Authors: Natsume Soseki
La primera persona que se comió una babosa de mar merece respeto por su atrevimiento. El primero que se comió un pez globo debería ser honrado por su valentía. El que añadió la babosa a nuestra dieta realizó un servicio a la nación, sólo comparable al de Shinran, el fundador de la secta del País Puro. El que lo hizo con el pez globo emuló al sumo sacerdote Nichiren
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Pero, en su caso, querido doctor, su genio gastronómico no sobrepasa el de las calabazas secas aliñadas con pasta de judías.
Su amigo más íntimo puede traicionarle. Sus padres pueden distanciarse. Incluso su verdadero amor puede darle la espalda. Ningún hombre puede confiarse a la verdad de las palabras honorables. Las tierras y las propiedades desaparecen en un abrir y cerrar de ojos. Todo el conocimiento que atesora se verá reducido a nada. ¿En quién podrá confiar entonces, doctor Kushami? ¿A qué seres del cielo y de la tierra pedirá ayuda? ¿A Dios? Dios es sólo una figura fabricada por los hombres en su profunda desesperación, por seres aterrorizados de no convertirse en nada más que gusanos hurgando en los desperdicios. ¿Puede ser que, a pesar de todo, clame por cierta tranquilidad confiando en objetos que sabe poco fiables? ¡Qué empeño tan inútil! Un borracho tambaleante murmurando palabras incomprensibles se encamina directo hacia la tumba. Las lámparas de aceite han consumido todo su combustible y se extinguen en la oscuridad, al igual que sucede con las pasiones. Cuando su destino se ha cumplido, ¿qué parpadeo de uno mismo permanecerá o será recordado? Respetado señor, ¿no sería mejor dar un sorbo de té?
Si desdeña a los demás no tendrá nada que temer. ¿Cuál es la razón, entonces, por la que usted, que desdeña a todos los demás, se enfurece con el mundo que le desdeña a usted? Personas de gran rango y categoría parecen unos engreídos por motivo de su desdén hacia la gente. Sin embargo, tan pronto como se les paga con la misma moneda se ponen furiosos. Dejémosles que se enfaden. ¡Son todos unos idiotas!
Cuando se tiene la debida consideración por los otros, y esos otros no corresponden hacia usted con la misma consideración, entonces, en lugar de quejarse, quien se siente descontento será capaz de encaminar sus pasos hacia la luz. Esa acción espasmódica se llama revolución. Las revoluciones no son el resultado de unos cuantos desgarramantas; son fruto del esfuerzo de una clase elevada de personas distinguidas que buscan promocionarse.
Estimado señor, hay un gran negocio con el ginseng de Corea. ¿Por qué, querido señor Kushami, no se sienta tranquilamente a pensarlo tomando una taza de té?
Firmado por Justa Providencia,
y acompañado de dos reverencias.
Respetuosamente suyo por la providencia divina.
El señor Shinsaku, el de los misterios del arte de la costura, se despedía atentamente en su carta, pero éste se despedía, además, de parte de la providencia divina. Y, a pesar de ello y de no pedir dinero, resultaba de lejos la más arrogante de todas las misivas recibidas esa mañana. Era una carta ininteligible, indigesta y dolorosa de leer. Si la hubieran enviado a una revista literaria, aunque fuera de poco nivel, la habrían rechazado de inmediato, así que supuse que el maestro, sin darle mayor importancia, la haría pedazos. Pero para mi infinita sorpresa no lo hizo. No sólo eso, sino que la leyó y releyó una y otra vez. Quizás no daba crédito a una carta como ésa, que no tenía el más mínimo sentido, y por eso no dejaba de leerla, a ver si así aclaraba su verdadero propósito. El mundo está lleno de gente que dice bobadas, pero ninguna carece por completo de sentido. No importa lo simple que sea una frase. Siempre habrá un oyente atento que pueda sacarle un sentido oculto. Se puede decir que la humanidad entera es estúpida o bien que es inteligente. Las dos aseveraciones tienen sentido. De hecho, se puede ir mucho más lejos. No resulta disparatado afirmar que los seres humanos son como los cerdos o como los perros. No causaría ninguna impresión si uno dijera que una montaña es baja o el universo pequeño. Se puede ir por ahí diciendo que los cuervos son blancos, que la bellísima Ono-no-Komachi, la famosa poeta de la época Heian, era en realidad un adefesio, incluso se puede decir que el maestro era un distinguido caballero dotado de innumerables dones. Por tanto, quizás fuera posible sacarle sentido a una carta tan rara e incomprensible como la del señor Justa Providencia, con sólo retorcer un poco su retórica e intentar sacarle algo de jugo. Puede que hasta un hombre como el maestro, que había pasado toda su vida enseñando inglés, y que incluso manejaba a veces palabras que no tenía ni idea de lo que significaban, fuera capaz de interpretarla de alguna manera. Para un hombre que se había pasado una semana entera discurriendo acerca de cómo explicarle a un alumno por qué había que decir
good morning
a pesar de que hiciera mal tiempo, y que se había pasado tres días con sus correspondientes noches pensando en cómo se pronunciaba en japonés la palabra «Colón», aquello del caballero nipón que comía calabaza seca aderezada con vinagre, o lo del asunto de la revoluciones provocadas por el
ginseng
coreano, seguramente no ofrecería la más mínima dificultad.
