Soy un gato (4 page)

Read Soy un gato Online

Authors: Natsume Soseki

BOOK: Soy un gato
4.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Ésta es otra de tus bromitas?

—No, te lo aseguro. Es cierto. De hecho, creo que esa mancha que tienes en la pared de tu baño es realmente ingeniosa, no crees? Ésa es la clase de cosas que habría dicho Leonardo da Vinci...

—Sí. Sin duda es una imagen de lo más chocante —afirmó el maestro con cierto reparo. Ahora que lo pienso, sinceramente no creo que hasta ese momento hubiera prestado ninguna atención a la susodicha mancha del baño.

Kuro se ha quedado cojo recientemente. Su brillante pelaje ha perdido fulgor y eso le desluce bastante. Sus ojos, que una vez me parecieron más hermosos que el mismo ámbar, ahora están llenos de legañas. Lo que más llama la atención es su pérdida de vitalidad y lo rápido que se ha deteriorado físicamente. I a última vez que le vi en el huerto del té le pregunté qué tal estaba, y su respuesta fue deprimentemente precisa:

—Estoy harto de que me atufen con su hedor las comadrejas, pero más harto estoy de las palizas que me da el pescadero.

Las hojas de otoño, arremolinadas en dos o tres pisos de color escarlata entre los pinos, han caído como sueños antiguos. Las camelias rojas y blancas cerca de la pila ornamental del jardín pierden sus pétalos; ahora uno blanco, ahora uno rojo, hasta quedarse completamente desnudas. El sol de invierno ya no cubre totalmente la galería de unos seis metros de largo orientada al sur, y cada vez las jornadas son más cortas. Raro es el día en que no sopla un viento infernal. Mis horas de siesta se están reduciendo de modo drástico.

El maestro sale para la escuela todas las mañanas y tan pronto como vuelve a casa se encierra en el estudio. Le dice a todos sus visitantes que está harto de su profesión. Rara vez pinta. Dejó de tomar bicarbonato, porque, según él, no sirve para nada. Las niñas, esas encantadores criaturas, en cuanto regresan del parvulario cantan canciones tontas, juegan a la pelota y, en ocasiones, me levantan por la cola.

No recibo ningún alimento especialmente nutritivo y, por tanto, no engordo especialmente. Pero me mantengo relativamente en forma y, al menos, estoy sano y no cojeo. No cazo ratones y sigo odiando a Osan con toda mi alma. Nadie se ha dignado todavía a ponerme un nombre, pero tampoco es cuestión de pedir tanto. He decidido quedarme el resto de mi vida en la casa del maestro, aunque sea a condición de seguir sin nombre.

Capítulo 2

Es desde el día de Año Nuevo que he adquirido cierta fama, si bien modesta. Aunque no sea más que un simple gato, me siento muy orgulloso de mi notoriedad.

Aquella mañana de Año Nuevo, el amo recibió una postal de felicitación de un pintor amigo suyo. La parte superior estaba pintada en rojo, la inferior en verde oscuro; y justo en el 1 entro había, pintado a pastel, un animal acurrucado. El amo, sentado en su estudio, miraba el dibujo de arriba abajo una y otra vez:

—¡Qué bonito colorido!

Una vez hubo expresado su opinión de este modo, pensé que ya había dado por concluido el asunto. Pero no. Continuó examinándolo; primero lo miró por arriba, luego por abajo. Para estudiarlo aún mejor retorcía el cuerpo, estiraba los brazos para alejarlo como si fuera un viejo consultando el
Libro de las adivinaciones
, lo giraba hacia la ventana o se lo acercaba hasta que se lo pegaba a las mismas narices. Estaba deseando que terminase con su actuación, pues de tanta gimnasia ya le temblaban las rodillas y yo empecé a temer por mi propio equilibrio. Cuando el último temblor despareció, le oí susurrar con un hilo de voz:

—Me pregunto qué habrá pintado.

