Authors: Natsume Soseki
—Entonces, ¿era ésa la idea ingeniosa de la que le hablaba? —preguntó el maestro buscando encontrar algo sólido entre tanta incertidumbre.
—No. Eso sólo fue el principio. La parte principal está por llegar.
—¡Ah! —exclamó el maestro con curiosidad.
Terminada la disertación sobre la gastronomía europea propuso, dado que era imposible comer babosas o ranas a pesar lo mucho que nos apetecían, que al menos nos trajeran unas cuantas
albóndregas
. «¿Qué ha pedido usted?», le pregunté. Pero él no me hizo caso y se limitó a responder: «Sí, eso estará bien».
—¡
Albóndregas
! No había oído hablar de ellas en mi vida. Eso sí que suena raro.
—Sí, rarísimo. Pero como hablaba tan en serio no me di cuenta en ese momento de lo raro que era. —Parecía estar excusándose ante el maestro por su imprudencia.
—¿Y qué pasó después? —preguntó el maestro indiferente aI rubor de su invitado, y sin mostrar ninguna consideración por su excusa implícita.
—Bueno. Entonces le pidió al camarero que trajera
albóndregas
para dos. El camarero se excusó y preguntó: «Disculpe señor, ¿no querrá decir albóndigas?». Pero él con una expresión súbitamente seria le corrigió implacable: «No. Albóndigas no.
Albóndregas
».
—¿En serio? ¿Pero es qué hay de verdad alguna comida que se llame
albóndregas
?
—Bueno, yo pensé que sonaba bastante raro, pero como él se mostraba tan serio y tan calmado y demostraba esa gran autoridad en todo lo relacionado con Occidente, y había viajado tanto, me uní a él y también le dije al camarero: «
Albóndregas
, buen hombre,
albóndregas
».
—¿Qué hizo el camarero?
—Ahora que lo pienso, la anécdota resultó bastante graciosa. EI camarero se quedó petrificado durante unos instantes y respondió: «Lo siento mucho señor. Pero hoy, por desgracia, no nos quedan
albóndregas
. Pero si se decide por unas buenas albóndigas, le traeré una ración inmediatamente». Meitei con cara de decepción le espetó: «Entonces hemos venido hasta aquí para nada. ¿Está seguro de que no puede conseguir
albóndregas
?», le preguntó mientras le deslizaba una pequeña propina en el bolsillo. El camarero dijo que preguntaría de nuevo al cocinero y desapareció en la cocina.
—Parece que se moría de ganas de comer
albóndregas
.
—Al cabo de un rato el camarero volvió y dijo que si queríamos comer algo tan especial como unas
albóndregas
había que encargarlas y que, en cualquier caso, tardarían un buen rato en prepararlas. Meitei se tranquilizó bastante y dijo: «Bien. Es Año Nuevo y no tenemos ninguna prisa. Esperaremos». Sacó un puro de su traje de corte occidental y lo encendió ceremoniosamente. Me sentí obligado a imitar su compostura, así que saqué el periódico del bolsillo de mi kimono y empecé a leer. El camarero desapareció de nuevo.
—¡Vaya historia! —asintió el maestro tratando de mostrar tanto interés como cuando leía noticias sobre la guerra.
—El camarero volvió con más excusas, y explicó que los ingredientes de las
albóndregas
escaseaban y que no estaban ni estarían disponibles en la tienda de Kameya, ni tampoco en el decimoquinto almacén de Yokohama. Se disculpó de nuevo y dijo que, según parecía, esos ingredientes no estarían disponibles durante un tiempo. Meitei se giró hacia mí y empezó de nuevo: «Qué lástima, y eso que habíamos venido especialmente para degustar ese plato excepcional». Yo pensé que debía añadir algo, así que dije: «Sí. Una verdadera lástima. Realmente, una pena».
—Es natural —asintió el señor. Se me escapaba el hilo de su razonamiento.
—Estas lamentaciones le debieron hacer sentir mal al camarero. Bajó la cabeza y dijo: «Señor, cuando tengamos los ingredientes necesarios, estaremos encantados de que vuelvan y prueben nuestra especialidad». Pero cuando Meitei le preguntó qué ingredientes usaban exactamente, al camarero le dio un ataque de risa y no supo qué contestar. Entonces Meitei Ie preguntó si por un casual usaban Tochian (que, como usted sabe, era un maestro de
haiku
de la Escuela Japonesa), y el camarero dijo: «¡Sí, sí! Y precisamente eso es de lo que no hay ahora en Yokohama. Lo lamento muchísimo, señor».
—¡Ja, ja, ja! ¿Así que ese es el
quid
de la cuestión? ¡Es bastante gracioso! —Y el maestro, cosa poco frecuente en él, estalló en carcajadas.
Sus rodillas temblaban de tal manera que casi me caigo al suelo. De pronto parecía verdaderamente complacido de no ser el único que había caído en una de las malvadas trampas del inventor de Andrea del Sarto.
