Authors: Natsume Soseki
—Las dos son hijas de buena familia. No creo que las conozca usted... —respondió fríamente el invitado.
—Sí... —titubeó el maestro incapaz de rematar la frase con un ¡claro!
Kangetsu, consideró que había llegado el momento de marcharse.
—¡Qué tiempo más estupendo! Si no tiene nada mejor que hacer podríamos salir a dar un paseo. Las tropas japonesas han tomado Lushun
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y la gente en la calle está de lo más animada.
El maestro parecía más interesado en seguir hablando de la identidad de las dos mujeres que en la toma de Lushun, y estuvo a punto de rechazar la invitación. Obligado a tomar una decisión, finalmente se levantó y dijo:
—De acuerdo. Vamos.
Salió con la misma ropa que llevaba puesta. El
haori
era herencia de su hermano mayor, y éste lo había usado al menos durante veinte años. Incluso la seda más resistente es incapaz de aguantar semejante uso. Estaba tan desgastado que a contraluz se le veían las costuras y los parches. El maestro vestía igual en diciembre que en enero, y no seguía la costumbre de cambiarse de ropa para el Año Nuevo. De hecho, no hacía distinción entre la ropa de diario y la del domingo. Cuando salía de casa paseaba por ahí sin importarle lo más mínimo lo que levaba puesto. No sé si era porque no tenía más ropa, o porque le aburría cambiarse. Sea cual sea el caso, no puedo concebir que esa desidia suya en el vestir tuviera algo que ver con el famoso desengaño sentimental del que todos hablaban.
Cuando los dos hombres se marcharon, me tomé la libertad de comerme los restos de
kamaboko
que Kangetsu había dejado. Ya no me sentía como un gato corriente. Me consideraba a mi mismo tan bueno, al menos, como el de aquel cuento de Momokawa Joen, el famoso recitador, o como el gato que robó a Thomas Gray sus peces de colores
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Los tipos como Kuro ya no me llamaban en absoluto la atención. Suponía que a nadie le iba a importar que cogiese un poco de kamaboko. He de decir que esa costumbre de picar entre horas no es exclusiva de la raza felina. Sé que Osan, la criada, aprovecha la mínima ocasión en la que la señora sale a la calle para glotonear pasteles y otras cositas apetitosas. Y no sólo ella. Las niñas, con esa refinada educación de la que tan orgullosa se siente la señora, muestran la misma tendencia que la criada en cuanto su madre se descuida. Hace sólo unos días la preciosa parejita se despertó a una hora intempestiva mientras sus padres estaban aún en la cama. Se sentaron la una frente a la otra en la mesa de la cocina. El maestro tiene por costumbre desayunarse todas las mañanas con un par de rebanadas de pan y les da un trozo a las niñas para que lo espolvoreen con azúcar. Ese día, alguien había dejado el tarro del azúcar encima de la mesa, e incluso había una cucharilla metida dentro del recipiente. Como no había nadie para impedírselo, la mayor cogió una cucharada rebosante y la vertió en su plato. La pequeña siguió el ejemplo de su hermana y se sirvió otra cucharada. Durante un instante las criaturas se quedaron sentadas y se miraron. Entonces, la mayor volvió a echar otra cucharada en su plato y la menor, para equilibrar la situación, hizo lo propio. La hermana mayor fue a por la tercera cucharada y la pequeña la siguió. Y así continuaron hasta que en sus respectivos platos había sendas montañitas de azúcar, mientras que en el tarro no quedaba ni rastro. En ese momento el maestro salió de la habitación aún medio dormido y procedió a devolver laboriosamente todo el azúcar a su recipiente original. Este incidente me hace pensar que el sentido igualitarista está más desarrollado en los humanos que en los gatos, pero, por contra, creo que nosotros somos criaturas mucho más sabias. Si las chicas me hubieran pedido consejo, les habría dicho que se comieran todo el azúcar, y que dejaran de hacer pirámides con ella, así, sin ton ni son. Pero como no habrían podido entender lo que les decía, me limité a observarlas en silencio desde mi caldeado rincón mañanero, justo encima de la olla del arroz.
Anoche, el maestro debió de volver tarde de su paseo con Kangetsu. Sólo Dios sabe dónde estuvieron, pero ya eran más de las nueve cuando se levantó a desayunar. Desde mi confortable atalaya observé como daba cuenta del
z
o
ni
, la típica sopa de Año Nuevo
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. Comía con ganas y picaba de aquí y de allá. En la sopa había varios trozos de
mochi
, una especie de torta de arroz pegajosa. Como no eran demasiado grandes, debió de comerse seis o siete. El último trocito se quedó flotando en el tazón. Dejó los palillos encima de la mesa y dijo:
—¡Ya está bien!
Nadie se comportaría de una manera tan caprichosa. Vaya tipo desconsiderado. Pero como le gustaba dar muestras de la autoridad que ejercía en la casa, no pareció preocuparse por el hecho de dejar un triste
mochi
flotando en una sopa turbia. Cuando su mujer cogió el bicarbonato y lo puso encima de la mesa, el señor dijo:
—No lo quiero. No me hace ningún bien.