Debido a su ciego entusiasmo por los colores de la postal, era incapaz de identificar al animal que había en el centro. Lo cual explicaba sus extraordinarias payasadas. ¿Era realmente el dibujo tan difícil de interpretar? Con imperturbable calma abrí ligeramente los ojos; para mí no había sombra de duda. ¡Era mi vivo retrato! No creo que el autor de la obra se considerara a sí mismo una especie de Andrea del Sarto, como hacía el maestro, pero ciertamente, lo que el artista había plasmado era, en color y forma, perfectamente armonioso. Cualquier imbécil se daría cuenta de que eso era
un gato
. Y su factura era tan hábil, que cualquiera con dos ojos en la cara y un mínimo de discernimiento, afirmaría inmediatamente y sin dudarlo que aquel gato no era otro sino yo mismo. ¡Y pensar que alguien necesita realizar tan dolorosas contorsiones para un asunto tan manifiestamente claro...! Sentí lástima por la raza humana. Me hubiera gustado ayudarle a entender a ese pánfilo que el de la postal
era yo
. En el caso de que fuera demasiado difícil para él comprender ese detalle, al menos me hubiera gustado hacerle ver, simplemente, que lo que había ahí retratado era un gato. Pero como el cielo no ha dotado a los humanos con la habilidad de comprender el lenguaje de los gatos, preferí dejar las cosas como estaban.

Por cierto, me gustaría aprovechar la ocasión para advertir a mis lectores sobre ese hábito que tienen los humanos de referirse a mí con ese desdeñoso tono de voz, como cuando me se refieren a mí como «un simple gato». Los humanos deben de pensar que las vacas y los caballos están fabricados de materia humana desechada, y que los gatos estamos hechos de los excrementos de esas vacas y esos caballos. Estos pensamientos, analizados desde un punto de vista objetivo, son de muy mal gusto, y bastante frecuentes entre los profesores que, ignorantes de su propia ignorancia, siguen tan felices transmitiendo a sus alumnos sus anticuadas y arrogantes ideas acerca de cuán importante es la especie humana. Esta idea no puede darse por sentada, ni por ello tratar a los gatos de un modo tan brutal. Quizás a un observador poco atento los gatos le parezcamos todos iguales, como copias los unos de los otros en forma y sustancia, como vulgares guisantes en su vaina; incapaces de afirmar nuestra propia individualidad. Pero una vez admitido en los círculos de la sociedad felina, ese mismo observador se dará cuenta de que las cosas no son tan simples como parecen, que ese refrán humano que dice «todos iguales, todos diferentes», es aplicable también al mundo de los gatos. Nuestros ojos, nuestro pelo, nuestras narices, nuestras patas... todo en nosotros es
diferente
. Desde la inclinación de los bigotes o la forma de estirar las orejas, hasta la caída de la cola. Todos estamos claramente diferenciados. En nuestra belleza y en nuestra fealdad, en nuestros gustos y nuestras fobias, en nuestros refinamientos y nuestras groserías; se puede decir con toda justicia que existe una infinita variedad de gatos en el ancho mundo. A pesar de existir entre nosotros unas diferencias tan obvias, los humanos, con su mirada puesta siempre en el cielo en virtud de lo elevado de sus mentes, o de alguna tontería por el estilo, son simplemente incapaces de apreciar esas diferencias externas; así que no hablemos de nuestro carácter, que trasciende con creces su limitada comprensión. Lo cual es una lástima. Entiendo y apoyo la filosofía que se esconde detrás de refranes como «Zapatero a tus zapatos», «Dios los cría y ellos se juntan», o «Cada uno en su casa y Dios en la de todos». Puesto que los gatos, en efecto, son asunto de los propios gatos. Y si alguno de ustedes pretende saber algo sobre nosotros, sólo podrá enseñárselo un gato. Los humanos, a pesar de sus progresos, desconocen todo sobre el tema. Y dado que están menos desarrollados de lo que ellos piensan, les va a resultar difícil llegar a entendernos. En el caso concreto de un individuo tan poco comprensivo como el maestro, mi esperanza en ese sentido es nula. No entiende siquiera que el amor no puede progresar a menos que exista una mutua y completa comprensión entre nosotros. Como una mala ostra, se adhiere a su estudio y nunca abre la boca cuando de lo que se trata es de bregar con el mundo exterior. Verle ahí, fingiendo que es el único destinatario de la iluminación, es motivo suficiente para hacer que los gatos nos partamos de risa. La prueba de que no ha alcanzado nada parecido es que aunque tenga mi retrato delante de sus narices, no se entera, y, no contento con eso, se atreva con comentarios absurdos del tipo:

