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Authors: Nikolái V. Gógol

Tags: #Aventuras, Drama

Taras Bulba (3 page)

BOOK: Taras Bulba
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—¡Adiós, hogar paterno! ¡Adiós, recuerdos infantiles! ¡Adiós, todo!

Capítulo II

Los tres viajeros caminaban silenciosamente. El viejo Taras pensaba en su pasado; su juventud se desenvolvía delante de él, esa hermosa juventud que el cosaco, sobre todo, echa tanto de menos, pues quisiera conservar su agilidad y fuerzas para correr su vida de aventuras. Preguntábase a sí mismo cuales de sus antiguos compañeros encontraría en la
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; contaba los que habían ya muerto, los que quedaban aún vivos, e inclinaba tristemente su encanecida cabeza. Sus hijos estaban ocupados en otras ideas. Es preciso que digamos algunas palabras de ellos. Apenas habían cumplido doce años, envióseles al seminario de Kiev, pues todos los señores de aquel tiempo creían necesario dar a sus hijos una educación que pronto habían de olvidar. Todos esos jóvenes, a su entrada en el seminario, tenían un carácter salvaje y estaban acostumbrados a una completa libertad. Por esto enflaquecían un poco, y adquirían un aspecto común que les hacía parecerse los unos a los otros. Eustaquio, el mayor de los hijos de Bulba, empezó su carrera científica por huir desde el primer año. Se le agarró, se le apaleó de lo lindo y le encerraron con sus libros. Cuatro veces enterró su A B C, y cuatro veces, después de azotarle inhumanamente, se le compró uno nuevo. Pero sin duda hubiera continuado en su reprobable conducta, si su padre no le hubiera hecho la amenaza formal de tenerle durante veinte años como fraile lego en un convento, añadiendo el juramento que no vería nunca la
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, si no aprendía perfectamente cuanto se enseñaba en la academia. Lo extraño es que esta amenaza y este juramento viniesen del viejo Bulba, que hacía alarde de burlarse de toda ciencia, y que aconsejaba a sus hijos, como hemos visto, no hacer ningún caso de ella. Desde este momento, Eustaquio se puso a estudiar con extremado celo, y concluyó por ser reputado uno de los mejores estudiantes. En aquel entonces la instrucción no tenía la menor relación con la vida que se llevaba; todas esas argucias escolásticas, todas esas sutilezas retóricas y lógicas no tenían nada de común con la época ni aplicación en ninguna parte. Los sabios de entonces no eran menos ignorantes que los otros, pues su ciencia era completamente ociosa y vacía. Además, la organización republicana del seminario, esta inmensa reunión de jóvenes en la fuerza de la edad, debía inspirarles deseos de actividad ajenos enteramente al círculo de sus estudios. Las malas comidas, los frecuentes castigos por hambre, todo se unía para despertar en ellos esta sed de empresas que debía, más tarde, satisfacerse en la
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. Los
boursiers
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recorrían hambrientos las calles de Kiev, obligando a sus habitantes a ser prudentes. Los dueños de los bazares, cuando veían un
bousier
, ocultaban sus tortas, sus pastelillos, como el águila oculta sus hijuelos. El cónsul
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, que debía velar por las buenas costumbres de sus subordinados, llevaba unos bolsillos tan largos en sus pantalones, que hubiera podido meterse en ellos todos los comestibles de una tienda. Esos
bousiers
formaban un mundo aparte. No podían penetrar en la alta sociedad, compuesta de nobles, polacos y pequeños-rusos. El mismo
vaivoda
[20]
, Adam Kissel, a pesar de la protección con que honraba a la academia, no permitía que se llevase a los estudiantes a ninguna parte y quería que se les tratase con severidad. Por lo demás, esta última recomendación era del todo inútil, pues ni el rector ni los profesores economizaban el látigo ni las disciplinas. Con frecuencia, cumpliendo con sus deberes, los lictores vapuleaban a los cónsules de modo que tuviesen que rascarse largo tiempo. Muchos de ellos no tenían eso en nada, o, todo lo más, por una cosa algo más fuerte que el aguardiente con pimienta; pero otros concluían por encontrar tan desagradable este castigo, que huían a la
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, si sabían encontrar el camino y no se les alcanzaba antes de llegar. Eustaquio Bulba, a pesar del cuidado que ponía en estudiar la lógica y hasta la teología, no pudo librarse nunca de las implacables disciplinas. Naturalmente, esto debió volver su carácter más sombrío, más intratable, y darle la firmeza que distingue al cosaco. Pasaba por muy buen compañero; si bien nunca fue el jefe en las empresas atrevidas, ni en el saqueo de un huerto, poníase siempre de los primeros bajo el mando de un estudiante emprendedor, y nunca, en ningún caso, hubiera hecho traición a sus compañeros; ningún castigo le hubiera obligado a ello. Indiferente a todo, menos a la guerra o la botella, pues raras veces pensaba en otra cosa, era leal y bondadoso, al menos tan bondadoso como podía serlo con semejante carácter y en tal época. Las lágrimas de su pobre madre le habían conmovido profundamente; era la única cosa que le había turbado y que le hizo inclinar tristemente la cabeza.