—Y entonces, tan pronto como llegamos a la calle, Meitei me dijo: «La hemos liado buena, ¿verdad? Toda esa historia sobre las
albóndregas
ha estado bastante graciosa, ¿no crees?». Le mostrré mi admiración por todo el acontecimiento y, con estas, nos despedimos. Pero la verdad es que ya había pasado la hora de la comida y yo estaba muerto de hambre.
—Eso sí que es grave —repuso el maestro mostrando, por primera vez en toda la velada, una cierta compasión. No puse ninguna objeción a su comportamiento. Durante un momento se produjo una pausa en la conversación, y tanto uno como otro pudieron escuchar mi ronroneo satisfecho.
El invitado apuró de un trago el té de su taza, ya bastante frío, y con una cierta formalidad señaló:
—Pero lo que me ha traído aquí hoy es mi intención de pedirle un favor.
—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarle? —El maestro ensayó, también, su gesto más formal.
—Como usted sabe, soy un devoto del arte y de la literatura...
—Eso está bien —respondió el maestro animándole a que siguiera.
—Desde hace un tiempo, unos amigos y yo hemos organizado un grupo de lectura. La idea es reunimos una vez al mes para meditar sobre diversas cuestiones. De hecho, ya hemos celebrado una reunión, a finales del año pasado.
—¿Puedo hacerle una pregunta? Cuándo se refiere usted a un grupo de lectura, ¿qué quiere decir exactamente? ¿Que declaman poesía, leen prosa? ¿Qué es lo que hacen ustedes en esas reuniones?
—Bueno, hemos empezado con textos clásicos, pero tenemos pensado leer también nuestras propias composiciones.
—Cuando dice textos clásicos, ¿se refiere a algo así como
La Canción del Laúd
, de Pu-Cho? —No.
—¿Quizás a otras cosas, como la mezcla del
haiku
y la poesía de Yosa Buson?
[17]
—No...
—Bueno, entonces ¿qué clase de textos comentan?
—El otro día leímos uno de los pasajes del suicidio de los amantes, del maestro Chikamatsu.
[18]
—Chikamatsu. ¿Se refiere a ese dramaturgo, Chikamatsu, que escribió las piezas
j
o
ruri
.
No existen dos escritores diferentes llamados Chikamatsu. Cuando alguien habla de Chikamatsu se refiere, en efecto, al dramaturgo, y no puede ser nadie más. Creo que fue bastante necio por parte del maestro hacer una pregunta así. Sin embargo, no tuvo en cuenta mis reacciones naturales y me dio una palmadita en la cabeza. Me calmé y le dejé que siguiera dándome suaves golpecitos de vez en cuando. En un mundo como éste en el que la gente se cree digna de admiración porque un bizco les mira atentamente, el dislate del maestro me pareciió, al fin y al cabo, relativamente tolerable.
EI invitado respondió:
—Sí —e intentó leer la reacción del maestro en su cara.
—Entonces, ¿lee sólo una persona, o comparten la lectura entre todos ustedes?
—Compartimos. La idea es empatizar con los personajes de la obra y sacarles su verdadera personalidad individual. También gesticulamos. Lo más importante es captar la esencia del carácter de la época de la obra. Por eso, los pasajes los leemos como si los dijera el personaje, es decir con la voz de una mujer joven o la de un chico de los recados, si se tercia.
— Oh, vaya. En ese caso debe de ser más bien como una representación teatral.
—Así es. Las únicas cosas que se echan de menos son el vestuario y el escenario.
—¿Puedo preguntarle si tuvieron éxito en esa reunión?
—Debo decir que, para ser la primera vez, no estuvo mal deI todo.
—¿Y qué pasaje de la escena del suicidio de los amantes representaron ustedes exactamente?
—La escena en la que el barquero lleva a alguien al barrio deI placer de Yoshiwara.
—Realmente escogieron ustedes uno de los pasajes más extraños de la obra, ¿no cree?
EI maestro movió un poco la cabeza con gesto de autoridad. EI humo del tabaco salió a borbotones de su nariz, le rodeó las orejas y revoloteó después por encima de su cabeza.
—No. No es tan extraño. Los personajes son un chulo, un matón, el barquero, una prostituta de lujo, una sirvienta, una antigua
madame
de burdel y, por supuesto, una asistenta de
geisha
. Pero eso es todo.
El invitado se mostraba imperturbable, pero mi maestro cuando escuchó «prostituta de lujo» puso cara de vinagre, probablemente porque no estaba muy acostumbrado ni a ese tipo de términos, ni a tecnicismos como «sirvienta», «chulo» o «matón».
Intentó aclarar el asunto y preguntó:
—Cuándo dice «sirvienta», ¿se refiere usted quizás a una especie de señorita que ayuda en un burdel?
—A pesar de que todavía no me enterado bien del todo, creo que más bien se refiere a una sirvienta como las que hay en las casas de té. Por su parte, un chulo es algo así como una especie de asistente en los barrios de mujeres.
Aunque el invitado acababa de decir que en sus representaciones intentaban imitar las voces de los personajes, no parecía haber comprendido exactamente la verdadera naturaleza de las sirvientas y los chulos en aquella obra.
—Ya veo. La
sirvienta
trabaja en la casa de té, mientras que el
chulo
vive en un burdel. ¿Y el
matón
? ¿Es un ser humano o se trata del nombre de un lugar? Y si es humano, ¿se trata de un hombre o de una mujer?
