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Authors: Nikolái V. Gógol

Tags: #Aventuras, Drama

Taras Bulba (6 page)

BOOK: Taras Bulba
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—¡No, basta! —exclamaron los zaporogos. No dirás nada mejor de lo que has dicho.

—Si es así, se hará como desean ustedes; acato la voluntad de todos. Es cosa conocida, y la Sagrada Escritura lo dice, que la voz del pueblo, es la voz de Dios. Imposible es imaginar nada más sensato que lo que ha imaginado el pueblo; pero es preciso que les diga, señores, que el sultán no dejará sin castigo a los jóvenes que se den este placer; si nuestras fuerzas estuviesen dispuestas, nada tendríamos que temer y durante nuestra ausencia, los tártaros pueden atacarnos: esos son los perros de los turcos; jamás se atreven a atacarnos de frente; nunca entran en la casa cuando el dueño la ocupa; pero le muerden los talones por detrás hasta arrancarle gritos de dolor. Y luego, si he de decir la verdad, no tenemos bastantes canoas de reserva, ni suficiente pólvora para que podamos partir todos. Por lo demás, estoy dispuesto a hacer lo que les convenga; estoy a las órdenes de ustedes.

El astuto
kochevoi
calló. Los grupos empezaron a conversar, y los
atamans
de los
koureni
se reunieron en consejo. Por fortuna, no había muchos ebrios entre la multitud, y los cosacos optaron por seguir el prudente consejo de su jefe.

Algunos de ellos trasladáronse en seguida a la orilla del Dnieper, yendo a registrar el tesoro del ejército, allí donde en subterráneos inaccesibles, abiertos debajo de las aguas y de los juncos se ocultaba el dinero de la
setch
, con los cañones y las armas arrebatadas al enemigo. Otros apresuráronse a visitar las canoas y a prepararlas para la expedición. En un instante cubrióse la ribera de un animado gentío. Llegaban carpinteros con sus hachas; viejos cosacos de rostro tostado, bigotes grises, anchas espaldas y vigorosas piernas, estaban metidos en el río con el agua hasta las rodillas, los pantalones arremangados, tirando de las canoas, ayudándose de cuerdas, para ponerlas a flote. Otros arrastraban vigas secas y maderos. Aquí el uno ajustaba tablas a una canoa; allá, después de volver la quilla hacia arriba, se la calafateaba con brea; más lejos, se ataban a ambos lados de la canoa, según costumbre cosaca, largos haces de juncos, para impedir que las olas del mar sumergiesen tan frágil embarcación. Se encendieron hogueras en toda la ribera. Hacíase hervir la pez en calderas de cobre. Los ancianos, más experimentados, enseñaban a los jóvenes. Por todas partes resonaban los gritos de los obreros y el ruido de su obra. Toda la margen del río tenía movimiento y vida.

En este instante presentóse a la vista una barca de grandes proporciones. La multitud que la llenaba hacía señas de lejos. Eran cosacos cubiertos de andrajos. Sus vestidos harapientos (muchos no tenían más que una camisa y una pipa) mostraban que acababan de escapar a una gran desgracia, o que habían bebido hasta el exceso. Uno de ellos, bajo, rechoncho, y que contaría unos cincuenta años, se separó de la multitud, y fue a colocarse en la proa de la barca. Gritaba más fuerte y hacía gestos más enérgicos que todos los demás pero el ruido de los trabajadores ocupados en su tarea impedía oír sus palabras.

—¿Qué es lo que les trae a ustedes aquí? —preguntó por fin el
kochevoi
, al tocar la barca en la ribera.

Todos los obreros suspendieron sus trabajos, el ruido cesó y miraron con silenciosa espera, levantando sus hachas o sus cepillos.

—Una desgracia —contestó el cosaco que se había puesto en la proa.

—¿Qué desgracia?

—¿Me permiten hablar, señores zaporogos?

—Habla.

—¿O quieren más bien reunir un consejo?

