Soy un gato (33 page)

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Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
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—Vaya, ya veo que te has comprado un sombrero.

—¿Qué te parece? —Meitei se inclinó hasta cogerlo, y se lo entregó al maestro para que lo inspeccionara de cerca.

—Es muy bonito, parece como de lana. Y es muy suave —dijo la señora Kushami mientras le pasaba la mano por encima.

—Este sombrero, querida, es una joya, y es tan obediente como uno pueda desear. Fíjese. —Con el puño cerrado oprimió con fuerza la parte superior de la copa de su precioso sombrero panamá. Al apretar hizo un hoyo tan grande como el puño. La señora soltó un gritito de sorpresa, y Meitei volvió a meter el puño por el lado contrario para dejarlo en su forma original. Después lo juntó por los bordes y lo aplastó. No contento con eso lo apoyó en el suelo y lo apisonó como si fuera la masa de un pastel bajo el rodillo de un pastelero. Después lo envolvió como un rollito de primavera y, finalmente, dijo:

—¿No les decía yo que era una joya? —Y dicho esto lo metió en la bocamanga de su
kimono
.

—¡Es extraordinario! —exclamó la señora Kushami. Parecía más bien que estuviera observando con los ojos como platos los juegos de manos del gran mago Shoichi Kitensai.
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Meitei, por su parte, parecía entusiasmado con la demostración. Se sacó el sombrero por la bocamanga contraria y anunció:

—¡Ni una arruga!

Inmediatamente después se lo colocó sobre la punta de un dedo y empezó a darle vueltas. Pensé que ahí terminaba la actuación, pero no contento con eso se lo puso de nuevo, se lo quitó y para rematar se sentó encima de él.

—¿Seguro que estás bien...? —Incluso el maestro parecía preocupado.

La señora, bastante excitada, le dijo:

—Pare ya, por favor. Sería una lástima estropear un sombrero tan elegante...

El único que quería seguir con las demostraciones era su propietario.

—¡Pero si es indestructible! —Se sacó el sombrero de debajo de las posaderas y se lo puso tal cual en la cabeza, donde recuperó de nuevo su forma.

—Desde luego, es un sombrero muy resistente. Es increíble —dijo la señora Kushami, cada vez más impresionada.

—No tiene nada de especial. Es simplemente que este tipo de sombrero es así —dijo Meitei con una sonrisa de satisfacción.

La señora se volvió hacia el maestro y le dijo:

—Deberías comprarte uno igual.

—Pero si ya me he comprado un bonito canotier italiano.

—Precisamente el otro día las niñas se pusieron a jugar con él y lo destrozaron completamente —insistió la señora.

—¡Qué lástima!

—Por eso pensé que debía comprarse un sombrero como el suyo, fuerte y magnífico —dijo la señora Kushami dirigiéndose a Meitei. Evidentemente, no tenía ni idea del precio de un panamá, de ahí su insistencia—. En serio, querido, tienes que comprarte uno como ése...

En ese momento, Meitei sacó de su bolsillo derecho una navaja que guardaba en una funda escarlata:

—Olvide el sombrero por un momento, señora Kushami, y mire bien esta navaja. ¿No es fantástica? Puede usarla de catorce modos diferentes.

Si no hubiera sido por la súbita exhibición de la navaja, el maestro habría terminado por sucumbir ante la machacona insistencia de su mujer para que se comprase un nuevo sombrero. Felizmente, curiosas que son las féminas, la atención de su mujer se desvió hacia ese nuevo objeto. Pensé que Meitei había actuado así para ayudar al maestro y así distraer la atención de su mujer, pero pronto me di cuenta de que Meitei no tenía la más mínima intención de echarle una mano a su colega en ese sentido. Sólo la suerte había salvado al maestro de hacer un dispendio que habría resultado muy doloroso para su economía.

