Read Taras Bulba Online

Authors: Nikolái V. Gógol

Tags: #Aventuras, Drama

Taras Bulba (4 page)

BOOK: Taras Bulba
11.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Nuestros viajeros continuaron su camino sin tropiezo. En ninguna parte, en torno de ellos, veían un árbol: siempre era la misma estepa, libre, salvaje, infinita. Solamente, de tiempo en tiempo, allá en lontananza, distinguíase la línea azulada de los bosques que bordean el Dnieper. Una sola vez, Taras hizo ver a sus hijos un puntito negro que se agitaba a lo lejos.

—Miren, muchachos —dijo— es un tártaro que galopa.

Acercándose, vieron por entre la hierba una cabecita con bigotes, que fijaba en ellos sus ojillos penetrantes, husmeó el aire como un perro perdiguero, y desapareció con la rapidez de una gacela, después de cerciorarse de que los cosacos eran trece.

—¡Y bien, muchachos! ¿Quieren probar de alcanzar al tártaro? Pero no, es inútil, no le alcanzarán nunca, pues su caballo es todavía más hábil que mi
Diablo
.

No obstante, Bulba, temiendo una emboscada, creyó deber tomar sus precauciones. Galopó, acompañado de su comitiva, hasta llegar a orillas de un pequeño río llamado la Tatarka, que desemboca en el Dnieper. Todos entraron en el agua con sus cabalgaduras, y nadaron largo tiempo siguiendo la corriente del agua para ocultar sus huellas. Luego, cuando llegaron a la otra orilla, continuaron su camino. Tres días después encontráronse cerca ya del sitio que era el término de su viaje. Un súbito frío refrescó el aire, reconociendo por este indicio la proximidad del Dnieper. En efecto, distinguíase a lo lejos el Dnieper semejante a un espejo, destacándose azul en el horizonte. Cuanto más se acercaba la comitiva, más se ensanchaba moviendo sus frías olas; y pronto concluyó por abrazar la mitad de la tierra que se desplegaba a su vista. Habían llegado a aquel sitio de la carrera en que el Dnieper, estrechado largo tiempo por los bancos de granito, acaba de triunfar de todos los obstáculos, y ruge como un mar, cubriendo las llanuras conquistadas, en donde las islas dispersas en medio de su lecho rechazan sus olas más lejos todavía sobre los campos colindantes. Los cosacos echaron pie a tierra, entraron en una barca con sus caballos, y después de una travesía de tres horas, llegaron a la isla Hortiza, en donde se encontraba entonces la
setch
, que tan a menudo cambiaba de residencia. Una muchedumbre inmensa disputaba con los marineros en la orilla. Los cosacos volvieron a montar sus caballos; Taras tomó una actitud altanera, apretó su cinturón, y se arregló el bigote. Sus dos hijos examináronse también de la cabeza a los pies con tímida emoción, y entraron juntos en el arrabal que precedía a la
setch
medio metro. A su entrada quedaron aturdidos por el estruendo de cincuenta martillos que daban en el yunque en veinticinco herrerías subterráneas y cubiertas de césped. Vigorosos curtidores, sentados en los escalones de sus casas, estrujaban pieles de buey con sus fuertes manos. Buhoneros de pie exponían en sus tiendas montones de baldosas, pedernales y pólvora. Un armenio extendía ricas piezas de tela; un tártaro amasaba pasta; un judío, con la cabeza baja, sacaba aguardiente de un tonel. Pero lo que más llamo su atención fue un zaporogo que dormía en medio del camino, con los brazos y los pies extendidos. Taras se detuvo admirado.

—¡Cómo se ha desarrollado este tunante! —dijo, examinándole. ¡Qué hermoso cuerpo de hombre!

En efecto, el cuadro era acabado. El zaporogo estaba tendido en medio del camino como un león acostado. Sus espesos cabellos, altivamente echados hacia atrás, cubrían dos palmos de tierra alrededor de su cabeza. Sus pantalones, de hermosa tela roja, habían sido manchados de brea, para demostrar el poco caso que hacía de ellos. Bulba, después de haberlo contemplado a su sabor, continuó su camino por una estrecha calle enteramente llena de gente que ejercían su oficio al aire libre, y de otras personas de todos los países que poblaban este arrabal semejante a una feria, que abastecía a la
setch
, la cual sólo sabía beber y tirar el mosquete.

