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Authors: Natsume Soseki

Soy un gato (2 page)

BOOK: Soy un gato
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Viviendo como vivo entre humanos, he de decir que cuanto más los observo más obligado me siento a constatar su egoísmo. Eso es cierto especialmente en lo que se refiere a esas niñas maléficas con las que duermo. Cuando se les antoja, me ponen cabeza abajo, me tapan la cara con una bolsa de papel, me lanzan por ahí y a veces hasta me encierran en el fogón de la cocina. Pero, como sea a mí a quien se le ocurra hacer una travesura, por pequeña que ésta sea, no duden que la casa entera se unirá para perseguirme por todas partes hasta darme caza. El otro día, sin ir más lejos, estaba yo afilándome tranquilamente las uñas en el
tatami
[1]
del cuarto de invitados. Entonces entró la señora, y cuando vio lo que estaba haciendo empezó a dar gritos. Estaba tan indignada que creo que mientras siga viva ya no me dejará volver a entrar jamás en la habitación. Aunque me viera tiritando en el suelo de madera de la cocina, ella indiferente. La señorita Shirokun, la gata blanca que vive enfrente y a quien tanto admiro e idolatro, suele decirme cada vez que nos vemos que no hay criatura viviente tan despiadada como el ser humano. El otro día, sin ir más lejos, dio a luz a cuatro preciosos gatitos. Pero no habían pasado ni tres días cuando el
shoshei
de su casa los agarró a todos y los tiró al estanque que había al lado de su casa. Shirokun me narró toda la escena entre lágrimas, y me aseguró que si queríamos aspirar a disfrutar de algo de vida familiar, era imprescindible que nosotros, los felinos, entabláramos una guerra total y sin cuartel contra los humanos. Nuestra única alternativa era exterminarlos, acabar con ellos y con su raza entera, así de sencillo. Me pareció una propuesta bastante razonable, a la luz de los acontecimientos. Por su parte, Mike, el gato tricolor que vive en la casa de al lado, también está bastante indignado con los humanos, aunque por motivos diferentes a Shirokun. Según él, los humanos vulneran constantemente nuestros derechos de propiedad. Hay que decir que entre los de nuestra especie se da por sentado que el primero que halla algo abandonado, ya sea la cabeza seca de una sardina o las tripas de un mújol, adquiere de inmediato el derecho a zampárselo. Cuando alguno de nosotros hace caso omiso de esa regla y se apropia de lo que no es suyo, entonces es incluso lícito recurrir a la violencia. Sin embargo, éste es un concepto que se les escapa a los humanos. De hecho, tengo comprobado que cada vez que encontramos algo bueno que llevarnos a la boca, invariablemente viene un humano y nos saquea. Confiados en su fuerza bruta, los humanos nos roban sin ningún tipo de pudor las cosas de comer que por derecho nos pertenecen. Shirokun vive en casa de un militar, y Mike en la de un abogado. Pero yo, como vivo en la de un maestro, no me tomo estas cosas tan en serio como ellos. Yo me conformo con vivir el día a día. Cuantos menos sobresaltos, mejor. Pero les juro que los humanos no se saldrán con la suya eternamente. Tenemos que ser pacientes. Llegará un día, y espero que no tarde mucho, en que los gatos dominaremos el mundo.

Y ahora que hablamos de lo egoísta que es la gente, déjenme que les cuente algo que le ocurrió a mi amo. Esta anécdota servirá para demostrar que ni él está libre de ese horrible defecto, por lo demás tan humano. Pero antes permítanme indicarles un hecho que creo que aclarará bastante la situación. Hay que decir que mi amo carece totalmente de talento para superar el aprobado raspado en cualquier actividad que emprenda. A pesar de todo, no puede abstenerse de intentar que las cosas le salgan, sea cual sea el precio que tenga que pagar por ello. De vez en cuando escribe haikus
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de lo más arcaicos y los envía a la revista Hototoguisu;
[3]
también escribe poesías en estilo moderno y se las manda a Myójó
[4]
hace poco puso punto final a una especie de bodrio literario en prosa, escrito en un inglés macarrónico y salpicado de errores garrafales; es conocida su pasión por el tiro con arco; toma lecciones de canto para representar teatro N
o
.
[5]
Y, en ocasiones, afortunadamente no muchas, se consagra a arrancarle estridentes chirridos a su violín. Siento mucho decir que de ninguna de estas actividades ha conseguido sacar nada en claro. Pero, a pesar de ser dispéptico y estar siempre de mal humor, se entusiasma enormemente cada vez que se embarca en un nuevo proyecto. En una ocasión los vecinos, hartos de sus estentóreos cánticos en el baño, le pusieron el mote de «El Maestro del Retrete». Pero eso a él le trae sin cuidado. De vez en cuando se le puede escuchar por ahí cantando viejas tonadas pasadas de moda, como «Soy Taira no Munemori
[6]
». Los vecinos, cuando se cruzan con él por la calle, se parten de risa y comentan entre ellos: «Mira, por ahí va Munemori».

