Taras Bulba (17 page)

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Authors: Nikolái V. Gógol

Tags: #Aventuras, Drama

BOOK: Taras Bulba
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—¡Y bien! ¿Han conseguido su objeto? —preguntó con la impaciencia de un caballo salvaje.

Pero antes de que los judíos tuviesen tiempo de reunir su valor para responder, Taras había ya notado que a Mardoqueo le faltaba su última trenza de cabellos, la cual, aunque bastante mal cuidada, se escapaba antes rizada por debajo de su capisayo. No cabía duda que quería decir algo, pero balbuceaba de una manera tan extraña que Taras no pudo comprender nada. Yankel llevaba también a menudo la mano a su boca, como si hubiese sufrido una fluxión.

—¡Oh, mi querido señor! —dijo Yankel. Ahora es completamente imposible. ¡Dios lo ve! ¡Es imposible! Tenemos que habérnosla con un pueblo tan malo que sería preciso escupirle a la cara. Ahí está Mardoqueo que no me desmentirá. Él ha hecho lo que ningún hombre es capaz de hacer; pero Dios no ha querido ayudarnos. Hay en la ciudad tres mil hombres de tropa, y mañana se les lleva al suplicio.

Taras miró a los judíos de reojo, pero ya sin impaciencia y sin cólera.

—Y si su señoría quiere una entrevista, es necesario ir mañana de madrugada antes que el sol asome por el Oriente. Los centinelas han dado su consentimiento, y tengo la promesa de un
leventar
[44]
. ¡Ojalá no tengan felicidad en el otro mundo! ¡
Ah weh mir
!
[45]
¡Pueblo codicioso! Ni aun entre nosotros se encuentran hombres semejantes; he dado cincuenta ducados a cada centinela y al
leventar

—Está bien. Condúceme cerca de él —dijo resueltamente Taras— y su alma recobró toda su firmeza.

Se conformó con la proposición que le hizo Yankel de disfrazarse de conde extranjero, llegado de Alemania. El previsor judío había preparado ya los trajes necesarios. Por fin llegó la noche. El dueño de la casa (ese mismo judío de pelo rojo y cutis pecoso) trajo un colchón delgado, cubierto con una especie de sábana, y lo tendió sobre uno de los bancos para Bulba. Yankel se acostó en el suelo sobre un colchón parecido al del cosaco.

El judío de pelo rojo bebió una taza de aguardiente, después se quitó su medio caftán, no conservando más que los zapatos y las medias que le daban mucha semejanza con un pollo, y se acostó al lado de su judía en una cosa que parecía un armario. Dos niños, judíos también, se tendieron en el suelo cerca del armario, como dos falderillos. Pero Taras no dormía; permanecía inmóvil, dando ligeramente en la mesa con sus dedos. Con su pipa en la boca, lanzaba nubes de humo que hacían estornudar al adormecido judío y le obligaban a taparse la nariz con el cobertor. Apenas amaneció Bulba empujó a Yankel con el pie.

—Alzate, judío, y dame tu traje de conde.

Vistióse en un minuto, y se pintó de negro las cejas, los bigotes y las pestañas; cubrióse la cabeza con un sombrerito obscuro, y se arregló de modo que ninguno de sus cosacos, ni aun los que más tratado le tenían, le hubiera reconocido. Parecía un hombre de treinta años. Los colores de la salud brillaban en sus mejillas, y sus mismas cicatrices le daban cierto aire de autoridad. Sus vestidos recamados de oro le sentaban maravillosamente.

Las calles permanecían aún silenciosas; ni siquiera un vendedor, con la cesta en la mano, se veía en la ciudad. Bulba y Yankel llegaron a un edificio que parecía una garza real descansando. Era bajo, ancho, pesado, ennegrecido, y en uno de sus ángulos se levantaba, como el cuello de una cigüeña, una alta y estrecha torre, coronada por un trozo de techo.