Por fin, pasaron el arrabal, y vieron muchas chozas esparcidas, cubiertas de musgo o de fieltro al estilo tártaro. Delante de algunas de ellas había baterías de cañones. No se veía ningún cercado, ninguna casita con su pórtico con columnas de madera, como las había en el arrabal. Un pequeño parapeto de tierra y una barrera que nadie guardaba, atestiguaban la dejadez de los habitantes. Alunos robustos zaporogos, tendidos en el camino, con sus pipas en la boca, mirábanles pasar con indiferencia y sin cambiar de sitio. Taras y sus hijos pasaron entre ellos con precaución, diciéndoles:

—¡Buenos días, señores!

—¡Buenos días! —contestaban ellos.

Por todas partes encontrábanse grupos pintorescos. Los atezados rostros de aquellos hombres demostraban que con frecuencia habían tomado parte en las batallas, y experimentado toda clase de vicisitudes. He ahí la
setch
; he ahí la guarida de donde salen tantos hombres altivos y bravos como los leones; he ahí de donde sale el poder cosaco para extenderse por toda la Ukrania.

Los viajeros atravesaron una plaza espaciosa en donde ordinariamente se reunía el consejo. Sobre un gran tonel colocado boca abajo, estaba sentado un zaporogo sin camisa, la cual tenía en la mano zurciendo gravemente los agujeros. La camisa le fue arrebatada por una banda de músicos, en medio de la cual un joven zaporogo, que se había ladeado la gorra sobre la oreja, bailaba con frenesí, alzando las manos por encima de la cabeza, y no cesaba de gritar:

—¡Aprisa, más aprisa, músicos! ¡Tomás, no escasees tu aguardiente a los verdaderos cristianos!

Y Tomás, que tenía un ojo acardenalado, distribuía sendos cántaros a los asistentes. En torno del joven danzarín, cuatro viejos zaporogos pataleaban en el suelo, después, repentinamente se echaban de lado como un torbellino hasta sobre la cabeza de los músicos; luego, doblando las piernas, se bajaban hasta el suelo, y, volviéndose a enderezar en seguida, lo golpeaban con sus talones de plata. El suelo resonaba sordamente en torno de ellos, y el aire estaba lleno de los cadenciosos rumores del
hoppak
y del
tropak
[21]
. Entre todos esos cosacos, hallábase uno que gritaba y bailaba con más furor. Sus abundantes cabellos flotaban a merced del viento, su ancho pecho estaba descubierto, pero se había puesto su ropón de invierno, y el sudor corría por su rostro.

—¡Muchacho, quítate tu ropón! —le dijo al fin Taras— ¿no ves que hace calor?

—No puede ser —exclamó el zaporogo.

—¿Por qué?

—Porque conozco mi carácter; todo lo que me quito va a parar a la taberna.

El zaporogo no tenía ya gorra, ni cinturón, ni pañuelo bordado; todo había ido a parar a la taberna, como él decía. El número de bailadores aumentaba a cada instante, y no se podía ver, sin una emoción contagiosa, toda esa multitud arrojarse a esa danza, la más libre, la más loca en movimientos que jamás se haya visto en el mundo, y que lleva el nombre de sus inventores, el
kasatchok
.

—¡Ah! ¡Si no estuviese a caballo —exclamó Taras— hasta yo, sí, hasta yo hubiera tomado parte en el baile!

Empezaron, sin embargo, a presentarse entre la multitud hombres de edad, graves, respetados de toda la
setch
, que más de una vez habían sido escogidos para jefes. Taras encontró pronto una porción de semblantes conocidos. Eustaquio y Andrés oían a cada instante las exclamaciones siguientes:

—¡Ah! Eres tú, Petchéritza.

—¡Hola, Kosoloup!

—¿De dónde vienes, Taras?

—¿Y tú, Doloto?

—Buenos días, Kirdiaga.

—¿Qué tal, Gousti?

—No esperaba verte, Rémen.

Y todos esos hombres de guerra que se habían reunido allí de los cuatro puntos de la gran Rusia, se abrazaron con efusión, y sólo se oyeron esas confusas preguntas:

—¿Qué hace Kassian? ¿Qué hace Borodavka? ¿Y Koloper? ¿Y Pidzichok?