—Habla, todos estamos aquí.

La multitud se reunió en un solo grupo.

—¿Nada han oído decir de lo que pasa en la Ukrania?

—¿Qué? —preguntó uno de los
atamans
de
kouren
.

—¿Qué? —prosiguió el otro— no parece sino que los tártaros les hayan tapado las orejas para que no oigan nada.

—Habla pues, ¿qué sucede?

—Suceden cosas como no se han visto nunca desde que estamos en el mundo y hemos recibido el bautismo.

—Pero di pronto lo que sucede, hijo de perro —exclamó uno de entre la multitud, que por lo visto había perdido la paciencia.

—Sucede que las santas iglesias ya no nos pertenecen.

—¡Cómo! ¿Qué no nos pertenecen?

—Han sido dadas en arrendamiento a los judíos, y si no se paga adelantado, es imposible decir misa.

—¿Qué es lo que estás charlando?

—Y si el infame judío no hace, con su impura mano, una señal en la hostia, es imposible consagrar.

—Miente, señores y hermanos; ¿es posible que un impuro judío ponga una señal en la sagrada hostia?…

—Escuchen, que aun tengo otras cosas que decirles. Los sacerdotes católicos (
kseunz
) van, en Ukrania, tan sólo en
tarataï ka
[28]
Esto no será un mal, pero sí lo es, pues en vez de caballos se hace tirar el carruaje por cristianos de la buena religión
[29]
. Escuchen, escuchen, todavía hay más: dícese que las judías empiezan a hacerse guardapiés de las casullas de nuestros sacerdotes. Eso es lo que sucede en la Ukrania, señores. Y ustedes, ustedes están tranquilamente establecidos en la
setch
, bebiendo, sin hacer nada, y, a lo que parece, les han acobardado tanto los tártaros, que el miedo les hace ciegos y sordos para ver y oír lo que pasa en el mundo…

—¡Basta, basta! —interrumpió el
kochevoi
que hasta entonces había permanecido inmóvil y con los ojos bajos, como todos los zaporogos, que, en las grandes ocasiones, nunca se abandonaban al primer impulso, sino que callaban para reunir en silencio todas las fuerzas de su indignación— detente, y diré una palabra. ¿Y ustedes, pues, ustedes, que el demonio confunda, qué hacían? ¿Acaso no tenían sables? ¿Cómo han permitido semejante abominación?

—¿Cómo hemos permitido semejante abominación? ¿Y ustedes hubieran hecho más, cuando solamente los polacos eran cincuenta mil hombres? Y luego, no debemos atenuar nuestra culpa; había también perros entre los nuestros, que han aceptado su religión.

—Y ¿qué hacía el
hetman
que tienen ustedes? ¿Qué hacían los
polkovniks
?

—Les han hecho tales cosas que Dios nos guarde de ellas.

—¿Cómo?

—He ahí cómo: nuestro
hetman
se encuentra ahora en Varsovia asado dentro de un buey de cobre, y las cabezas y manos de nuestro
polkovniks
[30]
han sido paseadas por todas las ferias para que el pueblo las viese. He ahí lo que han hecho.

La multitud se estremeció. Un silencio semejante al que precede a las tempestades se extendió por toda la ribera. Después, gritos y palabras confusas estallaron por todas partes.

—¡Cómo! ¡Los judíos tienen arrendadas las iglesias de los cristianos los sacerdotes enganchan a los cristianos a las varas de sus calesines! ¡Cómo! ¡Permitir semejantes suplicios en tierra rusa! ¡Que pueda tratarse así a los
polkovniks
y a los
hetmans
! No, esto no será, no será.

Estas palabras volaban de una a otra parte. Los zaporogos empezaban a ponerse en movimiento. No era aquello la agitación de un pueblo susceptible. Esos caracteres pesados y rudos no se inflaman con facilidad; pero cuando esto sucede, conservan largo tiempo y obstinadamente su llama interior.