—Puede que, como estamos en guerra con Rusia, haya pintado un oso.
[9]

Estaba yo pensado en todas estas cosas medio adormilado sobre las rodillas del maestro, cuando entró la criada con una nueva postal. Se trataba de una imagen que representaba cuatro gatos europeos puestos en fila, en actitud estudiosa, sosteniendo plumas o, simplemente, leyendo un libro. Uno de ellos había roto filas y aparecía bailando. Sobre la imagen, escrita en grandes letras con tinta japonesa, había una frase: «Soy un gato». Y en la parte inferior derecha aparecía un
haiku
: «
En días de primavera, los gatos leen libros, o bailan»
. La postal era de un antiguo alumno del profesor y su significado me parecía evidente. Sin embargo, mi amo parecía no entender nada. Estaba allí, con los ojos muy abiertos y cara de pasmado. Miró atentamente la postal y dijo para sí:

—¿Será quizás el año del gato?

No se enteraba de que todas esas postales de felicitación eran debidas a mi creciente fama.

En ese momento la criada trajo una tercera tarjeta. Esta vez no había dibujo, pero el remitente había escrito una felicitación de Año Nuevo, tras la que añadía: «
Por favor, le ruego tenga la amabilidad de saludar a su gato
». Así que finalmente, y gracias i un mensaje tan inequívoco, el maestro pareció comprender. Miró al techo y musitó pensativo: «¡Hum!» Al contrario de lo que era habitual en él, en su mirada apareció un atisbo de i espeto y consideración hacia mi persona. Lo que resultaba bastante oportuno teniendo en cuenta que gracias a mi fama, el, hasta entonces un perfecto don nadie, había empezado a gozar de un cierto renombre y reputación.

Justo en ese momento sonó la tintineante campanilla de la puerta. Probablemente una visita que anunciaría oportunamente la criada. Yo no me apartaba en ningún caso de las rodillas del maestro a no ser que se tratara de Umekou, el chico del pescadero. Noté que el maestro miraba con preocupación hacia la puerta, como si hubieran llegado los acreedores. Me di cuenta de que no le gustaba recibir visitas de Año Nuevo y tener que compartir un trago de sake. ¡Qué carácter tan encantador! ¿Hasta dónde puede llegar el egoísmo? Si no le gustaban las visitas, lo que debería haber hecho es salir a dar una vuelta. Pero mi amo carecía de tamaña determinación. Su carácter, propio de una ostra cobarde, cada vez era más acusado. Un instante después apareció la criada y dijo que el señor Kangetsu acababa de llegar. Ese Kangetsu era un antiguo alumno suyo que, después de graduarse, había prosperado hasta lograr una posición superior a la de su antiguo maestro. No sé muy bien por qué, pero cada cierto tiempo aparecía para endilgarle una pequeña charla. En cada una de sus visitas parloteaba y parloteaba sin parar, afectando un espantoso tono de coquetería, sobre si estaba enamorado de esta o de la otra; sobre lo mucho que disfrutaba de la vida, o sobre lo desesperadamente cansado que estaba de ella. Y acto seguido se marchaba. Lo extraño era que el tipo recurriese a un confidente tan anticuado y mustio como el maestro para tratar esos asuntos. Pero aún más extraño era ver como mi amo, cual ostra esquiva, se veía obligado una y otra vez a salir de su concha para comentar las monótonas correrías de Kangetsu, que siempre eran las mismas.