Tan pronto como la señora se centró en la navaja de catorce usos, Meitei volvió de nuevo al ataque con todo su verborreico arsenal:

—Déjeme que le explique cada una de sus funciones. Preste atención. Bien. ¿Ve usted aquí una abertura redondeada? Pues aquí se mete un puro y así puede cortar la boquilla antes de fumarlo. Esta cosa de aquí abajo puede cortar un cable como si fuera un tallarín. Y si saca usted esto y lo pone sobre un papel, ya tiene usted una regla. En la otra parte ve que la regla está graduada, así que también sirve para medir. En esta parte de aquí tiene una lima para las uñas. Luego, si aprieta en este punto aparece un destornillador. Esto es un martillo, y este accesorio con su apéndice puede sacar hasta los clavos mejor clavados de la tapa de una caja. Además, en el extremo de esta cuchilla hay un punzón muy fino con el que puede tachar cualquier cosa que haya escrito mal. Finalmente, si guarda todas esas cosas, tiene usted un excelente cuchillo para cortar lo que le dé la gana. Pero mire señora Kushami; todavía hay una última e interesante función. Si se fija aquí verá una bolita del tamaño del ojo de una mosca. ¿La ve? Fíjese bien en ella.

—No quiero. Seguro que me va a tomar el pelo otra vez.

—Me apena, querida, que tenga usted tan poca confianza en mí, pero créame al menos en esta ocasión y eche un vistazo. Se lo ruego.

Y le pasó la navaja a la señora.

La señora cogió la navaja con cautela y puso su ojo cerca de la bolita para intentar ver algo dentro.

—¿Y bien?

—Nada. Todo está negro.

—¿Todo negro? No puede ser. Gírese un poco hacia la puerta y mire hacia la luz, y no mueva así la navaja. Eso es. ¿Ve algo ahora?

—¡Oh! ¡Es una fotografía! ¿Cómo puede haber una fotografía aquí dentro?

—Por eso es un objeto tan especial.

La señora y Meitei parecían absortos en la conversación. El maestro, que hasta ese momento había guardado silencio, sintió de pronto ganas de ver también él la famosa fotografía. Le pidió a su mujer la navaja, pero ella, con su ojo pegado al objeto, sólo acertaba a decir:

—¡Qué maravilla! ¡Qué estudio más bonito del desnudo! —No quería separarse de la navaja.

—Vamos, déjame ver.

—¡Espérate! Qué pelo tan largo y tan bonito, le cae hasta las caderas. Su cara se ve muy bien, parece una mujer muy alta, y es una belleza.

—¡Maldita sea! Déjame ver de una vez —tronó el maestro con gesto amenazante.

—Venga, anda, tómala. Mírala hasta que te aburras. Mientras le pasaba la navaja, la sirvienta vino desde la cocina para anunciar que había llegado la comida de Meitei. Llevaba en la mano una bandeja con dos platos de bambú llenos de tallarines.

—Estupendo —dijo Meitei—. Ésta es la comida que encargué, señora. Con su permiso —dijo respetuosamente. Por su tono no estaba claro si tanta ceremonia era sincera o si hablaba medio en broma, así que la señora no supo bien qué contestar. Se retiró un poco y dijo parcamente: —Por favor, no se corte. Adelante. El maestro apartó los ojos de la fotografía y dijo: —No sé cómo le pueden sentar bien los tallarines con el calor que hace. Tienen que ser horrorosos para la salud.

—No hay peligro. Lo que a uno le gusta rara vez le hace daño —dijo Meitei mientras levantaba la tapa colocada sobre el plato—. Las cosas que te gustan sólo pueden hacerte bien. —Parecía muy satisfecho con el aspecto de la comida—. En mi opinión, a los tallarines que se dejan mucho tiempo en el caldo les pasa como a los hombres de barba cerrada, que nunca se puede confiar en ellos —dijo mientras añadía una buena porción de
wasabi
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a su cuenco de soja.

—No te pases. Si le pones mucho
wasabi
picarán a rabiar —dijo el maestro un tanto ansioso.

