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Authors: Nikolái V. Gógol

Tags: #Aventuras, Drama

Taras Bulba (5 page)

BOOK: Taras Bulba
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Los dos jóvenes cosacos se hicieron querer pronto de sus compañeros. A menudo, con otros miembros del mismo
kouren
o con el
kouren
entero, o hasta con los
koureni
vecinos, iban a la estepa a caza de las innumerables aves salvajes, ciervos, corzos o bien se dirigían a orillas de los lagos o de las corrientes de agua señaladas por la suerte a su
kouren
, para tender sus redes y recoger muchas provisiones. Aunque ésta no fuese precisamente la verdadera ciencia del cosaco, distinguíanse entre los otros por su valor y su destreza. Tiraban certeramente al blanco, atravesaban el Dnieper a nado, hazaña por la cual un joven novicio era solemnemente admitido en el círculo de los cosacos. Pero el viejo Taras les preparaba otra vida más activa. Aquella ociosidad no le gustaba; quería llegar al verdadero negocio, y por esto no cesaba de reflexionar sobre el modo de hacer decidirse a la
setch
a acometer alguna atrevida empresa, en la que un caballero pudiese demostrar lo que era. Un día, en fin, fuese a encontrar al
kochevoi
y le dijo sin preámbulo:

—Y bien,
kochevoi
, ya es tiempo de que los zaporogos vayan a dar un paseíto.

—No hay donde pasearse —respondió el
kochevoi
quitándose una pequeña pipa de la boca y escupiendo de lado.

—¿Cómo, no hay dónde? Se puede ir por el lado de los turcos, o por el de los tártaros.

—No se puede ir ni por el lado de los turcos ni por el lado de los tártaros —respondió el
kochevoi
volviendo a poner la pipa en la boca con la mayor tranquilidad del mundo.

—Pero, ¿por qué no se puede?

—Porque… hemos prometido la paz al sultán.

—Pero es un pagano —dijo Bulba— Dios y la Santa Escritura mandan apalear a los paganos.

—No tenemos derecho de hacerlo. Si no hubiésemos jurado por nuestra religión, tal vez sería posible. Pero ahora, no, es imposible.

—¡Cómo imposible! He ahí que dices que nosotros no tenemos derecho de hacerlo; y, sin embargo, yo tengo dos hijos, jóvenes los dos, que ni uno ni otro han estado aún en la guerra. Y he ahí que dices que no tenemos derecho, y que no hace falta que los zaporogos vayan a la guerra.

—No, eso no conviene.

—¿Es preciso, pues, que la fuerza cosaca se pierda inútilmente; es preciso, pues, que un hombre perezca como un perro sin haber hecho una buena obra, sin hacerse útil al país y a la cristiandad? ¿Para qué vivir entonces? ¿Por qué diablos vivimos? Veamos, explícame eso. Tú eres un hombre sensato, no en vano te han hecho
kochevoi
, dime, ¿por qué, por qué vivimos?

El
kochevoi
hizo, esperar su respuesta. Era un cosaco obstinado. Después de un largo silencio, dijo por fin:

—Digo que no habrá guerra.

—¿No habrá guerra? —preguntó de nuevo Bulba.

—No.

—¿No hay que pensar más en ello?

—No hay que pensar en ello.

—Espera —dijo Bulba— espera, cabeza de diablo, tú oirás hablar de mí.

Y le dejó bien decidido a vengarse.

Después de ponerse de acuerdo con algunos amigos suyos, convidó a todo el mundo a beber. Los cosacos, un poco ebrios, fueronse todos a la plaza, en donde, atados en postes, estaban los timbales de que se servían para reunir el consejo. No habiendo encontrado los palillos que guardaba en su casa el timbalero, cogieron un palo cada uno, y se pusieron a tocar los instrumentos. El timbalero fue el primero que llegó; era un mozo de elevada estatura, que sólo tenía un ojo, y no muy despierto.

—¿Quién se atreve a tocar llamada? —exclamó.

—Calla, toma tus palillos, y toca cuando se te mande —contestaron los cosacos achispados.

El timbalero sacó del bolsillo los palillos que había traído consigo, sabiendo de qué modo concluían habitualmente semejantes aventuras.

Resonaron los timbales, y pronto negras masas de cosacos se precipitaron en la plaza como avispas en una colmena. Formaron círculo, y después del tercer toque, acudieron por fin los jefes a saber: el
kochevoi
con la maza, signo de su dignidad, el juez con el sello del ejército, el escribano con su tintero y el
i ésaoul
con su largo bastón. El
kochevoi
y los otros jefes se quitaron sus gorras para saludar humildemente a los cosacos que estaban con los brazos puestos altivamente en jarras.

—¿Qué significa esta reunión, y que deseáis, señores? —preguntó el
kochevoi
.

Los gritos y las imprecaciones impidiéronle continuar.

—Depón tu maza, hijo del diablo, depón tu maza, no te queremos más —gritaron muchas voces.

Algunos
koureni
, de los que no habían bebido, parecían opinar de distinto modo. Pero pronto, ebrios o sobrios, empezaron todos a repartir puñetazos, y la sarracina se hizo general.

