Soy un gato (32 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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Si uno observa sus rarezas e incluso transige en aceptar esas perversas peculiaridades en materia de atuendo y alimentación, no puede hacer lo mismo cuando de lo que se trata es de analizar aspectos que no afectan lo más mínimo a su naturaleza. Tomemos como ejemplo su pelo. Puesto que éste crece a la fuerza y de modo natural, lo más lógico sería dejarlo tal como viene, esto es, libre y a sus anchas. Pero no. Los humanos actúan de un modo de lo más extravagante respecto a su pelo. De una manera totalmente caprichosa e innecesaria, tienden a complicarse la vida con peinados de todo tipo, y cuanto más estúpida es su arquitectura, más orgullosos se sienten. Los llamados sacerdotes, o monjes, tienen la costumbre de afeitarse la cabeza y lucir siempre un cráneo de invariable color azulado: azulado en verano, azulado en invierno. Cuando hace mucho calor se encasquetan un sombrero y si hace mucho frío se cubren el cráneo con mantas. Y, puesto que necesitan cubrirse por una razón o por otra, haga frío o haga calor, ¿por qué razón entonces se afeitan la cabeza? No tiene ningún sentido. Hay otros que usan un instrumento parecido a una sierra y dividen su cabello en dos mitades exactamente iguales. Parecen encantados con el resultado. Otros se atusan el pelo que sobrepasa con creces el límite natural de los huesos del cráneo, y lo dejan caer hacia los lados como si fueran las falsas hojas de una platanera. Y unos cuantos acostumbran a raparse el centro de la cabeza, pero dejan que su pelo crezca a izquierda y derecha. En tales casos, su peinado tiene apariencia de un seto de cedro podado por un jardinero enloquecido. Además de todos estos, también existen los maníacos empeñados en cortar todos y cada uno de los pelos de modo que tengan la misma longitud. Están los que se lo cortan al cinco, al tres e incluso al uno. ¿Quién sabe? Si se aplicaran podrían llegar incluso a cortarse por debajo del cuero cabelludo. Bien pensado, podría ser la última moda: un corte al menos uno o al menos tres. En cualquier caso, soy incapaz de comprender cuáles son las razones que llevan a los hombres a esclavizarse con algo tan insignificante.

Y luego está otro asunto que debería llevarnos a todos a reflexión. ¿Por qué usan sólo dos piernas para caminar cuando resulta que tienen cuatro extremidades disponibles? ¡Qué enorme desperdicio de recursos naturales! Si utilizasen las cuatro patas podrían andar mucho más aprisa, sin embargo, insisten en seguir usando sólo dos y llevar las otras dos colgando de los hombros como si fueran un par de bacalaos secos. De todo esto sólo se puede deducir que los seres humanos, con bastante más tiempo para desperdiciar que los gatos, combaten su aburrimiento congénito dedicándose en cuerpo y alma a actividades que les hacen perder el tiempo. Pero lo más curioso del asunto es que cada vez que uno de ellos se encuentra con otro no hacen más que hablar de lo tremendamente ocupados que están, y lo bueno es que sus caras parecen demostrar que no mienten. De hecho, parecen tan extenuados que uno se pregunta cuántos de ellos caerán víctimas de sus propias ocupaciones. En ocasiones, cuando he tenido la fortuna de que se fijen en mí, les he oído hablar de cómo envidian la vida tranquila y relajada de los gatos. ¡Pero si podrían llevar una vida así si quisieran! Nada se lo impide. Nadie les obliga a obcecarse como lo hacen en cosas inútiles. Si están ocupados, es por culpa suya. Ellos son los que se sobrecargan de tareas que no pueden atender. Y luego, claro, se quejan de que están terriblemente ocupados. Si uno prende una hoguera, que luego no se queje del calor que hace. Incluso nosotros los gatos, si tuviéramos que dedicarle el mismo tiempo que ellos a pensar en las diferentes formas de cortarnos el pelo, no podríamos seguir llevando la despreocupada vida que llevamos. Si lo que se quiere es vivir sin estrés, lo mejor es seguir mi ejemplo: estar dispuesto a llevar en pleno verano el mismo traje de todo el año. Sin embargo, hay que reconocer que a veces se pasa demasiado calor... Demasiado calor para un pelo como el mío en verano.