El maestro se quedó pensativo durante un buen rato, meditando sobre las cosas tan absurdas que le decía el tal Providencia en su carta. Después de un rato, creyó haberlo comprendido todo, y dijo sinceramente: «Todo esto tiene un sentido trascendente. Su autor ha debido de estudiar filosofía, sin duda. Quizás se trate de un genio». De una aseveración como ésa sólo puede deducirse que su estupidez había llegado a grados preocupantes. Pero, en el fondo, no le faltaba algo de razón. Era su costumbre alabar y apreciar lo que no entendía, aunque hay que decir que esa manía, ciertamente, no era exclusiva del maestro. Cuando uno no entiende algo, todo su esfuerzo se centra en que los demás no lo noten para salvaguardar así su honor y buen nombre. No comprender estimula el amor propio. Por eso la gente ordinaria habla con osadía de lo que no entiende, como si realmente fuese experta en los asuntos más peregrinos. Los sabios, por el contrario, dicen lo que entienden como si no lo comprendieran realmente. Para comprobar este fenómeno, no hay más que darse una vuelta por la universidad. Se aplaude al profesor que explica y al que nadie entiende, pues al que lo hace de forma clara se le considera un pésimo docente.
Así que el maestro alabó la carta, no porque no la entendiese, sino por el esfuerzo que había que hacer para entenderla. Porque en ella convivían babosas con personajes melancólicos. La alabó, en fin, porque no tenía ni idea de lo que iba. Le sucedió algo parecido a lo que le sucede al taoista que admira los
Libros Morales
de Lao-Tsé. Lo mismo que al confuciano que se rinde ante
El Libro de las Mutaciones
, o al budista de la secta Zen que se extasía ante el libro de Rinzai Gigen
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Ninguno confiesa abiertamente no entender estas obras. Presumen de haberlas leído y además tratan de explicarlas. Ensalzar lo que no se entiende siempre ha sido costumbre de los humanos más necios. Era lógico, pues, que el maestro se extasiara ante una carta escrita con una caligrafía tan cuidada, y que la devolviera con tanta reverencia a su sobre para colocarla acto seguido encima de su escritorio, en un lugar de honor. Se cruzó de pies y brazos, y se quedó en un estado de profunda meditación.
De pronto se escucharon unas voces en la entrada principal:
—¡Hola! ¿Se puede?
Parecía la voz de Meitei, pero era extraño que pidiese permiso para entrar. El maestro había escuchado sin duda las repetidas llamadas de su visitante, pero, con las manos escondidas en las mangas de su
kimono
, permanecía inmóvil. Quizás se regía por el principio que dicta que el señor de una casa nunca debe responder a las llamadas de un desconocido. Según mi experiencia, tal cosa nunca había sucedido en aquella casa, donde todo el mundo salía y entraba como le daba la gana. Osan, la sirvienta, había salido a comprar jabón, y la señora Kushami estaba ocupada en ese momento en el baño. El único que podía atender al visitante era yo pero, honestamente, tampoco tenía ningún interés en hacerlo. La impaciencia se apoderaba del ánimo del visitante, quien se descalzó, entró en la galería y se deslizó hacia el interior de la casa sin que nadie le hubiera invitado a pasar. Estaba claro que, en cuestión de formalidades, el maestro y su visitante coincidían plenamente. Siguió avanzando hasta el cuarto de estar y abrió varias puertas correderas. Finalmente llegó al estudio, y una vez allí dijo:
—¡Pero bueno! Se puede saber qué estabas haciendo. ¿No me has oído llamarte a gritos?
—¡Ah, eres tú!
—¿Eso es todo lo que tienes que decir? Deberías haberme respondido, al menos. Parecía como si todos os hubierais volatilizado en el aire.
—Estaba pensando en algo.
—Nada, no tienes excusa. Al menos podrías haberte limitado a decir «adelante».
—Podría...
—Los mismos nervios de acero de siempre.
—Últimamente intento concentrarme en mi mente.
—¡Fantástico! Pero tus visitas van a acabar sufriendo los efectos de tu afán por la meditación. Espero que no te quedes ahí todo el día plantado como una estatua. El hecho es que hoy no he venido solo. He traído a alguien que suele visitarte pocas veces. ¿No quieres salir a ver quién es?
—¿De quién se trata?
—Eso no importa, sal fuera. Estará ansioso por verte.
—¿Quién?
—No importa. Sólo sal un momento. Es un compañero...
El maestro se levantó sin sacar las manos de las mangas del
kimono
, y murmuró:
—Me apuesto lo que sea a que me estás tomando el pelo otra vez.