El
kochevoi
tuvo por un momento intención de hablar; pero sabiendo que esta multitud furiosa y sin freno podía derrotarle sin esfuerzo hasta darle la muerte, lo que había sucedido a menudo en semejantes casos, saludó humildemente, depuso su maza, y desapareció entre la multitud.

—¿Nos mandan ustedes, señores, deponer también las insignias de nuestros cargos? —preguntaron el juez, el escribano y el
i ésaoul
, prontos a dejar a la primera indicación el sello, el tintero y el bastón blanco.

—No, quédense —gritaron las voces que salieron de la multitud. Sólo queremos quitar el
kochevoi
, porque no es más que una mujer, y es preciso que el
kochevoi
sea un hombre.

—¿A quién elegirán ahora? —preguntaron los jefes.

—Tomemos a Koukoubenko —exclamaron algunos.

—No queremos a Koukoubenko —respondieron los otros. Es demasiado joven; todavía tiene la feche de su nodriza en los labios.

—¡Que sea Chilo nuestro
ataman
—exclamaron otras voces— hagamos de Chilo un
kochevoi
.

—Un
chilo
[25]
en las espaldas de ustedes —respondió la multitud echando votos. ¿Quién es ese cosaco, que ha llegado a introducirse como un tártaro? ¡Al diablo el borracho Chilo!

—¡Borodaty! ¡Escojamos a Borodaty!

—No queremos a Borodaty; ¡al diablo Borodaty!

—Griten Kirdiaga —murmuró Taras Bulba al oído de sus afiliados.

—¡Kirdiaga, Kirdiaga! —gritaron ellos.

—¡Kirdiaga! ¡Borodaty! ¡Borodaty! ¡Kirdiaga! ¡Chilo! ¡Al diablo Chilo! ¡Kirdiaga!

Los candidatos cuyos nombres estaban así proclamados destacáronse de entre la multitud, por no dejar creer que ayudaban con su influencia a su propia elección.

—¡Kirdiaga! ¡Kirdiaga!

Este nombre resonaba más fuerte que los otros.

—¡Borodaty! —se respondía.

La cuestión fue resuelta a puñetazos, y Kirdiaga triunfó.

—¡Traed a Kirdiaga! —se gritó en seguida.

Una docena de cosacos dejaron la multitud. Muchos de ellos estaban tan borrachos que apenas podían tenerse sobre sus piernas. Todos dirigiéronse a casa de Kirdiaga para anunciarle que acababa de ser elegido. Kirdiaga, viejo cosaco, muy astuto, hacía largo tiempo que había vuelto a entrar en su choza, y aparentaba ignorar lo que pasaba.

—¿Qué desean, señores? —preguntó.

—Ven; se te ha hecho
kochevoi
.

—Apiádense de mí, señores. ¿Cómo es posible que yo sea digno de tal honor? ¿Qué
kochevoi
haré? No tengo bastante talento para desempeñar semejante dignidad. ¡Como si no se pudiese encontrar otro mejor que yo en todo el ejército!

—Vaya pues, ven, puesto que así se te dice —replicáronle los zaporogos.

Dos de ellos le agarraron por los brazos, y a pesar de su resistencia, fue conducido por fuerza a la plaza acompañado de puñetazos en la espalda, y de votos y exhortaciones.

—¡Vamos, no retrocedas, hijo del diablo! Acepta, perro, el honor que se te ofrece.

He ahí de qué modo fue conducido Kirdiaga al círculo de los cosacos.

—¡Y bien, señores! —exclamaron a voz en grito los que le habían conducido— ¿consienten ustedes en que ese cosaco sea nuestro
kochevoi
?

—¡Sí, sí! ¡Consentimos todos, todos! —respondió la multitud; y el eco de este grito unánime resonó largo tiempo en la llanura.

Uno de los jefes tomó la maza y la presentó al nuevo
kochevoi
. Kirdiaga, según costumbre, se negó a aceptarla; el jefe se la presentó por segunda vez; Kirdiaga la volvió a rehusar, y sólo la aceptó a la tercera presentación. Un prolongado grito de alegría se elevó en la multitud, y de nuevo hizo resonar toda la llanura. Entonces, de entre el pueblo, salieron cuatro viejos cosacos de bigotes y cabellos grises (en la
setch
no había hombres muy viejos, pues nunca ningún zaporogo moría de muerte natural); cada uno de ellos tomó un puñado de tierra, que continuadas lluvias habían convertido en lodo, y la pusieron sobre la cabeza de Kirdiaga. La tierra húmeda corrió por la frente, por los bigotes, ensuciándole la cara; pero Kirdiaga permaneció tranquilo, y dio gracias a los cosacos por el honor que acababan de hacerle. Así terminó esta ruidosa elección que, si no contentó a ningún otro, colmó de alegría al viejo Bulba; en primer lugar, por haberse vengado del antiguo
kochevoi
, y luego, porque Kirdiaga, su antiguo camarada, había hecho con él las mismas expediciones por tierra y por mar y compartido las mismas fatigas y lo mismos peligros. La multitud se desvaneció enseguida para ir a celebrar la elección, y empezó un festín universal, en tales términos, que nunca los hijos de Taras habían visto otro semejante. Todas las tabernas fueron saqueadas los cosacos bebían la cerveza, el aguardiente y el aguamiel sin pagar, y los taberneros se consideraban dichosos con haber salvado la vida. Toda la noche se pasó en gritos y canciones que celebraban la gloria de los cosacos; y la luna vio, toda la noche, pasearse por las calles numerosos grupos de músicos con sus bandolas y sus
balalaikas
[26]
y chantres de iglesia que se dedicaban en la
setch
a cantar las alabanzas de Dios y las de los cosacos.