Con ese calor abrasador, era imposible incluso echarme una cabezadita después de comer, en realidad uno de mis mayores placeres últimamente. ¿En qué podía ocupar mi tiempo entonces? Hacía mucho ya que había abandonado mis análisis sobre la sociedad humana, y pensé que quizás fuera un buen momento para retomar mis investigaciones y escuchar sus dimes y sus diretes, sus galimatías y sus discursos habitualmente incomprensibles. Por desgracia, el carácter del maestro, al menos en lo que concierne al asunto de las siestas, era como el mío: se lo tomaba con la misma seriedad, y desde que empezó el verano se puede decir que no había dado un palo al agua. Aunque podía observarle en detalle, con él no iba a aprender nada nuevo sobre la condición humana. Si al menos hubiera aparecido alguien como Meitei, le habría sacado de su sopor gatuno y habría agitado un poco su deprimente y dispéptico cuerpo.

Y justamente estaba pensando en que ya era hora de que Meitei viniera a visitarnos, cuando escuché a alguien chapoteando en el baño. Quienquiera que fuese, no se conformaba simplemente con refrescarse, sino que además tenía que calificar cada una de sus acuáticas abluciones con expresiones de lo más peculiar: «¡Perfecto! ¡Qué fresca está el agua, sí señor! Traiga un poco más, si no le importa». Su voz retumbaba por toda la casa. Sólo había en el mundo un hombre capaz de vociferar de una manera tan descortés. Gracias a Dios, Meitei había vuelto a hacernos una visita.

Recuerdo que pensé: «Bueno, al menos le daremos esquinazo a este aburrimiento veraniego». Entonces entró Meitei. Iba cubierto con un
kimono
de verano y se limpiaba el sudor de la cara sin ninguna ceremonia, tal como era habitual en él. Se quitó el sombrero, lo arrojó sobre el
tatami
y exclamó:

—Dígame señora Kushami, ¿cómo está hoy su marido?

La señora dormía plácidamente en la habitación de al lado. Tumbada con las rodillas encogidas y con la cara inclinada hacia la caja de costura, se pegó un buen susto al escuchar la voz de Meitei repercutiendo en sus tímpanos. Se levantó trastabillando y se dirigió con los ojos medio cerrados hacia la habitación de al lado. Meitei, vestido con un
kimono
de lino, se abanicaba alegremente.

—Buenas tardes —acertó a decir la señora Kushami aún medio dormida—. No tenía ni idea de que estaba aquí. —Cuando se inclinó para saludarle, una gota de sudor le resbaló por la nariz.

—No hará ni un minuto que he llegado. Su criada me ha ayudado a refrescarme en el baño. Y ahora me siento espléndidamente. ¿No hace mucho calor aquí dentro?

—Mucho. Estos últimos días se suda aun sin hacer nada.

Pero usted tiene buen aspecto, como siempre —dijo la señora con su gota de sudor colgando todavía de la nariz.

—Muchas gracias. Lo cierto es que sí, me encuentro bien. Normalmente el calor no me afecta demasiado, pero este tiempo de los últimos días ha sido algo especial. No ayuda nada sentirse abotargado.

—Tiene razón. Yo no tengo por costumbre dormir la siesta, pero con este tiempo...

—¿Estaba durmiendo la siesta? ¡Pero qué maravilla! Si pudiera dormir durante el día y también durante la noche, sería magnífico.