Andrés, su hermano menor, tenía los sentimientos más vivos y expansivos: aprendía con más gusto, y sin las dificultades que crea para el trabajo un carácter pesado y enérgico. Tenía más ingenio que su hermano, y con frecuencia era el jefe de una empresa atrevida; algunas veces, con ayuda de su talento inventivo, sabía librarse del castigo, mientras que su hermano Eustaquio, sin acobardarse gran cosa, quitábase su caftán y se tendía en el suelo, no pensando ni siquiera en pedir gracia. Andrés no se sentía menos devorado por el deseo de llevar a cabo actos heroicos; pero su alma estaba predispuesta a otros sentimientos. A los dieciocho años, el deseo de amar se desenvolvió rápidamente en él. Con harta frecuencia presentábansele ante su ardiente imaginación imágenes de mujeres. Mientras escuchaba las controversias teológicas, veía al objeto de sus sueños con sus frescas mejillas, su tierna sonrisa y sus negros ojos. No dejaba traslucir a sus compañeros los movimientos de su alma joven y apasionada, pues en aquel entonces no era digno de un cosaco pensar en mujeres y en el amor antes de haber adquirido fama en el campo de batalla. Generalmente, en los últimos años de su permanencia en el seminario, dejó de capitanear una porción de aventuras; pero con frecuencia vagaba por algunos solitarios barrios de Kiev, en donde se veían encantadoras casitas a través de sus jardines de cerezos. Algunas veces penetraba en la calle de la aristocracia, en esa parte de la ciudad que ahora se llama la antigua Kiev, y que, habitada entonces por los señores pequeños-rusos y polacos, se componía de casas edificadas con cierto lujo. Un día que pasaba por ella, pensativo, por poco le aplasta la pesada carroza de un noble polaco, y el cochero de largos bigotes que ocupaba el pescante, le dio un violento latigazo. El joven estudiante, encolerizado, agarró con su vigorosa mano, con loco atrevimiento, una de las ruedas de detrás de la carroza, y logró detenerla algunos momentos. Pero el cochero, temiendo una disputa, fustigó sus caballos, y Andrés, que por fortuna había retirado la mano, fue echado contra el suelo, dando de rostro en el fango. Una sonrisa armoniosa y penetrante resonó sobre su cabeza. Levantó los ojos, y vio en la ventana de una casa a una joven de la más deslumbrante hermosura. Era blanca y rosada como la nieve iluminada por los primeros rayos del sol naciente. Reía a mandíbula batiente, y su risa añadía un nuevo encanto a su animada y altiva belleza. Andrés se quedó estupefacto y contemplándola con la boca abierta, y, enjugándose maquinalmente el lodo que le cubría el rostro, lo extendía todavía más. ¿Quién podía ser aquella hermosa joven? Preguntólo a los criados ricamente vestidos que estaban agrupados delante de la puerta de la casa en torno de un joven tañedor de bandola; pero ellos se le rieron en sus narices al ver su semblante lleno de lodo, y no se dignaron contestarle. Por fin pudo averiguar que era la hija del
vaivoda
de Kovno, que había ido a pasar algunos días en Kiev.