Este edificio estaba destinado a muchos y diversos empleos: servía de cuartel, de cárcel y hasta de tribunal criminal. Nuestros viajeros penetraron en él y se encontraron en una vasta sala o más bien en un patio cerrado por arriba: cerca de mil hombres dormían allí juntos. Enfrente de ellos había una puertecita, delante de la cual dos centinelas se entretenían en un juego que consistía en golpearse uno a otro sobre las manos con los dedos, prestando poca atención a los que llegaban; sólo volvieron la cabeza cuando Yankel les dijo:

—Somos nosotros, ¿lo oyen, señores míos? Somos nosotros.

—Pasen —dijo uno de ellos, abriendo la puerta con una mano y alargando la otra a su compañero para recibir los golpes obligados.

Entraron en un corredor estrecho y obscuro que les condujo a otra sala semejante a la primera con ventanillas arriba.

—¡Quién vive! —exclamaron algunas voces, y Taras vio cierto número de soldados armados de pies a cabeza. Tenemos orden de no dejar entrar a nadie.

—¡Somos nosotros! —exclamó Yankel— ¡Dios lo ve, somos nosotros, señores míos!

Pero nadie quería escuchar. Por fortuna acercóse en este momento un hombre grueso, que parecía ser el jefe, pues gritaba más recio que los otros.

—Somos nosotros, monseñor; ¿no nos conocéis ya? y el señor conde os atestiguará su reconocimiento.

—¡Déjenles pasar! ¡Qué mil diablos les ahoguen a ustedes! ¡Pero no dejen pasar a nadie más! Y que ninguno de ustedes se quite el sable, ni se acueste en el suelo…

Nuestros viajeros no oyeron la continuación de esta elocuente orden.

—¡Somos nosotros, soy yo, somos nosotros mismos! —decía Yankel a cada uno que encontraba.

—¿Se puede ahora? —preguntó el judío a uno de los centinelas, al llegar por fin al sitio en donde terminaba el corredor.

—Se puede: únicamente ignoro si le dejarán entrar en su misma cárcel. Ian no está aquí en este momento, por haberse puesto otro en su lugar —respondió el centinela.

—¡Ay, ay! —dijo el judío en voz baja. Eso sí que es malo, mi querido señor.

—¡Adelante —dijo Taras con firmeza.

Yankel obedeció.

En la puerta puntiaguda del subterráneo estaba un
jeduque
[46]
adornado con un bigote formando tres líneas superpuestas: la superior le llegaba hasta los ojos, la segunda iba hacia delante, y la tercera descendía encima de la boca, lo cual le daba una singular semejanza con un carnero.

El judío se inclinó hasta el suelo, y se acercó a él casi doblado.

—¡Señoría! ¡Mi ilustre señor!

—Judío, ¿a quién dices eso?

—A usted, mi ilustre señor.

—¡Hum!… ¡No soy más que un simple
jeduque
! —dijo el que llevaba el bigote de tres líneas, y sus ojos brillaron de contento.

—¡Ira de Dios! ¡Yo creía que era el coronel en persona! ¡Ay, ay, ay!

Al decir estas palabras meneó el judío la cabeza y separó los dedos de las manos.

—¡Ay! ¡Qué aspecto tan imponente! ¡Si es un coronel, un coronel perfecto! ¡Un dedo más, y es un coronel! Deberíase poner a mi señor sobre un caballo padre veloz como una mosca, para que hiciese maniobrar un regimiento.

El
jeduque
retorció la línea inferior de su bigote, y sus ojos brillaron con una completa satisfacción.

—¡Dios mío! ¡Qué pueblo tan marcial! —prosiguió el judío:— ¡
oh weh mir
! ¡Qué pueblo tan arrogante! Esos galones, esas chapas doradas, todo eso brilla como un sol, y las muchachas, en cuanto ven a esos militares… ¡ay, ay!

Y el judío meneó de nuevo la cabeza.

El
jeduque
atusóse la línea superior de su bigote, haciendo oír entre dientes un sonido casi semejante al relincho de un caballo.

—Suplico a mi señor que nos preste un pequeño favor —dijo Yankel. El príncipe, aquí presente, acaba de llegar del extranjero, y quisiera ver los cosacos, pues no ha visto en su vida qué clase de gente son.