Atravesó la galería y llegó hasta el cuarto destinado a recibir a las visitas, con la leve esperanza de encontrarla vacía. Pero allí, frente a la pared, había un anciano muy correctamente sentado en una postura que mostraba solemnidad y una natural cortesía. El maestro sacó inmediatamente las manos de las mangas del
kimono
, y se sentó apoyando la espalda contra la puerta corredera. Impelido por la súbita urgencia con que el anciano se había sentado, el maestro se había acomodado de igual modo en la pared de enfrente, por lo que les resultaba imposible realizar los correspondientes saludos de cortesía. Y no conviene olvidar que las personas de cierta edad seguían siendo todavía muy estrictas en lo que se refería a la etiqueta.
—Pero por favor, siéntese aquí —dijo el anciano señalando un lugar junto a él, de modo que el maestro quedara de espaldas a la alcoba.
Desde hacía unos años, el maestro no daba ninguna importancia al lugar de la habitación donde se sentaba, pero desde el día en que se enteró de que la alcoba era sólo una mera extensión de la habitación donde antiguamente solían sentarse los
shogun
para atender a los mensajeros, huía de aquel lugar como de la peste. Por tanto, y considerando la presencia de una persona mayor de unos modales tan correctos, nada le hubiera inducido nunca a sentarse en aquel lugar de honor. Desconocía los ceremoniales de la etiqueta, y sólo acertó a inclinarse una vez y a repetir las mismas palabras de su visitante:
—Por favor, siéntese aquí.
—Se lo ruego. Siéntese usted. Si no lo hace no seré capaz de saludarle adecuadamente.
—¡Oh, no! Se lo ruego, siéntese usted. —El maestro parecía incapaz de hacer nada excepto repetir como una cacatúa las palabras de su huésped.
—Señor, su modestia me abruma. Yo no lo merezco. No tenga usted reparos y siéntese ahí.
—Señor, su modestia... ¿Le abruma...? No tenga... —tartamudeó el maestro como única respuesta. Tenía la cara tan roja como un tomate. Su entrenamiento mental parecía no haber dado ningún resultado. Meitei, que se había estado divirtiendo de lo lindo desde la puerta con el ridículo espectáculo, pensó que la cosa ya había ido demasiado lejos.
—Arrímate un poco más allá. Si te pones tan cerca de la puerta no me dejarás sitio. No seáis tan tímidos, y dejaos ya de ceremonias. Y tú, Kushami, no tengas tantos reparos en sentarte en el lugar de honor. —Y se acomodó con cierta dificultad. Su esfuerzo por hacerse un hueco obligó al maestro a moverse un poco hacia la temida zona de honor. Una vez colocados todos, Meitei procedió con las presentaciones:
—Kushami, este es mi tío de Shizuoka, de quien tan a menudo me has oído hablar. Querido tío, éste es el maestro Kushami.
—Encantado de conocerle. ¿Cómo está usted? Mi sobrino me ha contado que tiene usted la amabilidad de recibirle frecuentemente. Tenía pensado pasar a visitarle desde hace ya un tiempo, y como precisamente hoy estaba en la zona, me decidí a venir para darle personalmente las gracias. Le estoy muy agradecido por su amabilidad.
El hombre hablaba con unas formas muy anticuadas y fluidas.
El maestro no tenía ninguna experiencia en lo que se refería a las fórmulas de cortesía, y además era un ser de naturaleza taciturna. Por otra parte, pocas veces había tenido la oportunidad de cruzarse con personas tan anticuadas, si es que eso había sucedido alguna vez. Quizás por esa razón se mostró tímido y apocado desde el principio ante el incesante fluir de fórmulas arcaicas que salían por la boca de aquel hombre. Todos sus pensamientos sobre el
ginseng
coreano envuelto en el sobre ribeteado de bandas rojas y blancas, todos sus esfuerzos por lograr domar su mente, desaparecieron de un plumazo, y lo único que alcanzaba a decir, para su desesperación, eran simples y titubeantes repeticiones:
—Yo también... debería haberle visitado antes... Encantado. .. En efecto.
Al decir esto, inclinaba su cabeza hasta casi tocar el suelo y, cuando la levantaba y veía que el anciano todavía continuaba inclinado, volvía a bajarla para no hacer de menos a su visita.
Una vez terminaron las mutuas reverencias, el hombre dijo:
—Yo también tuve un puesto aquí en Tokio, hace muchos años. Vivía muy cerca de la residencia del
Shogun
. Pero cuando cayó el shogunato me retiré al campo, y desde entonces sólo he visitado la capital en raras ocasiones. Ha cambiando todo tanto, que ahora soy incapaz de orientarme. Si mi sobrino no estuviera aquí para ayudarme, estaría completamente perdido. Grandes, grandes cambios han tenido lugar en el mundo. Como usted sabrá, el shogunato se estableció en un castillo cercano hace trescientos años...