—Los tallarines se tienen que comer siempre con salsa de soja y
wasabi
. Seguro que ni siquiera te gustan. —Sí me gustan, pero prefiero el
udon
[55]
—Eso es comida para mozos de cuadra. Compadezco al hombre al que no le gusten unos buenos tallarines picantes —dijo Meitei mientras hundía sus palillos de madera de cedro en la masa de los tallarines, y los alzaba en tandas de unos quince centímetros de largo.

—¿Sabía usted, señora Kushami, que hay varias maneras de comer tallarines? Los principiantes en este arte ponen demasiada salsa y mastican esta delicadeza como si fueran ganado pastando hierba. De esa forma se pierde inevitablemente su sabor. El procedimiento correcto es éste... —Levantó con sus palillos una cortina de tallarines de varios centímetros de longitud, y miró al plato para ver si se habían desprendido del resto. Continuó con su explicación:

—¡Qué tallarines más largos! Fíjese, señora. ¿No son los más largos que ha visto en su vida? —Meitei sólo se dirigía a su audiencia cuando estaba seguro de que nada más podían contestar sí o no.

—En efecto, son larguísimos —dijo la señora, maravillada por la disertación.

—Ahora, se moja un tercio en la salsa y se tragan de una vez. No deben masticarse. La masticación destruye su sabor único. El truco de los tallarines está en que entren directamente por la garganta.

Los levantó hasta una altura vertiginosa y luego bajó un poco el brazo para sumergirlos en el cuenco de la salsa que sostenía con su mano izquierda, lo que, de acuerdo con el principio de Arquímedes, provocó que el nivel de la salsa ascendiera por el cuenco al ser desplazada por los tallarines. Sin embargo, como el cuenco estaba bastante lleno, el nivel del líquido alcanzó el borde del recipiente antes de que Meitei pudiera llegar a mojar el preceptivo tercio de la longitud de los tallarines. Detuvo el descenso de los palillos para analizar la situación, y así se mantuvo durante un tiempo. Si seguía bajando, la salsa se desbordaría, pero si no lo hacía no cumpliría con sus propias indicaciones. Sin duda estaba confundido. En ese momento alargó cabeza y cuello, como si fuera una serpiente, y colocó su boca justo debajo de los tallarines. Se escuchó un fuerte sonido de absorción. La garganta de Meitei se convulsionó en un par de ocasiones y todo el cargamento desapareció. De sus ojos cayeron lágrimas. Todavía no estoy seguro de si esas lágrimas surgieron como consecuencia de lo picante que estaba el wasabi., o si fueron provocadas por el enorme esfuerzo derivado del paso de toda esa comida por el gaznate de Meitei.

—¡Qué prodigio! —soltó el maestro, asombrado—. ¿Cómo es posible que puedas tragarte semejante cantidad de una sola vez?

—¡Es increíble! —La señora también estaba ciega de admiración.

Meitei no dijo nada. Dejó los palillos y se golpeo el pecho un par de veces.

—Mire, señora Kushami —dijo tosiendo—. Un plato de tallarines debe comerse de a tres o, a lo sumo, de a cuatro bocados. Si se alarga el proceso, perderán el sabor.

Se limpió la cara con una servilleta y se retiró un poco para tomarse un merecido respiro.

Y a que no adivinan quién apareció por la puerta en ese mismo momento: pues sí, Kangetsu en persona. Arrastraba indolente sus pies llenos de polvo. Me pregunté por qué los llevaría así. Quizás se debiera al calor del verano. Llevaba puesto un sombrero de invierno que le debía de estar provocando unos sudores terribles.

—Hombre, hola —exclamó Meitei—. Aquí llega nuestro bello héroe. Te ruego que me disculpes, todavía no he terminado de comer.

Sin más contemplaciones, se dedicó a dar buena cuenta de los tallarines que le quedaban. En esta ocasión no hizo más intentos de repetir su virtuosismo deglutidor, y así se ahorró el mal trago de tener que limpiarse la cara entera con la servilleta y tomarse un respiro entre bocado y bocado. Y de esa forma, comiendo como una persona normal, acabó con las tallarines en un par de minutos.