Como de costumbre, decía lo primero que se le pasaba por la cabeza en cada momento, pero en esta ocasión no parecía demasiado satisfecho con su aportación y se apresuró a añadir:

—Fíjese en mí, por ejemplo. Por mi naturaleza, no soy de dormir mucho. Por eso, cuando veo a un hombre como su marido, que cada vez que llego lo pillo durmiendo, siento una irrefrenable envidia. Bueno, supongo que este calor no es nada bueno para alguien tan dispéptico como él. En días como éste incluso a los que estamos sanos nos cuesta mantener la cabeza en equilibrio sobre los hombros. Menos mal que está firmemente sujeta y es imposible arrancártela para quitarte el peso de encima.

Por una vez Meitei no parecía muy seguro sobre qué hacer con su cabeza.

—Y a usted, señora Kushami —continuó—, ¿no le cuesta un trabajo increíble sostener su cabeza, con todo ese pelo que tiene? Sólo el peso del moño debe de dejarla agotada.

La señora Kushami pensó que Meitei se había dado cuenta de lo revuelto que llevaba el pelo tras levantarse de la siesta, y sonrió un tanto avergonzada. Se atusó los cabellos y dijo:

—¡Oh, qué poco considerado es usted!

Meitei, sin inmutarse lo más mínimo por la reacción de la mujer, se salió por la tangente:

—¿Sabe?, ayer intenté freír un huevo en el tejado.

—¿Y a quién se le ocurre...?

—Las tejas estaban tan calientes que pensé que sería una lástima no darles algún uso. Así que eché un poco mantequilla en una de ellas y rompí un huevo encima.

—¡Vaya ocurrencia!

—Pero el sol no me ayudó. Esperé siglos y lo único que logré es que sólo se hiciera a medias. Me marché abajo a leer el periódico y al cabo de un rato llegó un amigo. Me olvidé completamente del huevo. A la mañana siguiente me acordé y pensé que ya estaría hecho.

—¿Y cómo estaba?

—Pues en lugar de haberse cocinado, se había escurrido por el tejado hasta caer por la fachada de la casa.

—¡No me diga! —dijo la señora tratando de fingir que le interesaba.

—¿No le parece extraño el fresco que ha hecho durante todo el verano, y que de repente haya venido esta ola de calor?

—Sí, en efecto. Hace unos días el
kimono
de verano no parecía suficiente y, de pronto, empezó la canícula.

—Ya sabe usted. Los cangrejos caminan siempre de lado, pero este año el calor parece caminar hacia atrás. Quizás el calor demuestre la verdad que subyace a ese refrán chino que dice que en ocasiones conviene actuar contra la razón.

—¿Cómo dice? —dijo la señora Kushami, poco versada en proverbios chinos.

—Nada, nada. El hecho es que el tiempo parece andar hacia atrás, como el toro de Hércules.

Meitei se había ido calentando y ya empezaba con sus rarezas. Y como siempre, la mujer del maestro perdida en su ignorancia, se había quedado rezagada, porque no pillaba nada de lo que Meitei decía. Se limitaba a decir «oh» de vez en cuando, y a guardar silencio. Meitei, por supuesto, ni se dio cuenta.

Pero no había sacado a colación el tema del toro para que no le preguntaran. Miró a la señora y le preguntó sin rodeos:

—Señora Kushami, ¿sabe algo sobre el toro de Hércules?

—No, nada.

—Ah. Bueno, entonces déjeme que le cuente algo al respecto. ¿Le importa?

Como no le podía decir a las claras que se callara, se limitó a musitar:

—Adelante.

—Un buen día, en los tiempos de antaño, Hércules iba guiando un toro.

—¿Y quién era ese Hércules? ¿Una especie de vaquero?

—No, no. No era ni un vaquero ni tampoco el propietario de una cadena de carnicerías. De hecho, en aquellos tiempos de la antigua Grecia ni siquiera había carnicerías.

—¡Ah, bueno! Así que es una historia griega. Habérmelo dicho desde el principio.