A la noche siguiente, Andrés, con ese atrevimiento peculiar a los estudiantes, saltó el cercado de la casa y penetró en el jardín; trepó después a un árbol cuyas ramas se apoyaban en el techo de la casa, de allí salto al techo, y bajó por la chimenea penetrando en el dormitorio de la joven. Esta estaba entonces sentada cerca de la luz, y se quitaba sus ricos pendientes. La linda polaca, a la vista de un desconocido, que tan bruscamente se le aparecía, se asustó de tal modo, que no pudo articular palabra. Pero cuando observó que el estudiante permanecía inmóvil, bajando los ojos y sin atreverse a mover un dedo de la mano, cuando reconoció en él al joven que había caído tan ridículamente delante de ella, no pudo menos de prorrumpir en una estrepitosa carcajada. Además, las facciones de Andrés nada presentaban de terrible; al contrario, el rostro del estudiante era en extremo agradable. La joven rió mucho tiempo, y concluyó por burlarse de él. La bella era atolondrada como una polaca, pero de vez en cuando sus ojos claros y serenos despedían una de esas miradas largas que prometen constancia. El pobre estudiante ni aun se atrevía a respirar. La hija del
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se le acercó atrevidamente, púsole en la cabeza su gorra en forma de diadema, y le echó sobre los hombros una gorguera transparente adornada con festón de oro, entregándose a mil diabluras con el desenfado propio de un niño y de un polaco, lo cual sumergió al joven estudiante en una inexplicable confusión.

Andrés abría la boca como un bobalicón, y miraba fijamente los ojos de la traviesa niña. Un ruido que sonó de repente la asustó. Mandóle que se escondiese, y tan luego como pasó el susto, llamó a su camarera, que era una tártara prisionera, y le ordenó que condujese al joven prudentemente por el jardín para sacarlo fuera de la casa. Pero esta vez el estudiante no fue tan feliz al saltar la empalizada. Despertóse el guarda, le vio, empezó a gritar, y los criados de la casa le volvieron a conducir a garrotazos a la calle hasta que sus ligeras piernas le alejaron del peligro. Después de esta aventura no se le ocurrió otra vez pasar por delante de la casa del
vaivoda
, pues sus criados eran numerosísimos.

Andrés la vio todavía una vez en la iglesia. La joven reparó en él y le sonrió maliciosamente como a un antiguo conocido. Poco tiempo después el
vaivoda
de Kovno abandonó la ciudad, y una gruesa figura desconocida se presentó en la ventana en donde había visto a la bellísima polaca de ojos negros. En esta hermosa niña pensaba Andrés al inclinar la cabeza sobre el cuello de su caballo.

Hacía ya largo tiempo que las altas hierbas les rodeaban por todos lados; de suerte que sólo se veían las gorras negras de los cosacos por encima de los ondulantes tallos, cuando Bulba, saliendo de su meditación, exclamó de repente:

—¡Eh, eh!, ¿Qué significa eso, muchachos? Están ustedes muy silenciosos; diríase que se han vuelto frailes. Al diablo todas las ideas negras. Aprieten sus pipas con los dientes, espoleen sus caballos, y corramos de modo que no pueda alcanzamos un pájaro.

Y los cosacos, inclinándose sobre el arzón de la silla, desaparecieron en la espesa hierba. Ya no se vieron ni siquiera sus gorras; solamente el rápido paso que marcaban en la hierba indicaba la dirección de su carrera.

El sol se había alzado en un cielo sin nubes y derramaba por la estepa su luz cálida y vivificante.