El maestro preguntó:

—Kangetsu, di nos, ¿cómo va tu tesis?

—Dado que la adorable señorita Kaneda te pretende, debes darte prisa en acabar lo más rápido posible, para no hacerla esperar más —añadió Meitei.

Kangetsu sonrió con su habitual y macabra mueca.

—Sobre todo porque la espera debe de estar matándola. Pero la verdad es que me gustaría acabar cuanto antes. Lo que pasa es que el tema de mi tesis es complejo y requiere una exhaustiva investigación. —Hablaba con seriedad de cosas que seguramente ni él mismo era capaz de tomarse en serio.

—Bien es cierto —apuntó Meitei tratando de adoptar el mismo tono serio, y dirigiéndose a la audiencia—. Teniendo en cuenta lo arduo y extenso del tema, supongo que es imposible abordarlo tan rápido como el señor Kangetsu desearía. Sin embargo, teniendo en cuenta el olfato de la narizota de su madre, es mejor que no se haga el remolón, lo olería a distancia.

El maestro fue el único dispuesto a hacer un comentario razonable.

—¿Cuál dijiste que era el tema de tu tesis?

—Se titula: «Los efectos de los rayos ultravioleta sobre la acción galvanizada en el globo ocular de las ranas».

—Impresionante —apuntó Meitei—. Justo lo que se podía esperar de ti. Me gusta el ritmo, la originalidad sustancial de la última parte, ese choque eléctrico... «En el globo ocular de las ranas». Vaya. ¿Qué te parece, Kushami? Deberíamos informar a los Kaneda al menos del título del estudio antes de que nuestro licenciado acabe con su pesquisa.

El maestro, sin prestar atención a las tomaduras de pelo de Meitei, prosiguió:

—¿Puede un tema como ése implicar tanto trabajo de investigación?

—Sí, sí. Por supuesto. Se trata de un tema de lo más arduo. De entrada, la estructura ocular de la rana no es nada simple. De hecho, mi plan es construir y pulir una bola de vidrio...

—¿Una bola de vidrio? ¿No sería más fácil ir a una óptica directamente e informarte?

—No, desde luego que no —dijo Kangetsu un tanto contrariado—. Para empezar, las líneas rectas y curvas son puros conceptos geométricos, y en el mundo real no existen modelos que se correspondan de manera exacta con estos conceptos.

—Si no existen, ¿no sería mejor que abandonases la idea de crearlos? —preguntó Meitei.

—Precisamente, para poder llevar a cabo mi experimento, me di cuenta de que la única salida era construir una bola de vidrio convenientemente pulida y esculpida según unas medidas previamente calculadas. Empecé justo el otro día, precisamente.

—¿Y ya la has terminado? —preguntó el maestro tomándose el asunto como si fuera pan comido.

—¿Cómo voy a terminarla? —Kangetsu se dio cuenta de que si no decía nada más podría pensarse que se contradecía, y se apresuró a explicar:

—Es algo bastante complicado. Después de haberla pulido durante un tiempo, me di cuenta de que el radio era demasiado grande, así que tuve que reducirlo, pero esto me provocó otras complicaciones. Cuando al fin logré el radio óptimo, me di cuenta de que la bola entera era deforme. Después de corregir esa distorsión, me di cuenta de que por alguna razón el diámetro volvía a ser inadecuado. La bola de vidrio, originalmente del tamaño de una manzana, se redujo al de una fresa y, a medida que iba luchando para alcanzar la perfección, comprobé cómo se reducía al tamaño de una judía. Incluso así, sigue sin ser una esfera perfecta. Créanme. He pulido y pulido... Me parece que lleve una vida entera puliendo. Desde el día de año nuevo he acabado no menos de seis bolas de diferentes tamaños, que han terminado por desaparecer entre mis manos. —Hablaba con una pasión tan extraña que uno no podría decir si estaba diciendo la verdad.

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