Por fin, el vino y el cansancio rindieron a todo el mundo. Poco a poco todas las calles se vieron cubiertas de hombres tendidos en el suelo. Aquí había un cosaco que, enternecido y lloroso, se colgaba al cuello de su compañero, cayendo los dos abrazados; allá se veía un grupo de ellos revolcándose por tierra; más lejos un borracho escogía largo tiempo un sitio donde acostarse, y concluía por tenderse sobre un trozo de madera; el último, el más fuerte de todos, anduvo mucho tiempo dando trompicones y balbuceando palabras incoherentes; pero, al fin, cayó como los demás, y toda la
setch
se quedó dormida.

Capítulo IV

Desde el día siguiente, Taras Bulba concertóse con el nuevo
kochevoi
, para saber cómo se podría decidir a los zaporogos a tomar una resolución. El
kochevoi
era un cosaco fino y astuto que conocía perfectamente de qué pie cojeaban sus zaporogos, y empezó diciendo:

—Es imposible violar el juramento, es imposible. Después de un corto silencio prosiguió: —Sí, es imposible. Nosotros no violaremos el juramento, pero inventaremos alguna cosa. Únicamente haga de modo que el pueblo se reúna, no por orden mía, sino por su propia voluntad. Usted sabe ya cómo esto se hace, y yo, con los antiguos, correremos enseguida a la plaza como si nada supiésemos.

Aun no había transcurrido una hora desde esta conversación, cuando los timbales volvieron a resonar. La plaza se vio pronto cubierta de un millón de gorras cosacas. Empezóse a preguntar:

—¿Qué?… ¿por qué?… ¿Qué hay para tocar los timbales?

Nadie contestaba. Poco a poco, sin embargo, oyéronse entre la multitud las frases siguientes:

—La fuerza cosaca perece de pura inacción. No hay guerra, no hay empresa… Los antiguos son unos haraganes; no ven nada, la gordura los ciega. ¡No, no hay justicia en el mundo!

Los otros cosacos escuchaban en silencio, y concluyeron por repetir ellos mismos:

—Efectivamente, no hay justicia en el mundo.

Los antiguos parecieron asombradísimos de semejantes discursos. Por fin, el
kochevoi
se adelantó, y dijo:

—¿Me permiten hablar, señores zaporogos? —Sí.

—Mi discurso, señores, tendrá, en primer lugar, por objeto recordarles que la mayor parte de ustedes, y ustedes lo saben sin duda mejor que yo, deben tanto dinero a los judíos taberneros y a sus camaradas, que ya no hay ningún diablo que les preste a crédito. Además, deben de tener en consideración que hay entre nosotros muchos jóvenes que nunca han visto la guerra de cerca, mientras que un joven, ustedes lo saben, señores, no puede existir sin la guerra. ¿Qué zaporogo es el que no ha apaleado jamás a un pagano?

—Se explica bien —pensó Bulba.

—Sin embargo, no crean, señores, que digo todo eso para violar la paz. ¡No, Dios me libre de ello! Digo eso porque conviene que se diga. Además, el templo del Señor, aquí, está en un estado tal que es pecado decirlo. Hace muchos años que, por la gracia del Señor, existe la
setch
; y hasta ahora, no solamente la parte exterior de la iglesia, sino las santas imágenes del interior no tienen el menor adorno. Nadie piensa ya en hacerles batir un vestido de plata
[27]
. Únicamente han recibido lo que ciertos cosacos les han dejado en testamento, y en verdad que esos dones eran bien poca cosa, pues los que los hacían se bebieron en vida todo su haber. Así, pues, tengan entendido que no hago un discurso para decidirles a la guerra contra los turcos, porque hemos prometido la paz al sultán, y sería un gran pecado desdecirse, atendido que hemos jurado por nuestra religión.

—¿Qué diablos se enreda? —se dijo Bulba.

—Ya ven ustedes, señores, que es imposible empezar la guerra; el honor de los caballeros no lo permite. Pero he aquí lo que yo pienso según mi escasa inteligencia. Es preciso enviar los jóvenes en canoas, y que barran un poco las costas de la Anatolia. ¿Qué opinan ustedes de eso, señores?

—¡Condúcenos, condúcenos a todos! —exclamó la multitud. Todos estamos prontos a perecer por la religión.

El kochevoi, se espantó; no tenía absolutamente la intención de levantar toda la
setch
; parecíale peligroso romper la paz.

—¿Me permiten, señores, que vuelva a hablar?

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