—¡Primeramente, colguemos a todos los judíos —exclamaron algunas voces— para que no puedan hacer guardapiés a sus mujeres con las casullas de los sacerdotes! ¡Que no puedan hacer señales en las hostias! ¡Ahoguemos a toda esa canalla en el Dnieper!

Al oír estas palabras, toda la multitud se precipitó hacia el arrabal con la intención de exterminar a los judíos.

Habiendo perdido los pobres hijos de Israel, en su espanto, toda su presencia de ánimo, ocultábanse en los toneles vacíos, en las chimeneas y hasta en las faldas de sus mujeres. Pero los cosacos sabían encontrarlos en todas partes.

—¡Serenísimos señores —exclamaba un judío alto y seco como un junquillo, que mostraba entre sus camaradas su raquítica figura trastornada por el miedo— serenísimos señores, permítanme que les diga una palabra, una sola! Les diré una cosa nunca oída por ustedes; una cosa de tal importancia, que por más que se diga no puede encarecerse bastante.

—Veamos, habla —dijo Bulba, que deseaba siempre oír al acusado.

—Excelentísimos señores —dijo el judío— nunca se han visto semejantes señores ante Dios, no, nunca. No hay en el mundo tan nobles, buenos y valientes señores.

Su voz se apagaba y expiraba de miedo.

—¿Cómo es posible que nosotros tengamos mal concepto de los zaporogos? Los que arriendan las iglesias en la Ukrania no son los nuestros; no por Dios, no son los nuestros; ni siquiera son judíos; el diablo sabe lo que son. Es una cosa despreciable, y que debemos lanzar a un rincón. Estos les dirán lo mismo. ¿No es verdad, Chleuma? ¿No es cierto, Chmoul?

—Ante Dios, es verdad —respondieron de entre la multitud Chleuma y Chmoul, ambos vestidos con harapos y pálidos como un cadáver.

—Tampoco —continuó, el judío de elevada estatura— hemos tenido nunca relaciones con el enemigo, y no queremos nada con los católicos. ¡Que se vayan al diablo! Nosotros somos como hermanos de los zaporogos.

—¡Cómo! ¡Que los zaporogos sean hermanos de ustedes! —exclamó alguno de la multitud. Nunca, malditos judíos. ¡Arrojemos al Dnieper a esta maldita canalla!

A estas palabras, la multitud agarró a los judíos, y empezaron a arrojarlos al río. Por todas partes se alzaban gritos plañideros; pero los feroces zaporogos no hacían más que reír viendo las delgadas piernas de los judíos, calzadas de medias y zapatos, agitarse en el aire. El pobre orador, que tan gran desastre había atraído sobre los suyos y sobre él, desprendióse de su caftán, del cual le habían ya agarrado, y con una camisa estrecha y de todos colores, besó los pies de Bulba, y se puso a suplicar con voz lastimera:

—¡Magnífico y serenísimo señor, he conocido a su hermano, el difunto Doroch! Era un valiente guerrero, la flor de la caballería. Yo le presté ochocientos cequíes para comprar su libertad a los turcos.

—¿Tú has conocido a mi hermano? —dijo Taras.

—Le he conocido, ante Dios. Era un señor muy generoso.

—Y ¿cómo te llamas?

—Yankel.

—Bien —dijo Taras.

Después de un instante de reflexión, dijo a los cosacos:

—Siempre será tiempo de ahorcar al judío, dénmelo por hoy.

Los cosacos se lo cedieron y Taras lo condujo a sus carromatos en donde estaba su gente.

—Vamos, escóndete debajo de este carro y no te menees. Y ustedes, hermanos, no dejen salir al judío.