Recuerdo que un buen día, aproximadamente un mes después de que yo llegara a casa, el señor entró muy nervioso con un gran paquete bajo el brazo. Yo estaba intrigadísimo por saber qué habría comprado, y rezaba para que fuese un regalo para mí. Pero resultó que lo que traía era una simple caja de acuarelas, un par de pinceles y unas cuantas láminas de un papel especial llamado «Whatman», o al menos eso me pareció entenderle. Me dio la impresión de que por fin abandonaría la escritura de haikus y los cánticos medievales, y se dedicaría a algo serio: la pintura a la acuarela. En efecto, a partir de ese día, y a lo largo de todos los siguientes sin faltar ni uno en un largo periodo de tiempo, no hizo otra cosa sino encerrarse en su estudio y pintar. Tan entregado estaba a su nueva afición que incluso abandonó su inveterada costumbre de echarse la siesta al mediodía. Sin embargo, una vez daba por concluidas sus obras, a la vista del resultado final, nadie podía decir qué narices era lo que se había propuesto pintar. Aquello no había quien lo entendiera. Probablemente ni él mismo lo sabía. Un día vino a visitarle un amigo suyo, que se decía especialista en Bellas Artes.

—¿Sabes?, pintar es bastante difícil. Cuando lo ves desde fuera parece sencillo. Pero basta que agarres tú mismo los pinceles para darte cuenta de lo complicado que resulta pintar un cuadro —le confesó el maestro. Y a fe que a mi amo no le faltaba razón.

Su amigo, mirando al amo por encima sus gafas de montura dorada, respondió:

—Es natural que te cueste pintar bien, especialmente al principio. Además, es imposible pintar un cuadro sin tener un modelo, sólo con la fuerza de la imaginación. El maestro italiano Andrea del Sarto insistía en que para pintar un cuadro, lo primero que había que hacer era intentar plasmar la naturaleza tal como es. El cielo está plagado de estrellas. En la tierra brilla el rocío mañanero. Los pájaros surcan los cielos. Los animales corretean por las vaguadas. En los lagos nadan los peces de colores. Si uno mira un viejo árbol en invierno, sobre sus ramas verá posados a los cuervos. La naturaleza, amigo mío, es por sí misma un enorme cuadro viviente. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Si quieres pintar un cuadro decente, ¿por qué no intentas primero hacer algún boceto?

—¡Oh, vaya! ¿Así que Andrea del Sarto, el gran maestro italiano, dijo eso? No tenía ni idea. Ahora que lo pienso, no le faltaba razón. De hecho, creo que ha dado en el clavo...

EI maestro ponía cara de estar muy impresionado. Tras las gafas doradas de Meitei se adivinaba una risita burlona.

Al día siguiente, estaba yo, como de costumbre, echándome una siestecita de lo más agradable en la galería, cuando de repente vi cómo el señor salía disparado de su estudio en dirección a donde yo estaba. Me extrañó verlo tan excitado. Algo venía trajinando. Abrí un ojo somnoliento y me pregunté qué diablos estaría haciendo, y a qué venía tanto trajín y tanto misterio. El maestro me miraba con ojo escrutador, y luego se iba a su bloc y dibujaba algo. De pronto me di cuenta: estaba intentando emular a ese italiano, Andrea del Sarto. No pude evitar echarme a reír: supongo que había empezado a hacer un bosquejo mío animado por el consejo de su amigo. Yo ya había dormido bastante, y tenía unas ganas tremendas de bostezar y de desperezarme; pero como veía al maestro entregado con tanta seriedad a su trabajo, no tuve el valor de moverme. Así que me sumergí en el aburrimiento con gran resignación. Un rato después, una vez terminó de trazar mi silueta, el maestro empezó con mi cabeza. He de reconocer que algunos gatos son auténticas obras de arte. Aun así, no tengo más remedio que confesar que yo no soy lo que se dice una pieza de coleccionista. Sinceramente, no creo que mi cuerpo o mi pelaje o mis facciones sean muy diferentes a los del resto de gatos vulgares y corrientes que en el mundo han sido. Pero, a pesar de todo lo pedestre y prosaico que pudiera ser mi aspecto, pronto comprobé que no existía ni el más mínimo parecido entre mi humilde persona y esa cosa tan extraña que el señor estaba dibujando. En primer lugar, los colores de su cuadro estaban todos equivocados. Mi pelaje, propio de un gato persa, está marcado con manchas en forma de concha sobre un fondo gris pálido amarillento. Eso es un hecho objetivo, por encima de cualquier argumento que se quiera arrojar sobre el asunto. Sin embargo, el color que el maestro había empleado en su cuadro no era ni amarillo, ni negro, ni gris, ni marrón; ni siquiera era una mezcla de esos cuatro colores a la vez. A lo sumo, se puede decir que lo que había utilizado era «una especie de color». Es más, por alguna extraña razón, la cara que él había dibujado representándome a mí carecía de cuencas oculares. Podría pensarse, en su descargo, que estaba pintando a un gato dormido, pero, en cualquier caso, como ni siquiera era posible encontrar en su dibujo ni una pista de dónde estaban localizados mis ojos, no quedaba muy claro si lo que estaba dibujando era un gato durmiendo o más bien un gato ciego de nacimiento. Me dije para mis adentros que algo así no debería permitírsele ni siquiera al mismísimo Andrea del Sarto. Otro asunto diferente era la admiración que sentía por la implacable determinación de mi amo. Me atrevo a decir incluso que si hubiera dependido de mí, habría mantenido mi pose todo el tiempo necesario. Pero lo cierto es que la naturaleza me reclamaba desde hacía ya un buen rato. Los músculos del cuello se me habían dormido y sentía un aguijoneo de lo más desagradable recorriéndome todo el cuerpo. Cuando el hormigueo alcanzó un punto que podría calificar de insoportable, me vi obligado a reclamar mi libertad. Estiré las patas delanteras todo lo que pude, desentumecí el cuello y bostecé abriendo todo lo que pude mi enorme boca. Una vez realizado el ritual completo de desperezamiento, no había ya ningún motivo para seguir allí quieto sin hacer nada. El dibujo del maestro constituía un intento nulo en cualquier caso, así que ahora yo también podía dedicarme a mis propios asuntos en algún rincón del jardín. Movido por estos pensamientos, así como por mi instinto, comencé a alejarme de la galería.