—Pero dicen que es muy bueno después de comer alimentos con almidón —insistió su mujer.
—Almidonado o no, esa cosa no es buena —insistió tercamente el maestro.
—Mira que eres caprichoso —murmuró la mujer para sí. Yo no soy caprichoso, es que la medicina no funciona.
—Pues hasta hace dos días decías que te iba bien y lo tomabas a todas horas, ¿no?
—Sí. Funcionaba. Hasta el otro día. Pero desde entonces ha dejado de hacerlo.
—Si la tomas un día sí y otro no, nunca vas a lograr que la medicina te haga efecto. Es más, no te hará ningún bien. A menos que seas un poco más paciente, no te curarás de la dispepsia ni de ninguna otra enfermedad que tengas. Se giró hacia Osan, que estaba sirviendo la mesa.
—Es cierto, señora —afirmó Osan inmediatamente para apoyarla—. A menos que se tome regularmente, no se puede saber si una medicina es buena o mala.
—¡Me da igual! No me la tomo porque no me la tomo. ¿Será posible que las mujeres no podáis entender eso? Será mejor que os calléis de una vez.
De acuerdo. Pues no soy más que una mujer —dijo acercándole el bicarbonato.
EI maestro se puso en pie y sin decir una palabra se encerró en su estudio. Su mujer y la criada se miraron y se rieron. Si en ocasiones como esa, le seguía y saltaba encima de sus rodillas, la experiencia me decía que podía pagarlo caro. Por esta razón preferí dar un rodeo en silencio por el jardín y saltar a la galería que había justo enfrente de su estudio. Miré por una rendija de las puertas correderas y vi que el señor estaba examinado un libro de alguien llamado Epicteto. Si por fortuna entendía lo que estaba leyendo, era realmente algo digno de admiración. Pero en cinco o seis minutos dejó caer el libro encima de la mesa, justo como yo sospechaba. Cuando le estaba mirando, sacó su diario y apuntó lo siguiente:
Di un paseo con Kangetsu porNezu, Ueno, IkeN
o
ata y Kanda. En IkeN
o
ata había unas geishas vestidas con kimono de Año Nuevo jugando al bádminton frente a una casa de citas. Sus vestidos eran preciosos, pero sus caras eran extremadamente desagradables. Se me ocurrió que se parecían al gato.
¡No entiendo porque me tenía que poner a mí como ejemplo de algo tan desagradable! Si fuese al barbero para pedirle que me arreglara un poco, no sería muy diferente de un ser humano. Son todos unos engreídos. Ése es su problema.
En cuanto doblamos la esquina de Houtan apareció otra geisha. Era delgada, bien formada y sus hombros estaban muy bien proporcionados. La forma en qué vestía el kimono morado denotaba su genuina elegancia. «Lo siento por anoche, Kan-chan. Estuve muy ocupada», dijo sonriendo y mostrando unos dientes blanquísimos. Su voz era tan ronca como la de un cuervo. Su encanto se borró de inmediato. Como me parecía comprometedor pararme para averiguar quién era ese tal Genchan, continué caminando en dirección a Onarimichi con los brazos cruzados y metidos en las bocamangas. Kangetsu, sin embargo, parecía estar en apuros.
No hay nada más difícil que intentar comprender lo que pasa por la mente de los seres humanos. El estado mental del nuestro dista mucho de ser claro en estos momentos. ¿Está enfadado, está alegre, o es que busca consuelo en algún filósofo muerto? No podría decir si se burla de todo el mundo, o si anhela ser aceptado en su frívola compañía; si se pone furioso por alguna insignificancia, o se distancia de las cosas mundanas. Si nos comparamos con tales complejidades, los gatos somos tremendamente simples. Si queremos comer, comemos; si queremos dormir, dormimos. Cuando estamos furiosos, nos enfurecemos de verdad. Cuando maullamos, lo hacemos con toda la desesperación de la que somos capaces en nuestra aflicción. Por eso nunca escribimos nada en un diario. No tiene sentido. No hay duda de que los humanos como el maestro, con dos caras bien diferenciadas, se creen en la necesidad llevar diarios i un el fin de mostrar un carácter que frecuentemente ocultan al resto del mundo. Pero entre los gatos nuestras cuatro ocupaciones principales, a saber, caminar, sentarnos, permanecer en pie o tumbarnos, así como la más ocasional de evacuar, se hacen de un modo abierto. Nuestros diarios
los vivimos
, y, en consecuencia, no tenemos necesidad de mantener un registro paralelo con el objetivo de mostrar nuestro verdadero carácter. Si tuviera que dedicar tiempo a escribir un diario, preferiría dormir en la galería.