—Pero mencioné a Hércules, ¿no?

—¿Hércules es otro nombre para decir Grecia?

—En realidad, Hércules fue un héroe griego.

—Es la primera vez que oigo hablar de él. Bueno, ¿y qué es lo que hizo?

—Le sucedió como a usted, querida. Sintió sueño y se durmió...

—¿En serio?

—Y mientras dormía llegó el hijo de Vulcano.

—¿Y quién era ese Vulcano?

—Vulcano era un herrero, y su hijo le robó el toro a Hércules, pero lo hizo de una manera un tanto especial. ¿Se imagina cómo? Lo arrastró por la cola. Bien, cuando Hércules se levantó comenzó a buscar a su toro y al no encontrarlo gritó: «Toro, toro ¿dónde estás?» No lo vio y tampoco pudo seguir su pista, pues al robarlo el hijo de Vulcano le obligó a caminar hacia atrás volviendo sobre sus pasos, así que no habían dejado rastro. Una táctica inteligente, ¿no le parece? Y más tratándose del hijo de un herrero.

Meitei parecía satisfecho.

—Por cierto —soltó de pronto—, ¿qué diablos hace su marido durmiendo todavía la siesta? Si se trata de leer poesía china, estos breves descansos suenan muy refinados e incluso románticos, pero cuando se trata de un tipo como su marido, la cosa resulta bastante más vulgar. Ha reducido la eterna elegancia de la vida a una forma fragmentada de la muerte. Disculpe que se lo pida, pero ¿podría despertarle, por favor?

La señora Kushami parecía compartir el punto de vista de Meitei sobre las siestas de su marido:

—Tiene razón usted, duerme demasiado. Es malo para su salud, especialmente después del almuerzo.

—Hablando de almuerzo. Lo cierto es que yo todavía no he tomado el mío.

Meitei solía soltar este tipo de perlas muy compuesto, con magnanimidad, como si fueran chispazos de pura sabiduría.

—¡Oh! lo siento. Nunca me acuerdo de ofrecerle nada. Es la hora del almuerzo, por supuesto... ¿Le apetecería quizás un poco de arroz, unos nabos encurtidos, unas algas, acompañado todo de un poco de té caliente?

—No gracias. Estoy bien.

—Como no pensábamos que nos honraría hoy con su visita, no habíamos preparado nada especial para ofrecerle.

No sin razón, la señora le respondía con un punto de sarcasmo, pero eso equivalía a perder el tiempo con un tipo como Meitei.

—No se preocupe, de verdad —contestó éste imperturbable—. No quiero té ni agua caliente. Cuando venía encargué el almuerzo en un restaurante y pedí que me lo enviasen aquí. Ya comeré cuando llegue —anunció Meitei sin inmutarse.

—¡Oh! —dijo la señora Kushami. Pero en su exclamación en realidad abarcaba tres exclamaciones de matices diferentes. Una de pura sorpresa, otra de ofensa, y una tercera de alivio. Fue en ese momento cuando entró el maestro tambaleándose ligeramente. Había empezado a quedarse amodorrado, cuando el molesto ruido de la cháchara de su amigo le trajo de vuelta al estado de consciencia.

—Eres un tipo de lo más ruidoso —protestó entre bostezos—. Siempre igual, cuando uno está a punto de quedarse dormido, cuando más relajado está...

—¡Vaya, así que estabas despierto al fin y al cabo! Siento mucho haber perturbado tu descanso, pero por una vez que te lo pierdas no te va a pasar nada. A lo mejor incluso te sienta bien. Siéntate aquí, haz el favor. —Meitei se hacía el anfitrión educado en la casa del propio maestro.

El maestro se sentó sin decir palabra. Cogió un cigarrillo del paquete, lo encendió y se puso a dar lentas caladas. Entonces vio el sombrero que Meitei había tirado de cualquier manera en la habitación, y dijo:

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