—¡Eh, tú, idiota! —bramó el maestro desde la sala, con una mezcla de lo que parecía ser cólera y decepción. Tenía el hábito de gritar ese «¡Tú, idiota!» sin parar, pues en realidad no se sabía más insultos. Pero creo que su reacción en ese caso fue de lo más impertinente, además de injustificada. Después «de todo, yo había sido tremendamente paciente posando allí para él, máxime cuando se constataba el pobre resultado de su experimento. No me suele desagradar recibir los inofensivos insultos de mi amo en otras circunstancias, como cuando me encaramo a su espalda, siempre y cuando, naturalmente, mi amo me vilipendie haciendo gala de su buen talante. Pero llamarme idiota así como así era algo excesivo. Eso sí que no. No comprendía que lo único que yo quería era orinar a gusto. Mi cuerpo era mi único amo en esos momentos. Si hay algo que odio en los humanos es que tiendan a crecerse en virtud de su extrema tendencia a la autocomplacencia, confiados como están en su fuerza bruta. A menos que aparezcan sobre la tierra unas criaturas más poderosas y crueles que ellos, no podremos saber hasta dónde podrán estirar, y estirar, y estirar su estúpida presunción antes de que se les rompa.

Cierto es que la vida, en tales circunstancias, puede hacerse perfectamente soportable. Sin embargo, en una ocasión tuve noticia de algunas indignidades humanas infinitamente más deplorables que las que acabo de describir.

Detrás de mi casa hay una pequeña plantación de té. No es un lugar muy grande, pero sí bastante agradable y soleado. Tengo por costumbre dejarme caer por ese pequeño huerto cuando necesito reafirmarme moralmente, cuando las niñas están haciendo tanto ruido que no puedo dormir a gusto, o cuando el aburrimiento me indispone. Un día, en pleno veranillo de San Martín, a eso de las dos de la tarde, después de una apacible siesta, me desperté y decidí que tocaba hacer un poco de ejercicio. Me entretuve un buen rato olfateando una por una las raíces de las plantas de té, y me llegué hasta la valla del cedro que quedaba en la parte más occidental de la plantación. Había un enorme gato negro dormido sobre una cama de crisantemos. Las flores se doblaban bajo el peso de su cuerpo. No pareció darse cuenta de que me acercaba, o al menos no mostró ningún tipo de reacción. En cualquier caso, allí estaba, acostado todo lo largo que era, roncando ruidosamente. Estaba realmente sorprendido del atrevimiento que mostraba durmiéndose tan despreocupadamente en un jardín ajeno. Era negro como el carbón. El sol del mediodía derramaba sobre él sus más brillantes rayos, y parecía como si de su pelo resplandeciente se desprendiesen llamas invisibles. Tenía un físico imponente. Un físico que uno diría propio del Emperador del País de los Gatos. Fácilmente me duplicaba en tamaño. Absorto y lleno de curiosidad y admiración por aquel soberbio ejemplar, me olvidé completamente de mí mismo. El viento suave y apacible de aquel veranillo movía dulcemente la rama de una paulonia, que asomaba por encima de la valla de cedro, y unas cuantas hojas cayeron sobre los crisantemos. El Emperador de los Gatos abrió de pronto sus grandes y redondos ojos. Todavía lo recuerdo como si fuera hoy. Brillaban más que dos cristales de ámbar, esa joya tan apreciada por los humanos. No movió ni un músculo. Lanzó sobre mi diminuta frente un rayo de luz salido de la enorme sima de sus cristalinos y dijo:

—¿Quién demonios eres tú?

Sus palabras me parecieron poco elegantes para tratarse de un Gran Rey, pero su voz era tan profunda y llena de fuerza que podría haber atemorizado incluso a un perro de presa. Me estremecí de puro miedo, pero pensé que sería poco civilizado no atender a su pregunta, así que respondí con una falsa sangre fría y una voz tan impostada como pude.

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