Cenamos en algún lugar de Kanda. Como me permití tomar me un par de copas de
sake
, que no había probado durante largo tiempo, mi estómago estaba esta mañana extremadamente bien. Concluyo que el mejor remedio para el estómago es, por huno, el sake de la noche. El bicarbonato es inútil. Digan lo que digan no vale para nada. Y lo que no tiene efecto ahora, no lo tendrá más adelante.
Por lo visto, el amo desautorizaba sin ninguna consideración al bicarbonato. Parecía como si estuviera discutiendo consigo mismo, y era fácil intuir en esa anotación la discusión que había tenido con su mujer aquella misma mañana. Quizás este tipo de anotaciones sean las más características del ser humano cuando lleva un diario.
El otro día un individuo me dijo que no era bueno para el estómago desayunar fuerte, como yo hago. Durante dos o tres días anduve en ayunas, pero lo único que conseguí fue hacer gruñir a mis tripas. Otro individuo me dijo que la culpa de todo la tiene el tsukemono, las verduras en salmuera. Dice que si no tomo tsukemono el problema se cortará de raíz, y la recuperación será inmediata. Durante al menos una semana, ni un pedazo de verdura cruzó mis labios. Pero desde el inicio de la prohibición no aprecié ningún beneficio, así que he vuelto a comerlas regularmente. De acuerdo con otro tipo, el único remedio verdadero para mi mal son los masajes abdominales. Pero un simple masaje no basta. Deben estar de acuerdo con los viejos métodos de la escuela confuciana de Minagawa. Un par de masajes así, y se me curarían todos los males. Por lo visto al escritor Sokuken Yasui le gustaba someterse a ellos, y héroes de la talla de Ry
o
ma Sakamoto no fueron ajenos a sus beneficios. Inmediatamente me fui a Kaminegishi para una sesión
.
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Pero los métodos que usaban eran extraordinariamente crueles. Me dijeron que no me curaría si no me masajeaban los huesos. Que si no invertían la posición de mis vísceras al menos una vez, nunca me curaría. Todos estos manejos redujeron mi cuerpo a la condición de una bola de algodón y me sentí como si hubiera quedado en estado de coma. Nunca volví, con una vez fue suficiente. Una vez más este y el otro me dijeron que lo que tenía que hacer era dejar de comer alimentos sólidos. Pasé un día entero bebiendo leche solamente. Pero entonces empecé a sentir unas enormes y ruidosas turbulencias en mi interior que me impidieron dormir. Otra persona me animó a ejercitar los intestinos mediante la respiración diafragmática, lo cual redundaría en un estómago sano. Seguí el consejo con bastante disciplina hasta que el estómago empezó a revolvérseme tanto que yo creía que me iba a morir. Respiraba profundamente para dilatar el diafragma cuando me acordaba, pero a los cinco o seis minutos me olvidaba de disciplinar mis músculos. Y menos mal, porque si no hubiera sido así y hubiera continuado con la atención puesta en el diafragma, no habría podido ni leer ni escribir. En una ocasión vino mi amigo Meitei, el esteta, y me encontró ejercitándome para obtener el tan ansiado estómago sano. De manera bastante descortés, me dijo que terminara con las contracciones. Así fue como la respiración diafragmática se convirtió en algo del pasado. Un doctor me recetó soba, fideos de alforfón. Así que me sometí a la dieta de los fideos, unas veces en sopa, otras veces fríos después de hervir. Pero no sirvieron para nada, excepto para vaciar mis intestinos. ¡He intentado prácticamente todo para remediar mi enfermedad, pero ha sido inútil! Las tres copas de sake que tomé anoche con Kangetsu sí que me hicieron bien. ¡Así que a partir Je ahora, antes de irme a dormir cada noche, me tomaré dos o tres copas y arreglado!
Dudaba de si mi amo mantendría este tratamiento a base de
sake
durante mucho tiempo. El carácter del maestro tiende a ser tan variable como los ojos de los gatos. Carece del más mínimo sentido de la perseverancia y lo deja todo a medias. Peor aún, mientras se dedica rellenar su diario con lamentaciones sobre sus problemas de estómago, trata de poner su mejor cara frente al resto del mundo. Al mal tiempo buena cara, ése parece ser su lema. El otro día vino a visitarle un tal señor no se quién, un profesor amigo suyo y expuso la teoría, como poco discutible, de que todas las enfermedades son el resultado directo de los pecados propios y de los de los antepasados. Parecía haber estudiado el asunto profundamente, pues su exposición era clara, consistente y ordenada. En conjunto, se trataba de una teoría ciertamente interesante. Siento decir que el maestro no posee la inteligencia ni la erudición para refutar esta clase de argumentos. Sin embargo, y quizás como consecuencia directa de sufrir él mismo una dolencia del estómago, se vio obligado a poner todo tipo de excusas, y se dedicó a replicar de manera un tanto irrelevante:
—Tu teoría es interesante, pero ¿sabes ya que Carlyle era dispéptico? —como si al argumentar que Carlyle era dispéptico se atribuyera a sí mismo una especie de honor intelectual.