se había despertado. No veía su cabeza por ninguna parte, pero logré localizar su pie, que asomaba por debajo del edredón. Quizás se escondía por el miedo que le causaba la perspectiva de tener que levantarse, y había decidido ocultarse como una tortuga en su concha. La señora Kushami, mientras tanto, había terminado ya de limpiar el estudio y, armada de escoba y plumero, volvió a entrar en la habitación:

—¡Pero cómo! ¿Todavía no te has levantado? —gritó con disgusto mirando a la cama descabezada. Igual que antes, la pregunta no obtuvo respuesta. Se internó unos pasos más en la alcoba, agitó el edredón y volvió a preguntar:

—¿Pero todavía no estás despierto?

En esta ocasión el maestro sí que estaba despierto, pero se escondía de la inmisericorde vigilancia de su mujer. Es probable que pensara que si escondía la cabeza, su mujer le dejaría dormir un poco más, pero la señora era implacable. La llamada de atención le preocupó. Su esposa estaba junto a la puerta armada de escoba y plumero, tan sólo a unos seis o siete pasos de distancia. Por su tono supuso que podía propinarle un escobazo en cualquier momento, y era muy consciente de que con semejante mujer hacerse el sordo era la peor estrategia posible. Al final se vio obligado a soltar desde su lóbrego escondite un sombrío gruñido interrogatorio.

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