Dicho esto se dirigió a la plaza en donde hacía largo tiempo se había congregado la multitud. Todo el mundo había abandonado el trabajo de las canoas, pues no iban a emprender una guerra marítima, sino una guerra en tierra firme. En lugar de botes y remos necesitaban carros y corceles. En aquel momento, todos querían ponerse en campaña, tanto jóvenes como viejos; y todos, con el consentimiento de los ancianos, el
kochevoi
y los
atamans
de los
koureni
, habían resuelto marchar directamente contra Polonia, para vengar todas sus ofensas, la humillación de la religión y de la gloria cosaca, para recoger botín en las ciudades enemigas, incendiar los villorrios y las mieses, y hacer, en fin, resonar la estepa con el ruido de sus hechos.

Todos se armaban. Respecto al
kochevoi
había crecido un palmo; ya no era el tímido servidor de los caprichos de un pueblo entregado a la licencia, sino un jefe cuyo poder no tenía límites, un déspota que sólo sabía mandar y hacerse obedecer. Todos los caballeros camorristas y voluntarios permanecían inmóviles en las filas, con la cabeza respetuosamente inclinada sobre el pecho, y sin atreverse a levantar los ojos, mientras el
kochevoi
distribuía sus ordenes con lentitud, sin cólera, sin alzar la voz, como un jefe envejecido en el ejercicio del poder, y que no ejecuta por primera vez proyectos largo tiempo meditados.

—Procuren que no les falte nada —les decía— preparen los carros, prueben las armas; no lleven mucha impedimenta: Una camisa y un par de pantalones para cada cosaco, con un bote de manteca y de cebada machacada. Que nadie lleve más de lo dicho. En los bagajes habrá efectos y provisiones. Que cada cosaco lleve un par de caballos. Es menester tomar también doscientos pares de bueyes; serán de mucha utilidad en los sitios pantanosos y para pasar los ríos. Pero sobre todo, orden, señores, mucho orden. Yo sé que hay gente entre ustedes que, si Dios les envía botín, se ponen a desgarrar las telas de seda para hacerse medias con ellas. Abandonen esta endiablada costumbre; no se carguen de sayas; tomen solamente armas, cuando sean buenas, o los ducados y la plata, pues eso ocupa poco sitio y sirve en todas partes. Todavía me falta decirles una cosa, señores: si alguno de ustedes se embriaga en la guerra, no le haré juzgar; le haré arrastrar como un perro hasta los carros, aunque sea el mejor cosaco del ejército; y allí será fusilado y abandonado su cuerpo a los cuervos: un borracho en la guerra no es digno de sepultura cristiana. Jóvenes, en todas las cosas escuchen a los ancianos. Si una bala les hiere, o reciben un sablazo en la cabeza o en cualquier otra parte, no den a ello importancia alguna; echen un cartucho de pólvora en un vaso de aguardiente, bébanlo de un trago, y todo pasará. Ni siquiera tendrán fiebre. Y si la herida no es demasiado profunda, después de humedecer en la mano un poco de tierra con saliva, aplíquenla a ella. Ea, muchachos, manos a la obra aprisa, pero sin atropello.

Así habló el
kochevoi
, y concluido su discurso, todos los cosacos se pusieron a trabajar. Toda la
setch
se volvió sobria; no se hubiera podido encontrar en ella un solo borracho, como si nunca se hubiese hallado uno entre los cosacos. Los unos reparaban las ruedas o cambiaban los ejes de los carros; los otros amontonaban armas o sacos de provisiones, otros conducían los caballos y los bueyes. En todas partes resonaba el pataleo de las acémilas, el ruido de los arcabuzazos disparados al blanco, el choque de los sables contra las espuelas, los mugidos de los bueyes, el rechinamiento de los carros cargados, y la voz de los hombres hablando entre sí o excitando a sus caballos.

Pronto, el
tabor
[31]
de los cosacos se extendió en una larga fila, marchando hacia la llanura. El que, hubiese querido recorrer de extremo a extremo toda la línea del convoy hubiera tenido mucho que correr. En la capilla de madera, el
pope
[32]
recitaba la oración de partida; rociaba a la multitud con agua bendita, y todos al pasar iban a adorar la cruz. Cuando el
tabor
se puso en movimiento alejándose de la
setch
, todos los cosacos se volvieron:

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