La presencia de condes y barones extranjeros en Polonia era bastante común, atraídos a menudo por la sola curiosidad de ver ese pequeño rincón de Europa casi medio asiático. Respecto a Moscovia y a Ukrania las consideraban como formando parte de la misma Asia. Así es que el
jeduque
, después de saludar respetuosamente, juzgó oportuno añadir algunas palabras de su propia cosecha.

—No sé —dijo— por qué vuestra excelencia quiere verles. Son perros, y no hombres. Y es tal su religión que nadie hace el menor caso de ella.

—¡Mientes, hijo de Satanás! —interrumpió Bulba; ¡el perro eres tú! ¿Cómo te atreves a decir que no se hace caso de nuestra religión? De tu religión herética es de la que no se hace caso.

—¡Hola, hola! —dijo el
jeduque
. ¡Ahora ya sé quién eres, amigo mío! Perteneces a los que están bajo mi vigilancia. Espera, voy a llamar a los nuestros.

Taras conoció su imprudencia, pero su carácter era testarudo y el despecho impidiéronle pensar en repararla. Por fortuna, en el mismo instante consiguió Yankel deslizarse entre ellos.

—¡Mi señor! ¿Cómo es posible que el conde sea un cosaco? Si lo fuese, ¿en dónde hubiera adquirido semejante traje y un aire tan noble? ¡Adelante!

Y el
jeduque
abría ya su ancha boca para gritar.

—¡Real majestad, calle, calle! —exclamó Yankel. ¡En nombre del Cielo, calle! ¡Le pagaremos como nadie ha sido pagado en su vida, le daremos dos ducados de oro.

—¡Dos ducados! Dos ducados no significan nada. Yo los doy a mi barbero para afeitarme la mitad de la barba… ¡Cien ducados, judío!

Aquí el
jeduque
retorció su bigote superior.

—Si no me das al instante cien ducados, llamo a la guardia.

—¿Por qué, pues, tanto, dinero? —dijo, en tono lastimoso el judío, que había palidecido, desatando los cordones de su bolsa de cuero.

Pero, afortunadamente para él, su bolsa sólo contenía cien ducados, y el
jeduque
no sabía contar más arriba de ciento.

—¡Mi señor, mi señor! ¡Partamos lo más pronto posible! Vea qué mala es esa gente —dijo Yankel, después de observar que el
jeduque
movía el dinero entre sus manos, como arrepentido de no haber pedido más.

—¡Bien, vamos pues,
jeduque
del diablo! —dijo Bulba— ¿has tomado el dinero, y no piensas en hacernos ver los cosacos? No, tú debes enseñárnoslos, puesto que has recibido el dinero no tienes derecho de rehusárnoslo.

—Váyanse al demonio, si no, los denuncio al instante, y entonces… atrás les digo, y pronto.

—¡Mi señor, mi señor! —¡vámonos, en nombre de Dios, vámonos! ¡Malditos sean! —exclamó el pobre Yankel.

Bulba, con la cabeza baja, se volvió lentamente, seguido de las reconvenciones de Yankel, que se sentía devorado de pesar a la idea de haber perdido sus cien ducados por nada.

—Pero también, ¿por qué pagarle? Debíamos haber dejado ladrar a ese perro. Ese pueblo es hecho así, siempre ha de regañar. ¡
Oh weh mir
! ¡Qué felicidades envía Dios a los hombres! Mire: ¡cien ducados solamente habernos echado! Y a un pobre judío le arrancarán sus rizos de pelo, harán de su hocico una cosa imposible de mirar, y nadie le dará cien ducados. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios de misericordia!

Pero aquel contratiempo había tenido sobre Bulba otra influencia; veíase el efecto en la devoradora llama que brillaba en sus ojos.

—Marchemos —dijo de repente, sacudiendo una especie de torpeza— vamos a la plaza pública; quiero ver cómo le atormentan.

—¡Oh, mi señor! ¿Para qué? Allí no podremos socorrerle.

—Vamos —dijo Bulba con resolución; y el judío le siguió exhalando un suspiro, como sigue una niñera a un niño indócil.