Y la respuesta que recibía Bulba era que a Borodavka le habían ahorcado en Tolopan; que en Kisikermen habían desollado vivo a Koloper, y que la cabeza de Pidzichok la habían enviado salada en un tonel a Constantinopla. El viejo Bulba se puso a reflexionar tristemente, y repitió varias veces:

—¡Qué buenos cosacos eran!

Capítulo III

Hacía más de una semana que Taras Bulba habitaba la
setch
con sus dos hijos. Eustaquio y Andrés ocupábanse poco de estudios militares, pues la
setch
no gustaba de perder el tiempo en vanos ejercicios; la juventud hacía su aprendizaje en la guerra misma, que, por esta razón, se renovaba continuamente. Los cosacos consideraban inútil llenar con algunos estudios los raros intervalos de tregua; les agradaba más tirar al blanco, galopar por las estepas o cazar a caballo. El resto del tiempo lo dedicaban a sus placeres, la taberna y el baile.

Toda la
setch
presentaba un aspecto singular; era como una fiesta perpetua, como una ruidosa danza empezada y que nunca termina. Algunos se ocupaban en oficios, otros en comerciar al pormenor, pero la mayor parte se divertía desde la mañana a la noche, tanto como se lo permitía el estado de su bolsillo, y mientras la parte de su botín no había caído en manos de sus compañeros o de los taberneros. Esta fiesta continua tenía algo de mágico. La
setch
no era un montón de borrachos que ahogaban sus penas en los toneles, sino una alegre cuadrilla de indiferentes viviendo en una loca embriaguez de buen humor. Cada uno de los que llegaban allí olvidaba lo que le había ocupado hasta entonces. Podía decirse, según su expresión, que renegaba de lo pasado, y se entregaba con el entusiasmo de un fanático a los encantos de una vida de libertad llevada en común con sus semejantes que, como él, no tenían ya parientes, ni familia, ni casa, nada más que el aire libre y la inagotable jovialidad de su alma. Las diferentes narraciones y diálogos que podían recogerse tendida negligentemente por tierra, tenían a veces un color tan enérgico y tan original, que era necesaria toda la flema exterior de un zaporogo para no asombrarse, siquiera por un ligero movimiento de bigote, condición que distingue a los pequeños-rusos de las otras razas eslavas. La alegría era ruidosa, algunas veces hasta el exceso, pero al menos los bebedores no estaban hacinados en un
kabak
[22]
sucio y sombrío, en donde el hombre se abandona a una embriaguez triste y pesada. Allí formaban como una reunión de compañeros de escuela, con la única diferencia que, en vez de estar sentados bajo la necia férula de un maestro, tristemente inclinados sobre libros, hacían excursiones con cinco mil caballos; en vez del reducido campo en donde habían jugado a la pelota, tenían campos espaciosos, infinitos, en donde se mostraba, a lo lejos, el tártaro ágil o bien el turco grave y silencioso bajo su ancho turbante. Además, había la diferencia que, así como en la escuela se reunían por fuerza, allí se reunían voluntariamente, abandonando al padre, la madre y el techo paternal. Encontrábase allí gente que, después de tener la soga al cuello, y casi en brazos de la pálida muerte, habían vuelto a ver la vida en todo su esplendor; otros había, para quienes un ducado había sido hasta entonces una fortuna, y a quienes, gracias a los pícaros usureros, se hubiera podido volver los bolsillos sin temor de que cayese nada. Se encontraban estudiantes que no habiendo podido sobrellevar los castigos académicos huyeron de la escuela, sin aprender una letra del alfabeto, mientras que había otros que sabían perfectamente quiénes eran Horacio, Cicerón y la república romana. También se encontraban allí oficiales polacos que se habían distinguido en el ejército real, y un sinnúmero de aventureros convencidos de que era indiferente saber en dónde y por quién se hacía la guerra, con tal que se hiciese, y que es indigno de un hidalgo no guerrear. Muchos, en fin, iban a la
setch
únicamente para poder decir que habían estado en ella, y volvían transformados en cumplidos caballeros. Pero, ¿quién no estaba allí? Esta extraña república respondía a una necesidad de aquellos tiempos. Los amantes de la vida guerrera, de las copas de oro, de las ricas telas, de los ducados y de los cequíes podían en toda estación encontrar allí trabajo. Los amantes del bello sexo eran los únicos que no tenían nada que hacer en aquel sitio, pues ninguna mujer se podía mostrar ni siquiera en el barrio de la
setch
. Eustaquio y Andrés encontraban sumamente extraño ver una porción de gente ir a la
setch
, sin que nadie les preguntase quiénes eran ni de dónde venían; entraban en ella como si hubiesen regresado a la casa paterna habiéndola dejado una hora antes. El recién llegado se presentaba al
kochevoi
[23]
y entablaban entre los dos el diálogo siguiente:

—Buenos días. ¿Crees en Jesucristo?

—Sí, creo —respondía el recién llegado.

—¿Y en la Santísima Trinidad?

—También creo.

—¿Vas a la iglesia?

—Sí, voy.

—Haz la señal de la cruz.

El recién llegado la hacía.

—Bien —proseguía el
kochevoi
— vete al
kouren
que te guste escoger.

A eso se reducía la ceremonia de la recepción.

Toda la
setch
oraba en la misma iglesia, pronta a defenderla hasta derramar la última gota de sangre, bien que esta gente no quería oír hablar de cuaresma ni de abstinencia. No había sino judíos, armenios y tártaros que, seducidos por el cebo de la ganancia, se decidían a comerciar en el arrabal, porque los zaporogos no eran aficionados al comercio, y pagaban cada objeto con el dinero que de una vez sacaba su mano del bolsillo. Por otra parte, la suerte de esos comerciantes avaros era sumamente precaria y muy digna de compasión.

Parecíanse a las gentes que habitan en las faldas del Vesubio, pues cuando los zaporogos no tenían dinero, derribaban las tiendas y lo tomaban todo sin pagar.

La
setch
se componía al menos de sesenta
koureni
, que eran otras tantas repúblicas independientes, pareciéndose también a escuelas de párvulos que nada tienen suyo, porque se les suministra todo. En efecto, nadie poseía nada; todo estaba en manos del
ataman
[24]
del
kouren
, al que se acostumbraba llamar >padre (
batka
). Este guardaba el dinero, los vestidos, las provisiones, y hasta la leña. A menudo un
kouren
disputaba con otro; en este caso, la disputa concluía por un combate a puñetazos, que sólo cesaba con el triunfo de un partido, y entonces empezaba una fiesta general. He aquí lo que era la
setch
que tanto encanto tenía para los jóvenes. Eustaquio y Andrés se arrojaron con todo el ardor de su edad en este mar tempestuoso, y pronto olvidaron el hogar paterno, el seminario y cuanto hasta entonces les había ocupado. Todo les parecía nuevo; las costumbres nómadas de la
setch
, y las leyes muy poco complicadas que la regían, pero que les parecían aún demasiado complicadas para una república. Si un cosaco robaba alguna cosa de poca monta, era contado como una afrenta por toda la asociación. Se le ataba, como un hombre deshonrado, a una especie de columna infamante, y junto a él se ponía un garrote con el cual cada uno que pasaba debía darle un golpe hasta que quedase sin vida. El deudor que no pagaba era encadenado a un cañón, permaneciendo de este modo hasta que un camarada consentía en pagar su deuda para ponerle en libertad pero lo que más asombró a Andrés fue el terrible suplicio con que se castigaba al asesino. Abríase una profunda zanja en la que le tendían vivo, después ponían sobre su cuerpo el cadáver de su víctima encerrado en un ataúd, cubriéndolos a los dos de tierra. La imagen de este horrible suplicio persiguió a Andrés mucho tiempo después de una ejecución de este género, y el hombre enterrado vivo debajo del muerto se representaba incesantemente a su espíritu.

BOOK: Taras Bulba
11.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Unlucky Lottery by Hakan Nesser
Shooting 007: And Other Celluloid Adventures by Alec Mills, Sir Roger Moore
Gingerbread Man by Maggie Shayne
Dirty Little Secret by Jennifer Echols
El protector by Larry Niven
Tyrant: Force of Kings by Christian Cameron
Grace Takes Off by Julie Hyzy
A Tale of Two Biddies by Kylie Logan
Your Desire by Dee S. Knight, Francis Drake