—Yo creo que es un ser humano. De sexo masculino, concretamente.
—¿Y de qué se encarga?
—Todavía no lo sé, pero preguntaré un día de estos a ver si me entero.
A la luz de estas extrañas revelaciones, y del lío que se traían con la terminología, pensé que las lecturas de la obra debían de resultar un tanto absurdas. Miré al maestro y le noté bastante serio:
—Aparte de usted, ¿quiénes más participan en la lectura?
—Hay varios. El señor K., licenciado en Derecho, hace el papel de la prostituta de lujo. Pero confieso que los diálogos un tanto dulzones de esa mujer suenan un poco extraños cuando los pronuncia un hombre como él, con ese gran bigote. Y además hay una escena en la que a la prostituta de lujo le entran espasmos...
—Y estas representaciones se llevan hasta el punto de simular los espasmos? —preguntó con impaciencia el maestro.
—Sí, en efecto. Son importantes si queremos que la representación sea tan expresiva como se merece. —El señor Toito se consideraba claramente un artista literario
à l'outrance
.
—¿Y se le dieron bien los espasmos? —preguntó mi amo con inquina.
—Quizás los espasmos es lo único que falló en esta primera representación —contestó Toito también con cierta cintura.
—Por cierto —preguntó el maestro—: ¿Y qué personaje representa usted?
—Yo hago de barquero.
—¿En serio? ¿De barquero? —La voz del maestro sonaba como si estuviera sugiriendo que si Toito podía hacer de barquero, él bien podría hacer de secretaria de la
geisha
. Con un tono algo más cándido preguntó:
—¿Y le resultó difícil el personaje?
Toito no se sintió ofendido, y con el mismo calmado tono de voz, contestó:
—De hecho, fue por culpa del barquero por lo que nuestra m unión, que estaba alcanzando el clímax, se vino debajo de repente. Resulta que en la pensión justo al lado de nuestro lugar de reunión viven cuatro o cinco chicas. No sé como se enteraron, pero de algún modo sabían que haríamos la representación. El caso el que se acercaron hasta la ventana a curiosear. En ese momento yo estaba metido en mi papel imitando la profunda voz del barquero. Y justo cuando por fin había encontrado el tono exacto, las estudiantes, hasta ese momento muy recatadas, estallaron en una carcajada que me desconcentró. Cierto es que estaba acompañando mi parlamento con gestos que quizás fueran algo sobreactuados, pero me quedé petrificado. Y, por supuesto, horriblemente avergonzado. Eso me hundió. No supe cómo continuar y me temo que tuvimos que concluir nuestra reunión de manera algo precipitada.
Si esto se consideraba un éxito tratándose de una primera reunión, ¿cómo sería un fracaso? Me eché a reír sin poder evitarlo. Mi nuez se movía con un ruido sordo. El señor debió de interpretarlo como un ronroneo, y empezó a darme de nuevo golpecitos cada vez más amables en la cabeza. Está bien que te quieran por reírse de alguien, pero en esa ocasión empezaba a sentirme algo incómodo.
—¡Qué mala suerte! —se compadeció el maestro a pesar de que todavía estábamos en la época del año de las felicitaciones y no de las condolencias.
—Para nuestra segunda reunión, nuestra intención es mejorar todos los aspectos posibles. Y ésa es, en realidad, la auténtica razón de mi visita. Profesor, nos gustaría que se uniera a nosotros.
—¡Oh, no! ¡Yo sería totalmente incapaz de tener espasmos!— contestó el maestro rechazando la invitación.
—No, no. No tendría que tener espasmos ni nada parecido. Nada de eso. Aquí tiene una lista de nuestros patrocinadores.
Toito extrajo con cuidado un cuaderno de notas de su envoltorio de tela morada. Lo abrió y se lo plantó delante al maestro:
—¿Le importaría firmar aquí y poner su sello?
Pude ver que el cuaderno contenía una lista de distinguidos doctores en literatura y licenciados en artes; todo en perfecto orden.
—Bueno, no creo que pueda oponer ninguna objeción a convertirme en uno de vuestros patrocinadores. Pero, ¿cuáles serían en realidad mis obligaciones? —Su retraído carácter de ostra huidiza volvió a aflorar a la superficie...
—Esto no implica ninguna obligación. Lo único que le solicitamos es su firma. Para mostrarnos su apoyo, más que nada.
—Bueno. En ese caso me uniré a ustedes.
Cuando vio que no tenía ninguna obligación en realidad, mi amo se sintió aligerado en su ánimo. Su cara asumió el gesto de alguien que firmaría incluso una conspiración secreta para derrocar al gobierno imperial. Dejó claro, eso sí, que esa firma no le supondría ninguna obligación. Además, era perfectamente comprensible que asintiera tan ávidamente a la propuesta de invitado. Ser incluido, aunque fuera sólo con su nombre, entre tantos otros de próceres universitarios de tan reconocido prestiigio, era un honor supremo para alguien que nunca antes habíaa tenido una oportunidad como aquélla.