No era difícil encontrar la plaza en donde debía tener lugar el suplicio, pues el pueblo afluía a ella de todas partes. En aquel siglo de costumbres toscas, aquel era un espectáculo de los más atractivos, no solamente para el populacho, sino para las clases elevadas. Multitud de viejas devotas, un sinnúmero de tímidas jóvenes, que soñaban en seguida toda la noche cadáveres ensangrentados, y que despertaban gritando como puede hacerlo un húsar ebrio, aprovechaban aquella ocasión para poder satisfacer su cruel curiosidad. «¡Ah! ¡Qué horrible tormento!», gritaban algunas de ellas con terror febril, cerrando los ojos y volviendo el rostro, y sin embargo no abandonaban su puesto. Había hombres que, con la boca abierta y las manos tendidas convulsivamente, hubieran querido encaramarse por encima de las cabezas de los otros para ver mejor. Entre las figuras vulgares, sobresalía la enorme cabeza de un verdugo, que observaba todo el espectáculo con aire conocedor, y conversaba en monosílabos con un maestro de armas a quien llamaba su compadre porque los días festivos se emborrachaban en la misma taberna. Algunos discutían acaloradamente, otros hacían apuestas pero la mayor parte pertenecían a ese género de individuos que miran el mundo entero y todo lo que pasa en él como quien ve llover. En primera fila, y junto a los bigotudos, que componían la guardia de la ciudad, estaba un hidalgo campesino, o que parecía tal, en traje militar, llevando encima cuanto poseía, de manera que en su casa sólo le había quedado una camisa desgarrada y unas botas estropeadas; dos cadenas, de las cuales pendía una especie de ducado, cruzábanse sobre su pecho; había ido allí con su amante, Yousefa, y se agitaba continuamente porque no se le manchase su traje de seda. Habíaselo explicado todo con anticipación tan minuciosamente, que era imposible de todo punto añadir cosa alguna.

—Mi pequeña Yousefa —decía— todas esas gentes que ves, han venido aquí para ver ajusticiar los criminales; y aquello, querida mía, que ves allá abajo, que tiene un hacha y otros instrumentos en la mano, es el verdugo, y es él quien les ajusticiará; y cuando empiece a dar vueltas a la rueda y a darles otros tormentos, el criminal estará todavía con vida; pero cuando les corte la cabeza, entonces morirá en seguida, querida mía. Primeramente chillará como un loco, pero cuando se le haya cortado la cabeza no podrá chillar más, ni comer, ni beber porque entonces, querida mía, no tendrá ya cabeza.

Y Yousefa escuchaba todo eso con terror y curiosidad.

Los tejados de las casas estaban cubiertos de gente. En los huecos de las ventanas aparecían extraños rostros con bigotes, cubierta la cabeza con una especie de gorras. En los balcones, y resguardados por baldaquinos, estaba la aristocracia. La linda mano, brillante como azúcar blanco, de una joven risueña, apoyábase en la reja del balcón. Hidalgos, dotados de una respetable gordura, contemplaban todo eso con aire majestuoso. Un criado, con rica librea y las mangas dobladas, hacía circular bebidas y refrescos. A menudo una joven delgada, tomaba con su blanca mano dulces o frutas, y las arrojaba al pueblo. El enjambre de caballeros hambrientos se apresuraba a tender sus sombreros, y algún largo hidalguillo cuya cabeza sobresalía de la multitud, vestido con un
konutousch
en otro tiempo de escarlata, y enteramente recamado de cordones de oro ennegrecidos por el tiempo, tomaba las golosinas al vuelo, gracias a sus largos brazos, besaba la presa que había conquistado, apoyábala contra su corazón, y luego se la comía. También figuraba entre los espectadores un halcón, suspendido al balcón en una jaula dorada; con el pico vuelto de través y la pata levantada, contemplaba atentamente al pueblo. Pero la multitud se conmovió de repente, y por todos los ámbitos de la plaza se oyó el grito de: «¡Véanlos, allí vienen, son los cosacos!» Estos marchaban con la cabeza descubierta, con sus largas trenzas colgando, habiendo todos dejado crecer sus barbas. Adelantaban sin temor y sin tristeza, con cierta altanera tranquilidad. Sus vestidos, de preciosas telas, a fuerza de usarlos, estaban hechos jirones; no miraban ni saludaban al pueblo. Delante de todos marchaba Eustaquio.

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