—Siento no haber pasado por aquí antes, pero desde finales de año estoy pero que muy ocupado y no he encontrado el momento. Y además, por alguna razón mis pies no me han traído hasta aquí... —dijo mientras retorcía un hilo de su
haori
.
[10]

—Bueno, ¿y entonces a dónde diablos te han llevado tus pies? —preguntó el maestro con gesto serio al tiempo que estiraba la manga de su
haori
negro, en esta ocasión decorado con el emblema de su familia. El
haori
era de algodón, con las mangas algo cortas. Una parte algo desgastada del forro de seda asomaba por las bocamangas.

—Pues para acá y para allá —respondió Kangetsu riendo. En ese momento me di cuenta de que le faltaba un diente. —¿Qué te ha pasado en el diente? —preguntó el maestro cambiando de tema.

—Oh, no me hable. Hace unos días se me ocurrió la extravagante idea de comerme unas setas...

—¿Qué dices que comiste?

—Setas. Al morder una, no sé cómo, se me partió el diente. —¡Romperse un diente comiendo setas! Vaya. Me parece que te estás haciendo viejo. Es una imagen magnífica para ilustrar un
haiku
, pero, desde luego, no te servirá para enamorar a una chica —señaló el maestro mientras golpeaba suavemente con su mano en mi cabeza.

—¡Vaya! ¿Ese es el gato? Está bastante gordo. Así de fornido no puede con él ni el mismísimo Kuro. Ciertamente es una bestia esplendida —dijo Kangetsu prodigándose en halagos hacia mi persona.

—Sí, se ha puesto bastante grande últimamente —respondió el maestro atusando con orgullo mi cabeza. Yo me sentía halagado pero la cabeza empezaba ya a dolerme.

—Anteanoche celebramos un pequeño concierto —dijo Kangetsu volviendo a su tema.

—¿Dónde?

—Oh, vaya, no merece la pena que se lo diga. Lo más seguro es que no conozca dónde queda. Pero fue bastante interesante: tres violines, acompañamiento de piano... Aunque no éramos muy virtuosos, gracias a los violines todo sonó bastante bien. Dos de las intérpretes eran unas chicas bastante guapas. Pude colocarme entre ellas. Y creo que lo hice bastante bien...

—¡Ya! ¿Y quiénes eran las mujeres? —preguntó el maestro con un deje de envidia. A primera vista, el maestro parece un tipo frío y duro, pero, a decir verdad, no es en absoluto indiferente a las mujeres. En una ocasión leyó una novela occidental en la que un hombre se enamoraba sin remedio de prácticamente todas las mujeres con las que se cruzaba. Otro personaje del libro observaba sarcásticamente que, según un simple cálculo, ese compañero debía de caer rendido ante siete de cada diez mujeres que pasaban por la calle. Al leerlo, el maestro quedó profundamente impresionado. ¿Por qué un hombre tan impresionable como él llevaría entonces una vida de ostra, siempre tan aislado de todo? Es posible que para un simple gato sea difícil de entender. Algunos hablan de una historia de amor fracasada. Otros aseguran que tiene que ver con su dispepsia y con su falta de osadía y con su pobreza. Sea cual sea la verdad, el asunto tampoco es tan importante. Mi amo no es una persona tan relevante como para resultar determinante en el devenir de este periodo histórico. Kangetsu parecía divertirse con la situación, así que cogió con los palillos un trozo de
kamaboko
, una especie de pasta de pescado cocido, y le pegó un gran mordisco con los pocos dientes que le quedaban. Tuve miedo de que en el proceso se le cayera algún otro incisivo, pero en esta ocasión todas sus piezas dentales permanecieron en su sitio.

Other books

Just a Geek by Wil Wheaton
The Circle: Rain's Story by Blue, Treasure E.
Supernotes by Agent Kasper
Our Wicked Mistake by Emma Wildes
Take Me (Fifth Avenue) by Yates, Maisey
The Light That Never Was by Lloyd Biggle Jr.
Death of a Wine Merchant by David Dickinson
Take Us to Your Chief by Drew Hayden Taylor