Cuanto más se avanzaba en la estepa, presentábase ésta más salvaje y hermosa. En aquella época, todo el espacio conocido ahora con el nombre de Nueva Rusia, desde la Ukrania hasta el mar Negro, era un desierto virgen y verde. El carro no había marcado nunca sus huellas a través de las inconmensurables olas de sus plantas salvajes. Únicamente los caballos libres que se ocultaban en aquellos impenetrables abrigos dejaban en ellos algunos senderos. Toda la superficie de la tierra parecía un océano de verdura dorada, que esmaltaban otros mil colores. Entre los tallos finos y secos de la alta hierba, crecían grupos de coronillas, de tintes azules, rojos y violados; la retama levantaba en el aire su pirámide de flores amarillas. Los pequeños botones del trébol blanco salpicaban la sombría hierba, y una espiga de trigo, traída allí, Dios sabe de dónde, maduraba solitaria. Bajo la tenue sombra de los tallos de hierbas, deslizábanse, alargando el cuello, las ligeras perdices. Todo el aire estaba lleno de mil cantos de aves. Los gavilanes se cernían inmóviles, sacudiendo el aire con la punta de sus alas, y dirigiendo ávidas miradas sobre la superficie de la tierra. Oíanse en lontananza los agudos gritos de una bandada de aves salvajes que volaban, como una espesa nube, encima de algún lago perdido en la inmensidad de las llanuras. La gaviota de las estepas elevábase con un movimiento cadencioso, y se bailaba con voluptuosa coquetería en las ondas del azul; tan pronto no se la veía sino como un punto negro, como resplandecía blanca y brillante a los rayos del sol… ¡Oh estepas mías, cuán bellas sois!

Nuestros viajeros sólo se detuvieron para comer. Entonces los diez cosacos que componían todo su séquito se apearon de sus caballos. Desataron frascos de madera, que contenían aguardiente, y calabazas partidas por el medio que servían de vasos. Sólo se comía pan y tocino o tortas secas, y no bebían más que un vaso cada uno, pues Taras Bulba no permitía que nadie se emborrachase durante el camino. De nuevo emprendieron la marcha, dispuestos a andar durante todo el día. Llegada la noche, la estepa cambió completamente de aspecto. Toda su inmensa extensión era bañada por los últimos rayos del sol ardiente, luego obscurecióse con rapidez dejando ver la marcha de la sombra que invadiendo la estepa la cubría del tinte uniforme de un verde obscuro. Entonces los vapores se volvieron más espesos; cada flor, cada hierba exhalaba su perfume, y la estepa entera hervía en vapores embalsamados. Sobre el cielo, de un azul obscuro, extendíanse anchas, bandas doradas y de color de rosa que parecían trazadas negligentemente por un gigantesco pincel. Acá y allá blanqueaban jirones de ligeras y transparentes nubes, mientras que una brisa fresca y acariciadora como las ondas del mar balanceábase sobre las puntas de la hierba, rozando apenas las mejillas del viajero. Todo el concierto de la mañana se debilitaba, y hacía lugar poco a poco a un nuevo concierto. Animales de piel atigrada salían con precaución de sus madrigueras, y, levantándose sobre sus patas traseras, llenaban la estepa con sus silbidos. Los grillos cantaban con su monótono chirrido, y algunas veces se oía, viniendo del lejano lago, el grito del cisne solitario, que resonaba como una campana argentina en el adormecido aire. Al anochecer, nuestros viajeros se detuvieron en medio de los campos, encendieron un fuego cuyo humo deslizábase oblicuamente en el espacio, y, colocando una marmita sobre las brasas, hicieron cocer las papas. Después de la cena, los cosacos se acostaron en el suelo, dejando a sus caballos vagar por la hierba, con trabas en los pies. Las estrellas de la noche les miraban dormir encima de sus caftanes extendidos. Podían oír el chisporroteo, el rozamiento, todos los rumores de los innumerables insectos que hormigueaban en la verde alfombra. Todos esos rumores, perdidos en el silencio de la noche, llegaban armoniosos al oído. Si alguno de ellos se levantaba, toda la estepa mostrábase a sus ojos iluminada por las chispas luminosas de las luciérnagas. Algunas veces la sombría obscuridad del firmamento se iluminaba por el incendio de los juncos secos que crecían a orillas de los ríos y de los lagos, y una larga línea de cisnes que se dirigían al norte heridos de repente por una claridad, inflamada, parecían pedazos de tela roja volando a través de los aires.

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